El pacto en el Sinaí
Comenzamos nuestra jornada a las 2 de la madrugada en medio de la oscuridad
nocturna. El desierto estaba ahora frío en contraste con el calor ardiente
del día anterior, Llevando linternas, comenzamos nuestro ascenso al monte
llamado Gebel Musa, “la montaña de Moisés”. Al avanzar
lentamente, recordamos que hace mucho tiempo Moisés dejó atrás
a los hijos de Israel y subió ese monte para encontrarse con Dios por
segunda vez, Después de un ascenso de dos horas, llegamos a la cumbre,
y esperamos serenamente en la oscuridad que llegara el momento de la transformación.
Cuando los rayos del sol finalmente iluminaron las montañas del desierto,
vimos la escena espectacular que Moisés habría visto hace siglos.
La actividad de Dios en favor de Israel y con ellos en el monte Sinaí subyace a toda la religión bíblica. El pacto que Dios hizo allí con Israel —llamado el pacto de Moisés o el pacto sinaítico (del Sinaí) contiene la auto revelación más amplia de Dios, que revela el significado de su nombre salvador, en el que codificó sus leyes y estableció formas de adoración, incluyendo los sacrificios, que mantendrían a la comunidad del pacto en una relación de pacto con él. El pacto del Sinaí es importante tanto para Israel como para la humanidad en conjunto.
Una pregunta importante que surge es si el pacto hecho en el monte Sinaí es totalmente nuevo, En vez de describirlo como nuevo, debemos considerar que esencialmente es una continuación, una ampliación y particularización de pactos anteriores de Dios, que contiene básicamente el mismo diseño, propósito y metas para la redención de Israel y de la humanidad como los pactos previos.
El pacto sinaítico (mosaico) no era un pacto de obras. No tenía la intención de enseñar a los antiguos israelitas una manera de alcanzar la justicia o la justificación por méritos humanos o por esfuerzos humanos para guardar la ley. Como el pacto que Dios hizo con Abrahán y los otros patriarcas, también era un pacto de gracia. De hecho, demanda obediencia, pero el pacto abrahánico también demandaba obediencia, al igual que el pacto hecho con Noé. Pero la obediencia en conexión con los pactos que Dios hizo no son un camino para obtener la salvación sino más bien un estilo de vida para que los redimidos vivan mediante la gracia y el poder habilitadores de Dios.
Las obligaciones o condiciones del pacto que Dios pone sobre los miembros de la comunidad del pacto, sencillamente bosquejan el estilo de vida de la comunidad, una vez que sus miembros han experimentado la redención, la salvación y la liberación divinos, Este estilo de vida podía vivirse entonces, como también hoy, sólo por la gracia y el poder habilitadores de Dios. Si tratamos de vivir esta vida solamente por el esfuerzo humano, esos esfuerzos se degeneran en intentos de obtener méritos humanos, la clase de méritos que Dios no acepta en su plan de redención. De este modo podemos apreciar la siguiente vislumbre: “El pacto que Dios hizo con su pueblo en el Sinaí ha de ser nuestro refugio y defensa… Este pacto tiene tanta fuerza hoy día como la tuvo cuando el Señor lo hizo con el antiguo Israel”.
EL DIOS DEL PACTO SINAÍTICO
Los capítulos de Éxodo 19 al 24 contienen no sólo el pacto que Dios hizo con el pueblo de Israel después que salieron de Egipto, sino también vislumbres extraordinarias de la naturaleza de Dios. Revela que el Dios que está activo en la salvación es también el Dios que controla la historia. Este cuadro bíblico de Dios lo presenta como el Controlador Invisible de toda la historia y de todas las circunstancias. Este Dios que se manifiesta en los capítulos iniciales del Éxodo es un Dios que controla cada circunstancia de la vida, no meramente los puntos culminantes del curso de la historia sino cada detalle de las vidas individuales, El domina todos los eventos y se muestra como un poder invencible sobre la historia. Este dominio para el bien máximo de sus hijos es parte de la actividad salvadora de Dios y de su providencia amante manifestada en el libro del Éxodo.
La asombrosa experiencia de la zarza ardiente registrada en Éxodo 3:1 al 12 contiene el importante llamado de Moisés para ser un instrumento de Dios en la negociación de la liberación de los israelitas de la esclavitud egipcia. En este marco, Moisés le preguntó a Dios qué debía contestar cuando los israelitas le preguntaran: “¿Cuál es su nombre?” (Exo. 3:13). Descubriremos la gran importancia de esta pregunta sólo después de comprender el contexto y analizar la respuesta.
