Cadés-barnea
Cades-barnea
Cades (heb. Qâdêsh, «lugar santo [sagrado, consagrado]»).
1. Forma abreviada de Cades-barnea.*
2. Cades sobre el Orontes, mencionada en la Biblia sólo en 2 S. 24:6 (BJ): «Al país de los hititas, a Cadés». El texto hebreo dice: tajtîm Jodshî, «la tierra baja de Hodsi» (RVR), un lugar desconocido. Por ello, algunos eruditos aceptan el texto griego de Luciano, j’t-tieim Kad’s, y lo traducen como «Cades de los hititas» o «Cades en la tierra de los hititas» (versión que supone la forma heb. jittîm Qâdêsh). Si la lectura «Cades de los hititas» es correcta, se referiría a la ciudad de Cades sobre el Orontes -que desempeñó un papel importante en el 2º milenio a.C.-, cuyo rey fue líder de una coalición de príncipes sirios y cananeos que lucharon contra Tutmosis III en la primera batalla de Meguido. Más tarde, fue escenario de una gran batalla entre Ramsés II y el rey de los hititas (Muwatallis), en la que Ramsés casi perdió su ejército. El lugar se conoce actualmente como Tell Neb§ Mend, a unos 70,5 km al sur de Hamat de Siria. Una expedición francesa dirigió excavaciones allí en 1921 y 1922, las que fueron reiniciadas por una expedición británica en 1976.
Cades-barnea (heb. Qâdêsh Barnêa’, «lugar santo [de Bamea]» o «desierto sagrado de la peregrinación»).
Nombre de un manantial o una ciudad, o un pueblo (y del desierto circundante), cerca del límite sur de Judá (Sal. 29:8; Ez. 47:19). Generalmente se lo distingue de otros lugares llamados Cades* por el atributo Bamea (Nm. 32:8); primitivamente se llamaba En-mispat, «fuente del juicio» (Gn. 14:7). Parece que estaba en la frontera entre el desierto de Sin al norte y el desierto de Parán al sur; por tanto, legítimamente se podía decir que estaba en cualesquiera de los 2 desiertos (Nm. 13:3, 26; 20: 1; 27:14). Dt. 1:2 lo pone a 11 días de camino desde el monte Sinaí hacia el monte de Seir, y de acuerdo con Nm. 20:16 estaba en la frontera con Edom; y también sobre el camino a Egipto (Gn. 16:14; 20:1). A pesar de todos los datos geográficos, el sitio no ha sido identificado definitivamente.
Ain Qedeis, identificado por algunos como Cades-barnea.
En 1842 J. Rowlands descubrió un sitio llamado ‘Ain Qedeis, a unos 75 km al sudoeste de Beerseba. Redescubierto y señalado como Cades por H. C. Trumbull en 1884, desde entonces ha sido considerado por la mayoría de los eruditos como el asentamiento de Cadesbarnea. Sin embargo, otros señalan ‘Ain Qudeirât, a unos 8 km al noroeste, como el lugar más probable. Cerca de ‘Ain Qudeirât se descubrió una fortaleza, de la Edad del Hierro, que muestra que este lugar era el centro principal de toda la región desde el 1200 a.C. en adelante. En 1956 Dothan realizó una perforación de ensayo en ‘Ain Qudeirât, y en 1976 Cohen realizó excavaciones adicionales. Los restos de ocupación más antiguos provenían del s X a.C. Dos siglos más tarde se levantó la primera fortaleza en el lugar, y después de su destrucción Josías construyó otra, reforzada por 8 torres sobre las ruinas de la primera.
Ain Qudeirât, el posible lugar de Cades-barnea.
Cades desempeñó un papel importante en la historia del sur de Palestina. La primera mención bíblica se refiere a un lugar conquistado por Quedorlaomer y sus aliados (Gn. 14:7). Agar huyó a esa región y Abrahán vivió en su vecindad por algún tiempo. Los israelitas llegaron al lugar en el 2º año de su peregrinaje por el desierto, y desde allí enviaron espías para recorrer Palestina, quienes volvieron con informes desalentadores. Por causa de su rebelión, allí fueron sentenciados a peregrinar por el desierto durante 40 años 186 (Nm. 13:20, 26; 14:34). Después de permanecer en el desierto de Cades por «muchos días» (Dt. 1:46), regresaron a Cades en el mes 1º, probablemente del año 40 de su peregrinación (Nm. 20:1). María murió allí, y Moisés y Aarón pecaron al golpear la roca para sacar agua, cuando Dios les había dicho que sólo la hablaran (vs 1-13). Desde Cades se enviaron mensajeros al rey de Edom para pedir permiso para pasar por su país, el que les fue negado (vs 14-21).
Bib.: M. Dothan, IEJ 15 (1965):134-151; R. Cohen, IEJ 26 (1976):201, 202; M. Dothan, EAEHL III: 697-699.
Patriarcas y Profetas, capítulo 33
Del Sinaí a Cades
Este capítulo está basado en Números 11 y 12.
La construcción del tabernáculo inició cuando ya había transcurrido cierto tiempo después de la llegada de Israel al Sinaí; y la sagrada estructura se levantó por primera vez al principio del segundo año después de la salida. Siguió luego la consagración de los sacerdotes, la celebración de la Pascua, el censo del pueblo y la realización de varios arreglos esenciales para su sistema civil o religioso, así que Israel pasó casi un año en el campamento del Sinaí. Allí su culto tomó una forma más precisa y definitiva. Se le dieron las leyes que habían de regir la nación, y se organizaron con mayor eficiencia en preparación para su entrada en la tierra de Canaán.
El gobierno de Israel se caracterizaba por la organización más cabal, tan admirable por su esmero como por su sencillez. El orden tan maravillosamente puesto de manifiesto en la perfección y disposición de todas las obras creadas por Dios se veía también en el gobierno hebreo. Dios era el centro de la autoridad y del gobierno, el soberano de Israel. Moisés se destacaba como el caudillo visible a quien Dios había designado para administrar las leyes en su nombre. Posteriormente, se escogió de entre los ancianos de las tribus un consejo de setenta hombres para que asistiera a Moisés en la administración de los asuntos generales de la nación. En seguida venían los sacerdotes, quienes consultaban al Señor en el santuario. Había jefes, o príncipes, que gobernaban sobre las tribus. Bajo estos había “jefes de mil, jefes de cien, y jefes de cincuenta y de diez” (Deuteronomio 1:15), y por último, funcionarios que se podían emplear en tareas especiales.
El campamento hebreo estaba ordenado en exacta disposición. Quedaba repartido en tres grandes divisiones, cada una de las cuales tenía señalado su sitio en el campamento. En el centro estaba el tabernáculo, la morada del Rey invisible. Alrededor asentaban los sacerdotes y los levitas. Más allá de estos acampaban las demás tribus.
