Los diezmos y las ofrendas
En el sistema religioso hebrero, una décima parte de las rentas del pueblo se reservaba para sufragar los gastos del culto público de Dios. Por esto Moisés declaró a Israel: “El diezmo de la tierra, tanto de la simiente de la tierra como del fruto de los árboles, es de Jehová: es cosa dedicada a Jehová”. “Todo diezmo de vacas o de ovejas […] será consagrado a Jehová”. Levítico 27:30, 32.
Pero el origen del sistema de los diezmos es anterior a los hebreos. Desde los primeros tiempos el Señor exigió el diezmo como cosa suya; y este requerimiento fue reconocido y obedecido. Abraham pagó diezmos a Melquisedec, sumo sacerdote del Altísimo. Véase Génesis 14:20. Pasando por Betel, desterrado y fugitivo, Jacob prometió al Señor: “De todo lo que me des, el diezmo apartaré para ti”. Génesis 28:22. Cuando los israelitas estaban por establecerse como nación, la ley del diezmo fue confirmada, como uno de los estatutos ordenados divinamente de cuya obediencia dependía su prosperidad.
El sistema de los diezmos y de las ofrendas tiene por objeto grabar en las mentes humanas una gran verdad, a saber, que Dios es la fuente de toda bendición para sus criaturas, y que se le debe gratitud por los preciosos dones de su providencia.
“Él es quien da a todos vida, aliento y todas las cosas”. Hechos 17:25. El Señor dice: “Mía es toda bestia del bosque, y los millares de animales que hay en los collados”. “Mía es la plata, y mío el oro”. “Él es quien te da el poder para adquirir las riquezas”. Salmos 50:10; Hageo 2:8; Deuteronomio 8:18. En reconocimiento de que todas estas cosas procedían de él, Jehová mandó que una porción de su abundancia le fuese devuelta en donativos y ofrendas para sostener su culto.
“Todas las décimas […] de Jehová son”. En este pasaje se halla la misma forma de expresarse que en la ley del sábado. “El séptimo día será reposo [sábado] para Jehová tu Dios”. Éxodo 20:10. Dios reservó para sí mismo una porción específica del tiempo y de los recursos del hombre, y nadie podía dedicar sin culpa cualquiera de esas cosas a sus propios intereses.
El diezmo debía consagrarse única y exclusivamente al uso de los levitas, la tribu que había sido apartada para el servicio del santuario. Pero de ningún modo era este el límite de sus contribuciones para fines religiosos. El tabernáculo, como después el templo, se erigió totalmente con ofrendas voluntarias; y para sufragar los gastos de las reparaciones necesarias y otros desembolsos, Moisés mandó que en ocasión de cada censo del pueblo, cada uno diera medio siclo para el servicio del santuario. Véase Éxodo 30:12-16; 2 Reyes 12:4, 5; 2 Crónicas 24:4, 13. En el tiempo de Nehemías se hacía una contribución anual para estos fines. Nehemías 10:32, 33. De vez en cuando se ofrecían sacrificios expiatorios y de agradecimiento a Dios. Estos eran traídos en grandes cantidades durante las fiestas anuales. Y se proveía generosamente para el cuidado de los pobres.
Aun antes de que se pudiera reservar el diezmo, había que reconocer los derechos de Dios. Se le consagraban los primeros frutos que maduraban entre todos los productos de la tierra. Se apartaban para Dios las primicias de la lana cuando se trasquilaban las ovejas, del trigo cuando se trillaba, del aceite y del vino. De igual manera se apartaban los primogénitos de los animales; y se pagaba rescate por el hijo primogénito. Las primicias debían presentarse ante el Señor en el santuario, y luego se dedicaban al uso de los sacerdotes.
En esta forma se le recordaba constantemente al pueblo que Dios era el verdadero propietario de todos sus campos, rebaños y manadas; que él les enviaba la luz del sol y la lluvia para la siembra y para la, siega, y que todo lo que poseían era creación de Aquel que los había hecho administradores de sus bienes.
