Vislumbres de nuestro Dios 2

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I Trimestre de 2012
Vislumbres de nuestro Dios 

Notas de Elena G. de White 

Lección 2
14 de enero de 2012

En el principio

Sábado 7 de enero

Así como el sábado, la semana se originó al tiempo de la creación, y fue conservada y transmitida a nosotros a través de la historia bíblica. Dios mismo dio la primera semana como modelo de las subsiguientes hasta el fin de los tiempos. Como las demás, consistió en siete días literales. Se emplearon seis días en la obra de la creación; y en el sép­timo, Dios reposó y luego bendijo ese día y lo puso aparte como día de descanso para el hombre.

En la ley dada en el Sinaí, Dios reconoció la semana y los hechos sobre los cuales se funda. Después de dar el mandamiento: «Acuérdate de santificar el día de sábado» (Éxodo 20:8, Versión Torres Amat), y después de estipular lo que debe hacerse durante los seis días, y lo que no debe hacerse el día séptimo, manifiesta la razón por la cual ha de observarse así la semana, recordándonos su propio ejemplo: «Por cuan­to el Señor en seis días hizo el cielo, y la tierra, y el mar, y todas las cosas que hay en ellos, y descansó en el día séptimo: por esto bendijo el Señor el día sábado, y le santificó» (versículo 11). Esta razón resulta plau­sible cuando entendemos que los días de la creación son literales. Los primeros seis días de la semana fueron dados al hombre para su trabajo, porque Dios empleó el mismo período de la primera semana en la obra de la creación. En el día séptimo el hombre ha de abstenerse de trabajar, en memoria del reposo del Creador (Patriarcas y profetas, p. 102).
Domingo 8 de enero:
La semana de la creación

¡Oh, cuán poco puede comprender el hombre la perfección de Dios y su omnipresencia unida con su poder infinito! El artista humano recibe su inteligencia de Dios, y éste solo puede dar forma a su obra en cualquier ramo, hasta la perfección, utilizando los materiales ya preparados para su obra. Debido a su poder finito él no puede crear los materiales y hacerlos servir a su propósito, si el gran Diseñador celestial no se hubiera anticipado dándole las ideas que aparecieron por primera vez en su imaginación.

El Señor ordena que las cosas vengan a la existencia. El fue el primer diseñador. No depende del hombre, sino que bondadosamente pide la atención de éste, y coopera con él en diseños progresivos y más elevados. Pero luego el hombre se atribuye a sí mismo toda la gloria, y es exaltado por sus semejantes como un genio muy notable. No mira más arriba que el hombre. La causa primera y única es olvidada…

Temo que tengamos ideas completamente pobres y comunes. «He aquí, los cielos y los cielos de los cielos no te pueden contener» (2 Crónicas 6:18). Que nadie se aventure a limitar el poder del Santo de Israel. Existen conjeturas y preguntas con respecto a la obra de Dios. «Quita tu calzado de tus pies, porque el lugar en que tú estás, tierra santa es» (Éxodo 3:5). Sí, los ángeles son ministros de Dios sobre la tierra, que hacen su voluntad.

En la formación de nuestro mundo, Dios no dependió de ninguna materia o sustancia preexistente. «Lo que se ve fue hecho de lo que no se veía» (Hebreos 11:3). Por el contrario, todas las cosas, materiales o espirituales, aparecieron delante del Señor Jehová a su voz, y fueron creadas por su propio propósito. Los cielos y toda la hueste de ellos, la tierra y todas las cosas que hay en ella, son no solamente la obra de sus manos, sino que vinieron a la existencia por el aliento de su boca.

El Señor ha dado evidencias de que por su poder podría en un momento, disolver toda la estructura de la naturaleza. Puede trastornar todos los objetos, y destruir las cosas que el hombre ha formado de la manera más firme y sustancial. Él «arranca los montes… y no saben quién los trastornó; el remueve la tierra de su lugar, y hace temblar sus columnas» (Job 9:5, 6). «Las columnas del cielo tiemblan, y se espantan a su reprensión» (Job 26:11). «Los montes tiemblan delante de él, y los collados se derriten» (Nahúm 1:5) (Mensajes selectos, tomo 3, pp. 356, 357).