A los levitas se les confiaba el cuidado del tabernáculo y todo lo que se relacionaba con él, tanto en el campamento como cuando se viajaba. Cuando se levantaba el campamento para reanudar la marcha, eran ellos quienes desarmaban la sagrada tienda; y cuando se llegaba adonde se había de hacer alto, ellos debían levantarla. A ninguna persona de otra tribu se le permitía acercarse so pena de muerte. Los levitas estaban repartidos en tres divisiones, descendientes de los tres hijos de Leví, y cada una tenía asignadas su obra y posición especiales. Frente al tabernáculo, y cercanas a él, estaban las tiendas de Moisés y Aarón. Al sur estaban los coatitas, que tenían la obligación de cuidar del arca y del resto del mobiliario; al norte, estaban los meraritas, quienes tenían a su cargo las columnas, los zócalos, las tablas, etcétera; atrás estaban los gersonitas a quienes se les había confiado el cuidado de los velos y del cortinado en general.
La posición de cada tribu también había sido especificada. Cada uno tenía que marchar y acampar al lado de su propia bandera, tal como lo había ordenado el Señor: “Los hijos de Israel acamparán cada uno junto a su bandera, según las enseñas de las casas de sus padres”; “en el orden en que acamparan, así marchará, cada uno junto a su bandera”. Números 2:2, 17. A la “multitud mixta” que acompañó a Israel desde Egipto no se le permitió ocupar los mismos cuarteles que las tribus, sino que debía de habitar en las afueras del campamento; y sus hijos debían quedar excluidos de la comunidad hasta la tercera generación. Deuteronomio 23:7, 8.
Se mandó que se observara una limpieza escrupulosa así como también un orden estricto en todo el campamento y sus inmediaciones. Se impusieron meticulosas medidas sanitarias. La entrada al campamento estaba prohibida a toda persona que por cualquier causa sea considerada inmunda. Estas medidas eran indispensables para conservar la salud de aquella enorme multitud; y era necesario también que reinara perfecto orden y pureza para que Israel gozará de la presencia de un Dios santo. Así declaró: “Jehová tu Dios anda en medio de tu campo, para librarte y entregar tus enemigos delante de ti; por tanto campamento ha de ser santo”. Vers. 14.
En todo el peregrinaje de Israel, “el arca del pacto de Jehová fue delante de ellos, […] buscándoles lugar de descanso”. Números 10:33. Llevada por los hijos de Coat, el arca sagrada que contenía la santa ley de Dios había de encabezar la vanguardia. Delante de ella iban Moisés y Aarón; y los sacerdotes, llevando trompetas de plata, se estacionaban cerca. Estos sacerdotes recibían instrucciones de Moisés, y a su vez las comunicaban al pueblo por medio de sus trompetas. Los jefes de cada compañía tenían obligación de dar instrucciones definitivas con respecto a todos los movimientos que habían de hacerse, tal como se los indicaban las trompetas. Al que dejaba de cumplir con las instrucciones dadas, se lo castigaba con la muerte.
Dios es un Dios de orden. Todo lo que se relaciona con el cielo está en orden perfecto; la sumisión y una disciplina cabal distinguen los movimientos de la hueste angélica. El éxito únicamente puede acompañar al orden y a la acción armónica. Dios exige orden y organización en su obra en nuestros días tanto como los exigía en los días de Israel. Todos los que trabajan para él han de actuar con inteligencia, no en forma negligente o al azar. Él quiere que su obra se haga con fe y exactitud, para que pueda poner sobre ella el sello de su aprobación.
Dios mismo dirigió a los israelitas en todos sus viajes. El sitio en que habían de acampar les era indicado por el descenso de la columna de nube; y mientras habían de permanecer en el campamento, la nube se mantenía asentada sobre el tabernáculo. Cuando era tiempo de que continuaran su viaje, la columna se levantaba en lo alto sobre la sagrada tienda. Una invocación solemne distinguía tanto el alto como la partida de los israelitas. “Cuando el Arca se movía, Moisés decía: “¡Levántate, Jehová! ¡Que sean dispersados tus enemigos y huyan de tu presencia los que te aborrecen!”. Y cuando ella se detenía, decía: “¡Descansa, Jehová, entre los millares de millares de Israel!”” Vers. 35, 36.
Una distancia de nada más que once días de viaje mediaba entre el Sinaí y Cades, en la frontera de Canaán; y fue con la esperanza de entrar de inmediato en la buena tierra cómo las huestes de Israel reanudaron su marcha cuando la nube dio por último la señal de seguir hacia adelante. Jehová había obrado maravillas al sacarlos de Egipto y ¿qué bendiciones no podrían esperar, ahora que habían pactado formalmente aceptarlo como su Soberano, y habían sido reconocidos como el pueblo escogido del Altísimo?
No obstante, a muchos les costaba abandonar el sitio donde habían acampado por tan largo tiempo. Habían llegado casi a considerarlo como su hogar. Al abrigo de aquellas murallas de granito, Dios había reunido a su pueblo aparte de todas las demás naciones, para repetirle su santa ley. Se deleitaban en mirar el sagrado monte, en cuyos picos blanquecinos y cumbres estériles la gloria divina se había manifestado ante ellos tantas veces. Ese escenario estaba tan íntimamente asociado con la presencia de Dios y de los santos ángeles que les parecía demasiado sagrado para abandonarlo irreflexiva o siquiera alegremente.
Al sonido de las trompetas todo el campamento se puso en marcha, llevando el tabernáculo en medio, ocupando cada tribu su lugar, bajo su propia bandera. Todos los ojos miraron ansiosamente para ver en qué dirección los guiaría la nube. Cuando se movió hacia el este, donde solo había sierras negras y desoladas, un sentimiento de tristeza y de duda se apoderó de muchos corazones.
A medida que avanzaban, el camino se hizo más escabroso. Iban por hondonadas pedregosas y terrenos estériles. Alrededor de ellos estaba el gran desierto, estaban en “una tierra desierta y despoblada, por tierra seca y de sombra de muerte, por una tierra por la cual no pasó varón ni habitó en ella hombre alguno”. Jeremías 2:6. Los desfiladeros rocallosos, tanto los lejanos como los cercanos, estaban repletos de hombres, mujeres y niños, con bestias y carros, e hileras interminables de rebaños y manadas. El progreso de su marcha era bastante lento y trabajoso; y después de haber estado acampada por tanto tiempo, la gente no estaba preparada para soportar los peligros y las incomodidades de la jornada.
Después de tres días de viaje, comenzaron quejas. Estas se originaron entre la turba mixta que estaba compuesta por mucha gente que no se había unido completamente a Israel, sino que se mantenía siempre alerta para notar cualquier motivo de crítica. A los quejosos no los satisfacía la dirección que se seguía en la marcha, y onstantemente censuraban la manera en que Moisés los dirigía, aunque sabían que, como ellos mismos, él seguía la nube orientadora. El desafecto es contagioso y pronto cundió por todo el campamento.
