Comentario Lección EGW 06 Enero – Marzo 2012
I Trimestre de 2012
Vislumbres de nuestro Dios
Notas de Elena G. de White
Lección 6
11 de Febrero de 2012
Dios, el Legislador
Sábado 4 de febrero
De ese modo entonces el Señor promulgó su ley en medio de una terrible majestad desde la cima del Sinaí, para que su pueblo creyera. Acompañó la promulgación de la ley con una sublime exhibición de su autoridad, para que supieran que es el único Dios verdadero y viviente. No se permitió que Moisés entrara en la nube de gloria, sino que se acercara y penetrara en las espesas tinieblas que lo rodeaban. Y estuvo de pie entre el pueblo y el Señor (La historia de la redención, p. 143).
La ley de Dios existía antes de que el hombre fuera creado. Estaba adaptada a la condición de los seres santos; aun los ángeles eran gobernados por ella. Después de la caída, los principios de justicia quedaron inmutables. Nada fue quitado de la ley; no podía ser mejorado ninguno de sus santos preceptos. Y así como ha existido desde el principio, así continuará existiendo a través de los incesantes siglos de la eternidad. «Hace ya mucho que he entendido tus testimonios —dice el salmista— que para siempre los has establecido» (Comentario bíblico adventista, tomo 1, p. 1118).
Domingo 5 de febrero:
La ley en el Sinaí
Todo el campamento se llena de emoción y expectativa. La trompeta anuncia que los labios de Moisés darán una orden: ¡Que el pueblo se prepare para encontrarse con su Dios! Los trompeteros, que habían estado esperando la señal, repiten la orden a todo lo largo y ancho, y el sonido hace eco en las montañas. El pueblo obedece la orden: salen de sus tiendas con sus rostros pálidos y ansiosos, y con respiración acelerada y solemne respeto se congregan alrededor del monte. Todo murmullo se acalla y el silencio es doloroso. Se escucha una trompeta seguida de truenos y relámpagos, mientras que un terremoto sacude la montaña desde su base hasta la cima y una nube, negra y aterrorizante, expulsa humo y llamaradas.
El trueno ensordecedor retumba de montaña en montaña y parece rodar por los costados del Monte Horeb. Al pueblo le parece que la montaña se quebrará en pedazos que caerán sobre ellos; se postran y esconden sus ojos de ese misterio y grandeza, mientras el monte cruje debajo de las pisadas del Dios de cielo. Las esposas se abrazan a sus esposos y los hijos se aferran de sus padres, mientras todos desearían no ser testigos de tan terrible escena. Los pecados secretos son declarados entre sollozos y el arrepentimiento y la humildad subyugan los corazones aun de los más endurecidos y rebeldes.
El Señor, entonces, llama a Moisés y lo invita a subir al monte. Todos los ojos se dirigen hacia su dirigente. ¿Se atreverá a hacerlo? Pero Moisés, con una fe calmada y confiable, pasa en medio del humo y las llamaradas y con paso lento y solemne se pierde de la vista de la asombrada multitud. La escena se incrementa en imponente grandeza mientras Dios expresa su santa Ley. La gente instintivamente se aleja del monte dejando solo a Moisés.
La majestad y el terror de esta escena trae a nuestras mentes en forma vivida los solemnes eventos del juicio, cuando el Príncipe del cielo venga por segunda vez y con voz de trompeta, que resonará desde un fin hasta el otro de la tierra, penetrará hasta la prisión de los muertos e interrumpirá su sueño para dar a cada uno conforme a sus obras (Signs of the Times, 7 de marzo, 1878).
Lunes 6 de febrero:
La ley antes del Sinaí
La ley de Dios existía antes que el hombre fuera creado. Los ángeles estaban gobernados por ella. Satanás cayó porque transgredió los principios del gobierno del Señor. Después que Adán y Eva fueron creados, el Altísimo les dio a conocer su ley. No fue escrita entonces; pero Jehová la repitió en presencia de ellos.
El día de reposo del cuarto mandamiento fue instituido en el Edén. Después de haber hecho el mundo y haber creado al hombre sobre la tierra, hizo el sábado para el hombre. Después del pecado y la caída de Adán nada se eliminó de la ley de Dios. Los principios de los Diez Mandamientos existían antes de la caída y eran de tal naturaleza que se adecuaban a las condiciones de los seres santos. Después de la caída no se cambiaron los principios de esos preceptos, sino que se añadieron algunos tomando en cuenta la condición caída del hombre (La historia de la redención, p. 148).
