Los diezmos y las ofrendas
En la economía hebrea, una décima parte de las rentas del pueblo se reservaba para sufragar los gastos del culto público de Dios. Por esto Moisés declaró a Israel: “Todas las décimas de la tierra, así de la simiente de la tierra como del fruto de los árboles, de Jehová son: es cosa consagrada a Jehová.” “Y toda décima de vacas o de ovejas, … la décima será consagrada a Jehová.” Levítico 27:30, 32.
Pero el origen del sistema de los diezmos es anterior a los hebreos. Desde los primeros tiempos el Señor exigió el diezmo como cosa suya; y este requerimiento fué reconocido y cumplido. Abrahán pagó diezmos a Melquisedec, sumo sacerdote del Altísimo. Génesis 14:20. Pasando por Bethel, desterrado y fugitivo, Jacob prometió al Señor: “De todo lo que me dieres, el diezmo lo he de apartar para ti.” Génesis 28:22. Cuando los israelitas estaban por establecerse como nación, la ley del diezmo fué confirmada, como uno de los estatutos ordenados divinamente de cuya obediencia dependía su prosperidad.
El sistema de los diezmos y de las ofrendas tenía por objeto grabar en las mentes humanas una gran verdad, a saber, que Dios es la fuente de toda bendición para sus criaturas, y que se le debe gratitud por los preciosos dones de su providencia.
“El da a todos vida, y respiración, y todas las cosas.” Hechos 17:25. El Señor dice: “Mía es toda bestia del bosque, y los millares de animales que hay en los collados.” “Mía es la plata, y mío el oro.” “El te da el poder para hacer las riquezas.” Salmos 50:10; Hageo 2:8; Deuteronomio 8:18. En reconocimiento de que todas estas cosas procedían de él, Jehová mandó que una porción de su abundancia le fuese devuelta en donativos y ofrendas para sostener su culto.
“Todas las décimas … de Jehová son.” En este pasaje se halla la misma forma de expresarse que en la ley del sábado. “El séptimo día será reposo [sábado] para Jehová tu Dios.” Éxodo 20:10. Dios reservó para sí una porción específica del tiempo y de los recursos pecuniarios del hombre, y nadie podía dedicar sin culpa cualquiera de esas cosas a sus propios intereses.
El diezmo debía consagrarse única y exclusivamente al uso de los levitas, la tribu que había sido apartada para el servicio del santuario. Pero de ningún modo era éste el límite de sus contribuciones para fines religiosos. El tabernáculo, como después el templo, se erigió totalmente con ofrendas voluntarias; y para sufragar los gastos de las reparaciones necesarias y otros desembolsos, Moisés mandó que en ocasión de cada censo del pueblo, cada uno diera medio siclo para el servicio del santuario. Véase Éxodo 30:12-16; 2 Reyes 12:4, 5; 2 Crónicas 24:4, 13. En el tiempo de Nehemías se hacía una contribución anual para estos fines. Nehemías 10:32, 33. De vez en cuando se ofrecían sacrificios expiatorios y de agradecimiento a Dios. Estos eran traídos en grandes cantidades durante las fiestas anuales. Y se proveía generosamente para el cuidado de los pobres.
Aun antes de que se pudiera reservar el diezmo, había que reconocer los derechos de Dios. Se le consagraban los primeros frutos que maduraban entre todos los productos de la tierra. Se apartaban para Dios las primicias de la lana cuando se trasquilaban las ovejas, del trigo cuando se trillaba, del aceite y del vino. De idéntica manera se apartaban los primogénitos de los animales; y se pagaba rescate por el hijo primogénito. Las primicias debían presentarse ante el Señor en el santuario, y luego se dedicaban al uso de los sacerdotes.
En esta forma se le recordaba constantemente al pueblo que Dios era el verdadero propietario de todos sus campos, rebaños y manadas; que él les enviaba la luz del sol y la lluvia para la siembra y para la siega, y que todo lo que poseían era creación de Aquel que los había hecho administradores de sus bienes.