Nuevamente comenzaron a clamar pidiendo carne para comer. A pesar de que se les había suministrado maná en abundancia, no estaban satisfechos. Durante su esclavitud en Egipto, los israelitas se habían visto obligados a sustentarse con una alimentación común y sencilla, pero su apetito aguzado por las privaciones y el trabajo rudo la encontraba sabrosa. Pero muchos de los egipcios que estaban ahora entre ellos, estaban acostumbrados a un régimen de lujo; y estos fueron los primeros en quejarse. Cuando estaba por darles maná, un poco antes de que llegara Israel al Sinaí, Dios les concedió carne en respuesta a sus clamores; pero se la suministró por un día solamente.
Dios pudo haberles suplido carne tan fácilmente como les proporcionaba maná; pero para su propio bien se les impuso una restricción. Dios se proponía suplirles alimentos más apropiados a sus necesidades que el régimen estimulante al que muchos se habían acostumbrado en Egipto. Su apetito pervertido debía ser corregido y devuelto a una condición más saludable a fin de que pudieran hallar placer en el alimento que originalmente se proveyó para el hombre: los frutos de la tierra, que Dios dio a Adán y a Eva en el Edén. Por este motivo quedaron los israelitas en gran parte privados de alimentos de origen animal.
Satanás los tentó para que consideraran esta restricción como cruel e injusta. Los hizo codiciar las cosas prohibidas, porque sabía que la complacencia desenfrenada del apetito tendería a producir sensualidad, y por estos medios le resultaría más fácil dominarlos. El autor de las enfermedades y las miserias asaltará a los hombres donde pueda alcanzar más éxito. Mayormente por las tentaciones dirigidas al apetito, ha logrado inducir a los hombres a pecar desde la época en que indujo a Eva a comer el fruto prohibido, y por este mismo medio indujo a Israel a murmurar contra Dios. Porque favorece efectivamente a la satisfacción de las pasiones bajas, la intemperancia en el comer y en el beber prepara el camino para que los hombres menosprecien todas las obligaciones morales. Cuando la tentación los asalta, tienen muy poca fuerza de resistencia.
Dios sacó a los israelitas de Egipto para establecerlos en la tierra de Canaán, como un pueblo puro, santo y feliz. Para lograr este propósito los hizo pasar por un curso de disciplina, tanto para su propio bien como para el de su posteridad. Si hubieran querido dominar su apetito en obediencia a las sabias restricciones de Dios, no se habría conocido debilidad ni enfermedad entre ellos; sus descendientes habrían poseído fuerza física y espiritual. Habrían tenido percepciones claras y precisas de la verdad y del deber, discernimiento agudo y sano juicio. Pero no quisieron someterse a las restricciones y a los mandamientos de Dios, y esto les impidió, en gran parte, llegar a la alta norma que él deseaba que ellos alcanzaran, y recibir las bendiciones que él estaba dispuesto a concederles.
Dice el salmista: “Pues tentaron a Dios en su corazón, pidiendo comida a su gusto. Y hablaron contra Dios, diciendo: “¿Podrá poner mesa en el desierto? Él ha herido la peña, y brotaron aguas y torrentes inundaron la tierra. ¿Podrá dar también pan? ¿Dispondrá carne para su pueblo?”. Y lo oyó Jehová y se indignó”. Salmos 78:18-21. Las murmuraciones y las asonadas habían sido frecuentes durante el trayecto del Mar Rojo al Sinaí, pero porque se compadecía de su ignorancia y su ceguera Dios no castigó el pecado de ellos con sus juicios. Pero desde entonces se les había revelado en Horeb. Habían recibido mucha luz, pues habían visto la majestad, el poder y la misericordia de Dios; y por su incredulidad y descontento incurrieron en gran culpabilidad. Además, habían pactado aceptar a Jehová como su rey y obedecer su autoridad. Sus murmuraciones eran ahora rebelión, y como tal habían de recibir el merecido castigo, si se quería preservar a Israel de la anarquía y la ruina. “Se encendió entre ellos un fuego de Jehová que consumió uno de los extremos del campamento”. Véase Números 11. Los más culpables de los quejosos quedaron muertos, fulminados por el rayo de la nube.
Aterrorizado, el pueblo suplicó a Moisés que intercediera ante el Señor en su favor. Así lo hizo, y el fuego se extinguió. En memoria de este castigo Moisés llamó aquel sitio Tabera, “Incendio”.
Pero la iniquidad empeoró pronto. En vez de llevar a los sobrevivientes a la humillación y al arrepentimiento, este temible castigo no pareció tener en ellos otro fruto que intensificar las murmuraciones. Por todas partes el pueblo se reunía a la puerta de sus tiendas, llorando y lamentándose. “La gente extranjera que se mezcló con ellos se dejó llevar por el hambre, y los hijos de Israel también volvieron a sus llantos, diciendo: “¡Quién nos diera a comer carne! Nos acordamos del pescado que comíamos en Egipto de balde, de los pepinos, los melones, los puerros, las cebollas y los ajos. ¡Ahora nuestra alma se seca, pues nada sino este maná ven nuestros ojos!””. Así manifestaron su descontento con los alimentos que su Creador les proporcionaba. No obstante, tenían pruebas constantes de que ese alimento se adaptaba a sus necesidades; pues a pesar de las tribulaciones que soportaban, no había una sola persona enferma en todas las tribus.
El corazón de Moisés desfalleció. Había suplicado para que Israel no sea destruído, aun cuando esa destrucción habría permitido que su propia posteridad se convirtiera en una gran nación. En su amor por los hijos de Israel, había pedido que su propio nombre fuera borrado del libro de la vida antes de que se los dejara perecer. Lo había arriesgado todo por ellos, y esta era su respuesta. Lo achacaban todas las tribulaciones que pasaban, aun los sufrimientos imaginarios, y sus murmuraciones inicuas hacían doblemente pesada la carga de cuidado y responsabilidad bajo la cual vacilaba. En su angustia llegó hasta sentirse tentado a desconfiar de Dios. Su oración fue casi una queja: “¿Por qué has hecho mal a tu siervo? ¿Y por qué no he hallado gracia a tus ojos, que has puesto la carga de todo este pueblo sobre mí? […] ¿De dónde conseguiré yo carne para dar a todo este pueblo? Porque vienen a mí llorando y diciendo: “Danos carne para comer”. No puedo yo solo soportar a todo este pueblo: es una carga demasiado pesada para mí”.
El Señor oyó su oración, y le ordenó convocar a setenta hombres de entre los ancianos de Israel, hombres no solo con muchos años, sino que poseyeran dignidad, sano juicio y experiencia. “Tráelos -dijo- a la puerta del Tabernáculo de reunión, y que esperen allí contigo. Yo descenderé y hablaré allí contigo; tomaré del espíritu que está en ti y lo pondré en ellos, para que lleven contigo la carga del pueblo y no la lleves tú solo”.
El Señor permitió a Moisés que él mismo escogiera los hombres más fieles y eficientes para que compartieran la responsabilidad con él. La influencia de ellos serviría para refrenar la violencia del pueblo y reprimir la insurrección; no obstante, graves males resultarían eventualmente del ascenso de ellos. Nunca habrían sido escogidos si Moisés hubiera manifestado una fe correspondiente a las pruebas que había presenciado del poder y de la bondad de Dios. Pero había exagerado sus propios servicios y cargas, y casi había perdido de vista el hecho de que no era sino el instrumento por medio del cual Dios había obrado. No tenía excusa por haber participado, aun en mínimo grado, del espíritu de murmuración que era la maldición de Israel. Si hubiera confiado por completo en Dios, el Señor lo habría guiado continuamente, y le habría dado fortaleza para toda emergencia.
