La Ira del amor de Dios

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Imaginemos a una madre que está observando a su hija de tres años mientras esta juega en un parque infantil. De pronto, un hombre adulto se acerca corriendo, tumba a la niña de un puñetazo y la patea repetidamente mientras ella yace en el suelo. Si fueras su madre, ¿no te enojarías? Esa ira se conoce como justa indignación: es la respuesta buena y apropiada del amor y la justicia contra el mal.

La injusticia manifestada en la historia anterior palidece en comparación con la inmensa maldad perpetrada por los seres humanos en la historia, incluido el pueblo de Dios en los relatos bíblicos. Algunas de las atrocidades que cometió el pueblo de Israel incluían el sacrificio de niños y todo tipo de libertinaje, a veces mezclado con el culto religioso, lo cual significaba la profanación y la perversión de los medios destinados a la comunión del pueblo con Dios (ver 2 Crón. 33:6). Puesto que Dios ama intensamente, semejante maldad le provoca una ira intensa, pero siempre apropiada.

Sin embargo, muchos piensan que el amor es incompatible con la ira. Es decir, afirman que, si Dios es amor, no debería airarse ni juzgarnos nunca. Aunque esta idea es popular, no es más que un mito, ya que no cuenta con apoyo bíblico.

Este capítulo aborda esta cuestión mediante el análisis de este y otros tres mitos más acerca de la ira de Dios.

 Mito 1: El Dios del Antiguo Testamento contra el del Nuevo Testamento

Un mito común en relación con la ira de Dios es la opinión de que «el Dios del Antiguo Testamento» es un Dios de ira, mientras que «el Dios del Nuevo Testamento» es un Dios de amor. Sin embargo, tanto el Antiguo Testamento como el Nuevo enseñan continuamente que Dios es amor, que Dios es «compasivo y clemente, lento para la ira y grande en amor y fidelidad» (Sal. 86:15; ver también Éxo. 34:6; Núm. 14:18; Neh. 9:17; Sal. 103:4; 145:8; Joel 2:13; Jon. 4:2; Nah. 1:3). Asimismo, el Antiguo Testamento subraya repetidamente que el amor de Dios «es para siempre» (Sal. 136:1).

A lo largo de la Escritura, la Ley de Dios es un reflejo de su carácter de amor desinteresado. He allí la razón por la que el mayor mandamiento es: «Amarás a Jehová, tu Dios, de todo tu corazón, de toda tu alma y con todas tus fuerzas» (Deut. 6:5; Mat. 22:37); y el segundo es «amarás a tu prójimo como a ti mismo» (Lev. 19:18; Mat. 22:39). En consecuencia, Jesús declaró que «de estos dos mandamientos penden toda la ley y los profetas» (Mat. 22:40).

Así como el Antiguo Testamento describe la justa indignación de Dios contra el mal (porque siempre perjudica a las personas, a quienes Dios ama), el Nuevo Testamento muestra repetidamente la ira divina de Jesús en respuesta al mal. Por ejemplo, echó a quienes vendían y compraban en el Templo y volcó las mesas de los cambistas mientras declaraba que estaban convirtiendo la casa de Dios en una «cueva de ladrones» (Mat. 21:12, 13; Mar. 11:15-18; Luc. 19:45, 46). Del mismo modo, Juan 2:15 registra que Jesús «hizo un azote de cuerdas», «echó a todos del templo», «esparció el dinero de los cambistas y volcó sus mesas».

 Jesús muestra aquí una profunda y justa indignación contra quienes utilizaban el Templo de Dios como una «cueva de ladrones». El templo tipificaba el perdón y la limpieza gratuitos y misericordiosos de Dios en favor de los pecadores, pero los cambistas lo utilizaban para aprovecharse de los pobres, las viudas y los huérfanos. En contraste, después de que Jesús limpió el Templo, «vinieron a él […] ciegos y cojos, y él los sanó» (Mat. 21:14).

La justa indignación es la reacción adecuada contra el mal, acompañada del amor compasivo por los oprimidos. Así, «la ira y el juicio pueden ser, de hecho, el anverso de la moneda del amor». 32 La respuesta de Cristo en estas y otras ocasiones (ver Mar. 3:4, 5; 10:13, 14) refleja el testimonio constante del Antiguo Testamento de que Dios ama la justicia (por ejemplo, Isa. 61:8), con la correspondiente ira contra la injusticia y el mal, y una preocupación especial por los oprimidos.

