Herejías sobre la naturaleza de Cristo.

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La fe cristiana tiene su fuente, su centro y su certeza en el Cristo histórico del NT. Tal como se presenta en, Juan 1: 13, 14 (ver allí el comentario) e invariablemente se afirma en todo el NT, Cristo es Dios en el sentido absoluto y pleno de la palabra y verdaderamente hombre en todo respecto, aunque sin pecado. En la encarnación, la deidad y la humanidad se unieron inseparablemente en la persona de Jesucristo, el Dios-hombre sin igual (ver com. Mat. 1: 1).

Pero las Escrituras también declaran que «Jehová nuestro Dios, Jehová uno es» (Deut. 6: 4; Mar. 12: 29). El legado de verdad que heredó la iglesia cristiana incluía, pues, la paradoja de un monoteísmo trino y uno y el misterio de un Dios encarnado. Ambos conceptos van más allá del entendimiento limitado y no permiten el análisis final ni la definición absoluta. Sin embargo, para los fervientes cristianos de los días apostólicos, el hecho dinámico de un Señor crucificado, resucitado y viviente, a quien muchos de ellos habían visto y oído (ver Juan 1: 14; 2 Ped. 1: 16; 1 Juan 1: 1-3), relegaba a un plano de menor importancia los problemas teológicos de la naturaleza de Cristo.

Sin embargo, cuando pasó esa generación (ver Apoc. 2: 4; cf. Jos. 24: 31), la visión de un Señor viviente se oscureció y palidecieron la pureza y la devoción prístinas; los hombres se apartaron cada vez más de las realidades prácticas del Evangelio y se ocuparon de sus complicados aspectos teóricos, con la ilusión de que escudriñando con los intrincados razonamientos de la filosofía quizá podrían descubrir a Dios (Job 11: 7; Rom. 11: 33). Entre las diversas herejías que surgieron para turbar a la iglesia, las más graves fueron las que atañían a la naturaleza y persona de Cristo. Durante siglos la iglesia fue sacudida por los conflictos suscitados por estos problemas, que dejaron una larga estela de herejías, concilios y cismas.

Para cualquiera, con excepción de los estudiantes de historia eclesiástica, un estudio detallado de esta controversia puede parecer desprovisto de interés y de valor práctico. Pero hoy día, no menos que en los tiempos apostólicos, la certeza de la fe cristiana se centra en el Cristo histórico del NT. También es un hecho que, de una manera u otra, varias herejías antiguas han sobrevivido o han revivido. Mediante un breve repaso del decurso de esa controversia de los primeros días, los cristianos modernos pueden aprender a reconocer -para estar vigilantes contra ellos- los mismos errores que perturbaron a sus consagrados hermanos en siglos pasados (ver Juan 8: 32; 1 Juan 4: 1).

Generalmente las dos principales fases de este prolongado debate se conocen como las controversias trinitaria y cristológica. La primera se ocupó de la condición de Cristo como Dios; y la segunda, de la relación intrínseca entre su naturaleza divina y su naturaleza humana. La controversia trinitaria se centralizó en las luchas de la iglesia con el docetismo, el monarquianismo y el arrianismo, desde el siglo I hasta el siglo IV, y la controversia cristológica en sus luchas con el nestorianismo, el monofisismo y el monotelismo, desde el siglo V hasta el VII.

La iglesia apostólica. La creencia de la iglesia apostólica referente a Jesús está bien resumida en la afirmación de Pedro de que Jesús es «el Cristo, el Hijo del Dios viviente»  (Mat. 16: 16), y en la sencilla declaración de fe citada por Pablo: «Jesús Señor [Gr. kúrios, equivalente aquí al Heb. Yahwehl» (1 Cor. 12: 3). Los cristianos primitivos creían que él era Dios en el más excelso sentido de la palabra, y hacían de esta creencia la piedra angular de su fe (ver com. Mat. 16: 18). Ni «carne ni sangre» podían revelar o explicar esta verdad; debía ser aceptada por fe (Mat. 16: 17). Esta certeza implícita de la iglesia primitiva acerca de la Trinidad y de la naturaleza divino-humana de Cristo se fundaba en las enseñanzas explícitas de Jesús y los apóstoles. Sin embargo, no pasaron muchos años desde que Cristo había ascendido al cielo, cuando «lobos rapaces» comenzaron a asolar el rebaño, y dentro de la iglesia misma se levantaron hombres que hablaban «cosas perversas» y arrastraron discípulos tras sí (Hech. 20: 29-30).

Docetismo y gnosticismo. El primer error de la naturaleza y la persona de Cristo generalmente se conoce como docetismo. Este nombre proviene de una palabra griega que significa «aparecer». El docetismo asumió diversas formas, pero su idea básica era que Cristo sólo parecía tener un cuerpo, que era un fantasma y no un hombre en lo más mínimo. El Verbo se hizo carne sólo en apariencia. Esta herejía surgió en tiempos apostólicos y persistió hasta muy cerca del fin del siglo II.

