Crecer en Cristo

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Crecer en Cristo


Jesús triunfó sobre las fuerzas del mal por su muerte en la cruz. Quien subyugó los espíritus demoníacos durante su ministerio terrenal, quebrantó su poder y aseguró su destrucción definitiva. La victoria de Jesús nos da la victoria sobre las fuerzas malignas que todavía buscan controlarnos y nos permite andar con él en paz, gozo y la certeza de su amor. El Espíritu Santo ahora mora dentro de nosotros y nos da poder. Al estar continuamente comprometidos con Jesús como nuestro Salvador y Señor, somos librados de la carga de nuestros actos pasados. Ya no vivimos en la oscuridad, el temor a los poderes malignos, la ignorancia ni la falta de sentido de nuestra antigua manera de vivir. En esta nueva libertad en Jesús, somos invitados a desarro­llarnos en semejanza a su carácter, en comunión diaria con él por medio de la oración, alimentándonos con su Palabra, meditando en ella y en su providencia, cantando alabanzas a él, reuniéndonos para adorar y partici­pando en la misión de la iglesia. Al darnos en servicio amante a quienes nos rodean y al testificar de la salvación, la presencia constante de Jesús por medio del Espíritu transforma cada momento y cada tarea en una experien­cia espiritual (Salmo 1:1, 2; 23:4; 77:11, 12; Colosenses 1:13, 14; 2:6, 14, 15; Lucas 10:17- 20; Efesios 5:19, 20; 6:12-18; 1 Tesalonicenses 5:23; 2 Pedro 2:9; 3:18; 2 Corintios 3:17,18; Filipenses 3:7-14; 1 Tesalonicenses 5:16-18; Mateo 20:25-28; Juan 20:21; Gálatas 5:22-25; Romanos 8:38, 39; 1 Juan 4:4; Hebreos 10:25).
EL NACIMIENTO ES UN MOMENTO DE GOZO. Una semilla germina, y la apariencia de aquellas primeras hojas traen felicidad al jardinero. Nace un bebé, y su primer quejido anuncia al mundo que una nueva vida exige su lugar. La madre olvida todo su dolor y se une al resto de la familia en gozo y celebración. Una nación nace para ser libre, y un pueblo entero inunda las calles y llena las plazas citadinas, agitando símbolos de su nuevo gozo. Pero imagine lo siguiente: Las dos hojitas no se convierten en cuatro, sino que permanecen igual o se des­vanecen; un año después el pequeño bebé no sonríe ni ha podido dar sus prime­ros pasos, sino que su desarrollo ha quedado congelado en la etapa en la que vino al mundo; la nación recién liberada poco después se derrumba y se torna en una prisión de temores, torturas y cautiverio.
El gozo del jardinero, el éxtasis de la madre y la promesa de un futuro lleno de libertad se tornan en desánimo, penas y luto. El crecimiento —el crecimiento continuo, constante, madurador y fructífero—es parte esencial de la vida. Sin él, el nacimiento no tiene significado, propósito ni destino.
Crecer es una ecuación inseparable de la vida, tanto física como espiritual. El crecimiento físico exige nutrición, ambiente, apoyo, ejercicio, educación y entre­namiento apropiados, y una vida llena de propósito. Pero el asunto en cuestión aquí es el crecimiento espiritual. ¿Cómo crecemos en Cristo y maduramos como cristianos? ¿Cuáles son las señales del crecimiento espiritual?
La vida comienza con la muerte
Quizás el principio más fundamental y único a la vida cristiana es que co­mienza con la muerte; de hecho, con dos muertes. En primer lugar, la muerte de Cristo en la cruz hace posible nuestra nueva vida: libre del dominio de Sata­nás (Colosenses 1:13, 14), libre de la condenación del pecado (Romanos 8:1), libre de la muerte que es el castigo del pecado (Romanos 6:23); además, trae reconciliación con Dios y los humanos. En segundo lugar, la muerte del yo hace posible que tomemos la vida que Cristo ofrece. En tercer lugar, como resultado de lo ante­rior, caminamos en novedad de vida.
La muerte de Cristo. La cruz se encuentra en el centro del plan divino de salvación. Sin ella, Satanás y sus fuerzas demoníacas no serían vencidas, el pro­blema del pecado no habría sido resuelto, y la muerte no habría sido aplastada. El apóstol nos dice: “La sangre de Jesucristo su Hijo nos limpia de todo pecado” (1 Juan 1:7). “Porque de tal manera amó Dios al mundo”, dice el pasaje más cono­cido de la Biblia. Si el amor de Dios concibió y dio origen al plan de salvación, la ejecución del plan se explica en la segunda parte del pasaje: “que ha dado a su Hijo unigénito”. Lo extraordinario del don de Dios no es que dio a su Hijo, sino que lo dio para morir por nuestros pecados. Sin la cruz no habría perdón de pe­cados ni vida eterna ni victoria sobre Satanás.
A través de su muerte en la cruz, Cristo triunfó sobre Satanás. Desde las fieras tentaciones en el desierto hasta la agonía en el Getsemaní, Satanás dirigió ataques contra el Hijo de Dios: para debilitar su voluntad, para hacer que su misión fracasara, para hacerlo desconfiar de su Padre, y para presionarlo a desviarse del camino de apurar la copa amarga del pecado de la humanidad por medio de un sacrificio vicario. La cruz fue el asalto final. Allí, “Satanás, con ángeles suyos en forma humana, estaba presente”, para llevar a cabo la gran guerra contra Dios hasta el fin, con la esperanza de que Cristo descendiera de la cruz en ese momen­to y dejara de cumplir el propósito redentor de Dios de ofrecer a su Hijo como un sacrificio por el pecado (Juan 3:16). Pero Cristo, al entregar su vida en la cruz, destruyó el poder de Satanás, despojó “a los principados y a las potestades, [y] los exhibió públicamente, triunfando sobre ellos en la cruz” (Colosenses 2:15). Sobre la cruz, “la batalla había sido ganada. Su diestra y su brazo santo le había conquis­tado la victoria. Como Vencedor, plantó su estandarte en las alturas eternas… Todo el cielo se asoció al triunfo de Cristo. Satanás, derrotado, sabía que había perdido su reino”.
La descripción gráfica del apóstol en Colosenses es digna de notarse. En pri­mer lugar, Cristo despojó a los principados y potestades. El término griego sugie­re que los dejó “sin nada”. Gracias a la cruz, Satanás ha sido despojado de todo su poder demoníaco sobre el pueblo de Dios, siempre y cuando este coloque su con­fianza en Aquel que ganó tal victoria sobre la cruz. En segundo lugar, la cruz hizo de Satanás y sus colaboradores un espectáculo público ante el universo. Quien una vez se ufanaba de que iba a ser “como el Altísimo” (Isaías 14:14) ahora ha sido hecho un espectáculo cósmico de vergüenza y derrota. El mal ya no ejerce poder sobre los creyentes, los que han pasado del reino de las tinieblas al reino de la luz (Colosenses 1:13). En tercer lugar, la cruz ha asegurado la victoria final, escatológica, sobre Satanás, el pecado y la muerte.
Por lo tanto, la cruz de Cristo se ha transformado en un instrumento de la victoria de Dios sobre el mal:

