Cristo y la ley En el sermón del monte

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Dr. Roberto Badenas
Teólogo

Una gran multitud, ansiosa de escuchar a Jesús, cubre la ladera de la colina. De toda Judea han acudido a él, unos para ver hasta dónde es capaz de llegar con sus novedades, otros para oír sus palabras de vida. El joven maestro se sienta, rodeado de sus discípulos, y se prepara para pronunciar el primer sermón registrado por el evangelista Mateo. Hay un momento de expectación mientras el silencio se va imponiendo entre el variopinto audi­torio. ¿De qué va a hablarles?
Su primera palabra es: «Felices…». ¿Va a hablar de felicidad, a un pueblo oprimido, a una multitud en la que abundan los hambrientos y los enfer­mos…? ¿Va a hablar de felicidad, a una multitud en la que no faltan quie­nes lloran, quienes sufren víctimas de la injusticia…? Hay quienes se sor­prenden de que Jesús, el mayor predicador de la gracia, empiece su minis­terio con un sermón sobre la felicidad… en el que no deja de referirse a la ley y a la justicia. ¿Por qué sorprenderse? ¿Por qué empezaría Jesús con otras enseñanzas dirigiéndose a un auditorio como el suyo? ¿Cómo no hablar de felicidad a quienes apenas la conocen? ¿Y cómo hacer sentir la necesidad de la gracia si primero no se tiene conciencia de las profundas exigencias de una ley que tan fácilmente transgredimos?
Es pues natural que el enviado de Dios empiece hablando a su pueblo de felicidad, de ley y de justicia. Él sabe que en su auditorio hay dos grupos de oyentes bien distintos: el pueblo llano (am ha aretz), desgraciado, que siem­pre que puede evita y soslaya la ley, cualquier ley, por sentirse fácil víctima y transgresor de sus severas exigencias; y un sector muy religioso, en el que destacan los fariseos, para quienes la observancia de la ley es un verdadero motivo de jactancia frente al resto de la población pecadora. Su rigidez y aparente escrupulosidad en la obediencia de la ley y de las tradiciones que la rodean, les vale, entre los pobres transgresores, cierta consideración y autoridad. Si la ley es el camino para alcanzar la salvación, los fariseos van a la cabeza. Su religión es, visiblemente para todos, la religión de la exigencia.
La fórmula rabínica «Dios santifica mediante los preceptos», comprendida de un modo legalista, hace depender la santificación de las obras humanas.
Los fariseos sin duda se preguntan: «¿Qué va a decir este joven maestro, que no sepamos? ¡No se le ocurrirá abolir, o suavizar las exigencias de la ley! O la confirma o lo denunciamos por falso profeta…». Jesús, que es un gran obser­vador, y que vive a la escucha del corazón humano, responde, de entrada, a sus preguntas tácitas: «No penséis que he venido a abolir la Ley o los Profetas; no he venido a abolir, sino a cumplir, porque de cierto os digo que antes que pa­sen el cielo y la tierra, ni una jota ni una tilde pasará de la Ley, hasta que todo se haya cumplido. De manera que cualquiera que quebrante uno de estos mandamientos muy pequeños y así enseñe a los hombres, muy pequeño será llamado en el reino de los cielos; pero cualquiera que los cumpla y los enseñe, este será llamado grande en el reino de los cielos» (Mateo 5:17-19).
«No penséis que he venido a abrogar la ley». Los fariseos respiran alivia­dos. Nadie tiene autoridad para alterar la ley, ni siquiera Dios, puesto que eso sería contradecirse a sí mismo. Pero si el Mesías no ha venido a abrogar la ley, adiós a las inconfesadas esperanzas del bajo pueblo, de los numero­sos desanimados por sus repetidos fracasos en sus intentos de observar cier­tos preceptos, tanto humanos como divinos… «Otro que viene con un yugo más a cargar sobre nuestras espaldas, con otro látigo con que fustigar nues­tros fallos… ¿Por qué pues nos ha llamado «felices»? ¿Qué clase de felici­dad nos promete este maestro, si cada vez sentimos más necesidad de jus­ticia. . .y de misericordia? Veamos cómo se explica…».