 El docetismo caracterizaba a grupos tales como los ebionitas y los gnósticos. Los primeros eran judíos cristianos que se aferraban estrictamente a los ritos y a las prácticas del judaísmo. Los segundos eran principalmente cristianos gentiles. El gnosticismo fue poco más que una mezcla de varias filosofías paganas ocultas bajo el disfraz de una terminología cristiana.

Una antigua y posiblemente auténtica tradición identifica a Simón el Mago (ver Hech. 8: 9-24) como el que primero inició el error acerca de la naturaleza y la persona de Cristo y como el primer gnóstico cristiano. Unos pocos años más tarde, surgió en Alejandría un cristiano llamado Cerinto. Este es clasificado por algunos como ebionita y por otros como gnóstico. Negaba que Cristo hubiera venido en carne, y sostenía que su supuesta encarnación sólo fue aparente y no real. Los ebionitas no eran gnósticos, pero sostenían puntos de vista similares acerca de la humanidad de Cristo. Consideraban que Cristo era hijo literal de José, pero elegido por Dios como el Mesías debido a que se distinguió por su piedad y observancia de la ley, y que fue adoptado como el Hijo de Dios en ocasión de su bautismo. Un grupo de ebionitas, los elkesaitas, enseñaban que Cristo había sido literalmente «engendrado» por el Padre en siglos pasados, y que por lo tanto era inferior a él.

En contraste con los ebionitas, que consideraban a Cristo como esencialmente un tipo de ser humano superior, los gnósticos -en términos generales- negaban que fuera un ser humano. Concebían a Cristo como un fantasma, o «eón» (inteligencia eterna emanada de la divinidad suprema, según las enseñanzas gnósticas), que transitoriamente tomó posesión de Jesús, que para ellos era un ser humano común. La divinidad no se había encarnado realmente. Acerca del tremendo impacto del gnosticismo sobre el cristianismo, el historiador eclesiástico Latourette sugiere la posibilidad de que «por un tiempo la mayoría de los que se consideraban a sí mismos como cristianos se adhirieron a una u otra de sus muchas formas» (A History of Christianity, p. 123). Después de surgir gradualmente en los tiempos apostólicos, el gnosticismo ejerció su máxima influencia sobre la iglesia en el siglo II. Reconociendo la grave amenaza que significaba el gnosticismo, la iglesia lo combatió heroicamente.

Ireneo, que vivió durante la segunda mitad del siglo II, hace resaltar que Juan escribió su Evangelio con el propósito específico de refutar los puntos de vista docetistas de Cerinto (Ireneo, Contra herejías xi. 1; ver Juan 1: 1-3, 14; 20: 30-31). En las epístolas, Juan aún más claramente advierte contra la herejía del docetismo, a cuyos paladines los tilda como «anticristo» (1 Juan 2: 18-26; 4: 1-3, 9, 14; 2 Juan 7, 10). Durante su primer encarcelamiento en Roma (c. 62 d. C.), Pablo prevenía a los creyentes de Colosas contra el error del docetismo (Col. 2: 4, 8-9, 18), y más o menos por el mismo tiempo Pedro proclama una advertencia aun más vigorosa (2 Ped. 2: 1-3). Judas (vers. 4) se refiere a la herejía del docetismo. Los «nicolaítas» de Apoc. 2: 6 eran gnósticos, aunque no necesariamente docetistas (Ireneo, Contra herejías xi.1).

Durante la primera mitad del siglo 11 surgieron varios maestros gnósticos que infestaron la iglesia con sus nocivas herejías. Sobresalieron entre ellos Basílides y Valentín, ambos de Alejandría. Pero quizá el más influyente paladín de las ideas del docetismo -y el de más éxito- fue Marción, durante la segunda mitad del mismo siglo. De ninguna manera era gnóstico, pero sus opiniones en cuanto a Cristo se parecían muchísimo a las de los gnósticos. Sostenía que el nacimiento, la vida física y la muerte de Jesús no fueron reales, sino que meramente dieron la apariencia de realidad. La iglesia luchó valientemente contra los crasos errores del docetismo.

Durante la segunda mitad del siglo II, Ireneo se destacó osadamente como el gran paladín de la ortodoxia contra la herejía. Su obra de polémica Contra herejías, específicamente contra la herejía gnóstica, ha sobrevivido hasta el día de hoy. Ireneo puso énfasis en la unidad de Dios.