  • Un medio por el cual se hace posible el perdón de los pecados (Colosenses 2:13).
  • Una exhibición cósmica de la reconciliación universal (2 Corintios 5:19).
  • La certeza de la posibilidad presente de una vida victoriosa y el crecimiento en Cristo, de manera que el pecado no reine sobre nuestra mente o cuerpo (Romanos 6:12), y de nuestra condición como hijos e hijas de Dios (Romanos 8:14).
  • Una certeza escatológica de que este mundo de maldad, el otrora usurpado dominio de Satanás, será purificado de la presencia y el poder del pecado (Apocalipsis 21:1).

A cada paso en esta escalera de la redención y la victoria, vemos el cumpli­miento de la profecía de Cristo mismo: “Yo veía a Satanás caer del cielo como un rayo” (Lucas 10:18).
Cristo sobre la cruz es el acto redentor de Dios para el problema del pecado. Para que no olvidemos este hecho, Jesús afirmó que su sangre sería “derramada para remisión de los pecados” (Mateo 26:28). Ese derramamiento de sangre es crucial para la experiencia y la apreciación de la salvación. En un sentido, se re­fiere al pecado. El pecado es real. El pecado es costoso. La fuerza del pecado es tan inmensa y mortífera que el perdón de los pecados y la libertad de su poder y culpa son imposibles sin la sangre preciosa de Cristo (1 Pedro 1:19). Esta verdad sobre el pecado debe decirse vez tras vez, porque vivimos en un mundo que nie­ga la realidad del pecado o es indiferente al tema. Pero en la cruz confrontamos la naturaleza diabólica del pecado, que solo puede ser limpiada por la sangre “derramada para remisión de los pecados” (Mateo 26:28).
Nunca olvidemos ni seamos indiferentes al hecho de que Jesús murió por nuestros pecados, y que sin su muerte no habría perdón. Nuestros pecados fueron lo que llevó a Jesús a la cruz. Según declara Pablo: “Porque Cristo, cuan­do aún éramos débiles, a su tiempo murió por los impíos… Dios muestra su amor para con nosotros, en que siendo aún pecadores, Cristo murió por noso­tros” (Romanos 5:6, 8). Elena G. de White dice: “Los pecados de los hombres des­cansaban pesadamente sobre Cristo, y el sentimiento de la ira de Dios contra el pecado abrumaba su vida”. No podemos dejar de afirmar y proclamar la natura­leza sacrificial y sustitutiva de la muerte de Jesús, de “una vez y para siempre” (ver Romanos 6:10; Hebreos 7:27; 10:10).
No somos salvos por Cristo el hombre bueno, Cristo el hombre-Dios, Cristo el gran maestro, o por Cristo el ejemplo impecable. Somos salvos por el Cristo de la cruz: “Cristo fue tratado como nosotros merecemos a fin de que nosotros pudiése­mos ser tratados como él merece. Fue condenado por nuestros pecados, en los cuales no había participado, a fin de que nosotros pudiésemos ser justificados por su justicia, en la cual no habíamos participado. Él sufrió la muerte nuestra, a fin de que pudiésemos recibir la vida suya. ‘Por su llaga fuimos nosotros curados’”.
La sangre de Jesús garantiza entonces el perdón de los pecados y lanza la se­milla de la novedad del crecimiento. Uno de los primeros aspectos de esta nove­dad y crecimiento en la vida cristiana es la reconciliación. La cruz es el instru­mento de Dios para efectuar la reconciliación del ser humano con él. “Dios esta­ba en Cristo —dice el apóstol Pablo— reconciliando consigo al mundo” (2 Corintios 5:19). Debido a lo que él hizo en la cruz, somos capaces de permanecer ante Dios sin pecado y sin temor. Lo que nos separaba de Dios ha sido quitado. “Cuanto está lejos el oriente del occidente, hizo alejar de nosotros nuestras rebeliones” (Salmo 103:12). El Hombre en la cruz ha abierto un nuevo camino a la misma pre­sencia de Dios. “Consumado es” anunció en la cruz, y entonces animó a sus se­guidores que entraran en una comunión permanente con Dios.
La reconciliación con Dios inmediatamente nos aboca a la segunda fase del proceso de crecimiento redentor: la reconciliación con otros seres humanos. Uno de los aspectos más hermosos de la cruz es la variedad de personas que se reunió a su alrededor. No todos eran admiradores de Jesús. No todos eran santos. Pero observe quiénes eran. Había egipcios orgullosos de su habilidad comercial, ro­manos que se ufanaban de su civilización y cultura, griegos que se especializa­ban en los estudios, judíos que se consideraban el pueblo escogido de Dios, fari­seos que pensaban que eran los escogidos dentro de los escogidos, saduceos que se creían puros en la doctrina, esclavos que buscaban libertad, hombres libres que disfrutaban del lujo del ocio, hombres, mujeres y niños.
Pero la cruz no hizo distinción entre todos éstos. Los juzgó a todos como pecadores; les ofreció a todos el camino divino de la reconciliación. Al pie de la cruz, la tierra es plana. Todos se acercan, y nada divide ya a la humanidad. Se lanza una nueva hermandad. Comienza una nueva comunión. El oriente se une al occidente, el norte se allega al sur, el blanco estrecha la mano del negro, el rico salta la barrera para tomar las manos del pobre. La cruz los vincula a todos con la fuente de la sangre, para probar la dulzura de la vida, para compartir la expe­riencia de la gracia y para proclamar al mundo la emergencia de una nueva vida, una nueva familia (Efesios 2:14-16). Así, la cruz inició la victoria sobre Satanás y el pecado, y consecuentemente trajo llueva vida en Cristo.
La muerte al yo. Un segundo aspecto importante de la novedad y el creci­miento cristianos es la muerte al viejo hombre. Usted no puede leer el Nuevo Testamento sin enfrentar este aspecto fundamental de la nueva vida del cristia­no. Lea Gálatas 2:20, 21: “Con Cristo estoy juntamente crucificado, y ya no vivo yo, mas vive Cristo en mí; y lo que ahora vivo en la carne, lo vivo en la fe del Hijo de Dios, el cual me amó y se entregó a sí mismo por mí”. O lea Romanos 6:6-11: «Nuestro viejo hombre fue crucificado juntamente con él, para que el cuerpo del pecado sea destruido, a fin de que no sirvamos más al pecado… También vosotros consideraos muertos al pecado, pero vivos para Dios en Cristo Jesús, Señor nuestro”. O lea la enunciación que Jesús hizo acerca de los principios de la nueva vida: “Si el grano de trigo no cae en la tierra y muere, queda solo; pero si muere, lleva mucho fruto” (Juan 12:24).