Jesús también enseñó repetidamente acerca de la justa ira y el juicio de Dios (por ejemplo, Juan 3:36) y se atribuye este juicio a sí mismo (por ejemplo, Mat. 13:41, 42; cf. 8:12; 10:28; 22:5-7, 13; 23:16-33; 24:50, 51; 25:41-43; Luc. 13:28). Más adelante, Pablo enseña: «Y si nuestra injusticia hace resaltar la justicia de Dios, ¿qué diremos? ¿Será injusto Dios al dar el castigo? (Hablo como hombre.) ¡De ninguna manera! De otro modo, ¿cómo juzgaría Dios al mundo?» (Rom. 3:5, 6). Además, las Escrituras reservan explícitamente la venganza para Dios: «No os venguéis vosotros mismos, amados míos, sino dejad lugar a la ira de Dios, porque escrito está: “Mía es la venganza, yo pagaré, dice el Señor”» (Rom. 12:19, cita de Deut. 32:35; cf. Heb. 10:30).

La ira del supuesto Dios temible del Antiguo Testamento, por lo tanto, es reflejada por Jesús y afirmada en el Nuevo Testamento (ver también Rom. 1:18; 2:4-9; Col. 3:5, 6; Efe. 5:5, 6; 1 Tes. 2:15, 16; Heb. 3:10, 11, 17; 4:3; y muchos ejemplos en el Apocalipsis). Sin embargo, esta ira es en ambos Testamentos la ira del amor, la respuesta apropiada del amor contra el mal y el daño que este siempre inflige a los hijos de Dios. Sin embargo, «Dios no nos ha puesto para ira, sino para alcanzar salvación por medio de nuestro Señor Jesucristo» (1 Tes. 5:9; cf. 1:10; 2 Ped. 3:9).

Mito 2: Dios está todo el tiempo enojado y envía castigos a menudo

Algunos piensan erróneamente que Dios (sobre todo en el Antiguo Testamento) está constantemente airado y que envía castigos continuamente. Sin embargo, las Escrituras enseñan que Dios es sumamente paciente y compasivo con su pueblo e incluyen numerosos ejemplos de la ira y el juicio de Dios, pero a menudo transcurren largas eras entre esos ejemplos. De hecho, la atención a la cronología muestra que Dios a menudo pasa por alto el pecado de los pueblos durante siglos.

El pueblo con el que Dios hizo pacto se rebeló repetidamente y perpetró horrendos males: «Acuérdate, no olvides que has provocado la ira de Jehová, tu Dios, en el desierto; desde el día en que saliste de la tierra de Egipto, hasta que entrasteis en este lugar, habéis sido rebeldes a Jehová» (Deut. 9:7; cf. 32:16, 21). Salmos 78:40 añade: «¡Cuántas veces en el desierto se rebelaron contra él, y lo enojaron en el yermo!» (cf. 78:58; Isa. 63:10; 1 Cor. 10:5). En este sentido, el Antiguo Testamento establece lo que muchos estudiosos llaman el ciclo de la rebelión (descrito, por ejemplo, en Sal. 78; Neh. 9; etc.):

• El pueblo de Dios se rebela y comete horribles maldades (a veces incluso sacrificios de niños).

• Dios se retira en respuesta al rechazo de su pueblo

• El pueblo padece la opresión de las naciones circundantes.

• Como consecuencia de esto, claman a Dios por ayuda.

• Dios los escucha y los libera.

• El pueblo se rebela de nuevo y comete males peores.

Así, la Escritura describe a Dios como el padre fiel cuyos hijos se rebelan continuamente (por ejemplo, Deut. 32:5, 18) y el esposo devoto cuya esposa corre tras otros amantes (ver Ose. 1-3; Isa. 62:4; Jer. 2:2; 3:1-12; Eze. 16; 23; Zac. 8:2; cf. 2 Cor. 11:2). Como señala William L. Lane: «La ira de Dios (cf. Núm. 14:11, 23, 43b) no se despertó por un solo incidente, sino por una tendencia persistente a rechazar su dirección». 2