Monarquianismo. Como el nombre lo indica, el monarquianismo hacía resaltar la unidad de la Deidad. (Literalmente, un «monarca» es un «gobernante único».) En efecto, fue una reacción contra los muchos dioses de los gnósticos y los dos dioses de Marción: el Dios del AT, a quien consideraban como un Dios malo, y Cristo, un Dios de amor. Como sucede con tanta frecuencia con los movimientos reaccionarios, se fue al extremo opuesto, y, como resultado, se convirtió en una herejía que la iglesia más tarde creyó necesario condenar. La tendencia que caracterizaba al monarquianismo pudo haber servido en gran medida para eliminar de la iglesia las enseñanzas gnósticas, pero el remedio hizo casi tanto mal como la enfermedad que pretendía remediar. La lucha contra el monarquianismo comenzó hacia fines del siglo II y continuó hasta bien entrado el III. Hubo dos clases de monarquianos: los dinamistas (término que proviene de una palabra griega que significa «poder»), que enseñaban que un poder divino animaba el cuerpo humano de Jesús -suponían que Jesús no tenía divinidad propia en sí mismo y le faltaba un alma realmente humana-, y los modalistas, que concebían un Dios que se había revelado en diferentes formas.

A fin de mantener la unidad de la Deidad, los dinamistas negaban de plano la divinidad de Cristo, a quien consideraban como un mero hombre elegido por Dios para ser el Mesías y que había sido elevado hasta un nivel de deidad. De acuerdo con el adopcionismo -una variante de esta teoría- el hombre Jesús logró la perfección y fue adoptado como el Hijo de Dios en ocasión de su bautismo. Los modalistas enseñaban que un Dios se había revelado en formas diferentes. Negando diferencia alguna de personalidad, abandonaron completamente la creencia en un Dios trino y uno por naturaleza. Aceptaban la verdadera divinidad tanto del Padre como del Hijo, pero se apresuraban a explicar que ambas sólo eran diferentes designaciones para el mismo ser divino. Esta posición a veces es llamada patripasianismo porque suponía que el Padre llegó a ser el Hijo en la encarnación y, por lo tanto, sufrió y murió como el Cristo. De la misma manera, en la resurrección el Hijo llegó a ser el Espíritu Santo. Esta teoría también es llamada sabelianismo debido a que su más famoso exponente fue Sabelio. Los sabelianos sostenían que los nombres de la Trinidad eran meras designaciones mediante las cuales la misma persona divina realizaba diversas funciones cósmicas. Sostenían que antes de la encarnación ese ser divino fue el Padre; en la encarnación el Padre se convirtió en el Hijo; y en la resurrección el Hijo llegó a ser el Espíritu Santo.

A comienzos del siglo III, Tertuliano refutó el monarquianismo modalista, haciendo resaltar tanto la personalidad del Hijo de Dios como la unidad de la Deidad. Sin embargo, pensaba que Cristo era Dios en un sentido subordinado. Esta teoría se conoce como subordinacionismo.

A mediados del siglo III, Orígenes propuso la teoría de la generación eterna. Según ella, sólo el Padre es Dios en el sentido más excelso. El Hijo es coeterno con el Padre, pero es «Dios» sólo en un sentido derivado. Orígenes creía, que el alma de Cristo -como todas las almas humanas, según su concepto equivocado preexistió pero fue diferente de todas las otras por ser pura y no haber caído. El Logos, o Verbo divino, creció en indisoluble unión con el alma humana de Jesús. Distinguiendo entre theós (Dios) y ho theós (el Dios) de Juan 1: 1, Orígenes llegó a la conclusión de que el Hijo no es Dios en un sentido primitivo y absoluto, sino «Dios» sólo en virtud de haber recibido un grado secundario de divinidad que podría llamarse theós, pero no ho theós. Quedaría, pues, Cristo a la mitad del camino entre las cosas creadas y las que 892 no lo son. Orígenes puede ser llamado el padre del arrianismo.

 Arrianismo. A comienzos del siglo IV Arrio, un presbítero de la Iglesia de Alejandría, aceptó la teoría de Orígenes en cuanto al Logos, con la excepción de que no reconoció ninguna sustancia intermedia entre Dios y los seres creados. Por eso dedujo que el Hijo no es divino en ningún sentido de la palabra sino estrictamente una criatura, aunque la más excelsa y primera de todas, y que por lo tanto «hubo [un tiempo] cuando no existía». Enseñaba que sólo hay un ser -el Padre- a quien se le puede atribuir una existencia atemporal, que el Padre creó al Hijo de la nada y que antes de haber sido engendrado por un acto de la voluntad del Padre, el Hijo no existía. Para Arrio, Cristo tampoco era verdaderamente humano porque no tenía un alma humana, ni era verdaderamente divino, porque le faltaba la esencia y los atributos de Dios. Sencillamente era el más excelso de todos los seres creados. El ser humano, Jesús, fue elegido para ser el Cristo en virtud de su triunfo, que Dios conocía mediante su presciencia.