Habían pasado tres meses desde que los hijos de Israel salieran de Egipto y ahora estaban acampados frente al Monte Sinaí. El Señor, en medio de una imponente grandeza, les presentó su ley. No se manifestó a sí mismo en grandes estructuras o edificios construidos por la mano del hombre; reveló su gloria en una gran montaña: un templo de su propia creación. El Monte Sinaí se elevaba por encima de los otros picos en la cadena montañosa que rodeaba el desierto. Ese fue el lugar que Dios eligió para revelarse a su pueblo y hablarle en forma audible. Lo hizo con una grandeza que nunca antes había manifestado para mostrar la importancia de una ley que él daba para todas las edades, incluyendo la que en la actualidad nos ordena guardar sus mandamientos (Manuscript Releases, tomo 1, p. 106).
Cristo presentó ante el pueblo la santidad de la ley. La resumió en esta declaración: «Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, y con toda tu alma, y con todas tus fuerzas, y con toda tu mente; y a tu prójimo como a ti mismo». Este es el deber de todo ser humano hacia Dios y hacia su prójimo: Esta misma ley existía en el Edén antes de que hubiera un pueblo conocido como los judíos, y antes de que fuera proclamada por Jesús mismo en el Monte Sinaí. La ley de Dios es la expresión de su bondad y amor, y la transcripción de su carácter. No hay poder en la ley para perdonar al pecador, pero las alegres nuevas presentan a un Mediador que es la esperanza del transgresor: «Porque de tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su hijo unigénito, para que todo aquel que en él cree, no se pierda, mas tenga vida eterna» (Juan 3:16).
A través del plan de salvación la ley mantiene su dignidad al condenar al pecador, y el pecador puede ser salvado mediante la propiciación de Cristo por nuestros pecados, «en quien tenemos redención por su sangre, el perdón de pecados». La ley no ha sido cambiada en ningún sentido para amoldarse al hombre en su condición caída. Permanece como siempre ha sido: santa, justa y buena. Es una ley justa, que debe ser respetada y honrada; una ley que convence de pecado al transgresor y también lo convence de su necesidad de un Salvador. Lo lleva al arrepentimiento y a la fe en nuestro Señor Jesucristo (Review and Herald, 23 de mayo, 1899).
Martes 7 de febrero:
El sábado antes del Sinaí
Antes de la caída, nuestros primeros padres habían guardado el sábado que había sido instituido en el Edén; y después de su expulsión del paraíso continuaron observándolo. Habían gustado los amargos frutos de la desobediencia, y habían aprendido lo que tarde o temprano aprenderán todos aquellos que pisotean los mandamientos de Dios, a saber, que los preceptos divinos son sagrados e inmutables, y que la pena por la transgresión es ineludible. El sábado fue honrado por todos los hijos de Adán que permanecieron leales a Dios. Pero Caín y sus descendientes no respetaron el día en el cual Dios había reposado. Eligieron su propio tiempo para el trabajo y el descanso, sin tomar en cuenta el mandamiento expreso de Jehová (Patriarcas y profetas, pp. 66, 67).
El sábado no tiene origen judío; fue instituido en el Edén antes que existiera un pueblo conocido como los judíos, Fue hecho para toda la humanidad. El Creador lo llamó «mi día santo», y Cristo se presentó como «Señor del sábado». Es tan antiguo como la raza humana y existirá mientras los seres humanos existan. Al descansar el Creador en el séptimo día, santificó el sábado y lo bendijo. Adán en su estado de inocencia lo guardó, y siguió haciéndolo, arrepentido, cuando fue separado de su hogar feliz. También fue guardado por los patriarcas desde Abel, pasando por Noé, Abraham y Jacob. En Egipto, muchos perdieron el conocimiento de la ley de Dios en medio de la idolatría prevaleciente. Pero cuando el Señor liberó a Israel, les proclamó su ley en medio de grandiosos eventos, para que la multitud conociera su voluntad y la obedeciera con temor reverente (Signs of the Times, 12 de noviembre, 1894).
Cuando se dio la ley en el Sinaí, el sábado fue colocado en medio de los preceptos morales; en el mismo centro del Decálogo. Pero no era la primera vez que se daba a conocer, puesto que el cuarto mandamiento había tenido su origen en la creación. El día de descanso del Creador fue guardado por Adán en el Edén y por los hombres de Dios durante la era patriarcal. Durante la larga esclavitud de Israel en Egipto no les fue posible guardar el día de reposo debido a que sus guardianes no se lo permitían, pero el Señor los libró de la esclavitud para que pudieran recordar su santo día.