A Moisés se le dieron instrucciones para que preparara al pueblo para lo que Dios iba a hacer en su favor. “Santificaos para mañana y comeréis carne, porque habéis llorado a oídos de Jehová, diciendo: “¡Quién nos diera a comer carne! ¡Ciertamente mejor nos iba en Egipto!”. Jehová, pues, os dará carne, y comeréis. No comeréis un día, ni dos días, ni cinco días, ni diez días, ni veinte días, sino hasta un mes entero, hasta que os salga por las narices y la aborrezcáis, por cuanto menospreciasteis a Jehová que está en medio de vosotros, y llorasteis delante de él, diciendo: “¿Para qué salimos acá de Egipto?””.
“Entonces dijo Moisés: “Seiscientos mil de a pie es el pueblo en medio del cual yo estoy, ¡y tú dices: ‘Les daré carne, y comerán un mes entero”! ¿Se degollarán para ellos ovejas y bueyes que les basten? ¿o se juntarán para ellos todos los peces del mar para que tengan lo suficiente?”” Por su falta de confianza Dios le reprendió así: “¿Acaso se ha acortado la mano de Jehová? Ahora verá si se cumple mi palabra, o no”.
Moisés repitió al pueblo las palabras del Señor, y le anunció el nombramiento de los setenta ancianos. Las instrucciones que el gran jefe les dio a estos hombres escogidos podrían muy bien servir como modelo de integridad judicial para los jueces y legisladores de los tiempos modernos: “Oíd entre vuestros hermanos, y juzgad justamente entre el hombre y su hermano, o un extranjero. No hagáis distinción de persona en el juicio: tanto al pequeño como al grande oiréis. No tendréis temor de ninguno, porque el juicio es de Dios”. Deuteronomio 1:16, 17.
Luego Moisés hizo comparecer a los setenta ante el tabernáculo. “Entonces Jehová descendió en la nube y le habló. Luego tomó del espíritu que estaba en él, y lo puso en los setenta hombres ancianos. Y en cuanto se posó sobre ellos el espíritu, profetizaron; pero no volvieron a hacerlo”. Como los discípulos en el día de Pentecostés, fueron “investidos de poder de lo alto”. Lucas 24:49. Plugo al Señor prepararlos así para su obra, y honrarlos en presencia del pueblo, para que se estableciera confianza en ellos como hombres escogidos divinamente para participar con Moisés en el gobierno de Israel.
Una vez más se manifestó el espíritu elevado y desinteresado del gran caudillo. Dos de los setenta ancianos, teniéndose humildemente por indignos de un cargo de tanta responsabilidad, no habían concurrido con sus hermanos ante el tabernáculo; pero el Espíritu de Dios descendió sobre ellos donde estaban, y ellos también ejercieron el don de profecía. Cuando se le informó esto a Josué, quiso poner coto a esta irregularidad, temiendo que pudiera fomentar la división. Celoso por el honor de su jefe, dijo: “Señor mío Moisés, no se lo permitas”. Pero él contestó: “¿Tienes tú celos por mí? Ojalá que todo el pueblo de Jehová fuera profeta y que Jehová pusiera su espíritu sobre ellos”.
Un viento fuerte, que sopló entonces de la mar, trajo bandadas de codornices, “y las dejó sobre el campamento, un día de camino de un lado y un día de camino del otro lado, alrededor del campamento, y casi dos codos sobre la superficie de la tierra”. Todo aquel día y aquella noche, y el siguiente día, el pueblo trabajó recogiendo el alimento que milagrosamente se le había provisto. Recogieron grandes cantidades de codornices. “El que menos, recogió montones”. Se conservó por desecamiento todo lo que no era necesario para el consumo del momento, de manera que la provisión, tal como Dios lo había prometido, fue suficiente para todo un mes.
Dios dio a los israelitas lo que no era beneficioso para ellos porque habían insistido en desearlo; no querían conformarse con las cosas que le serían de provecho. Sus deseos rebeldes fueron satisfechos, pero se les dejó que sufrieran las consecuencias. Comieron desenfrenadamente y sus excesos fueron rápidamente castigados. “Hirió Jehová al pueblo con una plaga muy grande”. Muchos fueron postrados por fiebres calcinantes, mientras que los más culpables de entre ellos fueron heridos apenas probaron los alimentos que habían codiciado.
En Hazerot, el siguiente sitio en donde acamparon después de salir de Tabera, una prueba aun mayor esperaba a Moisés. Aarón y María habían ocupado una posición encumbrada en la dirección de los asuntos de Israel. Ambos tenían el don de profecía, y ambos habían estado asociados divinamente con Moisés en la liberación de los hebreos. “Envié delante de ti a Moisés, a Aarón y a María” (Miqueas 6:4), declaró el Señor por medio del profeta Miqueas. En temprana edad María había revelado su fuerza de carácter, cuando siendo niña vigiló a la orilla del Nilo el cesto en que estaba escondido el niño Moisés. Su dominio propio y su tacto habían contribuido a salvar la vida del libertador del pueblo. Ricamente dotada en cuanto a la poesía y la música, María había dirigido a las mujeres de Israel en los cantos de alabanza y las danzas en las playas del Mar Rojo. Ocupaba el segundo puesto después de Moisés y Aarón en los afectos del pueblo y los honores otorgados por el cielo. Pero el mismo mal que causó la primera discordia en el cielo, brotó en el corazón de esta mujer de Israel, y no faltó quien se uniera con ella en su desafecto.
Ni María ni Aarón fueron consultados en el nombramiento de los setenta ancianos, y esto despertó sus celos contra Moisés. Durante la visita de Jetro, mientras los israelitas iban hacia el Sinaí, la pronta aceptación por Moisés de los consejos de su suegro hizo temer a Aarón y María que la influencia que ejercía sobre el gran caudillo superara a la propia. En la organización del consejo de los ancianos, creyeron que tanto su posición como su autoridad habían sido menospreciadas. Nunca habían conocido María y Aarón la carga de cuidado y responsabilidad que había pesado sobre Moisés. No obstante, por haber sido escogidos para ayudarlo, se consideraban copartícipes con él de la responsabilidad de dirigir al pueblo, y estimaban innecesario el nombramiento de más asistentes.