En el Primer Concilio de Nicea, reunido en 325 d. C. para resolver la controversia arriana, Atanasio se presentó como «el padre de la ortodoxia», sosteniendo que Cristo siempre existió y que no provino de la nada previa sino que era de la misma esencia del Padre. Aplicando a Cristo el término homobusios, «una sustancia», el concilio afirmó su creencia de que él es de la única y misma esencia como el Padre. Homoóusios no podría haberse entendido de otra forma. El concilio anatematizó al arrianismo y al sabelianismo como las dos principales desviaciones de la verdad exacta, y declaró que no negaba la unidad de la Deidad cuando defendía la Trinidad, ni negaba la Trinidad cuando defendía la unidad. Por eso el Credo Niceno afirma que el Hijo es «engendrado del Padre [… la sustancia del Padre, Dios de Dios], Luz de Luz, Dios verdadero del Dios verdadero, engendrado, no hecho, consustancial al Padre» (citado en Enrique Denzinger, El magisterio de la iglesia, p. 23). Este credo se convirtió en la prueba crucial de la ortodoxia trinitaria.

Los arrianos rechazaron la decisión del concilio, recurrieron al cisma y durante varios siglos el arrianismo demostró ser el enemigo más formidable de la Iglesia Católica Romana (ver com. Dan. 7:8). Después del Primer Concilio de Nicea, un grupo, a veces llamado de semiarrianos, también hostigó a la iglesia. Su palabra clave era homoióusios, con la cual describía al Hijo como de una «sustancia parecida» a la del Padre, en contraste con homoóusios («misma sustancia»), del Credo Niceno. Apolinar y Marcelo se destacaron entre los opositores a la ortodoxia después del Concilio de Nicea. Ambos afirmaban la verdadera unidad de lo divino y lo humano en Cristo, pero negaban su verdadera humanidad, afirmando que la voluntad divina hizo de la naturaleza humana de Jesús un instrumento pasivo. Estos diversos problemas resultaron en otro concilio, celebrado en Constantinopla en 381. Este concilio reafirmó el Credo Niceno, aclaró su significado, y declaró la presencia de las dos verdaderas naturalezas en Cristo.

Nestorianismo. Después del Concilio de Constantinopla, la atención de la iglesia se volvió al así llamado aspecto cristológico del problema de la naturaleza y persona de Cristo. Se intentó definir la naturaleza del elemento divino y del elemento humano en Cristo, y declarar la relación entre los dos. ¿Cómo podían coexistir dos naturalezas personales en una persona?

Esta fase de la controversia se centró en dos escuelas opuestas, una en Alejandría y la otra en Antioquía de Siria. Ambas reconocían la verdadera unidad de la divinidad y la humanidad en una única persona: Jesucristo. Pero la escuela de Alejandría hacía resaltar la unidad de las dos naturalezas y destacaba la importancia de la deidad, al paso que la escuela de Antioquía hacía resaltar la distinción entre las dos naturalezas y destacaba la importancia del aspecto humano. Los adeptos de Antioquía sostenían que la divinidad y la humanidad se habían relacionado en una coexistencia constante y en una cooperación, sin fusionarse realmente. Separaban las dos naturalezas en la persona de Cristo, declarando que no hubo una unión completa sino sólo una asociación permanente. Hacían una distinción radical entre Cristo como el Hijo de Dios y Cristo como el Hijo del hombre, y reconocían en forma más clara la naturaleza humana. Concebían la unidad de las dos naturalezas como si se hubiera realizado mediante la unidad de las voluntades respectivas. Preservaban la realidad y la integridad de la naturaleza humana de Cristo, pero ponían 893 en peligro la unidad de la persona. Era una unión imperfecta, incompleta, indefinida y mecánica, en la cual las dos naturalezas no estaban realmente unidas en una sola persona dotada de conciencia. Por otra parte, los alejandrinos concebían una compenetración milagrosa y completa de las dos naturalezas, habiéndose fusionado la humana con la divina y habiéndose subordinado aquélla a ésta. De esa manera, Dios entró en la humanidad, y por medio de esa unión de la Deidad y de la naturaleza humana se hizo posible que Cristo llevara a la humanidad de nuevo a Dios.

El choque de las dos escuelas llegó a su clímax en la controversia nestoriano, a principios del siglo V. Nestorio de Antioquía aceptaba la verdadera divinidad y la verdadera humanidad, pero negaba su unión en una sola persona autoconsciente. El Cristo de los nestorianos es en realidad dos personas que disfrutan de una unión moral afín. Sin embargo, ninguna de ellas está decisivamente influida por la otra. La Deidad no se humilla; la humanidad no se ensalza. Hay un Dios y hay un hombre, pero no hay un Dios-hombre.

El tercer concilio ecuménico de la iglesia se reunió en Efeso, en 431, con el propósito de decidir la controversia existente entre las escuelas de Antioquía y Alejandría. El concilio condenó a Nestorio y sus enseñanzas, pero no consideró necesario redactar un nuevo credo que reemplazara al Credo Niceno. En realidad, nada se decidió ni realizó, excepto ampliar la brecha, y la controversia resultante tomó tales proporciones que se pusieron a un lado todos los otros problemas doctrinales.