Ahora que todos están intrigados para escucharle Jesús prosigue su discur­so. «No he venido a abrogar la ley divina porque esta ley es necesaria: es la norma de funcionamiento que el Creador revela a sus criaturas para el disfru­te de su existencia. Es inseparable del pacto ofrecido por un Padre que quiere lo mejor para sus hijos. Forma parte de la conciencia moral incorporada a nuestra propia esencia, y nos recuerda, desde fuera, los deberes que fácilmen­te dejamos de respetar y obedecer desde dentro. El espíritu de la ley es eterno como Dios, y permanente como él quisiera que fueran nuestros compromi­sos». Si la ley es la protectora de nuestro bien, y la defensora de la verdad, ¿quién podría abolir la verdad, o desautorizar al bien? ¿Puede llegar un tiem­po, unas circunstancias, o una dispensación tal, en que la verdad deje de ser verdad y donde el bien deje de ser bueno? Para ello el ser humano tendría que dejar de ser humano y Dios tendría que dejar de ser Dios…
La ley puede cumplirse con mayor o menos facilidad, puede transgredir­se más o menos, puede formularse de un modo u otro, pero no puede ser abolida. Así que Jesús insiste, para que quede bien claro: «No he venido a abolir, sino a cumplir. Pero esto no es todo. Escuchadme bien, porque ten­go varias cosas que decir acerca de cómo podemos cumplir o transgredir la ley». Conocedor de todas las desviaciones humana en la comprensión de la revelación divina, Jesús dedica un gran esfuerzo a interpretar la ley, y a rectificar errores. «Por tanto, os digo que si vuestra justicia no fuera mayor que la de los escribas y fariseos, no entraréis en el reino de los cielos» (Mateo 5:20). Entonces, ¿descartamos las interpretaciones de los fariseos? Porque toda ley necesita ser interpretada. Los reglamentos de aplicación, parte or­gánica de todo ordenamiento jurídico, son los que permiten pasar de lo general a lo particular, del código teórico a la realidad concreta de la vida, de los ideales a los actos. Jesús tiene su propia interpretación, distinta de la tradición farisaica, que deja al descubierto, tras las normas de la ley, los principios en que estas se basan y pone de relieve sus implicaciones.
Jesús intérprete de la ley
El llamado «Sermón del Monte» presenta las más relevantes declaracio­nes de Jesús con respecto a la ley de Moisés. Su primera afirmación subraya: «No penséis que he venido a abolir la Ley o los Profetas; no he venido a abolir, sino a cumplir, porque de cierto os digo que antes que pasen el cielo y la tierra, ni una jota ni una tilde pasará de la Ley, hasta que todo se haya cumplido» (Mateo 5:17, 18).
Según esta declaración inapelable Jesús comparte la fe de su pueblo en la inmutabilidad de la ley. El verbo griego pleróo, traducido aquí por «cumplir», significa «llenar, completar, realizar, llevar a la perfección, reforzar, dar su verdadero sentido a lo que se ha dicho». Jesús manifiesta su intención de llevar la ley a su plenitud de la misma manera que se llena una medida. El teólogo católico Armand Puig i Tárrech afirma: «Jesús no rompe con la Ley que Dios había a dado a su pueblo, Israel, en el Monte Sinaí. No la anula ni la critica ni la menosprecia. Jesús va al fondo de la Ley, al núcleo que hace que sea lo que es: la gran cuestión es cómo hacer la voluntad de Dios».
En nuestra vida espiritual y moral podemos guiamos por mínimos o por ideales. De cara a la voluntad divina, expresada en su ley, podemos aferrar- nos a «la letra que mata» o buscar «el espíritu que vivifica» (2 Corintios 3:6). Po­demos contentamos con una obediencia exterior, basada en acciones visi­bles, o buscar una obediencia espiritual, interior, brotando del corazón. Po­demos entregar al templo o a los pobres una parte de nuestros bienes, o en­tregamos nosotros mismos completamente a Dios.
Frente a la visión jurídica de la ley, imperante en los círculos influyentes, Jesús propone una visión ética de base espiritual. Su principal interés es po­ner de relieve los altos ideales que Dios tiene para nosotros («Amarás a tu prójimo como a ti mismo») y mostrar que contentarse con cumplir «la letra de la ley» es contentarse con mínimos, a veces elementales. Su objetivo es llevamos a buscar el cumplimiento de las profundas intenciones de Dios para con nosotros, y no perder el tiempo en buscar qué pasa con las «jotas» y «tildes» de la ley en el comportamiento de nuestros semejantes.