Debe notarse que la palabra traducida qué no procura descubrir un título o designación de la deidad en términos de preguntar sólo un nombre, Si se pidiera sólo el nombre, el hebreo usaría el término interogativo mí, que si se hubiera usado en este pasaje sólo pediría el nombre o título literal de Dios, Pero en la pregunta que hizo Moisés, se usa el interrogativo mah, y este tipo de interrogación procura descubrir el poder, las cualidades y el carácter de Dios. “Lo que pide Moisés, entonces, tiene que ver con el hecho de si Dios puede cumplir lo que está prometiendo ¿Qué hay en su reputación que le da credibilidad a la pretensión implícita en su llamado?”2 El lector sensible a los matices del idioma hebreo comprenderá de inmediato que la respuesta pedida no demanda un nombre o un título o designación, sino más bien el significado del nombre de Dios: “Yo SOY EL QUE soy” (Exo.3:14)
Esta breve oración “Yo soy EL QUE soy” es una clara referencia al nombre de Yahweh, pero la cláusula le agrega nuevo contenido a la palabra, Presenta el significado del nombre de Dios de una manera que nunca antes se había revelado, La frase expresa el “ser”, y sin embargo no como lo expresaron los antiguos filósofos griegos con el “ser puro” en el sentido filosófico, sino más bien un “ser activo” en términos de revelación Esta frase también expresa la idea de que Dios ha existido en el pasado, existe en el presente y existirá en el futuro.
El es el Dios que siempre tiene la iniciativa. Ya hemos visto cómo Dios tomó la iniciativa en la creación, y cómo la tomó una vez que la humanidad cayó en pecado, ingresando para restablecer la comunión con la humanidad Ahora Dios toma otra vez la iniciativa. El es el Dios independiente de la historia, y sin embargo, que controla la historia, independiente del futuro pero todavía en el control.
Otro aspecto central de la naturaleza y del carácter de Dios se reveló a Moisés como lo registra Éxodo 6:3. En este pasaje Dios dice que antes del tiempo de Moisés, él no se había dado a conocer con el nombre de Yahweh. ¿Qué quiere decir con esto? En el libro de Génesis, Dios se había revelado repetidamente bajo el nombre Yahweh (Gén. 12:1, 7; 13:14; 15:2, 7), aun afirmando explícitamente a Abrahán: “Yo soy Jehová” (Gén. 15:7). ¿Qué significa esta afirmación hecha a Moisés?
En toda la experiencia que condujo hacia el Éxodo, a la salida y sus consecuencias, Dios intentó revelar un aspecto de su carácter además del que ya había sido expresado con las designaciones anteriores tales como “Dios Todopoderoso”: “Me aparecí a Abraham, a Isaac y a Jacob bajo el nombre de Dios Todopoderoso, pero no les revelé mi verdadero nombre, que es el SEÑOR [Yahweh]” (Exo. 6:3, NVI). La intención de la afirmación es que Dios se mostró a Abrahán, a Isaac y a Jacob en el carácter y el sentido de Dios Todopoderoso, pero en el carácter y la significación de su nombre Yahweh no se había dado a conocer antes. El nuevo aspecto del carácter de Dios y su importancia que se centraban aquí es que él se revelaría por medio de la redención: al liberar a Israel de la esclavitud, al hacer de Israel el pueblo especial del pacto, al proveer los medios para que siguieran siendo su pueblo del pacto por medio de su gracia y su poder habilitante.
LA REDENCIÓN Y EL PACTO
El gran evento redentor de la experiencia del Éxodo, el acto de Dios de liberar a su pueblo del yugo egipcio, es referido como un acto de su amor. “Por tu gran amor guías al pueblo que has rescatado’ (Exo. 15:13, NVI). “Aun amó a su pueblo” (Deut. 33:3), Se le recordó a Israel que “Jehová os amó” (Deut. 7:8). Pero Dios no sólo amó a Israel o a cada miembro de los que pertenecían a Israel, también ama al extranjero o forastero que habitaba entre ellos (Deut. 7:18). El amor de Dios hacia su pueblo, como se expresa aquí, describe no una actitud emocional o intelectual, sino su actividad salvadora y redentora en favor de la humanidad.
Dios, en su amor, eligió a Israel. Este fue un acto de la iniciativa bondadosa y amante de Dios, así como lo fue en los pactos anteriores hechos con los patriarcas. La elección que hizo Dios de Israel no fue determinada por ninguna característica o excelencia de Israel, sino más bien estuvo basada y cimentada totalmente y en forma suprema en el amor y la gracia inmerecidos que Dios le dio a su pueblo Israel (Deut. 4:3 7; 7:6-8). El acto redentor de Dios descansa exclusivamente en su naturaleza y es una revelación parcial de su carácter.