Monofisismo. Después del Concilio de Efeso surgió otra teoría conocida como monofisismo, o eutiquianismo, que se caracterizó por presentar un concepto de Cristo precisamente opuesto al de Nestorio. Eutiques, su principal expositor, sostenía que la naturaleza humana original de Jesús se transformó en la naturaleza divina en la encarnación, con el resultado de que el Jesús humano y el Cristo divino llegaron a ser una persona y una naturaleza. Afirmaba la unidad de la autoconciencia, pero estaban fusionadas de tal manera las dos naturalezas que, en la práctica, perdían su identidad individual.

En 451 se reunió el Concilio de Calcedonia. Tenía el propósito de tratar el nestorianismo y el monofisismo, y condenó a ambos. Tanto Nestorio como Eutiques rechazaron la decisión del concilio, y fundaron sectas independientes del cristianismo así como lo había hecho Arrio más de un siglo antes.

El Concilio de Calcedonia afirmó la perfecta divinidad y la perfecta humanidad de Cristo, declarándolo de una misma sustancia con el Padre en cuanto a su naturaleza divina y consustancial con nosotros en cuanto a su naturaleza humana, pero sin pecado. Se preservó la identidad de cada naturaleza y se declaró que las dos eran distintas, sin mezcla, inmutables, indivisibles, inseparables. Se reconoció a la divinidad, y no a la humanidad, como la base de la personalidad de Cristo. Debido a que la persona de Cristo es una unión de dos naturalezas, el sufrimiento del Dios-hombre fue verdaderamente infinito; sufrió en su naturaleza humana y no en su naturaleza divina, pero la pasión fue infinita debido a que la persona es infinita. Lo que más tarde llegó a conocerse como el Símbolo de Calcedonia, reza en parte:

«Siguiendo, pues, a los Santos Padres, todos a una voz enseñamos que ha de confesarse a uno solo y el mismo Hijo, nuestro Señor Jesucristo, el mismo perfecto en la divinidad y el mismo perfecto en la humanidad, Dios verdaderamente, y el mismo verdaderamente hombre de alma racional y de cuerpo, consustancial con el Padre en cuanto a la divinidad, y el mismo consustancial con nosotros en cuanto a la humanidad, semejante en todo a nosotros, menos en el pecado [Heb. 4: 15]; engendrado del Padre antes de los siglos en cuanto a la divinidad, y en estos últimos días, por nosotros y por nuestra salvación, engendrado de la María Virgen, madre de Dios, en cuanto a la humanidad; que se ha de reconocer a uno solo y el mismo Cristo Hijo Señor unigénito en dos naturalezas, sin confusión, sin cambio, sin división, sin separación, en modo alguno borrada la diferencia de naturalezas por causa de la unión, sino conservando, más bien, cada naturaleza su propiedad y concurriendo en una sola persona y en una sola hipóstasis» (Enrique Denzinger, El magisterio de la iglesia, p. 57).

Como resultado del Concilio de Calcedonia se perpetuó e intensificó el cisma en el Oriente. Finalmente, el emperador Justiciando, convencido de que la seguridad del imperio requería una solución del problema, clausuró permanentemente las escuelas de Antioquía y Alejandría, los dos centros de controversia. En el Segundo Concilio de Constantinopla, en 553, la iglesia decidió suprimir por la fuerza el monofisismo, el cual se convirtió en un cisma permanente y persistente hasta hoy día en sectas cristianas tales como los jacobitas, los coptos y los abisinios. Confirmando el Símbolo de Calcedonia, la iglesia realizó una distinción definitiva entre la ortodoxia y la heterodoxia.

Monotelismo. Es cierto que quedó sin ser resuelta una pregunta: Las dos naturalezas, la divina y la humana, ¿son movidas por una voluntad que rige ambas naturalezas o por dos voluntades? Los monotelitas consideraban como dominante a la voluntad divina, y a la voluntad humana como inmersa en ella. En el Tercer Concilio de Constantinopla, en 680, la iglesia decidió que la voluntad es un asunto de las naturalezas y no de una persona, y se pronunció en favor de dos voluntades en una persona dotada de voluntad. Así se completó la definición ortodoxa de la naturaleza y la persona de Cristo en lo que atañe a la iglesia occidental, y formalmente se dio fin a las prolongadas controversias trinitarias y cristológicas. Por el año 730, Juan Damasceno recapituló estas doctrinas para la iglesia oriental. Tanto para el Oriente como para el Occidente, las decisiones de los concilios llegaron a ser dogmas.