Cuando los hombres de Israel, cargados con las primicias del campo, de las huertas y los viñedos, se congregaban en el tabernáculo, reconocían públicamente la bondad de Dios. Cuando los sacerdotes aceptaban el regalo, el que lo ofrecía, hablando como si estuviera en presencia de Jehová, decía: “Un Siro a punto de perecer fué mi padre” (Deuteronomio 26:5-11); y describía la estada en Egipto, las aflicciones y angustias de las cuales Dios había librado a Israel “con mano fuerte, y con brazo extendido, y con grande espanto, y con señales y con milagros.” Añadía: “Y trájonos a este lugar, y diónos esta tierra, tierra que fluye leche y miel. Y ahora, he aquí, he traído las primicias del fruto de la tierra que me diste, oh Jehová.”
Las contribuciones que se les exigían a los hebreos para fines religiosos y de caridad representaban por lo menos la cuarta parte de su renta o entradas. Parecería que tan ingente leva de los recursos del pueblo hubiera de empobrecerlo; pero, muy al contrario, la fiel observancia de estos reglamentos era uno de los requisitos que se les imponía para tener prosperidad. A condición de que le obedecieran, Dios les hizo esta promesa: “Increparé también por vosotros al devorador, y no os corromperá el fruto de la tierra; ni vuestra vid en el campo abortará…. Y todas las gentes os dirán bienaventurados; porque seréis tierra deseable, dice Jehová de los ejércitos.” Malaquías 3:11, 12.
En los días del profeta Haggeo se vió una sorprendente ilustración de los resultados que produce el privar egoístamente la causa de Dios aun de las ofrendas voluntarias. Después de regresar del cautiverio de Babilonia, los judíos emprendieron la reconstrucción del templo de Jehová; pero al tropezar con una resistencia obstinada de parte de sus enemigos, abandonaron la obra; y una severa sequía que los redujo a una escasez verdadera los convenció de que era imposible terminar la construcción del templo. Dijeron: “No es aún venido el tiempo, el tiempo de que la casa de Jehová sea reedificada.” (Véase Haggeo 1, 2.)
Pero el profeta del Señor les envió un mensaje: “¿Es para vosotros tiempo, para vosotros, de morar en vuestras casas enmaderadas, y esta casa está desierta? Pues así ha dicho Jehová de los ejércitos: Pensad bien sobre vuestros caminos. Sembráis mucho, y encerráis poco; coméis, y no os hartáis; bebéis, y no os saciáis; os vestís, y no os calentáis, y el que anda a jornal recibe su jornal en trapo horadado.” Y luego se daba la razón de todo esto: “Buscáis mucho, y halláis poco; y encerráis en casa, y soplo en ello. ¿Por qué? dice Jehová de los ejércitos. Por cuanto mi casa está desierta, y cada uno de vosotros corre a su propia casa. Por eso se detuvo de los cielos sobre vosotros la lluvia, y la tierra detuvo sus frutos. Y llamé la sequedad sobre esta tierra, y sobre los montes, y sobre el trigo, y sobre el vino, y sobre el aceite, y sobre todo lo que la tierra produce, y sobre los hombres y sobre las bestias, y sobre todo trabajo de manos.” “Antes que fuesen estas cosas, venían al montón de veinte hanegas, y había diez; venían al lagar para sacar cincuenta cántaros del lagar, y había veinte. Os herí con viento solano, y con tizoncillo, y con granizo en toda obra de vuestras manos.”
Conmovido por estas advertencias, el pueblo se dedicó a construir la casa de Dios. Entonces la palabra del Señor les llegó: “Pues poned ahora vuestro corazón desde este día en adelante, desde el día veinticuatro del noveno mes, desde el día que se echó el cimiento al templo de Jehová…. Desde aqueste día daré bendición.”