 Sin embargo, Dios se enfrentó repetidamente a la infidelidad con una compasión longánime mucho más allá de cualquier expectativa razonable. Tras la rebelión del becerro de oro, «Dios habría sido “justo” al poner fin a este pueblo rebelde. Sin embargo, siguió amándolo, guiándolo y liberándolo (Éxo. 32:10; 33:5)». 3 Más tarde, aunque el pueblo de Dios lo traicionó y abandonó en repetidas ocasiones (Juec. 10:13; 1 Sam. 8:8; 1 Rey. 11:33; 2 Rey. 22:17; Jer. 1:16), Dios continuó derramando su compasión durante siglos de rebeliones recurrentes (Neh. 9:7-33). «Pero él, misericordioso, perdonaba la maldad y no los destruía; apartó muchas veces su ira y no despertó todo su enojo» (Sal. 78:38). Dios también concedió sus inmerecidas gracia y compasión a otros pueblos, como Nínive. En ese caso, Jonás se quejó de que Dios era demasiado clemente y compasivo (Jon. 4:2).

Durante los largos períodos transcurridos entre sus juicios por la apostasía de su pueblo, Dios le envió profetas en repetidas ocasiones para llamarlo a que volviera a él, pero el pueblo se negó a ello (ver, por ejemplo, Jer. 35:14-17), lo que disgustó profundamente a Dios:

Pero mi pueblo no oyó mi voz; Israel no me quiso a mí. Los dejé, por tanto, a la dureza de su corazón; caminaron en sus propios consejos. ¡Si me hubiera oído mi pueblo! ¡Si en mis caminos hubiera andado Israel! En un momento habría yo derribado a sus enemigos y habría vuelto mi mano contra sus adversarios (Sal. 81:11-14; cf. Ose. 11:8, 9).

Jesús también se lamentó: «¡Jerusalén, Jerusalén, que matas a los profetas y apedreas a los que te son enviados! ¡Cuántas veces quise juntar a tus hijos como la gallina junta sus polluelos debajo de las alas, pero no quisiste!» (Mat. 23:37).

Algunos piensan que los juicios de Dios eran severos. Sin embargo, la disciplina de Dios hacia su pueblo era, en última instancia, para su bien (Deut. 8:16), como ocurre cuando un buen padre disciplina amorosamente a su hijo (Deut. 8:5; cf. Heb. 12:10). «Porque el Señor reprende al que ama, como el padre al hijo a quien quiere» (Prov. 3:12; comparar con Apoc. 3:19).

La manera en que Dios trató a su pueblo debe entenderse en el contexto de lo que este enfrentaba. Dados los peligros que lo rodeaban en el desierto, incluidas las naciones que deseaban destruirlos, no tenía ninguna posibilidad de sobrevivir sin que Dios lo protegiera y preservara especialmente; pero, si su maldad no era controlada, lo privaría de la protección de Dios. Desobedecer las instrucciones de una azafata carece de consecuencias en la calle, pero hacerlo a bordo de un avión es un delito grave, por el mayor peligro que supone para quienes están a bordo (y en tierra). Del mismo modo, las leyes de Dios y la manera en que gobernó a su pueblo tuvieron el objeto de evitar la destrucción de Israel a manos de las naciones circundantes u otros peligros, lo que habría ocurrido sin la protección especial de Dios. Por lo tanto, Dios hizo todo lo que pudo por su pueblo, entonces y después (ver Isa. 5:1-7).

En muchos casos de juicio divino, Dios se retracta y entrega al pueblo «a la dureza de su corazón» después de amplias oportunidades para arrepentirse (Sal. 81:12). Por ejemplo, debido a que persistentemente «enojaron al Dios del cielo», Dios «los entregó en mano de Nabucodonosor rey de Babilonia» (Esd. 5:12; ver también Juec. 2:13, 14; Sal. 106:41, 42; Jer. 38:18; Neh. 9:30). Sin embargo, Dios se retiró solo después de que ellos «se mofaban de los mensajeros de Dios, y menospreciaban sus palabras, burlándose de sus profetas, hasta que subió la ira de Jehová contra su pueblo, y no hubo ya remedio» (2 Crón. 36:16).