La vida cristiana, entonces, no comienza con el nacimiento. Comienza con la muerte. No hay comienzo alguno hasta que el yo muera, hasta que el yo sea cru­cificado. Debe haber una extirpación radical y deliberada del yo. “De modo que si alguno está en Cristo, nueva criatura es; las cosas viejas pasaron; he aquí todas son hechas nuevas” (2 Corintios 5:17). “La vida del cristiano no es una modificación o mejora de la antigua, sino una transformación de la naturaleza. Se produce una muerte al yo y al pecado, y una vida enteramente nueva. Este cambio puede ser efectuado únicamente por la obra eficaz del Espíritu Santo”. El apóstol subraya tanto la muerte al pecado como la resurrección a una nueva vida por medio de la experiencia del bautismo: “¿O no sabéis que todos los que hemos sido bautizados en Cristo Jesús, hemos sido bautizados en su muerte? Porque somos sepultados juntamente con él para muerte por el bautismo, a fin de que como Cristo resuci­tó de los muertos por la gloria del Padre, así también nosotros andemos en vida nueva” (Romanos 6:3, 4). El bautismo de esta manera abre simbólicamente la puerta a la nueva vida y nos invita a crecer en Cristo.
Algo le ocurre a una persona que acepta a Jesús como su Salvador y Señor. Si­món el vacilante se torna en Pedro el valiente. Saulo el perseguidor se convierte en Pablo el proclamador. Tomás el dudoso se convierte en el misionero a nuevas tie­rras. La cobardía cede su lugar a la valentía. La incredulidad cede a la antorcha de la fe. Los celos son ahogados por el amor. El interés propio se desvanece ante la preocupación por el prójimo. El pecado no halla lugar en el corazón. El yo queda crucificado. Por eso Pablo escribió: “Habiéndoos despojado del viejo hombre con sus hechos, y revestido del nuevo, el cual conforme a la imagen del que lo creó se va renovando hasta el conocimiento pleno” (Colosenses 3:9, 10).
Jesús insistió: “Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, y tome su cruz, y sígame” (Mateo 16:24; compárese con Lucas 9:23). En la vida cris­tiana, la muerte al yo no es una opción sino una necesidad. La cruz y sus atribu­tos —tanto los inmediatos como los finales— deben confrontar el discipulado cristiano y exigir una respuesta absoluta. El poderoso comentario de Dietrich Bonhoeffer es digno de notarse: “Si nuestro cristianismo ha dejado de considerar seriamente el discipulado, si hemos diluido el evangelio hasta convertirlo en una elevación emocional que no hace demandas costosas y que no distingue entre la existencia natural y la cristiana, entonces hemos de considerar la cruz como una calamidad ordinaria de todos los días, como si fuese una de las pruebas y tribu­laciones de la vida… Cuando Cristo llama a un hombre, le pide que venga y mue­ra… es siempre la misma muerte: la muerte en Jesucristo, la muerte del viejo hombre cuando se lo llama».
Por lo tanto, el llamamiento a la vida cristiana es un llamado a la cruz, a negar continuamente al yo su deseo persistente de ser su propio salvador, y adherirse totalmente al Hombre de la cruz, para que nuestra “fe no esté fundada en la sa­biduría de los hombres, sino en el poder de Dios” (1 Corintios 2:5).
Vivir una nueva vida. Un tercer aspecto del crecimiento en Cristo es vivir la nueva vida. Uno de los grandes malentendidos de la vida cristiana es que la sal­vación es un don gratuito de la gracia de Dios, y que eso es todo. No es así. Sí, es verdad que en Cristo “tenemos redención por su sangre, el perdón de pecados según las riquezas de su gracia” (Efesios 1:7). También es cierto que por gracia sois salvos por medio de la fe; y esto no de vosotros, pues es don de Dios; no por obras, para que nadie se gloríe” (Efesios 2:8, 9).
Sí, la gracia es gratuita. Pero la gracia costó la vida del Hijo de Dios. La gracia gratuita no equivale a gracia barata. Podemos citar nuevamente a Bonhoeffer: “La gracia barata es la predicación del perdón sin requerir arrepentimiento, bau­tismo sin disciplina eclesiástica, comunión sin confesión, absolución sin confe­sión personal. La gracia barata es gracia sin discipulado, gracia sin la cruz, gracia sin Jesucristo, vivo y encarnado [en nosotros]”.
La gracia barata no guarda relación alguna con el llamamiento de Jesús. Cuando Jesús llama a una persona, le ofrece una cruz que debe cargar. Ser un discípulo es ser un seguidor, y ser un seguidor de Jesús no es un truco barato. Pablo les escribió a los corintios enérgicamente sobre las obligaciones de la gra­cia. En primer lugar, habla de su propia experiencia: “Por la gracia de Dios soy lo que soy; y su gracia no ha sido en vano para conmigo, antes he trabajado más que todos ellos; pero no yo, sino la gracia de Dios conmigo» (1 Corintios 15:10). De esta manera Pablo reconoce la supremacía de la gracia de Dios en su vida. E inmedia­tamente añade que esta gracia no le fue dada en vano. La frase griega eis kenon literalmente significa “para algo vacío”. En otras palabras, Pablo no recibió la gracia para vivir una vida vana y vacía, sino una vida llena del fruto del Espíritu, y no por sus propias fuerzas, sino por el poder de la gracia que moraba en él. De manera similar, le ruega a los creyentes que no reciban “en vano la gracia de Dios” (2 Corintios 6:1).
La gracia de Dios no ha venido para redimirnos de un tipo de vacío para co­locarnos en otro tipo de vacío. La gracia de Dios es su actividad para reconciliar­nos consigo mismo, para hacernos parte de la familia de Dios. Cuando entramos a esta familia, vivimos como esta familia y llevamos los frutos del amor de Dios a través del poder de su gracia maravillosa.
Crecer en Cristo, por lo tanto, equivale a crecer en madurez de manera que día tras día reflejamos la voluntad de Cristo y caminamos los caminos de Cristo. Entonces surge la pregunta: ¿Cuáles son las señales de esta vida madura y de un crecimiento constante? Aunque podríamos enumerar otras más, ofrecemos siete a su consideración.
Señales del crecimiento en Cristo