Moisés comprendía la importancia de la gran obra que se le había encomendado como ningún otro hombre la comprendió jamás. Se daba cuenta de su propia debilidad e hizo a Dios su consejero, Aarón se tenía en mayor estima y confiaba menos en Dios. Había fracasado cuando se le había encomendado responsabilidad; y reveló la debilidad de su carácter por su baja condescendencia en el asunto del culto idólatra en el Sinaí. Pero María y Aarón, cegados por los celos y la ambición, perdieron esto de vista. Dios había honrado altamente a Aarón al designar su familia para los cargos sagrados del sacerdocio; sin embargo, aun esto contribuía ahora a intensificar su deseo de exaltación. “Decían: “¿Solamente por Moisés ha hablado Jehová? ¿No ha hablado también por nosotros?” Véase Números 12. Creyéndose igualmente favorecidos por Dios, pensaron que tenían derecho a la misma posición y autoridad que Moisés.
Cediendo al espíritu de desafecto, María halló motivo de queja en cosas que Dios había desistido especialmente. El matrimonio de Moisés la había disgustado. El hecho de que había elegido esposa en otra nación, en vez de tomarla de entre los hebreos, ofendía a su familia y al orgullo nacional. Trataba a Séfora con un menosprecio que no disimulaba.
Aunque se la llama “mujer cusita” o “etíope”, la esposa de Moisés era de origen madianita, y por lo tanto, descendiente de Abraham. En su aspecto personal difería de los hebreos en que era un tanto más morena. Aunque no era israelita, Séfora adoraba al Dios verdadero. Era de un temperamento tímido y retraído, tierno y afectuoso, y se afligía mucho en presencia de los sufrimientos. Por ese motivo cuando Moisés fue a Egipto, él consintió en que ella regresara a Madián. Quería evitarle la pena que significaría para ella presenciar los juicios que iban a caer sobre los egipcios.
Cuando Séfora se reunió con su marido en el desierto, vio que las responsabilidades que llevaba estaban agotando sus fuerzas, y comunicó sus temores a Jetro, quien sugirió que se tomaran medidas para aliviarlo. Esta era la razón principal de la antipatía de María hacia Séfora. Herida por el supuesto desdén infligido a ella y a Aarón, y considerando a la esposa de Moisés como causante de la situación, concluyó que la influencia de ella le había impedido a Moisés que los consultara como lo había hecho antes. Si Aarón se hubiera mantenido firme de parte de lo recto, habría impedido el mal; pero en vez de mostrarle a María lo pecaminoso de su conducta, se unió a ella, prestó oídos a sus quejas, y así llegó a participar de sus celos.
Moisés soportó sus acusaciones en silencio paciente y sin queja. Fue la experiencia que adquirió durante los muchos años de trabajo y espera en Madián, el espíritu de humildad y longanimidad que desarrolló allí, lo que preparó a Moisés para arrostrar con paciencia la incredulidad y la murmuración del pueblo, y el orgullo y la envidia de los que debieron ser sus asistentes firmes y resueltos. “Moisés era un hombre muy manso, más que todos los hombres que había sobre la tierra”, y por este motivo Dios le otorgó más de su sabiduría y dirección que a todos los demás. Dice la Escritura: “Encaminará a los humildes en la justicia, y enseñará a los mansos su carrera”. Salmos 25:9. Los mansos son dirigidos por el Señor, porque son dóciles y dispuestos a recibir instrucción. Tienen un deseo sincero de saber y hacer la voluntad de Dios. Esta es la promesa del Salvador: “El que quiera hacer la voluntad de Dios, conocerá si la doctrina es de Dios”. Juan 7:17. Y declara por medio del apóstol Santiago: “Si alguno de vosotros tiene falta de sabiduría, pídala a Dios, el cual da a todos abundantemente y sin reproche, y le será dada”. Santiago 1:5. Pero la promesa es solamente para los que quieran seguirle del todo. Dios no fuerza la voluntad de nadie; por consiguiente, no puede conducir a los que son demasiado orgullosos como para dejarse instruir, que se empeñan en hacer su propia voluntad. Acerca de quien adolezca duplicidad mental, es decir quien procura seguir los dictados de su propia voluntad, mientras profesa seguir la voluntad de Dios, se ha escrito: “No piense, pues, quien tal haga que recibirá cosa alguna del Señor”. Vers. 7.
Dios había escogido a Moisés y lo había investido de su Espíritu; y por su murmuración María y Aarón se habían hecho culpables de deslealtad, no solamente hacia el que fue designado como su jefe sino también hacia Dios mismo. Los murmuradores sediciosos fueron convocados al tabernáculo y careados con Moisés. “Entonces Jehová descendió en la columna de la nube, y se puso a la puerta del tabernáculo. Llamó a Aarón y a María”. No negaron sus aseveraciones acerca de las manifestaciones del don de profecía por su intermedio; Dios podía haberles hablado en visiones y sueños. Pero a Moisés, a quien el Señor mismo declaró “fiel en toda mi casa”, se le había otorgado una comunión más estrecha. Con él Dios hablaba “cara a cara”. “¿Por qué, pues, no tuvisteis temor de hablar contra mi siervo Moisés? Entonces la ira de Jehová se encendió contra ellos; luego se fue”. La nube desapareció del tabernáculo como señal del desagrado de Dios, y María fue castigada. Quedó “leprosa como la nieve”. A Aarón se le perdonó el castigo, pero el de María fue una severa reprensión para él. Entonces, humillado hasta el polvo el orgullo de ambos, Aarón confesó el pecado que habían cometido e imploró al Señor que no dejara perecer a su hermana por aquel azote repugnante y fatal. En respuesta a las oraciones de Moisés, se limpió la lepra de María. Sin embargo, ella fue excluída del campo durante siete días. Tan solo cuando quedó desterrada del campamento volvió el símbolo del favor de Dios a posarse sobre el tabernáculo. En consideración a su elevada posición, y en señal de pesar por el golpe que ella había recibido, todo el pueblo permaneció en Hazerot, en espera de su regreso.
Esta manifestación del desagrado del Señor tenía por objeto motivar a todo Israel a poner coto al creciente espíritu de descontento y de insubordinación. Si el descontento y la envidia de María no hubieran recibido una pública reprensión, habrían resultado en grandes males. La envidia es una de las peores características satánicas que existen en el corazón humano, y es una de las más funestas en sus consecuencias. Dice el sabio: “Cruel es la ira, e impetuoso el furor; mas ¿quién parará delante de la envidia?”. Proverbios 27:4. Fue la envidia la que provocó la primera discordia en el cielo, y el albergarla ha obrado males indecibles entre los hombres. “Porque donde hay envidia y contención, allí hay perturbación y toda obra perversa”. Santiago 3:16.
No debemos considerar como cosa baladí el hablar mal de los demás, ni constituirnos nosotros mismos en jueces de sus motivos o acciones. “El que murmura del hermano y juzga a su hermano, murmura de la ley y juzga a la ley; pero si tú juzgas a la ley, no eres hacedor de la Ley, sino juez”. Santiago 4:11. Solo hay un Juez, “el cual aclarará también lo oculto de las tinieblas, y manifestará las intenciones de los corazones”. 1 Corintios 4:5. Y todo el que se encargue de juzgar y condenar a sus semejantes usurpa la prerrogativa del Creador.