Jesús sabe que el descuido de la vida espiritual favorece siempre el moralismo. Paulatinamente la ética del amor pierde su flexibilidad, su carácter de respuesta renovada a las necesidades del otro y queda fosilizada en nor­mas, tradiciones y prácticas que amenazan la libertad y la creatividad nece­sarias para el desarrollo personal. Intentando exponer la esencia ética de la Ley, el sabio Hillel ya había dicho: «Todo lo que te parezca malo no lo ha­gas a nadie. Ahí tienes toda la Tora, el resto es comentario». Jesús recoge la bella fórmula, pero esencialmente negativa, y la traduce de modo positivo: «Así que todas las cosas que queráis que los hombres hagan con vosotros, así también haced vosotros con ellos, pues esto es la Ley y los Profetas» (Mateo 7:12). Allí donde Hillel aconseja abstenerse de hacer daño, Jesús invita a practicar el bien sin otros límites que los de la propia capacidad.
La forma en que Jesús se refiere a la ley muestra que no la considera ni una realidad caduca, ni un código inamovible. Sus repetidos «oísteis que fue dicho pero yo os digo» (Mateo 5:21, 22, etc.) revelan que para él la ley es a la vez absoluta en sus demandas y relativa en su formulación. Así, haber respetado el mínimo de no asesinar a nadie no significa haber cumplido el espíritu del «No matarás». El espíritu del mandamiento que exige «no ma­tar» se respeta cuando se procura no herir. Y se hiere no solo con los puños o con las armas: también se hiere, y a veces de mayor gravedad, con las palabras y con los desprecios. Porque el maltrato verbal puede ser ya crimi­nal. Hay palabras asesinas, e incluso silencios homicidas. Si queremos que nuestra justicia no se quede al nivel de la de los escribas y fariseos, no po­demos contentamos con el mínimo de «no matar». Para ser «justo» ante Dios no basta con abstenemos de cometer acciones extremadamente dañi­nas, sino que se requiere que la intención y de nuestras actitudes estén inspiradas por los altos ideales divinos, que confluyen siempre en la viven­cia del amor (Mateo 5:21-26).
Por tanto, Jesús no retoca la ley, ni intenta promover una ley nueva, sino que invita a cambiar de actitud espiritual para leer a través del amor la ley de siempre. Lo que todos sus oyentes necesitan no son nuevas prácticas, sino un nuevo nacimiento. Hasta ahora creíamos que la ley nos hablaba de hacer; el sermón de Jesús nos invita a ser.
Jesús echa por tierra el valor meritorio de una ética basada en un simple cómputo de «buenas obras hechas» y «malas acciones evitadas». Hasta las obras más religiosas pueden hacerse al margen de Dios. Orar para aparen­tar piedad (y no para ponemos en comunión con Dios), dar limosna para ser admirados (y no por amor al necesitado) y ayunar para parecer espiri­tuales (y no para hacemos más disponibles para servir a Dios), todo ello nos daría una «justicia» semejante a la de los escribas y fariseos (Mateo 6:1-18). «Por tanto, os digo que si vuestra justicia no fuera mayor que la de los es­cribas y fariseos, no entraréis en el reino de los cielos» (Mateo 5:20).
No cabe duda de que estas explicaciones incomodan a los que ya encontra­ban la antigua ley demasiado pesada, y deja profundamente inquietos a los que se creían observadores modelo, ya que buscar el espíritu de cada manda­miento es mucho más exigente que contentarse con respetar la letra. Aguantar a nuestros padres, privamos de robar, retenemos de mentir, cuidar de no con­sumar el adulterio, guardar el sábado de puesta a puesta de sol…, todo ello podemos hacerlo, y de hecho lo hacemos con cierta frecuencia, y hasta pode­mos sentimos satisfechos de nuestras proezas… Pero amar de corazón, since­ramente, buscar de veras el bien del otro, vivir el espíritu de la ley, ¿quién consigue hacerlo con sus propias fuerzas? Porque siempre se podría amar me­jor: no hay límites para el amor ni para el ideal divino….
La justicia que predica Jesús molesta a los estrictos fariseos, resulta mor­tificante para su orgullo espiritual, pues desenmascara su superficialidad e hipocresía. Porque Jesús afirma que la justicia farisaica no da acceso al rei­no de Dios. O dicho de otra manera, su comportamiento no muestra que Dios esté reinando en sus vidas. Creyéndose santos y justos, resulta que se encuentran excluidos. Ellos que habían escalado, jadeantes y sudorosos, las más escarpadas laderas de la ley y creían haber alcanzado la cima; ellos que habían llegado arriba rendidos, rotos por la fatiga y el esfuerzo; ellos que se recompensaban a sí mismos por sus logros lanzando sobre el valle, donde tantos mediocres se habían quedado, una mirada de desdeñosa conmise­ración… Y ahora llega este joven maestro y les dice que se equivocan, que esa presunta cumbre desde la que se pavonean no es ni siquiera una colina, que ese camino no es el camino, y que a la vista de los ideales de Dios, es­tán en los mismos mínimos que los que se quedaron en el llano. ¡Qué contrariedad y qué vergüenza descubrir que su única recompensa está en el miserable tesoro de vanagloria y justicia propia conseguido con sus simu­lacros de obediencia! No habiendo sembrado nada, nada pueden cosechar…