La ciencia no puede explicar la creación. ¿Qué ciencia puede expli­car el misterio de la vida?…

En la creación de la tierra, nada debió Dios a la materia preexisten­te. «Él dijo, y fue hecho; él mandó, y existió» (Salmo 33:9). Todas las cosas, materiales o espirituales, surgieron ante el Señor Jehová cuando él habló, y fueron creadas para su propio designio. Los cielos y todo su ejército, la tierra y todo lo que hay en ella, surgieron a la existencia por el aliento de su boca.

En la creación del hombre resulta manifiesta la intervención de un Dios personal. Cuando Dios hubo hecho al hombre a su imagen, el cuerpo humano quedó perfecto en su forma y organización, pero estaba aun sin vida. Después, el Dios personal y existente de por sí infundió en aquella forma el soplo de vida, y el hombre vino a ser criatura viva e inteligente. Todas las partes del organismo humano fueron puestas en acción. El corazón, las arterias, las venas, la lengua, las manos, los pies, los sentidos, las facultades del espíritu, todo ello empezó a funcionar, y todo quedó sometido a una ley. El hombre fue hecho alma viviente. Por medio de Cristo el Verbo, el Dios personal creó al hombre, y lo dotó de inteligencia y de facultades (El ministerio de curación, pp. 322, 323).

 

Lunes 9 de enero:
El corazón del Creador

El poder de Dios se manifiesta en los latidos del corazón, en el funcionamiento de los pulmones, y en el torrente de vida que circula en los mil diferentes canales del cuerpo. Le debemos cada momento de la existencia y todas las comodidades de la vida. Las facultades y las habilidades que ponen al hombre por encima de las criaturas inferiores, son dones del Creador. Nos llena de sus beneficios. Le debemos los alimentos que consumimos, el agua que bebemos, los vestidos que usa­mos y el aire que respiramos. Sin su providencia especial, la atmósfera estaría llena de pestilencia y veneno. Es un benefactor bondadoso y preservador. El sol que brilla sobre la tierra y glorifica toda la natura­leza, el tenue y solemne resplandor de la luna, la gloria del firmamento tachonado de brillantes estrellas, las lluvias que refrigeran la tierra y permiten que la vegetación florezca, las cosas preciosas de la naturaleza en toda su variada riqueza, los elevados árboles, los arbustos y las plan­tas, los sembrados ondulantes, el cielo azul, la verde tierra, los cambios del día y la noche, las estaciones sucesivas, todas estas cosas hablan al hombre del amor de su Creador. Nos ha vinculado consigo mediante todas estas señales que ha puesto en el cielo y en la tierra (Hijos e hijas de Dios, p. 19).

¡Cuán hermosa era la tierra cuando salió de las manos del Creador! Dios presentó al universo un mundo en el que él mismo, con su ojo que todo lo ve, no podía encontrar mancha, defecto o torcedura. Cada parte de la creación ocupaba su lugar asignado y respondía al propósito por el cual había sido creado. Como partes de una gran maquinaria, todas trabajaban en armonía; no había discordancia o confusión. No había enfermedad que trajese sufrimiento al hombre o los animales, y el reino vegetal no tenía decaimiento. La paz y un santo gozo llenaban la tierra. Cuando Dios miró la obra que Cristo había hecho como Creador, la consideró buena «en gran manera». Era un mundo perfecto, sin una sola señal de pecado o corrupción (Australian Union Conference Record, 15 de abril, 1903).