En la historia de la liberación de Israel de Egipto, la experiencia de la redención precede a la realización del pacto. En otras palabras, la relación entre el pacto y la redención es inequívoca. La redención precede a la realización del pacto. Dios le dijo a Moisés que anunciara al pueblo: “Ustedes son testigos de lo que hice con Egipto, y de que los he traído hacia mí como sobre alas de águila” (Exo. 19:4, NVI). Lo importante es que Dios ya había redimido a Israel. El los había liberado de la esclavitud egipcia como un acto de pura gracia y divino amor. El amor, la elección y la redención son dones de Dios totalmente inmerecidos por su pueblo.
Sin embargo, no queremos dejar la impresión de que en la secuencia de la redención seguida por el pacto, los dos son separados y que el pacto no es también un acto de redención. Todo lo contrario, el hacer el pacto, el pacto que Dios hizo con Israel en el monte Sinaí, es también un acto de la iniciativa de Dios en la redención. Dios primero redimió a su pueblo liberándolo de la esclavitud y servidumbre egipcia; luego Dios se ocupó de otro acto de salvación y redención al hacer un pacto con ellos. En todo sentido, el amor de Dios, su iniciativa, su misericordia, y su propósito redentor, totalmente iniciados y totalmente cimentados en Dios mismo, llegan a estar en primer plano.
Otro aspecto adicional necesita considerarse brevemente aquí. Israel como pueblo había sido amado en forma suprema, elegido en forma soberana, y milagrosamente redimido. Dios hizo esto siguiendo el pacto con Abrahán y cumpliéndolo (Exo. 2:24; 3:16; 6:4-8; Sal. 105:8-12, 42-45; 106:45). Esta correlación indica que el pacto del Sinaí y el de Abrahán no divergen mucho uno del otro. El pacto de Abrahán no puede ser designado como un pacto de gracia, ni el pacto del Sinaí como un pacto de obras. Tanto el del Sinaí como el de Abrahán son pactos de gracia; ambos tienen la misma relación espiritual en su centro: “Y os tomaré por mi pueblo y seré vuestro Dios; y vosotros sabréis que yo soy Jehová vuestro Dios, que os sacó de debajo de las tareas pesadas de Egipto” (Exo. 6:7).
“SI USTEDES ME OBEDECEN”
Al tiempo en que Israel llegó al monte Sinaí, ya habían experimentado las milagrosas intervenciones de Dios a su favor una y otra vez. Habían sido liberados de la servidumbre egipcia sin tener que pelear por su libertad. Dios era su guerrero: Dios los había conducido al Mar Rojo y luego a través del mar sobre tierra seca. Dios los había salvado de calamidades potenciales. Les había provisto con alimentos milagrosos en el desierto (Exo. 16). Había impedido que sus sandalias se gastasen mientras caminaban por las ásperas rocas del desierto (Deut. 29:5). Dios los había guiado paso a paso.
Ahora, después de haber llegado al monte Sinaí, Dios le hizo la propuesta a Israel de hacer un pacto con ellos: “Así que, si ustedes me obedecen en todo y cumplen mi alianza, serán mi pueblo preferido entre todos los pueblos” (Exo. 19:5, versión Dios habla hoy [DHH]). Israel había llegado hasta allí por los actos poderosos de Dios en la historia, pero ahora tenían que decidir la naturaleza y la dirección de su propio futuro. ¿Intentarían ellos “seguir por su cuenta” de aquí en adelante? ¿Decidiría el pueblo de Israel seguir en el mundo con sus propias fuerzas? ¿Decidirían regresar a la “seguridad” de Egipto, como algunos de entre ellos realmente lo sugirieron? ¿O prometerían ser leales a su Dios salvador, Yahweh? Evidentemente, una cosa era ser liberado de la esclavitud, pero otra muy diferente era la de quedar libres espiritualmente, físicamente, o en otra forma. Esa gran elección les propuso Dios. ¿Qué camino elegirían seguir?
Dios quería que el pacto que les ofrecía estableciera la más profunda, estrecha e íntima relación posible entre él, como su Dios, y ellos como su pueblo. Esta sublime relación Dios-hombre debía darle al pueblo de Israel seguridad, protección y bendiciones en cada aspecto de su vida. Le ofrecía al pueblo de Israel la libertad, en el sentido más pleno y amplio, no ser sujetos al egoísmo, la avaricia, la pasión; no luchar por la autonomía moral y/o espiritual, sino vivir una vida verdadera con Dios, una vida llena del más profundo sentido de pertenencia. Pero una libertad tan abarcante demandaba que ellos entraran en una relación de pacto con Dios, un pacto de salvación y de gracia, que era la única base para seguir actuando en forma singular, totalmente libres y completamente dedicados a su Dios.
