El sistema de sacrificios, tema 1
La primera vislumbre que obtenemos de Dios después que pecara el hombre, nos lo presenta andando en el huerto al fresco del día llamando a Adán: “¿Dónde estás tú?” (Génesis 3:9.) Es un cuadro a la vez hermoso y significativo. El hombre había pecado y desobedecido al Señor, pero Dios no lo abandonaba. Buscaba a Adán. Lo llamaba: “¿Dónde estás tú?”. Estas son las primeras palabras que se registran que hayan sido dirigidas por Dios al hombre después de la caída.
No deja de ser significativo que Dios nos sea así presentado. Él está buscando y llamando a Adán, buscando a un pecador que se está ocultando de él. Es un cuadro similar al que ofrece el padre en la parábola, que día tras día escruta el horizonte para ver si descubre al hijo pródigo, y corre a su encuentro cuando está “aún lejos” (Lucas 15:20). Es un cuadro similar al de aquel pastor que va “por los montes, dejadas las noventa y nueve, a buscar la que se había descarriado,” y “más se goza de aquélla, que de las noventa y nueve que no se descarriaron” (Mateo 18:12, 13).
Adán no comprendía plenamente lo que había hecho ni los resultados de su desobediencia. Dios le había dicho que el pecado significaba la muerte, que “el día que de él comieres, morirás” (Génesis 2:17). Pero Adán no había visto jamás la muerte, y no comprendía lo que entrañaba. A fin de hacerle comprender la naturaleza del pecado, Dios revistió a Adán y Eva de pieles de animales que habían sido sacrificados. Adán, al mirar la muerte por primera vez, debe haber quedado profundamente impresionado por el carácter pecaminoso del pecado. Allí estaba inmóvil el cordero, desangrándose. ¿Volverá a vivir? ¿No volverá a comer ni a andar ni a jugar? La muerte cobró de repente un significado nuevo y más profundo para Adán. Empezó a comprender que a monos que el Cordero muriese por él, moriría también como el animal L 10 que yacía a sus pies, sin futuro, sin esperanza y sin Dios. Desde entonces, la piel con que estaba revestido, le recordaba su pecado, pero también, y aún más, la salvación del pecado.
El cuadro que nos ofrece Dios haciendo vestiduras para sus hijos que están a punto de ser echados de su hogar, revela el amor de Dios para con los suyos, y su tierna consideración hacia ellos, aun cuando hayan pecado. Como una madre rodea de ropas abrigadas y protectoras a los pequeñuelos antes de mandarlos a arrostrar el viento crudo, así también Dios reviste con amor a sus dos hijos antes de despedirlos. Si bien debe apartarlos de sí, han de llevarse consigo la prenda de su amor. Deben tener alguna evidencia de que Dios se interesa aún por ellos. No se propone dejarlos luchar solos. Debe echarlos del huerto de Edén, pero sigue amándolos. Provee a sus necesidades.
Por causa del pecado de Adán y Eva, Dios tenía que excluirlos del hogar que había preparado para ellos. Con gran pesar en su corazón la pareja debió dejar el lugar donde se habían conocido, que encerraba tantos bienaventurados recuerdos. Pero debe haber sido con un pesar inconmensurablemente mayor como Dios les ordenó que se fuesen. Los había creado. Los amaba. Y les había destinado un futuro glorioso. Pero ellos le habían desobedecido. Habían elegido a otro señor. Habían comido del fruto prohibido. “Y ahora —dijo Dios, porque no alargue su mano, y tome también del árbol de la vida, y coma, y viva para siempre… Echó, pues, fuera al hombre” (Génesis 3:22-24).