La Biblia nos enseña en forma especial que prestemos cuidado a no acusar precipitadamente a los llamados por Dios para que actúen como sus embajadores. El apóstol Pedro, al describir una clase de pecadores empedernidos, los llama “atrevidos y obstinados, no temen decir mal de los poderes superiores, mientras que los ángeles, que son mayores en fuerza y en poder, no pronuncian juicio de maldición contra ellos delante del Señor”. 2 Pedro 2:10, 11. Y Pablo, en sus instrucciones dadas a los que dirigen las iglesias, dice: “Contra un anciano no admitas acusación sino está apoyada por dos o tres testigos”. 1 Timoteo 5:19. El que impuso a ciertos hombres la pesada carga de ser dirigentes y maestros de su pueblo, hará a éste responsable de la manera en que trate a sus siervos. Hemos de honrar a quienes Dios honró. El castigo que cayó sobre María debe servir de reprensión para todos los que, cediendo a los celos, murmuren contra aquellos sobre quienes Dios puso la pesada carga de su obra.
Capítulo 34
Los doce espías
Este capítulo está basado en Números 13 y 14.
Once días después de abandonar Horeb, la hueste hebrea acampó en Cades, en el desierto de Parán, cerca de las fronteras de la tierra prometida. Allí el pueblo propuso que se enviaran espías a reconocer el país. Moisés presentó el asunto al Señor, y le fue concedido el permiso con la indicación de elegir para este fin a uno de los jefes de cada tribu. Los hombres fueron elegidos según lo ordenado, y Moisés los mandó a ver el país, cómo era y cuáles eran su situación y ventajas naturales, qué pueblos moraban allí, si eran fuertes o débiles, muchos o pocos, y asimismo que observaran la clase de tierra y su productividad, y que trajeran frutos de ella.
Fueron pues y, entrando por la frontera meridional, fueron hacia el extremo septentrional, y reconocieron toda la tierra. Regresaron después de una ausencia de cuarenta días. El pueblo abrigaba grandes esperanzas, y aguardaba en anhelosa expectación. Las noticias del regreso de los espías cundieron de una tribu a otra y fueron recibidas con exclamaciones de regocijo. El pueblo salió apresuradamente al encuentro de los mensajeros, que habían regresado sanos y salvos a pesar de los peligros de su arriesgada empresa. Los espías habían traído muestras de frutos que revelaban la fertilidad de la tierra. Era la estación de las uvas, y traían un racimo tan grande que lo transportaron entre dos. También trajeron muestras de los higos y las granadas que se cosechaban allí en abundancia.
El pueblo se llenó de júbilo ante la posibilidad de entrar en posesión de una tierra tan buena, y escuchó atentamente los informes presentados a Moisés para que no se le escapara una sola palabra. “Nosotros llegamos a la tierra a la cual nos enviaste -dijeron los espías-, la que ciertamente fluye leche y miel; estos son sus frutos”. Números 13:17-33. El pueblo se llenó de entusiasmo; ansiaba obedecer la voz del Señor e ir inmediatamente a tomar posesión de la tierra. Pero después de describir la hermosura y la fertilidad de la tierra, todos los espías, menos dos de ellos, explicaron ampliamente las dificultades y los peligros que arrostraría Israel si emprendía la conquista de Canaán. Enumeraron las naciones poderosas que había en las distintas partes del país, y dijeron que las ciudades eran muy grandes y amuralladas, que el pueblo que vivía allí era fuerte, y que sería imposible vencerlo. También manifestaron que habían visto gigantes, los hijos de Anac, en aquella región; y que era inútil pensar en apoderarse de la tierra.
Entonces la escena cambió. Mientras los espías expresaban los sentimientos de sus corazones incrédulos y llenos de un desaliento causado por Satanás, la esperanza y el ánimo se fueron trocando en cobarde desesperación. La incredulidad arrojó una sombra lóbrega sobre el pueblo, y este se olvidó de la omnipotencia de Dios, tan a menudo manifestada en favor de la nación escogida. El pueblo no se detuvo a reflexionar ni razonó que Aquel que lo había llevado hasta allí le daría ciertamente la tierra; no recordó como milagrosamente Dios lo había librado de sus opresores, abriéndole paso a través de la mar y destruyendo las huestes del faraón que lo perseguían. Hizo caso omiso de Dios, y actuó como si dependiera únicamente del poder de las armas.
En su incredulidad, los israelitas limitaron el poder de Dios, y desconfiaron de la mano que hasta entonces los había dirigido felizmente. Volvieron a cometer el error de murmurar contra Moisés y Aarón. “Este es pues el fin de todas nuestras esperanzas -dijeron-. Esta es la tierra por cuya posesión hicimos el largo viaje desde Egipto”. Acusaron a sus jefes de engañar al pueblo y de atraer tribulación sobre Israel.
El pueblo estaba desilusionado y desesperado. Se elevó un llanto de angustia que se entremezcló con el confuso murmullo de las voces. Caleb comprendió la situación, y lleno de audacia para defender la palabra de Dios, hizo cuanto pudo para contrarrestar la influencia maléfica de sus infieles compañeros. Calló el pueblo un momento para escuchar sus palabras de aliento y esperanza con respecto a la buena tierra. No contradijo lo que ya se había dicho; las murallas eran altas, y los cananeos eran fuertes. Pero Dios había prometido la tierra a Israel. “Subamos luego, y tomemos posesión de ella -insistió Caleb-; porque más podremos nosotros que ellos”.
Pero los diez, interrumpiéndolo, pintaron los obstáculos con colores aun más sombríos que antes. “No podemos subir contra aquel pueblo -dijeron-; porque es más fuerte que nosotros”. “Todo el pueblo que vimos en medio de ella es gente de gran estatura. También vimos allí gigantes, hijos de Anac, raza de los gigantes. Nosotros éramos, a nuestro parecer, como langostas, y así les parecíamos a ellos”.
Estos hombres, habiéndose iniciado en una conducta errónea, se opusieron tercamente a Caleb y Josué, así como a Moisés y a Dios mismo. Cada paso que daban hacia adelante los volvía más obstinados. Estaban decididos a desalentar todos los esfuerzos tendientes a obtener la posesión de Canaán. Tergiversaron la verdad para apoyar su funesta influencia. “La tierra que recorrimos y exploramos es tierra que traga a sus habitantes”, manifestaron. No solo era este un mal informe, sino que era una mentira y una inconsecuencia. Los espías habían declarado la tierra fructífera y próspera, todo lo cual habría sido imposible si el clima fuera tan malsano que se pudiera decir de la tierra que se tragaba “a sus habitantes”. Pero cuando los hombres entregan su corazón a la incredulidad, se colocan bajo el dominio de Satanás, y nadie puede decir hasta dónde los llevará.