En los días de la Reforma. La Reforma encontró que tanto la rama romana del cristianismo como la protestante estaban de acuerdo en lo fundamental en cuanto a lo que atañe a la Trinidad y a la naturaleza de Cristo. El Credo Niceno y el Símbolo de Calcedonia resultaron, por lo general, aceptables para ambas. Lutero enseñaba un intercambio mutuo de características entre las dos naturalezas, de modo que lo que era característico de cada una se convertía en común para ambas. La naturaleza divina se apropió de todo lo humano de Cristo, y la humanidad recibió lo que pertenecía a la naturaleza divina. Las iglesias reformadas destacaban la comunión de lo divino y lo humano en Cristo.

En la Reforma, dos pequeños grupos no concordaron con la posición nicena. El primero fue el de los socinianos, que resucitaron la idea básica monarquiana de que es inconcebible una Trinidad divina. El unitarismo moderno perpetúa este concepto. El segundo fue el de los arminianos que, en algunos respectos, adoptaron una posición similar a la de ciertos grupos anteriores, que el Hijo está subordinado al Padre. Esta posición se refleja en varias sectas cristianas de hoy día.

Adventistas del séptimo día. Los autores y editores de este Comentario confiesan francamente que hay grandes misterios en las Escrituras que trascienden los límites del entendimiento limitado y por eso no se los puede definir con exactitud en lenguaje humano. Uno de tales misterios es la unión de lo divino y de lo humano en Cristo. Al tratar cuestiones teológicas de esta clase, los adventistas del séptimo día siempre han procurado evadir especulaciones y sutiles razonamientos a fin de no oscurecer el consejo con palabras (ver 8T 279). Si los escritores inspirados de la Biblia no han aclarado cada detalle de los misterios divinos, ¿por qué deberían hacerlo los escritores que no son inspirados? Sin embargo, la Inspiración ha proporcionado la información suficiente para que podamos comprender en parte el misterio del plan de salvación. Los adventistas del séptimo día creen en:

  1. La divinidad. La Divinidad o Trinidad consiste de tres personas: el Padre eterno, el Señor Jesucristo, Hijo del Padre eterno y el Espíritu Santo (ver Mat. 28: 19; Juan 1: 1-2; 6: 27; 14: 16-17, 26; Hech. 5: 3-4; Efe. 4: 4-6; Heb. 1: 1-3, 8; com. Juan 1: 1-3, 14). «Hay tres personas vivientes en el trío celestial… el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo» (Ev 446), Cristo y el Padre son «uno solo en naturaleza, en carácter y en propósitos» (PP 12), «pero no en persona» (3JT 267; cf. 5TS 182). El Espíritu Santo «es una persona así como Dios es persona» (Ev 447).

Ver el Material Suplementario de EGW com. Rom. 1: 20-25. 2.

  •  La Deidad y la preexistencia de Cristo. Cristo es Dios en el sentido supremo y absoluto del término: en naturaleza, en sabiduría, en autoridad y en poder (ver Isa. 9: 6; Miq. 5: 2; Juan 1: 1-3; 8: 58; 14: 8-11; Col. 1: 15-17; 2: 9; Heb. 1: 8; com. Miq. 5: 2; Mat. 1: 1, 23; Luc. 1: 35; Juan 1: 1-3; 16: 28; Fil. 2: 6-8; Col. 2: 9). «Cristo es el Hijo de Dios preexistente y existente por sí mismo… Nunca hubo un tiempo cuando él no haya estado en estrecha relación con el Dios eterno… Era igual a Dios, infinito y omnipotente» (Ev 446; cf. DTG 434-436; Ev 445; PP 17, 48).

 «Cristo era esencialmente Dios, y en el sentido más excelso. Estuvo con Dios desde toda la eternidad; Dios sobre todo, bendito para siempre. El Señor Jesucristo, el divino Hijo de Dios, existió desde la eternidad, como persona diferente, y sin embargo una con el Padre» (EGW RH 5-4-1906; cf. DTG 11).

Ver el Material Suplementario de EGW com. Juan 1: 1-3, 14; Col. 2: 9; 3: 10. 3.

  • La humanidad de Cristo. El Señor Jesucristo fue un ser humano verdadero y completo, en todo respecto como los otros hombres, excepto que «no conoció pecado» (2 Cor. 5: 21; ver Luc. 24: 39; Juan 1: 14; Rom. 1: 3-4; 5: 15; Gál. 4: 4; Fil. 2: 7; 1 Tim. 2: 5; Heb. 2: 14, 17; 1 Juan 1: 1; 4: 2; 2 Juan 7; com. Mat. 1: 23; Juan 1: 14; Fil. 2: 6-8).

«Cristo fue un verdadero hombre» (EGW Yl 13-10-1898), «plenamente humano» (EGW ST 17-6- 1897), «participante de nuestra naturaleza» (EGW RH 18-2-1890). «Vino como un nene desvalido revestido de la humanidad de que nosotros estamos revestidos» (EGW MS 21, 1895), y «como miembro de la familia humana, era mortal» (EGW RH 4-9-1900). «Oraba por sus discípulos y por sí mismo, identificándose así con nuestras necesidades, nuestras debilidades y nuestras flaquezas» (2T 508; cf. MC 329).