Antes de analizar la respuesta de Israel, debemos considerar brevemente los tres aspectos que revelaba el pacto del Sinaí acerca de la intención, el propósito y el plan de Dios para ellos: “Si ahora ustedes me son del todo obedientes, y cumplen mi pacto, serán mi propiedad exclusiva entre todas las naciones. Aunque toda la tierra me pertenece, ustedes serán para mí un reino de sacerdotes y una nación santa” (Éxo. 19:5, 6, NVI).
Dios hizo planes de hacer de Israel su posesión preferida, su “propiedad exclusiva” (NVI) o su “especial tesoro” (RV6O), Estas traducciones intentan representar en un castellano adecuado el término hebreo s’gullah, la palabra que se usa en el Antiguo Testamento en forma consistente para expresar la idea de Israel como una posesión escogida o atesorada. En contraste con otros tipos de posesiones, es decir, las que no se podían mover como los bienes raíces, Israel llegó a ser, por medio del amor y el afecto de Dios, su tesoro movible. Israel era la posesión propia de Dios, ganada personalmente y atesorada privadamente. Israel fue puesto aparte con un propósito definido (Deut. 7:6; 14:2; 26:18, 19). La idea de una posesión peculiar implica así un valor y una relación especiales.
Segundo, y estrechamente relacionado con el primer aspecto del pacto, Dios quería hacer de Israel un reino de sacerdotes. Aunque algunos intérpretes sugieren la traducción “sacerdotes reales” o “sacerdotes regios”, la expresión hebrea significa literalmente “reino de sacerdotes”. Este propósito expreso parece comunicar la idea de que Israel había de actuar como un reino constituido por sacerdotes. La elección específica un pueblo, o sea, Israel, tenía detrás de sí un propósito de proporciones e importancia universales. Cada israelita, de una manera o de otra, debía actuar como el agente sacerdotal de Dios para llevar bendiciones a las naciones del mundo entero y para ministrar a sus necesidades.
¡Cuán trágico es comparar este ideal con la forma en que se desarrolló realmente la historia El antiguo Israel nunca cumplió su destino divino de llegar a ser un “reino de sacerdotes”. Más tarde el apóstol Pedro aplicó la misma frase descriptiva, “real sacerdocio” (1 Ped. 2:9), a la iglesia del Nuevo Testamento, y con las mismas implicaciones. ¿De qué manera vemos que está transcurriendo la historia hoy? ¿Estamos haciendo mejor que ellos en cumplir nuestra tarea como pueblo escogido de Dios para compartir el mensaje salvador del cielo?
El tercer punto expresado en la propuesta del pacto divino a Israel era su propósito de que fueran una “nación santa”. Solamente una vez en el Antiguo Testamento se afirmó este propósito de esta manera. Nunca más encontramos en el Antiguo Testamento una referencia a Israel como una “nación santa”, aunque más tarde en Deuteronomio encontramos en varias ocasiones esa expresión modificada: “pueblo santo” (Deut. 7:6; 14:2, 21; 26:19; 28:9).
El hecho de que Israel debía ser una nación santa en vez de una nación secular descansaba sobre la promesa y la intención de Dios de hacerlos santos, separándolos de las demás naciones que los rodeaban. El Israel del pacto debía ser principalmente una entidad religiosa. La terminología del acuerdo divino con ellos enfatizaba que él los santificaría. Este énfasis se nota especialmente en Levítico 19:2 y en Ezequiel 36:25 al 28. Por cuanto Dios es santo, su pueblo también ha de ser santo, es decir, han de vivir de manera santa. En Deuteronomio 26:19 Dios afirma: “Y para que seas un pueblo santo a Jehová tu Dios, como él ha dicho”. La obediencia a los mandamientos de Dios, incluido en las condiciones del pacto, se revela aquí como el resultado más bien que la condición de ser un “pueblo santo”. Dios había planificado establecer a Israel como “pueblo santo suyo” (Deut. 28:9; comparar con 7:6-9) con la condición de que ellos guardaran sus mandamientos. Pero Dios hace posible la observancia de los mandamientos y la obediencia continuada gracias a la promesa de su pacto para hacer que su pueblo sea santo. El los separó del mundo y los separó a sí mismo y vive con ellos por medio de su Espíritu. En este sentido, la santidad no es algo que debe ser alcanzado por los seres humanos librados a sus propias fuerzas y sobre la base de sus propios esfuerzos, sino más bien algo recibido y reflejado en la vida diaria de fe y obediencia por aquellos que han sido llamados a ser un pueblo santo.