  • Una vida del Espíritu. Jesús le dijo a Nicodemo, “el que no naciere de agua y del Espíritu, no puede entrar en el reino de Dios” (Juan 3:5). Sin el poder regenerador del Espíritu Santo, la vida cristiana ni siquiera puede comenzar. Él es el Espíritu de verdad (Juan 14:17). Él nos guía a toda verdad (Juan 16:13) y nos hace entender la voluntad de Dios según se ha revelado en las Escrituras. Él trae una convicción de pecado, de justicia y de juicio (Juan 16:7,8), sin la cual no po­demos percibir las consecuencias presentes y eternas de nuestras acciones y la vida que llevamos. Es el poder transformador y la presencia del Espíritu en nues­tra vida que nos hace hijos e hijas de Dios (Romanos 8:14). Es a través del Espíritu que Cristo “mora en nosotros” (1 Juan 3:24). Con la morada interna del Espíritu viene una nueva vida, nueva en el sentido de que rechaza la antigua manera de pensar, actuar y relacionarnos que era contraria a la voluntad de Dios; nueva también en que hace de nosotros una nueva creación, reconciliada y redimida, libre del peca­do para crecer en justicia (Romanos 8:1-16) y para reflejar la imagen de Jesús “de gloria en gloria” (2 Corintios 3:17, 18). “Cuando el Espíritu de Dios se posesiona del corazón, transforma la vida. Los pensamientos pecaminosos son puestos a un lado, las malas acciones son abandonadas; el amor, la humildad y la paz reempla­zan a la ira, la envidia y las contenciones. La alegría reemplaza a la tristeza, y el rostro refleja la luz del cielo. Nadie ve la mano que alza la carga, ni contempla la luz que desciende de los atrios celestiales. La bendición viene cuando por la fe el alma se entrega a Dios. Entonces ese poder que ningún ojo humano puede ver, crea un nuevo ser a la imagen de Dios”.