¡Qué lejos se encuentran de la ley de amor, de la obediencia interior del es­píritu de la ley, que Jesús les revela! Es de ese espíritu del que Jesús afirma que no había que perder ni una jota ni una tilde.
Con estas palabras Jesús confunde a la vez las esperanzas de los que desean en su fuero interno la abolición de las cargas de la ley, y de los que desean que todo siga igual (sin que nadie ahonde en las intenciones). Jesús repite que no solamente no ha venido a abolir esa ley, sino que ha venido a cumplirla. Cumplir una ley es satisfacerla, llevarla a su plenitud, darle su pleno sentido. Vino para eso. Porque la ley no estaba siendo cumplida: ningún ser humano podía pretender cumplirla. Jesús la cumple en sus enseñanzas, la cumple reve­lando su espíritu, su sentido íntimo, su pleno alcance, toda su extensión, toda su fuerza. En el sermón del monte Jesús presenta una edición revisada, expli­cada, de la ley divina. Una perfecta interpretación, que traduce en un lenguaje accesible a todos lo que Dios espera de nosotros, que no son obras aparente­mente buenas, sino la entrega del corazón. Porque hasta que no entregamos el corazón a Dios no le hemos dado nada.
Jesús cumple la ley en su propia vida. Esta traducción es, si cabe, más per­fecta que la otra. Por la integridad de su conducta, por su completa sumi­sión a la voluntad divina, por la incomparable perfección de su obediencia, por la absoluta plenitud de su amor, Jesús es la ley personificada. Quien con­templa a Jesús tiene un ejemplo perfecto del espíritu de la ley. Quien vive en Jesús vive la ley. Como dice Jean Zumstein:
«Para empezar, según Mateo, la Ley es válida en toda su integridad […]. Mateo sostiene categóricamente que Cristo, lejos de abolir la Ley, la cumple, es decir le da plena validez. Y esta validez entendida en un sentido preciso: ni una jota ni un tilde, ni el menor de los Mandamientos pueden ser puestos en tela de juicio (Mateo 5:18-19). La Ley veterotestamentarla tal como había sido recibida por Israel en el curso de su historia es pues normativa, sigue siendo la adecuada expresión de la voluntad de Dios. Es más, como lo recuerda al principio del capítulo 23, la Ley tal como era enseñada por los escribas resulta válida».
El problema nunca estuvo en la ley sino en su interpretación.
El espíritu de la ley
Debido a los numerosos apéndices que la turbulenta historia religiosa de Israel había añadido a la legislación bíblica en el transcurso de los siglos, cada vez era más difícil discernir la primera intención de la ley. El giro tomado por ciertas tradiciones había acabado desfigurando el sentido de la Alianza. En demasiados puntos la letra de la Ley había llegado a ocultar su espíritu. Instaurada para ofrecer una mejor calidad de vida, la Ley amena­zaba con asfixiar al hombre en un corsé de observancias minuciosas. La tradición oral había ido recargando la ley con una serie de interpretaciones que sentaban jurisprudencia y adquirían un valor jurídico idéntico —si no superior— al de los preceptos mosaicos. La explicación de la Tora llegó a sustituirla, hasta el punto de que para los escribas era «más grave rebelarse contra las palabras de los maestros que contra las palabras de la Tora».
Los objetivos de Dios, se perdían entre los pormenores de los reglamen­tos. Jesús no se cansará de fustigar a los escribas y fariseos que «en la cátedra de Moisés se sientan […]. Atan cargas pesadas y difíciles de llevar, y las po­nen sobre los hombros de los hombres» (Mateo 23:3, 4), ni de repetir que la esencia de la ley es el amor (Mateo 22:39, 40).