Las flores del campo, en su infinita variedad, siempre cumplen la función de deleitar a los hijos de los hombres. Dios alimenta cada raíz para expresar su amor a todos los que son enternecidos y subyugados por las obras de sus manos. No necesitamos ninguna exhibición artifi­cial. El amor de Dios se representa con las bellas obras de su creación. Estas cosas significan más de lo que muchos suponen (Comentario bíblico adventista, tomo 5, p. 1062).

El sello de la Deidad, manifestado en las páginas de la revelación, se ve en las altas montañas, los valles fructíferos, y en el ancho y pro­fundo océano. Las cosas de la naturaleza hablan al hombre del amor de su Creador. Por señas innumerables en el cielo y en la tierra, nos ha unido consigo. Este mundo no consiste solo en tristeza y miseria. «Dios es amor,» está escrito en cada capullo que se abre, en los pétalos de toda flor y en cada tallo de hierba. Aunque la maldición del pecado ha hecho que la tierra produzca espinas y cardos, hay flores en los cardos, y las espinas son ocultadas por las rosas. Todas las cosas de la natura­leza atestiguan el cuidado tierno y paternal de nuestro Dios, y su deseo de hacer felices a sus hijos. Sus prohibiciones y mandamientos no se destinan solamente a mostrar su autoridad, sino que en todo lo que hace, procura el bienestar de sus hijos. No exige que ellos renuncien a nada que les convendría guardar (Patriarcas y profetas, p. 649).

 

Martes 10 de enero:
Los cielos cuentan

Únicamente la Palabra de Dios nos presenta los anales auténticos de la creación de nuestro mundo.

La teoría de que Dios no creó la materia cuando llamó a este mundo a la existencia, no tiene fundamento. Para formar nuestro mundo, Dios no tuvo que recurrir a una materia preexistente. Por el contrario, todas las cosas, tanto materiales como espirituales, respondieron a la voz del Creador y fueron creadas para cumplir su propósito. Los cielos y todas las huestes celestiales, la tierra y todo lo que ella contiene, no son únicamente la obra de su mano: vinieron a la existencia por el aliento de su boca.

Los más profundos estudiantes de la ciencia se ven constreñidos a reconocer en la naturaleza la obra de un poder infinito. Sin embargo, para la sola razón humana, la enseñanza de la naturaleza no puede ser sino contradictoria y desengañadora. Solo se la puede leer correctamen­te a la luz de la revelación. «Por la fe entendemos».

«En el principio… Dios». Únicamente aquí puede encontrar reposo la mente en su investigación anhelosa, cuando vuela como la paloma del arca. Arriba, debajo, más allá, habita el amor infinito, que hace que todas las cosas cumplan su propósito de bondad (La fe por la cual vivo, p. 26).

Dios nos ha rodeado de hermosos paisajes naturales para atraer e interesar la mente. El quiere que relacionemos las bellezas de la natu­raleza con su propio carácter. Si estudiamos fielmente el libro de la naturaleza, descubriremos que ésta es una fuente fructífera en la cual se puede contemplar el amor y poder infinitos de Dios.

El Supremo Artista ha pintado sobre el cambiante y movedizo lien­zo del cielo la hermosura del sol poniente. Ha matizado el firmamento con pinceladas de oro, plata y carmesí, tal como si se hubieran abierto los portales del paraíso, a fin de que pudiéramos contemplar sus res­plandores y de que nuestra imaginación pudiera captar la gloria que hay allá adentro. Muchos desdeñan este paisaje celeste. No hallan huellas del amor y poder infinitos de Dios en las incomparables hermosuras que se ven en el cielo; y sin embargo quedan poco menos que extasiados frente a unos cuadros imperfectos que solo pueden imitar al Supremo Artista… Contemplad las extraordinarias y bellas obras naturales. Pensad en qué forma maravillosa se adaptan a las necesidades y alegrías no solo del hombre, sino de todos los seres vivientes. El sol y la lluvia que alegran y refrescan la tierra, las colinas mares y llanuras, todos nos hablan del amor del Creador. Es Dios el que abre los pimpollos y forma el fruto. Él es el que suple las necesidades diarias de sus seres creados.