El Espíritu nos hace “herederos de Dios y coherederos con Cristo, si es que padecemos juntamente con él, para que juntamente con él seamos glorificados” (Romanos 8:17). La vida del Espíritu es por lo tanto un llamado a la acción espiritual: A rechazar el viejo orden del pecado y a ser partícipes de los sufrimientos de Cristo en la vida presente para poder participar con él de la gloria futura. La es­piritualidad cristiana por lo tanto no es un escape a un mundo de fantasía y misticismo. Es un llamamiento a sufrir, compartir, testificar, adorar y vivir la vida de Cristo en este mundo, en nuestras comunidades y nuestro hogar. Esto lo hace posible únicamente la presencia interna del Espíritu. La oración de Jesús estipula que aunque estamos en el mundo, no debemos ser del mundo (Juan 17:15). Debemos vivir en el mundo, es el lugar donde habitamos y el escenario de nuestra misión. Pero no pertenecemos al mundo, porque nuestra ciudadanía y esperanza están en el mundo venidero (Filipenses 3:20).
Pablo describe esta vida habilitada por el Espíritu como una vida que crece y madura. Tal madurez rechazará las obras de la carne: “adulterio, fornicación, inmundicia, lascivia, idolatría, hechicerías, enemistades, pleitos, celos, iras, con­tiendas, disensiones, herejías, envidias, homicidios, borracheras, orgías, y cosas semejantes a éstas” (Gálatas 5:19-21). En contraste, aceptará y producirá el fruto del Espíritu: “amor, gozo, paz, paciencia, benignidad, bondad, fe, mansedumbre, templanza» (Gálatas 5:22,23).

  • Una vida de amor y unidad. La vida cristiana es una vida de unidad, una vida reconciliada con Dios, por una parte, y reconciliada con otros seres humanos, por la otra. La reconciliación es la sanidad de una brecha en las relaciones, y la causa primaria de esta brecha es el pecado. El pecado nos ha separado de Dios (Isaías 59:2) y ha resquebrajado la humanidad en una multitud de facciones; según raza, etnia, género, nacionalidad, color, casta, etc. El evangelio de Jesús trata con este problema del pecado y todos los factores divisivos asociados con este, y crea un nuevo orden de unidad y reconciliación. Por eso Pablo pudo decir, Dios “nos recon­cilió consigo mismo por Cristo” (2 Corintios 5:18). A raíz de esta reconciliación nace una nueva comunidad: una comunidad redimida marcada por la unidad vertical con Dios y la unidad horizontal con otros seres humanos. De hecho, esta vida de amor y unidad es la esencia del evangelio. ¿No dijo Jesús tal cosa en su oración sumo sacerdotal, “que todos sean uno; como tú, oh Padre, en mí, y yo en ti, que también ellos sean uno en nosotros; para que el mundo crea que tú me enviaste” (Juan 17:21)? La entera misión redentora de Jesús y el poder de su evangelio claman por vindicación en el amor y una unidad que debe ligar a los miembros de la co­munidad redimida. No hay crecimiento cristiano sin tal amor y unidad. Y donde prevalecen esta unidad y este amor, todas las paredes divisivas entre los pueblos se derrumbarán. Las barreras de raza, origen nacional, género, casta, color y otros factores divisivos quedan abolidos £n la vida de la persona que ha experimentado la nueva creación, una nueva humanidad (Efesios 2:11-16). Según la persona crece y madura, la gloriosa verdad de la reconciliación, el amor y la unidad brilla cada vez más en las expresiones personales y corporativas de la vida cristiana.