Aun antes de llegar al Sinaí, ellos comprendieron la obligatoriedad del sábado. Al recibir el maná les fue dicho que debían recoger una doble porción el sexto día, en preparación para el sábado. Y Moisés declaró: «Esto es lo que ha dicho Jehová: Mañana es el santo día de reposo, el reposo consagrado a Jehová; lo que habéis de cocer, cocedlo hoy, y lo que habéis de cocinar, cocinadlo; y todo lo que os sobrare, guardadlo para mañana» (Éxodo 16:23) (Signs of the Times, 28 de febrero, 1884).
Cada semana, durante su largo peregrinaje en el desierto, los israelitas presenciaron un triple milagro que debía inculcarles la santidad del sábado: cada sexto día caía doble cantidad de maná, nada caía el día séptimo, y la porción necesaria para el sábado se conservaba dulce sin descomponerse, mientras que si se guardaba los otros días, se descomponía.
En las circunstancias relacionadas con el envío del maná, tenemos evidencia conclusiva de que el sábado no fue instituido, como muchos alegan, cuando la ley se dio en el Sinaí. Antes de que los israelitas llegaran al Sinaí, comprendían perfectamente que tenían la obligación de guardar el sábado. Al tener que recoger cada viernes doble porción de maná en preparación para el sábado, día en que no caía, la naturaleza sagrada del día de descanso les era recordada de continuo. Y cuando parte del pueblo salió en sábado a recoger maná, el Señor preguntó: «¿Hasta cuándo no querréis guardar mis mandamientos y mis leyes?» (Patriarcas y profetas, pp. 302, 303).
Miércoles 8 de febrero:
La ley y los profetas
El yugo se coloca sobre los bueyes para ayudarles a arrastrar la carga, para aliviar esa carga. Así también sucede con el yugo de Cristo. Cuando nuestra voluntad esté absorbida en la voluntad de Dios, y empleemos sus dones para beneficiar a otros, hallaremos liviana la carga de la vida. El que anda en el camino de los mandamientos de Dios, anda en compañía de Cristo, y en su amor el corazón descansa. Cuando Moisés oró: «Ruégote que me muestres ahora tu camino, para que te conozca», el Señor le contestó: «Mi rostro irá contigo, y te haré descansar». Y por los profetas fue dado el mensaje: «Así dijo Jehová: Paraos en los caminos, y mirad, y preguntad por las sendas antiguas, cuál sea el buen camino, y andad por él, y hallaréis descanso para vuestra alma». Y él dice: «¡Ojalá miraras tú a mis mandamientos! Fuera entonces tu paz como un río, y tu justicia como las ondas de la mar» (El Deseado de todas las gentes, p. 298).
Las palabras del salmista: «Mejor me es la ley de tu boca, que millares de oro y plata», declaran algo que es cierto desde otros puntos de vista, fuera del religioso. Declaran una verdad absoluta, reconocida en el mundo de los negocios. Hasta en esta época de pasión por la acumulación de dinero, cuando hay tanta competencia y los métodos son tan poco escrupulosos, se reconoce ampliamente que, para el joven que se inicia en la vida, la integridad, la diligencia, la temperancia, la economía y la pureza constituyen un capital mejor que el constituido meramente por una suma de dinero.
Sin embargo, aun entre los que aprecian el valor de estas cualidades y reconocen que tienen su origen en la Biblia, hay pocos que aceptan el principio en que se fundan.
El cimiento de la integridad comercial y del verdadero éxito es el reconocimiento del derecho de propiedad de Dios. El Creador de todas las cosas es el propietario original. Nosotros somos sus mayordomos. Todo lo que tenemos es depósito suyo para que lo usemos de acuerdo con sus indicaciones (La educación, p. 137).
La misma ley que fue grabada en tablas de piedra es escrita por el Espíritu Santo sobre las tablas del corazón. En vez de tratar de establecer nuestra propia justicia, aceptamos la justicia de Cristo. Su sangre expía nuestros pecados. Su obediencia es aceptada en nuestro favor. Entonces el corazón renovado por el Espíritu Santo producirá los frutos del Espíritu. Mediante la gracia de Cristo viviremos obedeciendo la ley de Dios escrita en nuestro corazón. Al poseer el Espíritu de Cristo, andaremos como él anduvo.
