La Biblia Oculta
Robert Wong, director de Ministerios Globales para China
“Bendice, alma mía, a Jehová, y bendiga todo mi ser su santo nombre. Bendice, alma mía, a Jehová, y no olvides ninguno de sus beneficios” (Salmo 103:1, 2).
ómo pudo un joven que sufría de Cuna enfermedad respiratoria soportar un confinamiento de 15 años en una cárcel, sometido a trabajos forzados en la China por causa de sus convicciones religiosas, y finalmente salir de allí sano y salvo? ¿Cómo fue posible que su vida se salvara de accidentes mortales por lo menos seis veces en el campo de concentración? ¿Cómo pudo esa misma persona, encerrada por años en una celda de 2 por 3 metros, tener el privilegio de viajar por docenas de países para dar testimonio de la verdadera libertad en Cristo? ¿Cómo fue posible que luego de suspender sus estudios durante 25 años, tuviese la oportunidad de recomenzar sus estudios tres veces, y con el tiempo recibir un doctorado cuando ya tenía más de cincuenta años? ¿Cómo pudo este muchacho tímido convertirse en un comunicador social y predicador del evangelio? Yo soy ese joven, ese estudiante, ese preso.
De las numerosas bendiciones y cuidados providenciales del Señor, quisiera compartir con ustedes un testimonio especial sobre cuán maravilloso es nuestro amante Padre celestial. Los primeros cuatro años de mi encarcelamiento los pasé en una casa de custodia, y allí se me instaló en un sector de máxima seguridad por causa de mis creencias religiosas. Eso significaba que no podía escribirles a mis familiares ni recibir correspondencia de ellos. Todo lo que recibí fue mi sentencia, una calurosa tarde de verano. Después me transfirieron a una cárcel convencional en Shanghai donde pasé cuatro años más, para cumplir mi sentencia de ocho años. Las condiciones de vida allí eran casi tan malas como las de la casa de custodia: no tenía cama, no había sillas, ni mesa, y tampoco libros que leer excepto la biblia roja, es decir, las Citas de Mao. La comida era todo menos agradable.
Una cosa era redimible: llegó más tarde el permiso para comunicarme por correspondencia con mi familia y recibir algunas visitas de ellos de vez en cuando. No obstante, se me comunicó que mis cartas no debían tener más de cien caracteres chinos, es decir, menos de un tercio de página. Después de la primera visita de mis parientes inmediatos, una nueva esperanza surgió en mi corazón. Más importante que algunos alimentos suplementarios (lo que no se me permitía en ese momento tampoco), tenía hambre en mi corazón por una Biblia, ya que me confiscaron la de bolsillo que tenía al llegar a la estación de policía. Al darme cuenta de que estaría encerrado por largo tiempo, antes de mi prolongado encarcelamiento, había aprendido de memoria tantos versículos de la Biblia como pude. Comencé con el libro de Daniel, versículo por versículo, y después con el Apocalipsis, a continuación con los Salmos, y después con otros textos familiares del Antiguo y el Nuevo Testamento. Por la gracia de Dios, una vez les di estudios bíblicos a dos compañeros de celda sin tener una Biblia en la mano. Apliqué un sistema temático de estudio de las doctrinas cristianas, y les di unos diez versículos el primer día. Al día siguiente repasamos las doctrinas y los textos bíblicos. Al tercer día tratamos de repetirlos de memoria. Y luego hasta les pusimos música a algunos de ellos.
Durante todo ese tiempo estuve anhelando tener un ejemplar de la Biblia. Desde un punto de vista meramente humano, durante ese período de la así llamada Revolución Cultural en China (1966-1976), cuando todo era un desastre, y con el tejido social literalmente quebrantado, conseguir una Biblia, que era un libro prohibido, era sólo una fantasía. Cualquier intento de introducir una de contrabando ponía en peligro a mi familia y a mí también. Pero nuestro Dios es Hacedor de maravillas y milagros.