El factor del amor en el crecimiento cristiano es único al evangelio. Jesús lo llamó el nuevo mandamiento (Juan 13:34), pero la novedad no se refiere al amor sino al objeto del amor. Las personas aman, pero aman a aquello que se deja amar, aman a los suyos. Pero Jesús introdujo un nuevo factor: “Como yo os he amado, que también os améis unos a otros”. En otras palabras, nuestro amor debe ser tan universal, tan sacrificial y tan completo como el amor de Jesús. El nuevo amor no erige barreras; es inclusivo; ama incluso al enemigo. De ese tipo de amor “depende toda la ley y los profetas” (Mateo 22:37-40).
El mandato de amar a nuestro prójimo no deja lugar a modificaciones. No elegimos a quien hemos de amar; se nos llama a amar a todos. Como hijos de un mismo Padre, se espera que nos amemos los unos a los otros. En la parábola del Buen Samaritano, Cristo ha mostrado que “nuestro prójimo no es meramente quien pertenece a la misma iglesia o fe que nosotros. No tiene que ver con distin­ción de raza, color o clase. Nuestro prójimo es toda persona que necesita nuestra ayuda. Nuestro prójimo es toda alma que está herida y magullada por el adversa­rio. Nuestro prójimo es todo aquel que pertenece a Dios».
El verdadero amor al prójimo penetra el color de la piel y confronta la huma­nidad de la persona; se niega a refugiarse bajo una casta, sino que contribuye al enriquecimiento del alma; rescata la dignidad de la persona de los prejuicios de la deshumanización; libra el destino humano del holocausto filosófico de las co­sas. En efecto, el amor genuino ve en cada rostro la imagen de Dios, ya sea poten­cial, latente o real. Un cristiano maduro en crecimiento poseerá ese tipo de amor, que en realidad constituye la esencia de toda unidad cristiana.

  • Una vida de estudio. El alimento es un elemento esencial para el creci­miento físico. La función de cualquier organismo vivo requiere una nutrición adecuada y constante. Así también es en la vida espiritual. ¿Pero dónde encontra­mos el alimento espiritual? Principalmente, en dos fuentes: la comunión cons­tante con Dios mediante el estudio de su Palabra y el cultivo de una vida de ora­ción. En ninguna parte es tan claramente expresada la importancia de la Palabra de Dios para la vida espiritual como en las mismas palabras de Jesús: “No solo de pan vivirá el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios” (Mateo 4:4). Jesús nos da un ejemplo perfecto de cómo usó la Palabra cuando enfrentó a Sa­tanás: “Jesús hizo frente a Satanás con las palabras de la Escritura. ‘Escrito está’, dijo. En toda tentación, el arma empleada en su lucha era la Palabra de Dios. Sa­tanás exigía de Cristo un milagro como señal de su divinidad. Pero aquello que es mayor que todos los milagros, una firme confianza en un ‘así dice Jehová’, era una señal que no podía ser controvertida. Mientras Cristo se mantuviese en esa posición, el tentador no podría obtener ventaja alguna”.

Sucede lo mismo con nosotros. El salmista dice: “En mi corazón he guardado tus dichos, para no pecar contra ti” (Salmo 119:12). Añada a esto la promesa provis­ta por el apóstol: “Porque la palabra de Dios es viva y eficaz, y más cortante que toda espada de dos filos; y penetra hasta partir el alma y el espíritu, las coyuntu­ras y los tuétanos, y discierne los pensamientos y las intenciones del corazón” (Hebreos 4:12). Cuando el cristiano utiliza esta afilada espada de dos filos del Espíri­tu para repudiar los ataques de Satanás, se encuentra en el bando vencedor. El creyente es habilitado para penetrar y cortar a través de cada obstáculo a su de­sarrollo espiritual, para discernir entre el bien y el mal de manera que pueda es­coger consistentemente lo correcto, y para distinguir entre la voz de Dios y los susurros del diablo. Por eso es que la Palabra de Dios es una herramienta irremplazable para el crecimiento espiritual.
Pablo escribió que “toda la Escritura es inspirada por Dios, y útil para ense­ñar, para redargüir, para corregir, para instruir en justicia, a fin de que el hombre de Dios sea perfecto, enteramente preparado para toda buena obra” (2 Timoteo 3:16, 17). ¿Desea usted crecer en la comprensión de la verdad y la doctrina? ¿Desea saber cómo mantener su alma enfilada hacia Dios? ¿Desea saber lo que Dios tiene en mente para usted hoy, mañana y el día siguiente? Eche mano a su Biblia. Estúdiela diariamente. Acérquese a ella en oración. No hay una manera mejor de conocer la voluntad de Dios y buscar sus caminos.

  • Una vida de oración. Dios nos habla a través de su Palabra. Conocer su voluntad es parte del crecimiento espiritual, parte de la comunicación con él. La oración es otro aspecto de la comunión con Dios y del proceso de crecer en él. Si la Palabra de Dios es el pan que nutre nuestra alma, la oración es el aliento que la conserva viva. La oración es hablar con Dios, escuchar su voz, arrodillarse arre­pentido y levantarse fortalecido por el poder divino. Esto no demanda nada de nosotros mismos, excepto que neguemos nuestro yo, descansemos en su fortale­za y esperemos en él. De ese descanso fluye el poder con el que podemos caminar con Cristo y pelear la batalla espiritual. La oración del Getsemaní aseguró la victoria de la cruz.