En sus tiempos se discutía, por ejemplo, sobre si la cláusula que permi­tía el repudio se limitaba al caso de porneia o incluía también otras razo­nes. Para la escuela de Hillel, liberal, cualquier argumento era válido para repudiar a la mujer (por ejemplo, no saber cocinar) mientras que la escuela de Samai, más conservadora, mantenía que el único caso admisible de rup­tura era por infidelidad. Jesús recuerda que en el plan divino original nin­guna cláusula preveía el repudio: «en el principio no era así» (Mateo 19:1-9). Se esperaba que tanto el hombre como la mujer fuesen lo suficientemente responsables como para asumir plenamente sus compromisos. Jesús recuer­da cual era el ideal. Pero, por otra parte, concede que siendo tan «duros de cerviz» y vulnerables, condicionados por nuestros errores y problemas, so­mos capaces de hacemos sufrir hasta el punto que el divorcio es, a veces, la alternativa menos mala. Jesús reconoce que la ley se adapta a la historia del hombre. El carácter dinámico de la revelación bíblica nos permite descubrir sus principios intemporales más allá y a través de todos los mandamientos.
Interrogado por sus contemporáneos sobre qué era, a su parecer, lo esen­cial de la ley, Jesús resume el contenido de todos los mandamientos en una sola frase, con un solo verbo: «Amarás al señor tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente y con todas tus fuerzas y a tu prójimo como a ti mismo» (Marcos 12:28-31; cf. Mateo 22:15-46; Lucas 20:20-47). Es importante observar que esta respuesta es una cita de Deuteronomio 6:5, es decir, de la confesión de fe de Israel. Jesús responde a la pregunta sobre la ley con una confesión de fe. Así revela que su comprensión de la esencia de toda la revelación divina, incluida la legislación, es la fe y el amor: «De estos dos mandamientos dependen toda la ley y los profetas» (Mateo 22:40). Su noción de la observancia de la ley va más allá de los límites de la ética y se inscribe en la esfera de la fe, donde la fidelidad a Dios y el amor al prójimo son la expresión de un compromiso espiritual más significativo que el respeto de un código. Se puede decir que Jesús «absolutiza» las exigencias morales de la ley (la exigencia del amor) al mismo tiempo que relativiza la letra, guiando al ser humano en dirección del ideal propuesto por Dios. Si el espíritu de la ley es el amor (Mateo 22:34-40), jamás puede quedar caduco. Por eso, Jesús invita a dejarse guiar por él en un camino de superación constante pero de plena libertad.
La actitud de Jesús frente a la ley no representa, como algunos suponen, una «humanización» de las leyes del Antiguo Testamento. En realidad Jesús las radicaliza porque el amor es más exigente que cualquier ley. En un pa­saje como Mateo 23:23, por ejemplo, las expresiones pintorescas no deben hacernos olvidar el fondo de la argumentación: «¡Ay de vosotros, escribas y fariseos, hipócritas! Porque diezmáis la menta y el eneldo y el comino, y dejáis lo más importante de la ley: la justicia, la misericordia y la fe. Esto era necesario hacer, sin dejar de hacer aquello». Jesús no reprocha a sus inter­locutores la observancia de lo accesorio sino el olvido de lo esencial (Mateo 23:23; Marcos 7:8-13). Les reprocha que, aferrándose a la letra pequeña de la ley, transgredan su espíritu. Para él, la irrupción del evangelio transforma al hombre y lo orienta en su trayectoria, pero no alejándolo de la ley, sino ayudándole a vivirla. Zaqueo deja de robar y devuelve lo hurtado (Lucas 19:8-10). El publicano deja sus negocios sucios y se vuelve apóstol (Mateo 9:9-13). La prostituta se convierte (Lucas 7:36-50). Los valores que domina­ban su vida anterior se trastocan. Ahora son humildes en vez de arrogantes. Se esfuerzan por dar en vez de recibir. Comparten lo que tienen para ayudar a otros. Si ostentan algún poder lo utilizan para servir. Siguiendo a Jesús son capaces de amar sin ser correspondidos, de perdonar a sus enemigos e incluso de morir por ellos.
En Mateo 5 el itinerario del creyente se inspira de un ideario tan elevado que culmina con la invitación a ser «perfectos» (Mateo 5:48). En el original, el verbo griego está en futuro, y así deberíamos dejarlo. Traducirlo como im­perativo es desalentador. Porque ¿quién puede ser jamás perfecto como Dios? Jesucristo, realista, se expresa en futuro: «Seréis perfectos», es decir, un día llegaréis a ser como Dios desea. Pero no dice cuándo, ni exige que lo obtengamos ahora, ni por nosotros mismos. Dios lo promete, con él todo es posible (Filipenses 4:13).
Dos maneras de entender la ley