El sabio dice: “Hay quienes reparten, y les es añadido más: y hay quienes son escasos más de lo que es justo, mas vienen a pobreza.” Proverbios 11:24. Y la misma lección enseñan en el Nuevo Testamento las palabras del apóstol Pablo: “El que siembra escasamente, también segará escasamente; y el que siembra en bendiciones, en bendiciones también segará.” “Poderoso es Dios para hacer que abunde en vosotros toda gracia; a fin de que, teniendo siempre en todas las cosas todo lo que basta, abundéis para toda buena obra.” 2 Corintios 9:6, 8.
Dios quería que sus hijos los israelitas transmitieran luz a todos los habitantes de la tierra. Al sostener su culto público, atestiguaban la existencia y la soberanía del Dios viviente. Y era privilegio de ellos sostener este culto, como una expresión franca de su lealtad y su amor hacia él. El Señor ordenó que la difusión de la luz y la verdad en la tierra dependa de los esfuerzos y las ofrendas de quienes participan del don celestial. Hubiera podido hacer a los ángeles embajadores de la verdad; hubiera podido dar a conocer su voluntad, como proclamó la ley del Sinaí, con su propia voz; pero en su amor y sabiduría infinitos llamó a los hombres para que fueran sus colaboradores, y los eligió para que hicieran su obra.
En tiempos de Israel se necesitaban los diezmos y las ofrendas voluntarias para cumplir los ritos del servicio divino. ¿Debiera el pueblo de Dios dar menos hoy? El principio fijado por Cristo es que nuestras ofrendas a Dios han de ser proporcionales a la luz y a los privilegios disfrutados. “A cualquiera que fué dado mucho, mucho será vuelto a demandar de él.” Lucas 12:48. Cuando el Salvador envió a sus discípulos, les dijo: “De gracia recibisteis, dad de gracia.” Mateo 10:8. A medida que nuestras bendiciones y nuestros privilegios aumentan, y sobre todo al tener presente el sacrificio sin par del glorioso Hijo de Dios, ¿no debiera expresarse nuestra gratitud en donativos más abundantes para comunicar a otros el mensaje de la salvación? A medida que se amplía la obra del Evangelio, exige para sostenerse mayores recursos que los que se necesitaban anteriormente; y este hecho hace que la ley delos diezmos y las ofrendas sea aun más urgentemente necesaria hoy día que bajo la economía hebrea. Si el pueblo de Dios sostuviera liberalmente su causa mediante las ofrendas voluntarias, en lugar de recurrir a métodos anticristianos y profanos para llenar la tesorería, ello honraría al Señor y muchas más almas serían ganadas para Cristo.
El plan trazado por Moisés para reunir los medios necesarios para construír el tabernáculo tuvo muchísimo éxito. No fué menester instar a nadie. Ni empleó tampoco uno solo de los ardides a los cuales las iglesias recurren tan a menudo hoy. No ofreció un grandioso festín. No convidó al pueblo a participar en escenas de alegría animada, bailes y diversiones generales; ni tampoco estableció loterías, ni cosa alguna de este orden profano, para obtener medios con que erigir el tabernáculo de Dios. El Señor indicó a Moisés que invitara a los hijos de Israel a que trajeran sus ofrendas. El había de aceptar los donativos de cuantos los ofrecieran voluntariamente, de todo corazón. Y las ofrendas llegaron en tan enorme abundancia que Moisés mandó al pueblo que no trajera más, pues ya había suplido más de lo que se podía usar.
Dios ha hecho a los hombres administradores suyos. Las propiedades que él puso en sus manos son los medios provistos por él para la difusión del Evangelio. A los que demuestren ser fieles administradores, les encomendará responsabilidades mayores. Dijo el Señor: “Yo honraré a los que me honran.” “Dios ama al dador alegre,” y cuando su pueblo le traiga sus donativos y ofrendas con corazón agradecido “no con tristeza, o por necesidad,” lo acompañará con sus bendiciones, tal como prometió: “Traed todos los diezmos al alfolí, y haya alimento en mi casa; y probadme ahora en esto, dice Jehová de los ejércitos, si no os abriré las ventanas de los cielos, y vaciaré sobre vosotros bendición hasta que sobreabunde.” 1 Samuel 2:30; 2 Corintios 9:7; Malaquías 3:10.