 Ver Material Suplementario de EGW com. Juan 1: 1-3, 14; Col. 1: 26-27; Heb. 2: 14-18.

4.  La encarnación de Cristo. La encarnación fue una unión verdadera, completa e indisoluble de las naturalezas divina y humana en una sola persona, Jesucristo. Sin embargo, cada naturaleza fue preservada intacta y diferente de la otra (ver Mat. 1: 20; Luc. 1: 35; Juan 1: 14; Fil. 2: 5-8; 1 Tim. 3: 16; 1 Juan 4: 2-3; com. Mat. 1: 18; Juan 1: 14; 16: 28; Fil. 2: 6-8).

«Cristo era un verdadero hombre… Sin embargo, era Dios en la carne» (EGW YI 1310-1898). «Su divinidad fue cubierta de humanidad, la gloria invisible tomó forma humana visible» (DTG 14). «El tiene una naturaleza doble, al mismo tiempo humana y divina. Es tanto Dios como hombre» (EGW MS 76, 1903).

«La naturaleza humana del Hijo de María, ¿se cambió con la naturaleza divina del Hijo de Dios? No; las dos naturalezas se combinaron misteriosamente en una persona: El Hombre Cristo Jesús» (EGW Carta 280, 1904). «Lo humano no ocupó el lugar de lo divino, ni lo divino de lo humano» (EGW ST 10-5-1899). «La divinidad no fue degradada en humanidad; la divinidad mantuvo su lugar» (EGW RH 18-2-1890).

«Presentaba una perfecta humanidad, combinada con deidad;… preservando cada naturaleza distinta» (EGW GCB 4.0 trimestre, 1899, p. 102).

«La humanidad de Cristo no podía ser separada de su divinidad» (EGW MS 106, 1897). Ver el Material Suplementario de EGW com. Juan 1: 1-3, 14; Efe. 3: 8; Fil. 2: 6-8; Col. 2: 9. 5.

  • La subordinación de Cristo. Asumiendo voluntariamente las limitaciones de la naturaleza humana en la encarnación, el Señor Jesucristo así se subordinó al Padre durante su ministerio terrenal (ver Sal. 40: 8; Mat. 26: 39; Juan 3: 16; 4: 34; 5: 19, 30; 12: 49; 14: 10; 17: 4, 8; 2 Cor. 8: 9; Fil. 2: 7-8; Heb. 2: 9; com. Luc. 1: 35; 2: 49; Juan 3: 16; 4: 34; Fil. 2: 7-8).

«Despojándose de su vestido y corona reales» (5TS 182), el Hijo de Dios «prefirió devolver el cetro a las manos del Padre, y bajar del trono del universo» (DTG 14). «Voluntariamente asumió la naturaleza humana. Lo hizo por sí mismo y por su propio consentimiento» (EGW RH 4-9- 900). «Jesús condescendió en humillarse para tomar la naturaleza humana» (EGW ST 20-1-1890; cf. 5T 702). «Se humilló a sí mismo, y asumió la mortalidad» (EGW RH 4-9-1900).

«El Hijo de Dios se había entregado a la voluntad del Padre y dependía de su poder. Tan completamente había anonadado Cristo al yo que no hacía planes por sí mismo. Aceptaba los planes de Dios para él, y día tras día el Padre se los revelaba» (DTG 178-179; cf. 619). «Al paso que llevaba la naturaleza humana, dependía del Omnipotente para su vida. En su humanidad, se aferraba de la divinidad de Dios» (EGW ST 17-6-1897).

Ver el Material Suplementario de EGW com. Luc. 1: 35.

6.  La impecable perfección de Cristo. Aunque sujeto a la tentación y «tentado en todo según nuestra semejanza», sin embargo Jesús fue completamente «sin pecado» (ver Mat. 4: 1-11; Rom. 8: 3-4; 2 Cor. 5: 21; Heb. 2: 10; 4: 15; 1 Ped. 2: 21-22; 1 Juan 3: 5; com. Mat. 4: 1- 11; 26: 38, 41; Luc. 2: 40, 52; Heb. 2: 17; 4: 15).

Nuestro Salvador «asumió las desventajas y riesgos de la naturaleza humana, para ser probado y examinado» (EGW ST 2-8-1905; cf. DTG 33, 91, 104). «Como cualquier hijo de Adán, aceptó los efectos de la gran ley de la herencia» (DTG 32).

 «Podría haber pecado… pero ni por un momento hubo en él una mala propensión» (EGW Carta 8, 1895, ver p. 1102). Tomó «la naturaleza del hombre, pero no su pecaminosidad» (EGW ST 29-5- 1901). «Venció a Satanás en la misma naturaleza sobre la cual en 896 el Edén Satanás obtuvo la victoria» (EGW YI 25-4-1901).