Teniendo en cuenta estas consideraciones, resulta evidente que para Jesús el sentido de la ley no era el mismo que para sus interlocutores fariseos. Una comparación entre los dos puntos de vista permitirá comprender la posi­ción de Jesús y ciertas declaraciones de las Epístolas de Pablo. Los fariseos tendían a hacer depender la salvación de la cantidad de buenas acciones realizadas. A su visión cuantitativa de la ley Jesús opone una visión cualita­tiva basada en las motivaciones. Lo que cuenta es la calidad de la actitud y de la relación con el otro (Mateo 5:21-26).
En el fariseísmo la visión de la ley era meritoria, orientada a conseguir la salvación a través de las obras. Para Jesús, la misión de la ley es funcional (Marcos 2:27), y su función inmediata no es salvamos —a no ser de nosotros mis­mos— o proporcionamos ocasiones de ganar méritos, sino orientamos en nuestras relaciones con Dios y el prójimo. En el fariseísmo la formulación de la Tora estaba considerada como absoluta, definitiva e inamovible, incluso casi por encima de Dios. Para Jesús, la formulación de la ley es relativa, en el sen­tido de que se puede y se debe reformular: «oísteis que fue dicho […]. Pero yo os digo» (Mateo 5:21, 27, 32, 34 etc.). Los mandamientos no son tabúes a res­petar porque sí: son hitos que delimitan el camino en la dirección del bien. Su letra hay que entenderla en aras de su intención primera.
Los fariseos consideraban la ley como una realidad atemporal. Jesús era cons­ciente de que las leyes mosaicas tienen una dimensión histórica, en el sentido de que ciertos mandamientos se dictaron cuando la situación lo hizo necesario. Por ejemplo, si Moisés dio una ley sobre el divorcio fue «por la dureza de vuestro corazón», «pero en el principio no fue así» (Mateo 19: 8). Ciertas leyes del Penta­teuco no representan el plan original de Dios, sino su voluntad de hecho en vista de la realidad humana. El fariseo esperaba la salvación mediante el cumpli­miento de la ley. El propósito de la Tora —enseñaba— es que por la obediencia de la ley los hombres reciban la aprobación de Dios, justificación, vida y una parte del mundo futuro. Jesús, descartando totalmente la idea de que la obser­vancia salva, abunda en la función pedagógica de la ley (ver Gálatas 3:24), que consiste en recordamos el ideal divino. Así, a la mujer adúltera le dice: «Ni yo te condeno, vete y no peques más» (Juan 8:11). «Te has arrepentido, has decidido cambiar de rumbo. Ahora puedes vivir una vida en armonía con el proyecto que Dios tiene para ti». Al joven jurista insatisfecho de su vida espiritual, que busca­ba vida eterna, Jesús lo invita a observar los mandamientos, pero a no conten­tarse con ello (Mateo 19:16-22; Marcos 10:17-23). Lo insta a ir más lejos, atrevién­dose a poner todo su ser en marcha y a seguirle con el aliento inagotable de un corazón nuevo. En lugar de enriquecer la dimensión religiosa de este joven con algunos consejos suplementarios, Jesús le propone una vida nueva, altruista, donde ningún sacrificio (ni siquiera el de dejar sus riquezas) es comparable al gozo de vivir a la altura de un gran amor «Si quieres ser feliz, si buscas coheren­cia, solo te falta una cosa: sígueme». Y al ladrón en la cruz, a quien la muerte inminente no dará tiempo a observar los mandamientos, le garantiza, sin em­bargo, que estará con él en el paraíso (Lucas 23:43).
Jesús lleva su interpretación de la Ley más allá de la moral, a las antípodas tanto del legalismo como del moralismo. La dinámica de su ética es un cons­tante llamado a la conciencia, que motiva a avanzar incesantemente hada la plenitud del amor (Mateo 5:43-48). Las palabras de la ley, resumidas en un do­ble amarás, no son para él meras órdenes u obligaciones (barreras cruzadas en nuestra ruta para obligamos a seguir por el camino recto, o protecciones cons­truidas para impedir caídas y accidentes) sino revelaciones de la gracia divina.
Jesucristo en su mensaje de la montaña da un nuevo eco a las palabras de la ley. Palabras nuevas en continuidad con los viejos textos («Oísteis que fue dicho […]. Pero yo os digo») dirigidas a quienes están dispuestos a aprender y desa­prender cada día y a seguir sus pisadas. Para el cristiano la persona de Jesús ocupa d lugar que sus contemporáneos asignaban a la ley. Seguir a Jesús (Juan 14:6-23; Gálatas 2:20) equivale a entrar en la alianza renovada (Jeremías 31:31). Su «ley» no es un código que paraliza con prohibiciones y amenazas, sino un ideal que impulsa al servido en una vida cada vez más útil y más plena (Juan 10:10).