Dios cuida de los pobres
A fin de fomentar las reuniones del pueblo para los servicios religiosos y también para suplir las necesidades de los pobres, se le pedía a Israel que diera un segundo diezmo de todas sus ganancias. Con respecto al primer diezmo el Señor había dicho: “He aquí yo he dado a los hijos de Leví todos los diezmos en Israel.” Números 18:21. Y acerca del segundo diezmo mandó: “Y comerás delante de Jehová tu Dios en el lugar que él escogiere para hacer habitar allí su nombre, el diezmo de tu grano, de tu vino, y de tu aceite, y los primerizos de tus manadas, y de tus ganados, para que aprendas a temer a Jehová tu Dios todos los días.” Deuteronomio 14:23; véase vers. 29 y 16:11-14.
Durante dos años debían llevar este diezmo o su equivalente en dinero al sitio donde estaba el santuario. Después de presentar una ofrenda de agradecimiento a Dios y una porción específica para el sacerdote, el ofrendante debía usar el remanente para un festín religioso, en el cual debían participar los levitas, los extranjeros, los huérfanos y las viudas. Se proveía así para las ofrendas de gracias y los festines de las celebraciones anuales, y el pueblo había de frecuentar la compañía de los sacerdotes y levitas, a fin de recibir instrucción y ánimo en el servicio de Dios. Pero cada tercer año este segundo diezmo había de emplearse en casa, para agasajar a los levitas y a los pobres, como dijo Moisés: “Y comerán en tus villas, y se saciarán.” Deuteronomio 26:12. Este diezmo había de proveer un fondo para los fines caritativos y hospitalarios.
Otras medidas aun se tomaban en favor de los pobres. Después del reconocimiento de los requerimientos divinos, nada hay que diferencie tanto las leyes dadas por Moisés de cualesquiera otras como el espíritu generoso y hospitalario que ordenaban hacia los pobres. Aunque Dios había prometido bendecir grandemente a su pueblo, no se proponía que la pobreza fuese totalmente desconocida entre ellos. Declaró que los pobres no dejarían de existir en la tierra. Siempre habría entre su pueblo algunos que le darían oportunidad de ejercer la simpatía, la ternura y la benevolencia. En aquel entonces, como ahora, las personas estaban expuestas al infortunio, la enfermedad y la pérdida de sus propiedades; pero mientras se siguieran estrictamente las instrucciones dadas por Dios, no habría mendigos en Israel ni quien sufriera por falta de alimentos.
La ley de Dios le daba al pobre derecho sobre cierta porción del producto de la tierra. Cualquiera estaba autorizado para ir, cuando tenía hambre, al sembrado de su vecino, a su huerto o a su viñedo, para comer del grano o de la fruta hasta satisfacerse. Obraron de acuerdo con este permiso los discípulos de Jesús cuando arrancaron espigas y comieron del grano al pasar por un campo cierto sábado.
Toda la rebusca de las mieses, el huerto y el viñedo pertenecían a los pobres. “Cuando segares tu mies en tu campo—dijo Moisés,—y olvidares alguna gavilla en el campo, no volverás a tomarla…. Cuando sacudieres tus olivas, no recorrerás las ramas tras ti…. Cuando vendimiares tu viña, no rebuscarás tras ti: para el extranjero, para el huérfano, y para la viuda será. Y acuérdate que fuiste siervo en tierra de Egipto.” Deuteronomio 24:19-22; véase Levítico 19:9, 10.
