El Vaticano y los Grandes Genocidios del Siglo XX (38)
Alberto Treiyer
Doctor en Teología
Terrorismo de Estado.
Durante la dictadura militar argentina se encontró una momia de un faraón egipcio cuya identificación dio que hacer a los arqueólogos. Mientras discutían sobre su posible identificación, se apareció un militar argentino que pidió que le permitieran investigarla. Para sorpresa de todos, salió al rato diciendo que se trataba del famoso faraón Komunitón que había vivido a comienzos del segundo milenio antes de Cristo. Pasmados por la seguridad de su testimonio, los científicos reunidos le preguntaron cómo llegó a esa conclusión. El militar argentino les respondió, sin inmutarse: “Muy simple, señores. La hice hablar”.
Chistes de esta naturaleza circulaban por Francia y Europa en general, durante todo el período de la Guerra Sucia. Lo mismo podría haberse dicho de todo el período de supremacía del anticristo medieval romano, que torturó y destruyó a su gusto a toda persona que se atrevió a pensar diferente en materia religiosa. En ocasión del gobierno militar argentino, sin estar yo enterado de muchos pormenores, les dije a varios amigos europeos que había que mirar el cuadro de los dos lados. Me respondían con nítida claridad: “Nosotros ya pasamos por esa etapa acá. Eso es ‘terrorismo de estado’, y hay que prevenir su reaparición. Nada puede justificar la desaparición de personas sin que gente imparcial pueda verificar las sentencias. Juicios secretos y desapariciones sin explicación alguna no se aceptan en ninguna nación libre y civilizada. Tampoco se aceptan condenas pura y simplemente por convicciones políticas, religiosas o raciales”.
Como dijimos anteriormente, muchos fueron torturados miserablemente y murieron sin escrúpulo alguno, y sin tener nada que ver con la así llamada subversión. Si no los fusilaban como en Chile, para enterrarlos en fosas comunes y secretas, les daban pastillas para hacerlos dormir y los tiraban de un avión como en Paraguay, con manos y pies atados en el río más ancho del mundo, el Río de la Plata (en Paraguay los tiraban en la selva). Otras veces los encerraban en un cuarto con una garrafa de gas encendida, le propinaban un terrible golpe en la nuca que los desmayaba, con el propósito de que el peritaje posterior calificase su muerte como suicidio. Por gracia y milagro de Dios un pastor adventista a quien le aplicaron ese tratamiento se salvó.
¿Qué hacían con los que eran torturados sin prueba alguna en su contra y se salvaban por fortuna de morir? ¿Cómo trataban a los familiares que por casualidad llegaron a enterarse de la equivocación cometida al asesinar a un hijo, a un marido o a una esposa? El ejército les decía, sin pedir excusa alguna: “¡Aquí no pasó nada! ¿Entendió?”. Repetían esa misma frase hasta que los familiares de las víctimas inocentes asintiesen clara y definidamente como habiendo entendiendo perfectamente lo que se quería decirles de esa manera. Así procuraba el ejército tapar oficialmente el crimen y la inmundicia, y amenaza hasta hoy en Chile y en Argentina a quienes quieren hablar para limpiar su alma de tan terrible criminalidad. Pero como está sucediendo después de medio siglo de la Segunda Guerra Mundial, y un cuarto de siglo después de la Guerra Sucia, diferentes tipos de archivos siguen soltándose, y más testimonios de víctimas que sobrevivieron al atropello de Estado se atreven a expresarse. Las piezas del rompecabezas siguen apareciendo y apuntando, en ambos eventos—fascismo europeo y sudamericano—a una misma fuente de inspiración: la Iglesia Católica Romana.
Hoy el terrorismo proviene, mayormente, de movimientos disidentes clandestinos a los cuales la comunidad internacional persigue implacablemente. En general, las naciones civilizadas procuran alcanzarlos sin perder la paciencia como pasó en Sudamérica. Procuran mantener por todos los medios posibles una clara diferenciación entre los criminales y los inocentes. Los mismos poderes internacionales que ejercen la autoridad en este mundo han condenado el terrorismo de estado no sólo de Argentina y Chile, sino de todos los estados europeos fascistas que los precedieron en Europa. Pero, ¿cuánto tiempo lograrán mantenerse bajo control los que ostentan el poder en los estados actuales, frente a una violencia equivalente a la que precedió al diluvio, a medida que el Espíritu de Dios se retira de la tierra?
h) El gobierno divino no es terrorista.