Cuando los hombres de Israel, cargados con las primicias del campo, de los huertos y los viñedos, se congregaban en el tabernáculo, reconocían públicamente la bondad de Dios. Cuando los sacerdotes aceptaban el regalo, el que lo ofrecía, hablando como si estuviera en presencia de Jehová, decía: “Un arameo a punto de perecer fue mi padre” (Deuteronomio 26:5-11); y describía la estada en Egipto, las aflicciones y angustias de las cuales Dios había librado a Israel “con mano fuerte, y con brazo extendido, y con grande espanto, y con señales y con milagros”. Añadía: “nos trajo a este lugar, y nos dio esta tierra, tierra que fluye leche y miel. Y ahora, Jehová, he traído las primicias del fruto de la tierra que me diste”.
Las contribuciones que se les exigían a los hebreos para fines religiosos y de caridad representaban por lo menos la cuarta parte de su renta o entradas. Parecería que este pequeño aporte de los recursos del pueblo hubiera de empobrecerlo; pero, muy al contrario, la fiel observancia de estos reglamentos era uno de los requisitos que se les imponía para tener prosperidad. A condición de que le obedecieran, Dios les hizo esta promesa: “Reprenderé también por vosotros al devorador, y no os destruirá el fruto de la tierra, ni vuestra vid en el campo será estéril […]. Todas las naciones os dirán bienaventurados, porque seréis tierra deseable, dice Jehová de los ejércitos”. Malaquías 3:11, 12.
En los días del profeta Hageo se vio una sorprendente ilustración de los resultados que produce el privar egoístamente la causa de Dios aun de las ofrendas voluntarias. Después de regresar del cautiverio de Babilonia, los judíos emprendieron la reconstrucción del templo de Jehová; pero al tropezar con una resistencia obstinada de parte de sus enemigos, abandonaron la obra; y una severa sequía que los redujo a una escasez verdadera los convenció de que era imposible terminar la construcción del templo. Dijeron: “No ha llegado aún el tiempo, el tiempo de que la casa de Jehová sea reedificada”. Véase Hageo 1, 2.
Pero el profeta del Señor les envió un mensaje: “¿Es acaso para vosotros tiempo de habitar en vuestras casas artesonadas, mientras esta Casa está en ruinas? Pues así ha dicho Jehová de los ejércitos: “Meditad bien sobre vuestros caminos. Sembráis mucho, pero recogéis poco; coméis, pero no os saciáis; bebéis, pero no quedáis satisfechos; os vestís, pero no os calentáis; y el que trabaja a jornal recibe su salario en saco roto””. Y luego se daba la razón de todo esto: “Buscáis mucho, pero halláis poco; lo que guardáis en casa yo lo disiparé con un soplo. ¿Por qué?, dice Jehová de los ejércitos. Por cuanto mi Casa está desierta, mientras cada uno de vosotros corre a su propia casa. Por eso los cielos os han negado la lluvia, y la tierra retuvo sus frutos. Yo llamé la sequía sobre esta tierra y sobre los montes, sobre el trigo, sobre el vino, sobre el aceite, sobre todo lo que la tierra produce, sobre los hombres y sobre las bestias, y sobre todo trabajo de sus manos”. “Antes que sucedieran estas cosas, venían al montón de veinte efas, y solo había diez; venían al lagar para sacar cincuenta cántaros, y solo había veinte. Os herí con un viento sofocante, con tizoncillo y con granizo en toda la obra de vuestras manos”.
Conmovido por estas advertencias, el pueblo se dedicó a construir la casa de Dios. Entonces la palabra del Señor les llegó: “Meditad, pues, en vuestro corazón, desde este día en adelante, desde el día veinticuatro del noveno mes, desde el día que se echó el cimiento del templo de Jehová; meditad, pues, en vuestro corazón […]. Pero desde este día, yo os bendeciré”.
El sabio dice: “Hay quienes reparten y les es añadido más, y hay quienes retienen más de lo justo y acaban en la miseria”. Proverbios 11:24. Y la misma lección enseñan en el Nuevo Testamento las palabras del apóstol Pablo: “El que siembra escasamente, también segará escasamente; y el que siembra generosamente, generosamente también segará”. “Y poderoso es Dios para hacer que abunde en vosotros toda gracia, a fin de que, teniendo siempre en todas las cosas todo lo necesario, abundéis para toda buena obra”. 2 Corintios 9:6, 8.