Cada séptimo año había una provisión especial para los pobres. El año sabático, como se lo llamaba, comenzaba al fin de la cosecha. En el tiempo de la siembra que seguía al de la siega, el pueblo no debía sembrar; no debía podar ni arreglar los viñedos en la primavera; y no debía contar con una cosecha ni del campo ni de la viña. De lo que la tierra produjera espontáneamente, podían comer cuando estaba fresco, pero no podían guardar ninguna porción de esos productos en sus graneros. La producción de ese año había de dejarse para el consumo gratuito del extranjero, el huérfano, la viuda, y hasta para los animales del campo. Véase Éxodo 23:10, 11; Levítico 25:5.
Pero si la tierra producía ordinariamente tan sólo lo suficiente para suplir las necesidades del pueblo, ¿como había de subsistir éste durante el año en que no se recogían cosechas? La promesa de Dios proveía ampliamente para esto, pues Dios había dicho: “Entonces yo os enviaré mi bendición el sexto año, y hará fruto por tres años. Y sembraréis el año octavo, y comeréis del fruto añejo; hasta el año noveno, hasta que venga su fruto comeréis del añejo.” Levítico 25:21, 22.
La observancia del año sabático había de beneficiar tanto a la tierra como al pueblo. Después de descansar una estación, sin ser cultivada, la tierra iba a producir más copiosamente. El pueblo se veía aliviado de las labores apremiantes del campo; y aunque podía dedicarse a diversas actividades durante ese tiempo, todos tenían más tiempo libre, lo cual les brindaba oportunidad de recuperar las fuerzas físicas para los trabajos de los años subsiguientes. Tenían más tiempo para la meditación y la oración, para familiarizarse con las enseñanzas y exigencias del Señor, y para instruir a sus familias.
Durante el año sabático debía ponerse en libertad a los esclavos hebreos, y no despedirlos con las manos vacías. Las instrucciones del Señor eran: “Y cuando lo despidieres libre de ti, no lo enviarás vacío: le abastecerás liberalmente de tus ovejas, de tu era, y de tu lagar; le darás de aquello en que Jehová te hubiere bendecido.” Deuteronomio 15:13, 14.
El salario del trabajador debía serle pagado con prontitud: “No hagas agravio al jornalero pobre y menesteroso, así de tus hermanos como de tus extranjeros que están en tu tierra…. En su día le darás su jornal, y no se pondrá el sol sin dárselo; pues es pobre, y con él sustenta su vida.” Deuteronomio 24:14, 15.
También se dieron instrucciones especiales respecto al tratamiento de los que huían de la servidumbre: “No entregarás a su señor el siervo que se huyere a ti de su amo: more contigo, en medio de ti, en el lugar que escogiere en alguna de tus ciudades, donde bien le estuviere: no le harás fuerza.” Deuteronomio 23:15, 16.
Para los pobres, el séptimo año era un año de remisión de las deudas. Los hebreos tenían la orden de ayudar siempre a sus hermanos indigentes, con préstamos de dinero sin interés. Se prohibía expresamente recibir usura de un hombre pobre: “Cuando tu hermano empobreciere, y se acogiere a ti, tú lo ampararás: como peregrino y extranjero vivirá contigo. No tomarás usura de él, ni aumento; mas tendrás temor de tu Dios, y tu hermano vivirá contigo. No le darás tu dinero a usura, ni tu vitualla a ganancia.” Levítico 25:35-37.
Si la deuda quedaba sin pagar hasta el año de remisión, tampoco se podía recobrar el capital. Se le advirtió explícitamente al pueblo que no negara, por este motivo, el auxilio necesario a sus hermanos: “Cuando hubiere en ti menesteroso de alguno de tus hermanos, … no endurecerás tu corazón, ni cerrarás tu mano a tu hermano pobre…. Guárdate que no haya en tu corazón perverso pensamiento, diciendo: Cerca está el año séptimo, el de la remisión; y tu ojo sea maligno sobre tu hermano menesteroso para no darle: que él podrá clamar contra ti a Jehová, y se te imputará a pecado.” “No faltarán menesterosos de en medio de la tierra; por eso yo te mando, diciendo: Abrirás tu mano a tu hermano, a tu pobre, y a tu menesteroso en tu tierra,” “abrirás a él tu mano liberalmente, y en efecto le prestarás lo que basta, lo que hubiere menester.” Deuteronomio 15:7-9, 11, 8.