Un día, mientras le escribía a mi familia, estaba pensando en qué clave darles para que entendieran que yo necesitaba desesperadamente una Biblia. En ese mismo momento oí que alguien, en voz alta —era otro condenado a trabajos forzados— estaba llamando a un compañero por su número de identificación: “¡115, 115!” Entonces el Espíritu Santo iluminó mi mente para recordar que en nuestro antiguo himnario chino el título del himno número 115 era “Dadme la Biblia”. ¡Fue como un súbito relámpago de iluminación divina! ¡Asombroso! Puesto que yo no podía escribir claramente en mi carta censurada: “Por favor, mándenme una Biblia”, escribí en cambio: “Mándenme una libreta de notas No. 115”, y subrayé el número. Le entregué la carta al guardia de la prisión con una oración silenciosa. Este, al revisarlo y darle el visto bueno, no percibió el secreto espiritual que contenía.
El mismo Espíritu Santo que me iluminó también abrió los ojos de los miembros de mi familia para darles una vislumbre de mi mensaje secreto. Cuando llegó la hora de las visitas, nuestros corazones palpitaban fuertemente. Pasaron ocho minutos y justo antes de que mis familiares se retiraran, me dijeron: “Cuando uses el jabón, pártelo en pedazos”. Asentí con una sonrisa de entendimiento. Después de despedirnos, el guardia me entregó lo que me habían traído. Entre las cosas, había una gran barra de jabón de lavar.
Nada era fácil de hacer en una celda tan pequeña. Pensé por un momento qué podría hacer para sacar lo que sospechaba que estaba dentro de la barra de jabón, sin que me viera el guardia o algún otro. Faltaba poco para la puesta del sol. Dándole la espalda a mis compañeros de celda, y mientras el guardia miraba hacia otro lado, puse mi ropa sucia en un balde. Usé un hilo para partir el jabón en dos mitades. Salió un hermoso Nuevo Testamento en miniatura, en inglés. ¡Era como para entusiasmarse! Rápidamente oculté la Biblia en el bolsillo de mi ropa interior y agradecí a Dios en oración: “Tú diste alegría a mi corazón, mayor que la de ellos cuando abundaban su grano y su mosto. En paz me acostaré y asimismo dormiré; porque sólo tú, Jehová, me haces vivir confiado” (Salmo 4:7, 8).
A la mañana siguiente, vi a varios presos en fila mientras los examinaban en el vestíbulo. Tenían que confesar que eran antireformistas. Se los había descubierto con artículos prohibidos, que ahora colgaban de sus cuellos. Uno tenía caramelos, otro galletitas, otro tenía tocino dentro de un tubo de dentífrico, puesto allí por los miembros de su familia. Todo eso se había descubierto, y se castigó a los destinatarios de esos artículos introducidos de contrabando. Me enteré después que alguien había introducido una aguja dentro de una barra de jabón, y eso también se descubrió y se confiscó. Al parecer los guardias habían colado el mosquito pero habían dejado pasar el camello. Descubrieron una aguja en una barra de jabón, pero no un Nuevo Testamento en otra. Cuánto asombro y gratitud despertó en mí el poder y el amor de Dios. “No os afanéis, pues…vuestro Padre celestial sabe que tenéis necesidad de todas estas cosas. Mas buscad primeramente el reino de Dios y su justicia, y todas estas cosas os serán añadidas” (Mateo 6:31-33).
Pero, ¿cómo podía yo leer mi Biblia bajo la constante vigilancia del guardia? Esa es otra historia. Nunca podré olvidar lo que Dios hizo por mí, que tenía hambre y sed de su verdad y su justicia. La Biblia ciertamente ha sido lámpara a mis pies y una guía infalible en medio de las tinieblas. Pero el lugar más seguro, y el más adecuado para guardar la Palabra de Dios es nuestro corazón, nuestra alma y nuestra vida.
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