Dios ejecuta sus juicios solo después de advertir y ofrecer una vía de escape (por ejemplo, Jer. 38:2) y solo cuando no hay otra alternativa en vista de todos los factores intervinientes. Incluso cuando Dios trae el juicio, «no aflige por gusto» (Lam. 3:33; cf. Isa. 28:21) y asegura: «No me agrada la muerte de nadie» (Eze. 18:32; cf. 33:11). Dios finalmente ejecuta su juicio porque «no hubo más remedio» (2 Crón. 36:16), después de siglos de advertencias y vías de escape en el caso de Jerusalén.

La ira de Dios es siempre y únicamente su respuesta al mal. La frecuencia de la ira divina, por lo tanto, corresponde a la frecuencia y la magnitud del mal (que siempre daña a las personas que Dios ama). Sin embargo, a lo largo de los numerosos ciclos de rebelión, «muchas veces apartó su ira y no despertó todo su enojo» (Sal. 78:38), ya que retuvo en numerosas ocasiones los juicios que el pueblo merecía por largo tiempo y dispuso medios de liberación en caso de que estuvieran dispuestos a aprovecharlos (cf. Sal. 81:11-14; Mat. 23:37). Dios sufrió mucho a causa de su pueblo, razón por la cual pregunta: «¿Qué más se había de hacer a mi viña, que yo no haya hecho?» (Isa. 5:4).

Mito 3: La ira es lo contrario del amor

Además, algunos creen que el amor es incompatible con la ira. Muchos tipos de ira (como la irracional, la mezquina y la egoísta) son, en efecto, incompatibles con el amor (ver, por ejemplo, Mat. 5:22; 1 Cor. 13:4-7; Gál. 5:20; Sant. 1:19, 20). Sin embargo, la justa indignación es diferente. Mientras que las emociones humanas, especialmente la ira, son a menudo reacciones exageradas e irracionales, la ira de Dios es siempre la respuesta adecuada del amor perfecto contra el mal y orientada hacia el mayor bien para todos los afectados. 4

 Es importante destacar que la ira no es un atributo esencial de Dios, sino la respuesta temporal del amor contra el mal. Donde no hay mal, no hay ira. 5 Además, la compasión de Dios supera con creces su ira o enojo, que dura «un momento, pero su favor dura toda la vida. El llanto puede durar una noche, pero a la mañana viene la alegría» (Sal. 30:5; cf. Éxo. 34:6; Juec. 10:16; Isa. 30:18; 54:7-10; Luc. 13:34).

Algunas personas creen que Dios no debería enojarse en absoluto. Pero Dios no sería amor si no detestara el mal y respondiera en consecuencia. Según las Escrituras, el amor y la justicia son inseparables. El amor requiere justicia, y Dios ama la justicia y se deleita en la rectitud (Isa. 61:8; Jer. 9:24; cf. Sal. 33:5; 119:149; Isa. 61:8; Ose. 2:19; Miq. 6:8; Luc. 11:42). En consecuencia, Salmos 89:14 enseña que: «Justicia y derecho son el cimiento de tu trono; misericordia y verdad van delante de tu rostro».

Dios detesta el mal porque este siempre daña a sus hijos, incluso cuando es autoinfligido. Recordemos el ejemplo anterior de la madre cuya hija es agredida. ¿Qué clase de «amor» no se enojaría ante las cosas horribles que los seres humanos se infligen unos a otros? Dios detesta el mal, pero, a diferencia de los humanos, lo hace con perfecta pureza de corazón, motivado únicamente por el amor desinteresado. Precisamente porque Dios ama tan profundamente, la injusticia le provoca una ira intensa, pero siempre apropiada. La ira de Dios no es lo contrario del amor, sino que procede de su amor.

En consecuencia, Cristo respondió con justa indignación cuando algunos utilizaron el Templo para oprimir a las personas (ver Mat. 21:13). En consonancia con ello y a lo largo de las Escrituras, los profetas anhelan que llegue el juicio de Dios porque finalmente traerá liberación a las víctimas del mal y la injusticia. Así, en marcado contraste con la percepción que las personas suelen tener del juicio de Dios en Occidente, los autores bíblicos se preguntan repetidamente no por qué Dios ejecuta el juicio cuando lo hace, sino por qué no corrige más rápida y decisivamente los males existentes. Muchos claman a lo largo de la Escritura: «¿Hasta cuándo, Señor?».