Nadie necesitaba temer que su generosidad le redujera a la miseria. La obediencia a los mandamientos de Dios daría ciertamente por resultado la prosperidad. Se le dijo a Israel: “Prestarás entonces a muchas gentes, mas tú no tomarás prestado; y enseñorearte has de muchas gentes, pero de ti no se enseñorearán.” Vers. 6.
Después de “siete semanas de años, siete veces siete años,” venía el gran año de la remisión, el año del jubileo. “Entonces harás pasar la trompeta de jubilación… por toda vuestra tierra. Y santificaréis el año cincuenta, y pregonaréis libertad en la tierra a todos sus moradores; éste os será jubileo; y volveréis cada uno a su posesión, y cada cual volverá a su familia.” Levítico 25:8-10.
“En el mes séptimo a los diez del mes; el día de la expiación,” sonaba la trompeta del jubileo. Por todos los ámbitos de la tierra, doquiera habitaran los judíos, se oía el toque que invitaba a todos los hijos de Jacob a que saludaran el año de la remisión. En el gran día de la expiación, se expiaban los pecados de Israel, y con corazones llenos de regocijo el pueblo daba la bienvenida al jubileo.
Como en el año sabático, no se debía sembrar ni segar, y todo lo que produjera la tierra había de considerarse como propiedad legítima de los pobres. Quedaban entonces libres ciertas clases de esclavos hebreos: todos los que no recibían su libertad en el año sabático. Pero lo que distinguía especialmente el año del jubileo era la restitución de toda propiedad inmueble a la familia del poseedor original. Por indicación especial de Dios, las tierras habían sido repartidas por suertes. Después de la repartición, nadie tuvo derecho a cambiar su hacienda por otra. Tampoco debía vender su tierra, a no ser que la pobreza le obligara a hacerlo, y aun en tal caso, en cualquier momento que él o alguno de sus parientes quisiera rescatarla, el comprador no debía negarse a venderla; y si no se redimía la tierra, debía volver a su primer poseedor o a sus herederos en el año de jubileo.
El Señor declaró a Israel: “La tierra pues no podrá venderse en perpetuidad; porque mía es la tierra; pues que vosotros sois extranjeros y transeúntes para conmigo.” Levítico 25:23 (VM).
Debía inculcársele al pueblo el hecho de que la tierra que se le permitía poseer por un tiempo pertenecía a Dios, que él era su dueño legítimo, su poseedor original, y que él quería que se le diera al pobre y al menesteroso una consideración especial. Debía hacerse comprender a todos que los pobres tienen tanto derecho como los más ricos a un sitio en el mundo de Dios.
Tales fueron las medidas que nuestro Creador misericordioso tomó para aminorar el sufrimiento e impartir algún rayo de esperanza y alegría en la vida de los indigentes y angustiados.
Dios quería poner freno al amor excesivo a los bienes terrenales y al poder. La acumulación continua de riquezas en manos de una clase, y la pobreza y degradación de otra clase, eran cosas que producían grandes males. El poder desenfrenado de los ricos resultaría en monopolio, y los pobres, aunque en todo sentido tuvieran tanto valor como aquellos a los ojos de Dios, serían considerados y tratados como inferiores a sus hermanos más afortunados. Al sentir la clase pobre esta opresión se despertarían en ella las pasiones. Habría un sentimiento de desesperación que tendería a desmoralizar la sociedad y a abrir la puerta a crímenes de toda índole. Los reglamentos que Dios estableció tenían por objeto fomentar la igualdad social. Las medidas del año sabático y del año de jubileo habían de corregir mayormente lo que en el intervalo se hubiera desquiciado en la economía social y política de la nación.