“Entonces toda la congregación gritó y dio voces; y el pueblo lloró aquella noche”. A esto siguió pronto la rebelión abierta y el amotinamiento; porque Satanás ejercía absoluto dominio, y el pueblo parecía estar privado de razón. Maldijeron a Moisés y a Aarón, olvidando que Dios oía sus inicuos discursos, y que, envuelto en la columna de nube, el Ángel de su presencia era testigo de su terrible explosión de ira. Con amargura clamaron: “¡Ojalá hubiéramos muerto en la tierra de Egipto! ¡Ojalá muriéramos en este desierto!” Luego sus sentimientos se exacerbaron contra Dios: “¿Por qué nos trae Jehová a esta tierra para morir a espada, y para que nuestras mujeres y nuestros niños se conviertan en botín de guerra? ¿No nos sería mejor regresar a Egipto? Y se decían unos a otros: “Designemos un capitán y volvamos a Egipto””. En esa forma no solo acusaron a Moisés, sino también a Dios mismo, de haberlos engañado, al prometerles una tierra que ellos no podían poseer. Y llegaron hasta el punto de nombrar un capitán que los llevara de vuelta a la tierra de su sufrimiento y esclavitud, de la cual habían sido liberados por el brazo poderoso del Omnipotente.
En humillación y angustia, “Moisés y Aarón se postraron sobre sus rostros delante de toda la multitud de la congregación de los hijos de Israel”, sin saber qué hacer para desviarlos de su apasionado e impetuoso propósito. Caleb y Josué trataron de apaciguar a la multitud tumultuosa. Rasgando sus vestiduras en señal de dolor e indignación, se precipitaron entre la gente y sus voces enérgicas se oyeron por sobre la tempestad de lamentaciones y rebelde pesar: “La tierra que recorrimos y exploramos es tierra muy buena. Si Jehová se agrada de nosotros, él nos llevará a esta tierra y nos la entregará; es una tierra que fluye leche y miel. Por tanto, no seáis rebeldes contra Jehová ni temáis al pueblo de esta tierra, pues vosotros los comeréis como pan. Su amparo se ha apartado de ellos y Jehová está con nosotros: no los temáis”.
Los cananeos habían colmado la medida de su iniquidad, y el Señor ya no podía tolerarlos. Ahora que se les había retirado su protección, iban a resultar una presa fácil. El pacto de Dios había prometido la tierra a Israel. Pero el falso informe de los espías infieles fue aceptado, y todo el pueblo fue engañado por él. Los traidores habían realizado su obra. Aun cuando únicamente dos hombres hubieran dado malas noticias y los otros diez lo hubiesen animado a poseer la tierra en el nombre del Señor, el pueblo, por su perversa incredulidad, habría seguido el consejo de los dos en preferencia al de los diez. Pero eran solo dos los que abogaban por lo justo, mientras que diez estaban de parte de la rebelión.
A grandes voces los espías infieles denunciaban a Caleb y a Josué, y se elevó un clamor para pedir que se los apedreara. El populacho enloquecido tomó piedras para matar a aquellos hombres fieles, se precipitó hacia delante gritando frenéticamente, cuando de repente las piedras se le cayeron de las manos, y temblando de miedo enmudeció. Dios había intervenido para impedir su propósito homicida. La gloria de su presencia, como una luz fulgurante, iluminó el tabernáculo. Todo el pueblo presenció la manifestación del Señor. Uno más poderoso que ellos se había revelado, y ninguno se atrevió continuar la resistencia. Los espías que trajeron el informe perverso, se arrastraron aterrorizados, y con respiración entrecortada, en busca de sus tiendas.
Moisés se levantó entonces y entró en el tabernáculo. El Señor le declaró acerca del pueblo: “Yo los heriré de mortandad y los destruiré, y a ti te pondré sobre gente más grande y más fuerte que ellos”. Pero nuevamente Moisés intercedió por su pueblo. No podía consentir en que fuera destruido, y que él, en cambio, se convirtiera en una nación más poderosa. Apelando a la misericordia de Dios, dijo: “Ahora, pues, yo te ruego que sea magnificado el poder del Señor, como lo prometiste al decir: “Jehová es tardo para la ira y grande en misericordia, perdona la maldad y la rebelión” […]. Perdona ahora la maldad de este pueblo según la grandeza de tu misericordia, como has perdonado a este pueblo desde Egipto hasta aquí”.
El Señor prometió no destruir inmediatamente a los israelitas; pero por la incredulidad y cobardía de ellos, no podía manifestar su poder para subyugar a sus enemigos. Por consiguiente, en su misericordia, les ordenó que como única conducta segura, regresaran al Mar Rojo.
En su rebelión el pueblo había exclamado: “¡Ojalá muriéramos en este desierto!” Ahora se les concedería lo pedido. El Señor declaró: “Vivo yo, dice Jehová, que según habéis hablado a mis oídos, así haré yo con vosotros. En este desierto caerán vuestros cuerpos, todo el número de los que fueron contados de entre vosotros, de veinte años para arriba, los cuales han murmurado contra mí. […] Pero a vuestros niños, de los cuales dijisteis que se convertirían en botín de guerra, yo los introduciré, y ellos conocerán la tierra que vosotros despreciasteis”. Y con respecto a Caleb dijo: “Pero a mi siervo Caleb, por cuanto lo ha animado otro espíritu y decidió ir detrás de mí, yo lo haré entrar en la tierra donde estuvo, y su descendencia la tendrá en posesión”. Así como los espías habían estado cuarenta días de viaje, las huestes de Israel iban a peregrinar en el desierto durante cuarenta años.
Cuando Moisés comunicó la decisión divina al pueblo, la ira de este se convirtió en luto. Todos sabían que el castigo era justo. Los diez espías infieles, heridos divinamente por la plaga, perecieron a la vista de todo Israel; y en la suerte de ellos el pueblo leyó su propia condenación.
Los israelitas parecieron arrepentirse entonces sinceramente de su conducta pecaminosa; pero se entristecían por el resultado de su mal camino y no porque reconocieran su ingratitud y desobediencia. Cuando vieron que el Señor era inflexible en su decreto, volvió a despertarse su terca voluntad, y declararon que no volverían al desierto. Al ordenarles que se retiraran de la tierra de sus enemigos, Dios probó la sumisión aparente de ellos, y vio que no era verdadera. Sabían que habían pecado gravemente al permitir que los dominaran sentimientos temerarios, y al querer dar muerte a los espías que los habían motivado a obedecer a Dios; pero solo sintieron temor al darse cuenta de que habían cometido un error fatal, cuyas consecuencias iban a ser desastrosas. No habían cambiado en su corazón y solo necesitaban una excusa para rebelarse otra vez. Esta excusa se les presentó cuando Moisés les ordenó por autoridad divina que regresaran al desierto.
El decreto de que Israel no entraría en la tierra de Canaán por cuarenta años fue una amarga desilusión para Moisés, Aarón, Caleb y Josué; pero aceptaron sin murmurar la decisión divina. Por el contrario, los que habían estado quejándose de cómo Dios los trataba y declarando que querían volver a Egipto, lloraron y se lamentaron grandemente cuando les fueron quitadas las bendiciones que habían menospreciado. Se habían quejado por nada, y ahora Dios les daba verdaderos motivos para llorar. Si se hubieran lamentado por su pecado cuando les fue presentado fielmente, no se habría pronunciado esta sentencia; pero se afligían por el castigo; su dolor no era arrepentimiento, y por lo tanto, no podía obtener la revocación de su sentencia.