Dios no dejó a Adán en una condición desesperada. No sólo prometió que el Cordero “inmolado desde la fundación del mundo” moriría por él, proveyendo así una salvación objetiva, sino que también prometió ayudarle a resistir el pecado dándole la capacidad de odiarlo. “Enemistad pondré entre ti y la mujer, y entre tu simiente y la simiente suya”, dijo Dios (Génesis 3:15). Sin hacer violencia al pasaje, se podría leer así su interpretación: 11 “Pondré en su corazón odio hacia el mal”. Ese odio es vital para nuestra salvación. Humanamente considerado, mientras haya amor al pecado en su corazón, ningún hombre está salvo. Puede resistir al mal, pero si hay en su corazón amor hacia él y lo anhela, se halla en terreno peligroso. Acerca de Cristo se dijo: “Has amado la justicia, y aborrecido la maldad” (Hebreos 1:9). Es importante aprender a odiar el mal. Únicamente al llegar a ser real para nosotros la iniquidad del pecado, únicamente cuando aprendemos a aborrecer el mal, estamos seguros. Cristo no amó simplemente la justicia: aborreció la iniquidad. Este odio es fundamental en el cristianismo. Y Dios ha prometido poner este odio hacia el pecado en nuestro corazón. El evangelio está resumido en las promesas hechas a Adán y en el trato que Dios le dio. Dios no abandonó a Adán a su propia suerte después que hubo pecado. Lo buscó; lo llamó. Le proveyó un Salvador, simbolizado por el cordero de los sacrificios. Prometió ayudarle a odiar el pecado, a fin de que por la gracia de Dios se abstuviese de él. Si Adán quería tan sólo cooperar con Dios, todo iría bien. Se proveía lo necesario para que volviese al estado del cual había caído. No necesitaba ser vencido por el pecado. Por la gracia de Dios, lo podía vencer.
Esto se nos presenta categóricamente en la historia de Caín y Abel. Caín se airó; su rostro se demudó. Tenía en su corazón sentimientos homicidas, y estaba dispuesto a matar a Abel. Dios le advirtió: “El pecado está a la puerta: con todo… tú te enseñorearás de él” (Génesis 4:7). Así se amonestaba misericordiosamente a Caín, y se expresaba la esperanza de que no necesitara ser vencido por el pecado. Como una fiera lista para lanzarse sobre su víctima, el pecado acechaba a la puerta. Según las palabras del Nuevo Testamento, Satanás anda rondando “como león rugiente”. Pero Caín no necesitaba ser vencido. “Te enseñorearás de él” (o “enseñoréate sobre él” como lo rinden la mayor parte de las versiones en otros idiomas) era la orden de Dios. Es más que una declaración; es una 12 promesa. El hombre no necesita ser vencido. Hay esperanza y ayuda en Dios. El pecado no ha de ejercer señorío sobre nosotros. Hemos de señorear nosotros sobre él.
Originalmente era intención de Dios que el hombre tuviese libre comunión con su Hacedor. Tal era el plan que intentó llevar a cabo en el huerto de Edén. Pero el pecado torció el designio original de Dios. El hombre pecó, y Dios tuvo que hacerlo salir del Edén a la tierra. Y desde entonces el pesar había de ser su suerte.
Pero Dios concibió un plan por medio del cual pudiese reunirse con los suyos. Si bien ellos habían de abandonar el hogar preparado para ellos, ¿por qué no habría de ir Dios con dios? Y si no podían vivir en el Paraíso, donde podían disfrutar de abierta comunión con él, ¿por qué no iría Dios con ellos? Y así, en la plenitud del tiempo, Dios mandó a su pueblo la orden: “Hacerme han un santuario, y yo habitaré entre ellos.” (Éxodo 25:8). ¡Amor admirable! ¡Dios no puede soportar la separación de los suyos! Su amor idea un plan por el cual puede vivir entre ellos. Los acompaña en sus peregrinaciones por el desierto, conduciéndolos a la tierra prometida. Dios está de nuevo con su pueblo. Es cierto que hay ahora un muro de separación. Dios mora en el santuario, y el hombre no puede allegarse directamente a él. Pero Dios está tan cerca como lo permite el pecado. Está “entre” su pueblo.
El Nuevo Testamento dice acerca de Cristo: “Llamarás su nombre Emmanuel, que declarado, es: Con nosotros Dios” (Mateo 1:23). El ideal cristiano es la comunión con Dios, la unidad con él, sin separación. “Caminó… Enoc con Dios”, (Génesis 5:24). Moisés habló con él cara a cara (Éxodo 33:11). Pero Israel no estaba listo para experimentar tal cosa. Necesitaba que se le enseñasen lecciones de reverencia y santidad. Necesitaba aprender que sin santidad nadie puede ver a Dios (Hebreos 12:14). A fin de enseñarles esto, Dios les pidió que le hiciesen un santuario para que pudiese morar entre ellos.