Estos reglamentos tenían por objeto beneficiar a los ricos tanto como a los pobres. Habían de refrenar la avaricia y la inclinación a exaltarse uno mismo, y habían de cultivar un noble espíritu de benevolencia; y al fomentar la buena voluntad y la confianza entre todas las clases, habían de favorecer el orden social y la estabilidad del gobierno. Todos nosotros estamos entretejidos en la gran tela de la humanidad, y todo cuanto hagamos para beneficiar y ayudar a nuestros semejantes nos beneficiará también a nosotros mismos. La ley de la dependencia mutua afecta e incluye a todas las clases sociales. Los pobres no dependen más de los ricos, que los ricos de los pobres. Mientras una clase pide una parte de las bendiciones que Dios ha concedido a sus vecinos más ricos, la otra necesita el fiel servicio, la fuerza del cerebro, de los huesos y de los músculos, que constituyen el capital de los pobres.
El Señor prometió grandes bendiciones a Israel con tal que obedeciera a sus instrucciones: “Yo daré vuestra lluvia en su tiempo, y la tierra rendirá sus producciones, y el árbol del campo dará su fruto; y la trilla os alcanzará a la vendimia, y la vendimia alcanzará a la sementera, y comeréis vuestro pan en hartura, y habitaréis seguros en vuestra tierra; y yo daré paz en la tierra, y dormiréis, y no habrá quien os espante; y haré quitar las malas bestias de vuestra tierra, y no pasará por vuestro país la espada, … y andaré entre vosotros, y yo seré vuestro Dios, y vosotros seréis mi pueblo…. Empero si no me oyereis,… no ejecutando todos mis mandamientos, e invalidando mi pacto,… sembraréis en balde vuestra simiente, porque vuestros enemigos la comerán: y pondré mi ira sobre vosotros, y seréis heridos delante de vuestros enemigos; y los que os aborrecen se enseñorearán de vosotros, y huiréis sin que haya quien os persiga.” Levítico 26:4-17.
Muchos insisten en que todos los hombres deben tener igualmente parte en las bendiciones temporales de Dios. Pero tal no fué el propósito del Creador. La diversidad de condición entre unos y otros es uno de los medios por los cuales Dios se propone probar y desarrollar el carácter. Sin embargo, quiere que quienes posean bienes de este mundo se consideren meramente administradores de sus posesiones, personas a quienes se confiaron los recursos que se han de emplear en pro de los necesitados y de los que sufren.
Cristo dijo que habrá siempre pobres entre nosotros; e identifica su interés con el de su pueblo afligido. El corazón de nuestro Redentor se compadece de los más pobres y humildes de sus hijos terrenales. Nos dice que son sus representantes en la tierra. Los colocó entre nosotros para despertar en nuestro corazón el amor que él siente hacia los afligidos y los oprimidos. Cristo acepta la misericordia y la benevolencia que se les muestre como si fuese manifestada para con él. Considera como dirigido contra él mismo cualquier acto de crueldad o de negligencia hacia ellos.
Si la ley dada por Dios en beneficio de los pobres se hubiera observado y ejecutado siempre, ¡cuán diferente sería el estado actual del mundo, espiritual y materialmente! El egoísmo y la vanidad no se manifestarían como ahora se manifiestan, sino que cada uno de los hombres respetaría benévolamente la felicidad y el bienestar de los demás, y no existiría la indigencia hoy tan generalizada en tantas tierras.
Los principios que Dios prescribió impedirían los terribles males que en todos los siglos resultaron de la opresión de los pobres a manos de los ricos. Al paso que impedirían la acumulación de grandes riquezas y la gratificación del deseo ilimitado de lujo, impedirían también la consiguiente ignorancia y degradación de millares cuya mal recompensada servidumbre es indispensable para acumular esas fortunas colosales. Representarían la solución pacífica de aquellos problemas que en nuestros días amenazan con llenar el mundo de anarquía y efusión de sangre.
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