Hay dos errores contra los cuales los hijos de Dios, particularmente los que apenas han comenzado a confiar en su gracia, deben especialmente guardarse. El primero… es el de fijarse en sus propias obras, confiando en alguna cosa que puedan hacer, para ponerse en armonía con Dios. El que está procurando llegar a ser santo mediante sus propios esfuerzos por guardar la ley, está procurando una imposibilidad…
El error opuesto y no menos peligroso es que la fe en Cristo exime a los hombres de guardar la ley de Dios; que puesto que solamente por la fe somos hechos participantes de la gracia de Cristo, nuestras obras no tienen nada que ver con nuestra redención… Si la ley está escrita en el corazón, ¿no modelará la vida?… En vez de que la fe exima al hombre de la obediencia, es la fe, y solo ella, la que lo hace participante de la gracia de Cristo y lo capacita para obedecerlo…
Donde no solo hay una creencia en la Palabra de Dios, sino una sumisión de la voluntad a él; donde se le da a él el corazón y los afectos se fijan en él, allí hay fe, fe que obra por el amor y purifica el alma. Mediante esta fe, el corazón se renueva conforme a la imagen de Dios. Y el corazón que en su estado carnal no se sujetaba a la ley de Dios ni tampoco podía, se deleita después en sus santos preceptos (La maravillosa gracia de Dios, p. 137).
Jueves 9 de febrero:
La ley en el nuevo pacto
Es imposible comprender la verdadera naturaleza y el alcance de la ley de Dios, a menos que la veamos en relación con el sacrificio expiatorio de Cristo sobre la cruz del Calvario. La ley moral de Dios es el detector del pecado, y no podemos tener un conocimiento inteligente de lo que es pecado a menos que reconozcamos el nivel moral de justicia que Dios requiere. Aquel que comprende plenamente el infinito sacrificio de Cristo por los pecados del mundo y por la fe se apropia de su justicia, puede ver la santidad, la belleza y la gloria de la ley de Dios, y puede exclamar con David: «¡Oh, cuánto amo yo tu ley! Todo el día es ella mi meditación» (Salmo 119:97) (The Ellen G. White 1888 Materials, pp. 373, 374).
Los términos del pacto antiguo eran: Obedece y vivirás. «El hombre que los hiciere, vivirá en ellos» (Ezequiel 20:11; Levítico 18:5); pero «maldito el que no confirmare las palabras de esta ley para cumplirlas» (Deuteronomio 27:26). El nuevo pacto se estableció sobre «mejores promesas», la promesa del perdón de los pecados y de la gracia de Dios para renovar el corazón y ponerlo en armonía con los principios de la ley de Dios. «Este es el pacto que haré con la casa de Israel después de aquellos días, dice Jehová: Daré mi ley en sus entrañas, y escribiréla en sus corazones; y… perdonaré la maldad de ellos, y no me acordaré más de su pecado» (Jeremías 31:33, 34).
La misma ley que fue grabada en tablas de piedra es escrita por el Espíritu Santo sobre las tablas del corazón. En vez de tratar de establecer nuestra propia justicia, aceptamos la justicia de Cristo. Su obediencia es aceptada en nuestro favor. Entonces el corazón renovado por el Espíritu Santo producirá los frutos del Espíritu. Mediante la gracia de Cristo viviremos obedeciendo a la ley de Dios escrita en nuestro corazón. Al poseer el Espíritu de Cristo, andaremos como él anduvo. Por medio del profeta, Cristo declaró respecto a sí mismo: «El hacer tu voluntad, Dios mío, hame agradado; y tu ley está en medio de mis entrañas» (Salmo 40:8). Y cuando entre los hombres, dijo: «No me ha dejado el Padre; porque yo, lo que a él agrada, hago siempre» (Juan 8:29).
El apóstol Pablo presenta claramente la relación que existe entre la fe y la ley bajo el nuevo pacto. Dice: «Justificados pues por la fe, tenemos paz para con Dios por medio de nuestro Señor Jesucristo». «¿Luego deshacemos la ley por la fe? En ninguna manera; antes establecemos la ley». «Porque lo que era imposible a la ley, por cuanto era débil por la carne [no podía justificar al hombre, porque éste en su naturaleza pecaminosa no podía guardar la ley], Dios enviando a su Hijo en semejanza de carne de pecado, y a causa del pecado, condenó al pecado en la carne; para que la justicia de la ley fuese cumplida en nosotros, que no andamos conforme a la carne, mas conforme al Espíritu» (Romanos 5:1; 3:31; 8:3, 4) (Patriarcas y profetas, pp. 389, 390).
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