Sin embargo, antes de que Dios les pidiera que le construyesen un santuario, les promulgó los diez mandamientos (Éxodo 20). Les dio su ley a fin de que supiesen lo que se requería de ellos. Estuvieron frente al monte que ardía con fuego. Oyeron los truenos y vieron los relámpagos; y cuan a hablar, “todo el monte se estremeció en gran manera” y el pueblo tembló (Éxodo 19:16-18). La manifestación fue tan impresionante, “y tan terrible cosa era lo que se veía, que Moisés dijo: Estoy asombrado y temblando”, y el pueblo rogó “que no se les hablase más” (Hebreos 12:21, 19). El pueblo no podía menos que ver y reconocer la justicia de los requerimientos de Dios, y tanto antes como después que fuera proclamada la ley contestó: “Haremos todas las cosas que Jehová ha dicho, y obedeceremos” (véase Éxodo 19:8; 24:3, 7).
Cuando emprendieron una tarea tan gigantesca, los israelitas debían comprender muy mal su incapacidad de hacer lo que habían prometido. Por su experiencia pasada podrían haber sabido que sin la ayuda divina no podían guardar la ley. Sin embargo, prometieron hacerlo, aunque pocos días después se hallaban bailando en derredor del becerro de oro. La ley prohibía que se adorasen ídolos, y ellos habían prometido guardar la ley; y sin embargo, estaban adorando a uno de sus antiguos ídolos. En su culto del becerro de oro, demostraron su incapacidad o falta de voluntad para hacer lo que habían convenido en hacer. Habían violado la ley que habían prometido guardar, y ahora ella los condenaba. Esto los dejaba en la desesperación y el desaliento.
Dios tenía un propósito al permitir esto. Quería que Israel supiese que en sí mismo y por sí mismo no había esperanza posible de guardar jamás la ley de Dios. Sin embargo, estos requerimientos eran necesarios para la santidad, y sin santidad nadie puede ver a Dios. Esto los obligaba a reconocer su condición desesperada. La ley que había sido dada para que viviesen les traía tan sólo condenación y muerte. Sin Dios, estaban sin esperanza.
Dios no los dejó en esta condición. Así como en el huerto de Edén el cordero inmolado prefiguraba a Cristo, ahora por medio de los sacrificios y el ministerio de la 14 sangre, Dios les enseñó que había provisto una vía de escape. Abrahán comprendió esto cuando el carnero apresado en el matorral fue aceptado en lugar de su hijo. Indudablemente no había comprendido todo el significado de su propia respuesta cuando Isaac le preguntó: “He aquí el fuego y la leña; mas ¿dónde está el cordero pura el holocausto?” (Génesis 22:7). A esto Abrahán había respondido: “Dios se proveerá de cordero para el holocausto, hijo mío” (versículo 8). Cuando levantó el cuchillo, Dios dijo: “No extiendas tu mano sobre el muchacho, no le hagas nada” (versículo 12). Mientras Abrahán miraba en derredor suyo, vio a un carnero apresado en un matorral, “y fue Abrahán, y tomó el carnero, y ofreciólo en holocausto en lugar de su hijo” (versículo 13). Acerca de esto Cristo dice: “Abrahán vuestro padre se gozó por ver mi día; y lo vio, y se gozó” (Juan 8: 56). En el carnero apresado en el matorral, que murió en lugar de su hijo, Abrahán vio a Cristo. Se regocijó y se alegró.
La lección que Abrahán había aprendido, Dios iba ahora a enseñarla a Israel. Mediante el cordero inmolado; mediante el becerro, el carnero, el macho cabrío, las palomas y las tórtolas; mediante la aspersión de la sangre sobre el altar de los holocaustos, sobre el altar del incienso, hacia el velo, o sobre el arca; mediante la enseñanza y la mediación del sacerdote, los hijos de Israel habían de aprender a allegarse a Dios. No habían de quedar en situación desesperada frente a la condenación de la santa ley de Dios. Había una manera de escapar. El Cordero de Dios iba a morir por ellos. Por la fe en su sangre, podrían ponerse en comunión con Dios. Por la mediación del sacerdote, podrían entrar representativamente en el santuario de Dios, y llegar en la persona del sumo sacerdote hasta la misma cámara de audiencia del Altísimo. Para los fieles de Israel, esto prefiguraba el tiempo en que el pueblo de Dios podría entrar osadamente en el santísimo por la sangre de Jesús (Hebreos 10:19).