Dios quería que sus hijos los israelitas transmitieran luz a todos los habitantes de la tierra. Al sostener su culto público, daban testimonio de la existencia y la soberanía del Dios viviente. Y era privilegio de ellos sostener este culto, como una franca expresión de su lealtad y su amor hacia él. El Señor ordenó que la difusión de la luz y la verdad en la tierra dependa de los esfuerzos y las ofrendas de quienes participan del don celestial. Hubiera podido hacer a los ángeles embajadores de la verdad; hubiera podido dar a conocer su voluntad, como proclamó la ley del Sinaí, con su propia voz; pero en su amor y sabiduría infinitos llamó a los hombres para que fueran sus colaboradores, y los eligió para que hagan su obra.
En tiempos de Israel se necesitaban los diezmos y las ofrendas voluntarias para cumplir los ritos del servicio divino. ¿Debe el pueblo de Dios dar menos hoy? El principio fijado por Cristo es que nuestras ofrendas a Dios han de ser proporcionales a la luz y a los privilegios disfrutados. “A quien se haya dado mucho, mucho se le demandará, y al que mucho se le haya confiado, más se le pedirá”. Lucas 12:48. Cuando el Salvador envió a sus discípulos, les dijo: “De gracia recibisteis, dad de gracia”. Mateo 10:8. A medida que nuestras bendiciones y nuestros privilegios aumentan, y sobre todo al tener presente el sacrificio sin par del glorioso Hijo de Dios, ¿no debiera expresarse nuestra gratitud en donativos más abundantes para comunicar a otros el mensaje de la salvación? A medida que crece la obra del evangelio, exige para sostenerse mayores recursos que los que se necesitaban anteriormente; y este hecho hace que la ley de los diezmos y las ofrendas sea aun más urgentemente necesaria hoy día que en la antigüedad. Si el pueblo de Dios sostuviera generosamente su causa mediante las ofrendas voluntarias, en lugar de recurrir a métodos anticristianos y profanos para llenar la tesorería, ello honraría al Señor y muchas más almas serían ganadas para Cristo.
El plan trazado por Moisés para reunir los medios necesarios para construir el tabernáculo tuvo muchísimo éxito. No fue necesario instar a nadie. Ni empleó tampoco uno solo de los ardides a los cuales las iglesias recurren tan a menudo hoy. No ofreció un grandioso festín. No convidó al pueblo a participar en escenas de alegría animada, bailes y diversiones generales; ni tampoco estableció loterías, ni cosa alguna de este orden profano, para obtener medios con que erigir el tabernáculo de Dios. El Señor indicó a Moisés que invitara a los hijos de Israel a traer sus ofrendas. Él había de aceptar los donativos de cuantos los ofrecieran voluntariamente, de todo corazón. Y las ofrendas llegaron en tan enorme abundancia que Moisés mandó al pueblo que no trajera más, pues ya había suplido más de lo que se podía usar.
Dios ha hecho a los hombres administradores suyos. Las propiedades que él puso en sus manos son los medios provistos por él para la difusión del evangelio. A los que demuestren ser fieles administradores, les encomendará responsabilidades mayores. Dijo el Señor: “Yo honraré a los que me honran”. “Dios ama al dador alegre”, y cuando su pueblo le traiga sus donativos y ofrendas con corazón agradecido “no con tristeza, o por necesidad”, lo acompañará con sus bendiciones, tal como prometió: “Traed todos los diezmos al alfolí y haya alimento en mi Casa: Probadme ahora en esto, dice Jehová de los ejércitos, a ver si no os abro las ventanas de los cielos y derramo sobre vosotros bendición hasta que sobreabunde”. 1 Samuel 2:30; 2 Corintios 9:7; Malaquías 3:10.
Elena G. de White, Patriarcas y Profetas, capítulo 50
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