¿Cambió el plan de Dios con Israel?
La palabra de Dios es segura (Isa. 40: 8; 55: 11;
Rom. 11: 29), y finalmente prevalecerá su plan para salvar al hombre
(Isa. 46: 10). En él "no hay mudanza, ni sombra de variación"
(Sant. 1:17). "Es el mismo ayer, hoy, y por los siglos" (Heb. 13:
8). Su palabra "permanece para siempre" (1 Ped. 1: 25). Los propósitos
de Dios prevalecerán finalmente, y el plan de salvación tendrá
éxito a pesar del fracaso de alguna persona o de algún grupo (PR
520-521). El plan en sí mismo nunca cambia porque Dios nunca cambia;
pero la manera en que se cumple puede mortificarse porque el hombre puede cambiar.
La oscilante voluntad humana es el factor débil e inestable en la profecía
condicional. Dios puede rechazar a una nación o a un grupo de gente y
sustituirlo por otro, si los que fueron llamados primero se niegan a cooperar
con él (Jer. 18: 6-10; cf. Dan. 5: 25-28; Mat. 21: 40-43; 22: 3-10; Luc.
14: 24). En Jonás 3: 3-10 (cf. 2 Rey. 20: 1-5) hay una ilustración
de la amenaza de un castigo que no se produjo. Lo contrario -una bendición
prometida que no se cumplió- puede verse en Exo. 6: 2-8; cf. Núm.
14: 26-34. El pacto con Israel fracasó, no porque Dios no cumpliera con
su parte del convenio, sino porque las hermosas promesas de Israel se desvanecieron
como el rocío matinal (Ose. 6: 4; 13: 3; Heb. 8: 6-7). Debe recordarse
que Dios no fuerza la voluntad humana y que la cooperación de Israel
era esencial para el éxito del plan divino para esa nación.
Las promesas de Dios están condicionadas por
la cooperación y la obediencia del hombre. "Las promesas y amenazas
de Dios son igualmente condicionales" (Ev 504). Vez tras vez Dios advirtió
a Israel que la bendición va de la mano con la obediencia y que la maldición
acompaña a la desobediencia (Deut. 4: 9; 8: 19; 28: 1-2, 13-14; Jer.
18: 6-10; 26: 2-6; Zac. 6: 15; etc.). Era necesaria una obediencia continua
para que permaneciera el favor divino, mientras que la desobediencia persistente
inevitablemente culminaría en el rechazo de la nación judía
como instrumento escogido por Dios para llevar a cabo el plan divino (Deut.
28: 15-68). Debido al fracaso de los judíos como pueblo escogido de Dios,
muchas de las profecías del AT, sobre todo las que afirman la misión
mundial de Israel y la conversión de los gentiles (ver Gén. 12:
3; Deut. 4: 6-8; Isa. 2: 2-5; 42: 6; 49: 6; 52: 10; 56: 6-7; 60: 1-3; 61: 9;
62: 2; Zac. 2: 11; 8: 22-23; etc.), las que anticipan el descanso eterno en
Canaán (Isa. 11: 6-9; 35; 65: 17-25; 66: 20-23; Jer. 17: 25; Eze. 37;
40-48; Zac. 2: 6-12; 14: 4-11), y las que prometen liberación de los
enemigos (Isa. 2: 10-21; 4-26; Eze. 38; 39; Joel 3; Sof. 1; 2; Zac. 9: 9-17;
10-14; etc.), nunca se han cumplido ni podrán cumplirse para la nación
judía.
Si Israel hubiera alcanzado el noble ideal, todas las promesas que dependían de la obediencia tiempo ha se habrían cumplido. Las predicciones de desgracias nacionales, del rechazo y la angustia que habrían de seguir a la apostasía, nunca se habrían realizado. Pero fue por causa de la apostasía por lo que las predicciones de gloria y honor nacional no pudieron cumplirse. Sin embargo, en vista de que los propósitos de Dios son inmutables (Sal. 33: 11; Prov. 19: 21; Isa. 46: 10; Hech. 5: 39; Heb. 6: 17; etc.), el éxito deberá alcanzarse y se alcanzará, pero por medio del Israel espiritual. Aunque el Israel literal no alcanzó, en general, su excelso destino, la raza escogida hizo una valiosa contribución, aunque imperfecta, a la preparación del mundo para el primer advenimiento del Mesías (ver com. Mat. 2: 1). Además, debe recordarse que, en la carne, el Mesías era judío, que los primeros cristianos fueron todos judíos y que el cristianismo surgió del judaísmo.
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