Todo esto Dios quería enseñarlo a los hijos de Israel 15 mediante el sistema de sacrificios. Para ellos era un medio de salvación. Les daba valor y esperanza. Aunque la ley de Dios, el Decálogo, los condenaba a causa de sus pecados, el hecho de que el Cordero de Dios iba a morir por ellos les daba esperanza. El sistema de sacrificios constituía el evangelio para Israel. Señalaba claramente cómo podía tener comunión y compañerismo con Dios. Hay entre los que profesan ser cristianos quienes no ven ninguna importancia o valor en los servicios que Dios ordenó para el templo; sin embargo la verdad es que el plan de la salvación evangélica, como se revela en el Nuevo Testamento, queda mucho más claro cuando se comprende el Antiguo Testamento. De hecho, se puede decir confiadamente que el que entiende el sistema levítico del Antiguo Testamento, puede comprender y apreciar mucho mejor el Nuevo Testamento. El uno prefigura al otro y es un tipo de él.
La primera lección que Dios quería enseñar a Israel por medio del servicio de los sacrificios es que el pecado significa la muerte. Vez tras vez esta lección fue grabada en su corazón. Cada mañana y cada atardecer durante todo el año se ofrecía un cordero para la nación. Día tras día el pueblo traía al templo sus ofrendas por el pecado, sus ofrendas de holocausto o de agradecimiento. En cada caso se mataba al animal y se asperjaba la sangre en el lugar indicado. Sobre cada ceremonia y cada servicio quedaba estampada la lección: El pecado significa la muerte.
Esta lección es tan necesaria en nuestros tiempos como en los días del Antiguo Testamento. Algunos cristianos piensan con demasiada ligereza acerca del pecado. Piensan que es una fase pasajera de la vida que la humanidad abandonará en su desarrollo. Otros piensan que el pecado es lamentable, pero inevitable. Necesitan que se grabe indeleblemente en su mente la lección de que el pecado significa muerte. En verdad, el Nuevo Testamento dice que la paga del pecado es la muerte (Romanos 6:23). Sin embargo, muchos no alcanzan a ver ni a 16 comprender la importancia de esto. Una concepción más viva del pecado y de la muerte en su inseparable relación, nos ayudará mucho a comprender y apreciar el evangelio.
Otra lección que Dios quería enseñar a Israel era que el perdón del pecado puede obtenerse únicamente por la confesión y el ministerio de la sangre. Esto servía para grabar profundamente en Israel el costo del perdón. El perdón del pecado es más que pasar simplemente por alto los defectos. Cuesta algo perdonar; y el costo es una vida, la vida misma del Cordero de Dios.
Esta lección es importante también para nosotros. Para algunos, la muerte de Cristo parece innecesaria. Dios podía, o debía, piensan ellos, perdonar sin el Calvario. La cruz no les parece una parte integral y vital de la expiación. Sería bueno que los cristianos de hoy contemplasen más a menudo el costo de su salvación. El perdón no es asunto sencillo. Cuesta algo. Mediante el sistema ceremonial, Dios enseñó a Israel que el perdón puede obtenerse únicamente por el derramamiento de sangre. Y nosotros necesitamos esta lección ahora.
Creemos que un estudio de los reglamentos del Antiguo Testamento acerca de la manera de allegarse a Dios, reportará grandes beneficios. En el sistema de los sacrificios se hallan los principios fundamentales de la piedad y la santidad que tiene su completo desarrollo en Cristo. Debido a que algunos no han dominado estas lecciones fundamentales, no están capacitados ni preparados para penetrar en las cosas mayores que Dios ha preparado para ellos. El Antiguo Testamento es fundamental. El que está cabalmente aleccionado en él, podrá construir un edificio que no caerá cuando desciendan las lluvias y soplen los vientos. Habrá edificado “sobre el fundamento de los apóstoles y profetas, siendo la principal piedra del ángulo Jesucristo mismo” (Efesios 2:20).
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