Al contemplar a Dios dentro de la naturaleza el corazón se aviva y palpita con amor nuevo y más profundo, con mezcla de temor y reve­rencia (Meditaciones matinales, 1952, p. 303).

Cuán asombrosamente, con qué maravillosa belleza ha sido for­mada cada cosa en la naturaleza. Por todas partes vemos las perfectas obras del gran Artista Maestro. Los cielos declaran su gloria; y la tierra, que ha sido formada para la felicidad del hombre, nos habla de su incomparable amor… Les llamo la atención a estas bendiciones de la dadivosa mano de Dios. Que las refrescantes glorias de cada nueva mañana despierten alabanza en sus corazones por estas muestras de su amante cuidado (Reflejemos a Jesús, p. 293).

 

Miércoles 11 de enero:
La cruz y la creación

Dice el apóstol: «Dios estaba en Cristo reconciliando el mundo a sí» (2 Corintios 5:19). Únicamente mientras contemplamos el gran plan de la salvación podemos apreciar correctamente el carácter de Dios. La obra de la creación era una manifestación de su amor; pero el don de Dios para salvar a la familia culpable y arruinada, es lo único que nos revela las profundidades infinitas de la ternura y compasión divina. «Porque de tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo uni­génito, para que todo aquel que en él cree, no se pierda, mas tenga vida eterna» (S. Juan 3:16). A la par que se mantiene la ley de Dios, y se vindica su justicia, el pecador puede ser perdonado. El más inestimable don que el cielo tenía para conceder ha sido dado para que Dios «sea el justo, y el que justifica al que es de la fe de Jesús» (Romanos 3:26). Por este don, los hombres son levantados de la ruina y degradación del pecado, para llegar a ser hijos de Dios. Dice Pablo: «Habéis recibido, el espíritu de adopción, por el cual clamamos, Abba, Padre» (Romanos 8:15).

Hermanos, con el apóstol Juan os invito a mirar «cuál amor nos ha dado el Padre, que seamos llamados hijos de Dios» (1 Juan 3:1). ¡Qué amor, qué amor incomparable, que nosotros, pecadores y extranjeros, podamos ser llevados de nuevo a Dios y adoptados en su familia! Podemos dirigirnos a él con el nombre cariñoso de «Padre nuestro,» que es una señal de nuestro afecto por él, y una prenda de su tierna consideración y relación con nosotros. Y el Hijo de Dios, contemplando a los herederos de la gracia, «no se avergüenza de llamarlos hermanos» (Hebreos 2:11). Tienen con Dios una relación aun más sagrada que la de los ángeles que nunca cayeron (Joyas de los testimonios, tomo 2, p. 336, 337).

«Así que, hermanos, os ruego por las misericordias de Dios, que presentéis vuestros cuerpos en sacrificio vivo, santo, agradable a Dios, que es vuestro culto racional. No os conforméis a este siglo, sino trans­formaos por medio de la renovación de vuestro entendimiento, para que comprobéis cuál sea la buena voluntad de Dios, agradable y perfecta» (Romanos 12:1, 2). No somos nuestros. Por creación y redención pertenecemos a Dios. Él produjo el polvo de la tierra del cual fuimos formados. ¿Acaso no es el alfarero el que tiene poder sobre la arcilla? Pero más que eso: hemos sido comprados al precio de la preciosa san­gre de Cristo. Solamente el gran Artista Maestro es el dueño de lo que ha formado con sus manos y tiene el derecho de pedir nuestro servicio voluntario, «Porque en él vivimos, y nos movemos, y somos» (Hechos 17:28).