Pablo considera la oración como algo tan importante en la vida y en el creci­miento cristianos que menciona seis principios fundamentales: Orad sin cesar, orad con las súplicas del Espíritu, orad en el espíritu, orad con vigilancia, orad con perseverancia y orad por todos los santos (ver Efe. 6:18). Como el fariseo (Lucas 18:11), a menudo somos tentados a orar para mostrarnos en público, egoís­tamente, o simplemente como rutina. La oración efectiva es abnegada, llena del Espíritu, intercesora, ruega por las necesidades de los otros, a la vez que ruega también por el cumplimiento de la voluntad de Dios sobre la tierra. La oración es una perpetua comunión con Dios; es el oxígeno del alma, sin el cual el alma se atrofia y se muere. Elena G. de White dice que “la oración es uno de los deberes más esenciales. Sin ella, no puedes observar una conducta cristiana. Eleva, forta­lece y ennoblece; es el alma en conversación con Dios”.

  • Una vida que tiene frutos. Jesús dijo: “Por sus frutos los conoceréis” (Mateo 7:20). Tener frutos es un aspecto importante del crecimiento cristiano. La salva­ción por la gracia a menudo es mal interpretada, negando la obediencia y el he­cho de llevar frutos. Nada puede estar más lejos de la verdad bíblica. Sí, somos salvos libremente por la fe en lo que Dios, por gracia, hizo a través de Cristo, y no tenemos nada de qué jactarnos (Efesios 2:7, 8; Juan 3:16). Pero no somos salvos para hacer lo que se nos antoje; somos salvos para vivir de acuerdo a la voluntad de Dios. No hay nada de legalista, y por lo tanto innecesario, en el hecho de obede­cer la ley de Dios, pues la obediencia es la consecuencia natural de la liberación del pecado por la gracia del Señor. Pues, «así también la fe, si no tiene obras, es muerta en sí misma” (Santiago 2:17).

Consideremos la aseveración y el deseo expresados por Jesús en Juan 14 y 15. La aseveración es su relación con el Padre, y el deseo es para una relación de sus discípulos con él. Primeramente, Jesús afirma: “Yo he guardado los mandamien­tos de mi Padre, y permanezco en su amor” (Juan 15:10). La obediencia de Jesús al Padre no es el resultado de un cumplimiento legalista, sino el fruto de haber permanecido en el amor del Padre. La relación íntima entre el Padre y el Hijo está basada en el amor y solo en el amor, y este amor llevó al Hijo a aceptar la voluntad del Padre y a probar el amargo sorbo del Getsemaní y del Calvario.
Jesús usa la relación de amor de Padre-Hijo como una ilustración de la clase de relación que sus discípulos deberían tener con él. Así como la relación de Jesús con el Padre precede su obediencia al Padre, así también, la relación de los discí­pulos con Jesús debería preceder toda obediencia de aquéllos a él. “Si me amáis, guardad mis mandamientos” (Juan 14:15). “Para que el mundo conozca que amo al Padre, y como el Padre me mandó, así hago” (versículo 31).
Notemos el deseo que Jesús tiene para sus discípulos. Él hace lo que le mandó su Padre, para que el mundo conozca la relación de amor que tiene con él. La relación amorosa precede al hecho de hacer la voluntad del Padre. Jesús ama al Padre, y por lo tanto desea hacer su voluntad. Del mismo modo, Jesús pone el amor como el fundamento de su relación con sus propios discípulos. Él dijo: “Permaneced en mí, y yo en vosotros. Como el pámpano no puede llevar fruto por sí mismo, si no permanece en la vid, así tampoco vosotros, sino permanecéis en mí” (Juan 15:4). Llevar frutos, obedecer, y vivir de acuerdo con la voluntad de Dios son señales esenciales del crecimiento espiritual. La falta de frutos indica la falta de permanecer en Cristo.

  • Una vida de guerra espiritual. El discipulado cristiano no es un viaje fácil. Estamos en medio de una guerra real y peligrosa. Como dice Pablo: “Porque no tenemos lucha contra sangre y carne, sino contra principados, contra potestades, contra los gobernadores de las tinieblas de este siglo, contra huestes espirituales de maldad en las regiones celestes. Por tanto, tomad toda la armadura de Dios, para que podáis resistir en el día malo, y habiendo acabado todo, estar firmes” (Efesios 6:12, 13).