“HAREMOS”
Dios, bondadosamente les había dado una invitación a Israel de ser su pueblo del pacto. Les había ofrecido un pacto de gracia. ¿De qué modo respondió el pueblo? “Y todo el pueblo respondió a una, y dijeron: Todo lo que Jehová ha dicho, haremos” (Exo. 19:8; comparar con Exo. 24:3).
Israel prometió solemnemente ser obedientes a Dios y hacer todo lo que él había dicho, ¿Había algo equivocado en su respuesta: “Haremos”? ¿No era el plan de Dios que Israel diera una respuesta positiva a su ofrecimiento? Sí, pero esta respuesta debía estar calificada por una observación adicional acerca de la respuesta: su aceptabilidad ante Dios dependía también de las intenciones y motivaciones ocultas del pueblo. La motivación detrás de la respuesta: “Haremos”, podía hacer que ella fuera legalista y de justificación propia (lo que reduciría el pacto de Dios a un pacto de obras), o podía hacer que la respuesta fuera no legalista sobre la base de la aceptación por parte de Israel del intento y propósito de Dios para ellos, Es decir, si la respuesta no era legalista, los Israelitas se darían cuenta de su dependencia total de Dios para obtener misericordia si ellos fallaban, y de su gracia ayudadora en todo momento para su obediencia.
La diferencia entre estas dos motivaciones posibles que podrían estar detrás de la respuesta: “Haremos”, se relaciona con 1) si Israel haría con sus propias fuerzas lo que Dios había hablado, con la intención de obligar a Dios a otorgar las bendiciones del pacto como un mérito ganado por sus propios esfuerzos, o 2) si Israel obedecería las obligaciones del pacto por fe mediante la gracia capacitadora misericordiosamente provista por Dios, y de ese modo experimentar las bendiciones del pacto como dones gratuitos generosamente otorgados por Dios. La diferencia reside en la motivación de quienes responden, sea en el antiguo Israel o en nosotros actualmente.
El apóstol Pablo hizo muy claro en Romanos 9:31, 32 que Israel siguió la justicia en forma legalista, intentando alcanzar el cumplimiento perfecto de la ley con sus propias fuerzas. Esta forma de alcanzar justicia hizo que Israel no llegara a los ideales y bendiciones prescriptos por la ley y prometidos en el pacto, ni obtuvieron la justicia por la ley que persiguieron. “Dios los llevó al Sinaí; manifestó allí su gloria; les dio la ley, con la promesa de grandes bendiciones siempre que obedecieran: [se cita Exo. 19:5, 6]. Los israelitas no percibían la pecaminosidad de su propio corazón, y no comprendían que sin Cristo les era imposible guardar la ley de Dios; y con excesiva premura concertaron su pacto con Dios. Creyéndose capaces de ser justos por sí mismos, declararon: ‘Haremos todas las cosas que Jehová ha dicho, y obedeceremos’ (Exo. 24:7)”.
Elena de White bosqueja con gran percepción y brevedad ciertos elementos clave para recordar acerca de la obediencia por la fe en Jesucristo: la clase de justicia aceptable a la vista de Dios y hecha posible por medio del pacto de gracia: “En vez de tratar de establecer nuestra propia justicia, aceptamos la justicia de Cristo. Su sangre expía nuestros pecados. Su obediencia es aceptada en nuestro favor. Entonces el corazón renovado por el Espíritu Santo producirá los frutos del Espíritu. Mediante la gracia de Cristo viviremos obedeciendo a la ley de Dios escrita en nuestro corazón, Al poseer el Espíritu de Cristo, andaremos como él anduvo”.
El camino a la salvación para el antiguo Israel es el mismo que para los cristianos de hoy. Nunca fue la intención y el plan de Dios que los antiguos israelitas se salvaran por su propia obediencia a la ley. Ni tampoco el cristiano puede alguna vez llegar a ganar su salvación por la obediencia a la ley. El propósito y la intención de la obediencia a la ley no es ganar la salvación, Por su mismo origen, la ley está firmemente arraigada en el contexto de la gracia. El hombre o la mujer que ha sido salvado por Dios nunca querrá vivir en desobediencia a la ley. Pero la obediencia es posible sólo mediante la gracia auxiliadora de Dios mediante Jesucristo y el Espíritu Santo. La relación entre el pacto, la gracia y la ley será considerada en más detalle en el próximo capítulo.
0 comentarios