«Jesús no reveló cualidades ni ejerció facultades que los hombres no pudieran tener por la fe en él. Su perfecta humanidad es lo que todos sus seguidores pueden poseer» (DTG 619-620; cf. 15). «En su naturaleza humana él mantuvo la pureza de su carácter divino (MeM 333). «Ningún vestigio de pecado mancilló la imagen de Dios en él» (DTG 52; cf. 98).

Ver el Material Suplementario de EGW com. Mat. 4: 1-11; Luc. 2: 40, 52; Col. 2: 9- 10; Heb. 2: 14-18; 4: 15.

7. La muerte vicaria de Cristo. El sacrificio de Cristo proporcionó una expiación plena y completa para los pecados del mundo (ver Isa. 53: 4-6; Juan 3: 14-17; 1 Cor. 15: 3; Heb. 9: 14; 1 Ped. 3: 18; 4: 1; 1 Juan 2: 2; com., Isa. 53: 4; Mat. 16: 13).

 «Fue condenado por nuestros pecados, en los que no había participado, a fin de que nosotros pudiésemos ser justificados por su justicia, en la cual no habíamos participado. El sufrió la muerte nuestra, a fin de que pudiésemos recibir la vida suya» (DTG 17).

 «En el huerto de Getsemaní Cristo sufrió en lugar del hombre, y la naturaleza humana del Hijo de Dios tambaleó bajo el terrible horror de la culpabilidad del pecado» (EGW MS 35; 1895). «En ese momento la naturaleza humana habría muerto bajo el horror de la sensación de pecado, si un ángel del cielo no lo hubiera fortalecido para que soportara la agonía» (EGW MS 35,1895).

«El sacrificio de Cristo en favor del hombre fue pleno y completo. La condición de la expiación se había cumplido. La obra para la cual él había venido a este mundo se había efectuado» (HAp 24; cf. 2JT 220).

Ver el Material Suplementario de EGW com. Mat. 26: 36-46; 27: 50; Col. 2: 9; 1 Tim. 2: 5. 8.

8. La resurrección de Cristo. En su divinidad, Cristo tenía poder no sólo para deponer su vida sino también para recobrarla nuevamente, cuando fue llamado de la tumba por su, Padre (ver Juan 10: 18; Hech. 13: 32-33; Rom. 1: 3-4; 1 Cor. 15: 3-22; Heb. 13: 20; 1 Ped. 1: 3; ver la Nota Adicional com. Mat. 28).

«Cuando la voz del poderoso ángel fue oída junto a la tumba de Cristo, diciendo: ‘Tu Padre te llama’, el Salvador salió de la tumba por la vida que había en él… En su divinidad, Cristo poseía el poder de quebrar las ligaduras de la muerte» (DTG 729; cf. 725).

Ver el Material Suplementario de EGW com. Mar. 16: 6.

9. La ascensión de Cristo. Nuestro Salvador ascendió al cielo en su cuerpo glorificado, para ministrar allí en nuestro favor (ver Mar. 16: 19; Luc. 24: 39; Juan 14: 1-3; 16: 28; 20: 17; Hech. 1: 9-11; Rom. 8: 34; 1 Tim. 3: 16; Heb. 7: 25; 8: 1-2; 9: 24; 1 Juan 2: 1-2; com. Heb. 1: 9-11).

«Dios dio a su Hijo unigénito para que llegase a ser miembro de la familia humana, y retuviese para siempre su naturaleza humana… Dios adoptó la naturaleza humana en la persona de su Hijo, y la llevó al más alto cielo» (DTG 17).

«Todos necesitan llegar a ser más inteligentes respecto de la obra de expiación que se está realizando en el santuario celestial» (2JT 219).

Ver el Material Suplementario de EGW com. Hech. 1: 9-11; Heb. 2: 14-18. 10.

10. El ensalzamiento de Cristo. Cuando volvió al cielo, Cristo retomó el puesto que había tenido con el Padre. antes de la encarnación (ver Mat. 28: 18; Juan 12: 23; 17: 5; Efe. 1: 19-22; Fil. 2: 8-9; Col. 1: 18; 1 Tim. 2: 5; Heb. 1: 3; 2: 9; 1 Ped. 1: 11; com. Fil. 2: 9).

«Cuando Cristo entró por los portales celestiales, fue entronizado en medio de la adoración de los ángeles… Cristo fue de veras glorificado con la misma gloria que había tenido con el Padre desde toda la eternidad… Como sacerdote y rey, había recibido toda autoridad en el cielo y en la tierra» (HAp 31- 32; cf. 3JT 266-267).

Estos y muchos otros grandes misterios relacionados con el plan de salvación serán el estudio de los redimidos a través de toda la eternidad.

CBA 5:889-896


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