El amor de Dios pospone y, cuando es coherente con la justicia, mitiga la ejecución del juicio, pero no lo anula. Lejos de anular la justicia y la rectitud, el amor de Dios las incluye. En consecuencia, la cólera de Dios contra el mal está siempre arraigada en el amor y en el bien que desea para todos.

Mito 4: Un Dios amoroso no puede destruir a los pecadores

Algunos creen que el amor es incompatible con la destrucción de los pecadores, y que debe conceder la vida eterna a todos, incluso a quienes rechazan definitivamente el amor de Dios. Sin embargo, este punto de vista es contrario a numerosas afirmaciones bíblicas.

Por un lado, las Escrituras enfatizan que, aunque Dios «anhela ser misericordioso» y «será exaltado para compadecerse de ustedes» (Isa. 30:18), él «no da por inocente al culpable» (Éxo. 34:7). Finalmente, el amor exige actuar contra el mal. Dios está dispuesto a perdonar, pero no excluye la justicia. Si bien es cierto que Dios desea que todos acepten la salvación y hace todo lo posible para salvar a cada persona (ver, por ejemplo, Eze. 18:32; 33:11; 1 Tim. 2:4-6; 2 Ped. 3:9), desgraciadamente algunos deciden rechazar la provisión gratuita y plena de Dios (ver, por ejemplo, Dan. 12:2; Juan 3:18; 5:28, 29; 2 Tes. 1:7-10).

Puesto que Dios es amor, rechazar su amor implica rechazar la vida misma. Sin embargo, esto no implica un ultimátum. Dios no exclama arbitrariamente: «Ámame o muere», sino que proclama la verdad incuestionable acerca de las únicas dos alternativas que existen. Si Dios es la fuente de la vida y él mismo es amor, nadie puede ser separado del amor y seguir con vida. Es imposible estar totalmente separado de Dios y seguir viviendo. La idea de que uno puede disfrutar de la vida eterna mientras está separado de Dios equivale a pretender que una lámpara eléctrica emita luz sin estar conectada a una fuente de energía. Dios es el dador de la vida y su única fuente. No puede haber vida sin él.

Algunas personas desearían vivir para siempre separados de Dios; es decir, seguir por la eternidad con su vida actual cargada de vicios y «placeres». No se dan cuenta de que tal cosa significaría una existencia interminablemente infeliz y que solo siguen vivos por la gracia de Dios. Él no condenará a los tales a una miseria sin fin, sino que hará por ellos lo más amoroso, que es poner fin a la existencia miserable de quienes finalmente rechacen su amor. Dado que Dios se compromete a respetar el libre albedrío humano para recibir o rechazar su amor, no hay nada más que él pueda hacer por quienes rechacen finalmente cualquier conexión con el amor (ver Isa. 5:1-4).

En resumen: • Dios siempre actúa con justicia (Gén. 18; Deut. 32:4).

• Dios no aflige voluntariamente (Lam. 3:33).

• La ejecución del juicio es siempre un último recurso, precedido po una advertencia y una vía de escape.

• Dios es amor y no desea que nadie muera (2 Ped. 3:9; Eze. 33:11), por eso no permitirá que el mal continúe para siempre.

El amor debe poner fin al mal, y eso es lo que Dios hará. Mientras tanto, podemos confiar en que él es amor y que ama a todos (Juan 3:16). Si Dios no ejecutara finalmente su juicio contra el mal, el mundo quedaría en un estado indefinido de degradación, en detrimento de toda la Creación. En consecuencia, la preocupación de Dios por todas las personas exige que haga justicia y erradique finalmente el mal, tras lo cual «enjugará toda lágrima de los ojos de ellos. Y no habrá más muerte, ni llanto, ni clamor, ni dolor, porque las primeras cosas pasaron» (Apoc. 21:4).

1. Gerald Borchert, John 1–11 (Nashville, TN: Broadman & Holman, 2001), p. 164.

2. William L. Lane, Hebrews 1–8 (Dallas, TX: Word Books, 2002), p. 86.

3. Mervin Breneman, Ezra, Nehemiah, Esther (Nashville, TN: Broadman & Holman, 1993), p. 241.

4. Para profundizar en el tema de la ira de Dios, ver Peckham, The love of God, pp. 156–161; y Peckham, Theodicy of love, pp. 155–159.

5. Ver Donald A. Carson, The dificult doctrine of the love of God (Wheaton, IL: Crossway, 2000), p. 67.


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