«De Jehová es la tierra y su plenitud; el mundo, y los que en él habitan» (Salmo 24:1). El ganado que pasta sobre mil colinas, es suyo; el oro y la plata le pertenecen; y ha hecho a los seres humanos los mayordomos de sus bienes. A algunos les ha dado talentos especiales; a otros, posesiones terrenales; a todos les ha dado capacidad para ser útiles. Todos estos talentos deben ser usados para honrar y glorificar a Dios. Nuestro tiempo, nuestra fuerza, nuestro intelecto y nuestros medios, todo debiera ser entregado voluntariamente a él (Signs of the Times, 21 de enero, 1897).

 

Jueves 12 de enero:
La creación y la recreación

El temor de hacer aparecer la futura herencia de los santos dema­siado material ha inducido a muchos a espiritualizar aquellas verdades que nos hacen considerar la tierra como nuestra morada. Cristo aseguró a sus discípulos que iba a preparar mansiones para ellos en la casa de su Padre. Los que aceptan las enseñanzas de la Palabra de Dios no igno­rarán por completo lo que se refiere a la patria celestial… El lenguaje humano no alcanza a describir la recompensa de los justos. Solo la conocerán quienes la contemplen. Ninguna inteligencia limitada puede comprender la gloria del paraíso de Dios.

En la Biblia se llama la herencia de los bienaventurados una patria. Allí conduce el divino Pastor a su rebaño a los manantiales de aguas vivas. El árbol de vida da su fruto cada mes, y las hojas del árbol son para el servicio de las naciones. Allí hay corrientes que manan eterna­mente, claras como el cristal, al lado de las cuales se mecen árboles que echan su sombra sobre los senderos preparados para los redimidos del Señor. Allí las vastas llanuras alternan con bellísimas colinas y las montañas de Dios elevan sus majestuosas cumbres. En aquellas pacífi­cas llanuras, al borde de aquellas corrientes vivas, es donde el pueblo de Dios que por tanto tiempo anduvo peregrino y errante, encontrará un hogar.

Hay mansiones para los peregrinos de la tierra. Hay vestiduras, coronas de gloria y palmas de victoria para los justos. Todo lo que nos dejó perplejos en las providencias de Dios quedará aclarado en el mundo venidero. Las cosas difíciles de entender hallarán entonces su explicación. Los misterios de la gracia nos serán revelados. Donde nuestras mentes finitas discernían solamente confusión y promesas que­brantadas, veremos la más perfecta y hermosa armonía. Sabremos que el amor infinito ordenó los incidentes que nos parecieron más penosos. A medida que comprendamos el tierno cuidado de Aquel que hace que todas las cosas obren conjuntamente para nuestro bien, nos regocijare­mos con gozo inefable y rebosante de gloria…

Vamos hacia la patria. El que nos amó al punto de morir por noso­tros, nos ha edificado una ciudad. La Nueva Jerusalén es nuestro lugar de descanso. No habrá tristeza en la ciudad de Dios. Nunca más se oirá el llanto ni la endecha de las esperanzas destrozadas y de los afectos tronchados. Pronto las vestiduras de pesar se trocarán por el manto de bodas. Pronto presenciaremos la coronación de nuestro Rey. Aquellos cuya vida quedó escondida con Cristo, aquellos que en esta tierra pelea­ron la buena batalla de la fe, resplandecerán con la gloria del Redentor en el reino de Dios (El hogar cristiano, pp. 490-492).

Por largo tiempo hemos aguardado el retorno de nuestro Salvador. Sin embargo, su promesa es segura. Pronto estaremos en nuestro hogar prometido. Allí Jesús nos conducirá junto a la corriente viva que fluye del trono de Dios, y nos explicará las oscuras providencias por las cuales nos condujo en esta tierra a fin de perfeccionar nuestros carac­teres. Allí contemplaremos, con clara visión, las hermosuras del Edén restaurado. Arrojando a los pies de nuestro Redentor las coronas que él habrá puesto sobre nuestras cabezas, y pulsando nuestras arpas de oro, llenaremos todo el cielo con alabanzas a Aquel que se sienta en el trono (¡Maranata: El Señor viene!, p. 310).

Categorías: La Deidad

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