Ver David Banon, “La Tora est-elle une loi?” [¿Es la Torá una ley?] en Loi et libertè [Ley y libertad], Pardès 17, (París, Cerf, 1993), p. 25.

La inmutabilidad de la ley es una idea arraigada en el judaísmo. “Creo de una fe perfecta que la Tora que se encuentra en nuestras manos es en su totalidad la misma que fue dada Moisés nuestro maestro. Creo de una fe perfecta que esta Tora no será jamás modificada, y que ninguna otra ley será revelada por el Creador, bendito sea” (Principios Nº 8 y 9 de la fe judía, tal como fueron formulados por Maimónides entre 1135 y 1204)

El verbo pleroo utilizado en Mateo 5:17 es el mismo que se utiliza en Mateo 23:·2 para “colmar una medida”. Cumplir la ley supone, pues, que ésta no había alcanzado su desarrollo definitivo, que era un esbozo o un proyecto destinado a ser completado.

Jesús, un perfil biográfico (Proa, Barcelona, 2004), p. 423.

Shab. B. 31a

Como dice Jean Zumstein: “[El primer Evangelio] revela a Jesús como el intérprete soberano y último de la Ley veterotestamentaria. Efectivamente, para Mateo, Cristo es el maestro que da a la voluntad de Dios su forma acabada y última. En este sentido, es el Mesías de la palabra” (Mateo el teólogo. Cuadernos Bíblicos 58 (Estella: Verbo Divino, 1987), p. 10

Jean Zumstein, “Loi et Èvangile dans le temoignage de Matthieu” [La ley y el evangelio según Mateo], en Loi et Èvangile [Ley y evangelio], (Ginebra: Labor & Fides, 1981), pp. 39, 40

“Moisés recibió la Tora en el Sinaí. Él la transmitió a Josué, Josué a los ancianos, los ancianos a los profetas, y los profetas, a los hombres de la gran sinagoga” (Misna Abot 1:1).

Sanedrín 11:3.

Mientras que en griego adulterio es moijeia, o infidelidad conyugal, porneia incluye muchos otros tipos de infidelidades y de desviaciones relacionadas con el sexo. La ruptura de la pareja y del vínculo matrimonial ocurre no sólo a raíz del adulterio, sino también por otras formas de infidelidad.

“Las tres primeras horas del día Dios se siente y se ocupa de estudiar la Tora” (B Aboda Zara, 3b). Sobre la idea de que Dios mismo está sujeto a la Tora, ver también Midrash Bereshit Rabba 2:1-5.

Un texto rabínico fundamental dice, por ejemplo, que el “Mesías vendrá cuando el pueblo judío al completo observe (correctamente) el sábado dos veces seguidas” (Talmud Shabbath 118b)

Elena G. de White, Mensajes selectos, tomo 1, p. 42.

Categorías: La Ley de Dios

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