Pasaron toda la noche lamentándose; pero por la mañana, renació en ellos la esperanza. Decidieron redimir su cobardía. Cuando Dios les había mandado que siguieran hacia adelante y tomaran posesión de la tierra, habían rehusado hacerlo; ahora, cuando Dios les ordenaba que se retiraran, se negaron igualmente a obedecer sus órdenes. Decidieron apoderarse de la tierra; pudiera ser que Dios aceptara su obra, y cambiara su propósito hacia ellos.
Dios les había dado el privilegio y el, deber de entrar en la tierra en el tiempo que les indicaría; pero debido a su negligencia voluntaria, se les había retirado ese permiso. Satanás había logrado su objeto de impedirles la entrada a Canaán; y ahora los incitaba a que, contrariando la prohibición divina, hicieran precisamente aquello que habían rehusado hacer cuando Dios se lo había mandado. De esa forma, el gran engañador logró la victoria al incitarlos por segunda vez a la rebelión. Habían desconfiado de que el poder de Dios acompañara sus esfuerzos por obtener la posesión de Canaán; pero ahora confiaron excesivamente en sus propias fuerzas y quisieron realizar la obra sin la ayuda divina. “Hemos pecado contra Jehová -gritaron-. Nosotros subiremos y pelearemos, conforme a todo lo que Jehová, nuestro Dios, nos ha mandado”. Deuteronomio 1:41. ¡Cuán terriblemente enceguecidos los había dejado su transgresión! Jamás les había mandado el Señor aque subieran y pelearan. No quería él que obtuvieran posesión de la tierra por la guerra, sino mediante la obediencia estricta a sus mandamientos.
Aunque sin sufrir el menor cambio de corazón, el pueblo había confesado cuán inicua y estúpida había sido su rebelión al oír el relato de los espías. Ahora veían el valor de la bendición que tan impetuosamente habían desechado. Confesaron que su propia incredulidad era la que les había vedado la entrada a Canaán. “Hemos pecado contra Jehová”, dijeron, y reconocieron que la culpa era de ellos, y no de Dios, a quien tan inicuamente habían acusado de no cumplir las promesas que les hiciera. A pesar de que su confesión no provenía de un arrepentimiento verdadero, sirvió para vindicar la justicia con que Dios los había tratado.
Aun hoy el Señor obra en forma similar para glorificar su nombre e inducir a los hombres a reconocer su justicia. Cuando los que profesan amarlo se quejan de su providencia, menosprecian sus promesas, y, cediendo a la tentación, se unen a los ángeles malos para hacer fracasar los propósitos de Dios, con frecuencia el Señor predomina sobre las circunstancias de tal manera que trae a estas personas al punto donde, aunque no se hayan arrepentido de corazón, se convencerán de que son pecadoras y se verán obligadas a reconocer la maldad de su camino, y la justicia y la bondad con que las trató Dios. De esta forma Dios crea los medios para contrarrestar y hacer manifiestas las obras de las tinieblas. Y a pesar de que el espíritu que incitó a aquellas personas a seguir su impía conducta no ha cambiado radicalmente, ellas hacen confesiones que vindican el honor de Dios, y justifican a aquellos que las reprendieron fielmente y a quienes resistieron y calumniaron. Así será cuando por fin se derrame la ira de Dios, cuando el Señor venga “vino el Señor con sus santas decenas de millares, para hacer juicio contra todos y dejar convictos a todos los impíos de todas sus obras impías que han hecho impíamente”. Judas 14, 15. Todo pecador se verá compelido a ver y reconocer la justicia de su condenación.
Despreciando la sentencia divina, los israelitas se prepararon para emprender la conquista de Canaán. Equipados con armaduras y armas de guerra, se creían plenamente apercibidos para el conflicto; pero a la vista de Dios y de sus siervos entristecidos, adolecían de una triste deficiencia. Cuando casi cuarenta años más tarde, el Señor les ordenó a los israelitas que subieran y tomaran Jericó, prometió acompañarlos. El arca que contenía su ley era llevada delante de sus ejércitos. Los jefes que él designó orientaron sus movimientos bajo la dirección divina. Con tal dirección ningún daño podía sucederles, pero ahora, contrariando el mandamiento de Dios y la solemne prohibición de sus jefes, sin el arca y sin Moisés, salieron al encuentro de los ejércitos enemigos.
La trompeta dio un toque de alarma, y Moisés se apresuró en pos de ellos con la advertencia: “¿Por qué quebrantáis el mandamiento de Jehová? Esto tampoco os saldrá bien. No subáis, pues Jehová no está en medio de vosotros: no seáis heridos delante de vuestros enemigos. Porque el amalecita y el cananeo están allí delante de vosotros, y caeréis bajo su espada”.
Los cananeos habían oído hablar del poder misterioso que protegía a ese pueblo, y de las maravillas realizadas en su favor; y reunieron un ejército poderoso para rechazar a los invasores. El ejército atacante no tenía jefe. Ninguna oración se elevó para pedir a Dios que le diera la victoria. Emprendió la marcha con el propósito desesperado de revocar su suerte o morir en la batalla. Aunque no tenía preparación guerrera alguna, constituía una multitud inmensa de hombres armados, que esperaban aplastar toda oposición mediante un feroz y repentino asalto. Presuntuosamente desafiaron al enemigo que no había osado atacarlos.
Los cananeos se habían establecido en una meseta rocallosa a la cual solo se podía llegar por pasos difíciles de transitar y un ascenso escarpado y peligroso. El número inmenso de los hebreos solo podía servir para hacer más terrible su derrota. Lentamente fueron cubriendo los senderos del monte, expuestos a las mortíferas armas arrojadizas del enemigo que estaba arriba. Lanzaban rocas macizas que bajaban con retumbante fragor y marcando su trayectoria con la sangre de los hombres destrozados. Los que lograron llegar a la cumbre, agotados con el ascenso, fueron ferozmente rechazados y obligados a retroceder con grandes pérdidas. Por el campo de la matanza quedaron esparcidos los cadáveres. El ejército de Israel fue derrotado totalmente. La destrucción y la muerte fueron las consecuencias de aquel experimento de los rebeldes.
Obligados por fin a retirarse en derrota, los sobrevivientes volvieron y lloraron “delante de Jehová; pero Jehová no escuchó” su voz. Deuteronomio 1:45. En virtud de su gran victoria, los enemigos de Israel, que antes habían aguardado con temblor la aproximación de aquella poderosa hueste, se envalentonaron con confianza para resistirlos. Ahora consideraron falsos todos los informes que habían oído respecto a las cosas maravillosas que Dios había hecho en favor de su pueblo, y creyeron que no había motivo para temer. Esa primera derrota de Israel aumentó grandemente las dificultades de la conquista, por cuanto inspiró valor y resolución a los cananeos. No les quedaba a los israelitas otro recurso que retirarse de delante de sus enemigos victoriosos, al desierto, sabiendo que allí había de hallar su tumba toda una generación.
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