En esta guerra, las fuerzas sobrenaturales están alineadas contra nosotros. Así como los ángeles del Señor están ocupados en el ministerio de servir a los seguidores de Cristo, liberarlos del mal y guiarlos en el crecimiento espiritual (Salmo 34:7; 91:11, 12; Hechos 5:19, 20; Hebreos 1:14; 12:22), así también los ángeles caí­dos conspiran incansablemente para desviarnos de las demandas del discipula­do. La Biblia afirma que Satanás y sus ángeles están enfurecidos contra los segui­dores de Jesús (Apocalipsis 12:17). Y el propio diablo se mueve como “león rugiente, buscando a quién devorar” (1 Pedro 5:8, 9). El camino del crecimiento espiritual está lleno de las trampas del diablo, y es aquí que nuestra guerra espiritual adquiere toda su ferocidad. Por eso, Pablo usa algunas palabras muy fuertes: «tomad la armadura”, “resistid”, “estad firmes” (Efesios 6:12-14).
“La vida cristiana es una batalla y una marcha. En esta guerra no hay des­canso; el esfuerzo ha de ser continuo y perseverante. Solo mediante un esfuer­zo incansable podemos asegurarnos la victoria contra las tentaciones de Sata­nás. Debemos procurar la integridad cristiana con energía irresistible, y conservarla con propósito firme y resuelto.
“Nadie llegará a las alturas sin esfuerzo perseverante en su propio beneficio. Todos deben empeñarse por sí mismos en esta guerra; nadie puede pelear por nosotros. Somos individualmente responsables del desenlace del combate”.
Sin embargo, Dios no nos deja solos en esta guerra. Nos hizo victoriosos en y mediante Jesucristo (1 Corintios 15:57). Nos ha dado una sólida armadura para en­frentar al enemigo. Pablo describe esta armadura como el cinturón de la verdad, la coraza de la justicia, el calzado del evangelio de la paz, el escudo de la fe, el yelmo de la salvación, la espada del Espíritu y el poder incontrovertible de la oración (Efe. 6:13-18). Vestidos con tal armadura, dependiendo completamente del poder infalible del Espíritu, no podemos sino crecer en valor espiritual y triunfar en la guerra en la cual estamos inmersos.

  • Una vida de adoración, testificación y esperanza. El crecimiento cristia­no no ocurre en un vacío. Ocurre por un lado dentro de la comunidad de los re­dimidos, y por otro, como testimonio a la comunidad que necesita ser redimida. Observe la comunidad apostólica. Poco después de la ascensión de Cristo y acompañada por el poder del Espíritu Santo, la iglesia primitiva tanto individual como corporativamente manifestó su crecimiento y madurez en la adoración, la comunión, el estudio y la testificación (Hechos 2:42-47; 5:41, 42; 6:7). Sin la adora­ción corporativa, perdemos la identidad y el escenario de nuestra comunión, y es en esta comunión y la relación interpersonal con otros que maduramos y crece­mos. He aquí el consejo del apóstol: “Y considerémonos unos a otros para esti­mularnos al amor y a las buenas obras; no dejando de congregarnos, como algu­nos tienen por costumbre, sino exhortándonos; y tanto más, cuanto veis que aquel día se acerca” (Hebreos 10:24, 25).

Mientras más crecemos en la adoración, el estudio y la comunión, más nos sentimos impulsados a servir y testificar. El crecimiento cristiano demanda cre­cimiento en el servicio (Mateo 20:25-28) y un crecimiento en la testificación. “Como me envió el Padre —dijo Jesús—, así también yo os envío” (Juan 20:21). La vida cristiana nunca debiera girar alrededor del yo, sino que debe ser derramada en servicio y testificación a otros. La gran comisión de Mateo 28 encarga al cris­tiano que tenga la madurez suficiente como para llevar el evangelio del perdón al mundo que lo rodea para que todos conozcan la gracia redentora de Dios. La señal de la vida del Espíritu y el crecimiento cristiano es una vida de testificación que se expande continuamente: a Jerusalén, Judea, Samaria y hasta los confines más lejanos de la tierra (Hechos 1:8).
Vivimos, adoramos, comulgamos y testificamos en el presente, y para el cris­tiano el presente anticipa el futuro. “Prosigo a la meta —dice Pablo—, al premio del supremo llamamiento de Dios en Cristo Jesús” (Filipenses 3:14). El apóstol nos dice que vivamos una vida santa, de manera que “todo vuestro ser, espíritu, alma y cuerpo, sea guardado irreprensible para la venida de nuestro Señor Jesucristo” (1 Tesalonicenses 5:23). Crecer en Cristo es por lo tanto un desarrollo de la anticipación, de la esperanza, de la consumación final de la experiencia redentora en el Reino veni­dero. “Para el alma humilde y creyente, la casa de Dios en la tierra es la puerta del cielo. El canto de alabanza, la oración, las palabras pronunciadas por los repre­sentantes de Cristo, son los agentes designados por Dios para preparar un pueblo para la iglesia celestial, para aquel culto más sublime, en el que no podrá entrar nada que corrompa”.

Extraído de
Creencias de los Adventistas del Séptimo Día
pp. 147-160
Compilación:
Rolando D. Chuquimia
RECURSOS ESCUELA SABÁTICA


Referencias
Elena G. de White, El Deseado de todas las gentes, p. 696.

Ibid., p. 706.

Ibid., p. 638.

Ibid., pp. 16, 17.

Ibid., p. 143.

Dietrich Bonhoeffer, The Cost of Discipleship [El costo del discipulado], (Nueva York: Mac­Millan Company, 1959), pp. 75, 79.

Ibid., p. 47.

Elena G. de White, El Deseado de todas las gentes, p. 144. 

Ibid., p. 464.

Ibid., p. 95.

Elena G. de White, Testimonios para la Iglesia, tomo 2, p. 280.

Elena G. de White, El ministerio de curación, p. 359.

Elena G. de White, Joyas de los testimonios, tomo 2, p. 193.


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