¡Cuando pensamos en el terrorismo de estado que se dio en las dictaduras catoliconas de sudamérica, nos quedamos impactados al ver cuán lejos estuvieron los representantes de la Iglesia Romana de representar el carácter real de Dios! Gracias al Dios del cielo porque vemos que su gobierno no tiene ninguna traza de terrorismo estatal. ¡Cuánta paciencia ha tenido Dios para con este mundo! Aunque su juicio finalmente se revelará sobre toda la tierra, “es paciente con nosotros, porque no quiere que ninguno perezca, sino que todos procedan al arrepentimiento” (2 Ped 3:9). Dio a su Hijo para que muriese “en rescate por muchos” (Mr 10:45), de tal manera que “todo aquel que crea en él no se pierda, sino que tenga vida eterna” (Jn 3:16).
El juicio final de Dios será terrible para los que se pierdan. Pero será llevado a cabo delante del universo entero, no sin antes que todos puedan verificar la justicia de su sentencia y respaldarla (Dan 7:9-10,22; Apoc 20:11-15). ¿Por qué razón? Porque nada que contraríe el amor de Dios podrá prevalecer. Para que todas las criaturas del universo no se asustasen, el gobierno divino debía erradicar toda atmósfera de terrorismo. Por eso dice Pablo que a través de la predicación del evangelio y de la reacción del mundo a ese mensaje, así como mediante la transformación de tantas vidas que deberán ser investigadas en el juicio final, la Deidad se propone revelar su sabiduría a las inteligencias celestiales (Ef 3:9-10; Col 1:20; 1 Ped 1:12).
Desde una perspectiva jurídica, no hay cosa más extraordinaria que el plan de salvación para resolver el problema del mal en el universo. Sólo la sabiduría divina podía concebir un plan mediante el cual pudiese ejercer misericordia y amor para con el culpable, y esto sin sacrificar su justicia. “El amor y la verdad se encontraron, la justicia y la paz se besaron” (Sal 85:10). “Justicia y juicio son el fundamento de tu trono, el amor y la verdad van ante ti. ¡Dichosos los que saben aclamarte! Andarán a la luz de tu rostro, Señor” (Sal 89:14-15; 97:2). Mediante el perfecto equilibrio ejercido entre la justicia y el amor divinos, vemos a Dios protegiendo a su creación de caer, por un lado, en la presunción de creer que la humanidad puede salvarse sin transformación y redención, y por el otro de vivir presas del terror por una justicia severa e implacable, sin escape y liberación posibles.
El amor de Dios se revela, en efecto, “para que tengamos confianza en el día del juicio”. Pues “en el amor no hay temor. Antes el amor perfecto elimina el temor, porque el temor mira el castigo. De donde el que teme, aún no está perfecto en el amor” (1 Jn 4:17-18). ¿Podría el universo haber sido perfeccionado en el amor—y más aún nosotros tan necesitados como estamos de ese amor divino—si Dios comenzase a hacer desaparecer a unos y otros sin explicación alguna, e impusiese un terrorismo de estado en el universo? ¡Gracias a Dios porque su juicio no se da sin discriminación!
La única manera en que tanto los militares como los sacerdotes católicos de Argentina, Chile y demás países de sudamérica tienen de librarse del juicio final, es confesando pública y honestamente su falta, porque público fue su crimen. En la etapa final de restauración que Dios ofrece libremente a todo hombre aún criminal, en esta tierra, deberán procurar reparar los asesinos de Estado, hasta donde les sea posible, el daño cometido. En ese día final no los librará una iglesia que pretende ser desvergonzadamente infalible y que apaña a hijos criminales a los que considera útiles para cumplir con sus permanentes proyectos de dominio y supremacía. Sólo hay salvación mediante arrepentimiento y confesión, no mediante una vindicación de una iglesia criminal y una institución militar igualmente genocida.
“No os engañéis, Dios no puede ser burlado. Todo lo que el hombre sembrare, eso también segará” (Gál 6:7). “El que encubre sus pecados no prosperará. Mas el que los confiesa y se aparta, alcanzará misericordia” (Prov 28:13).
Conclusión.
Si las naciones en este siglo de “derechos humanos” no aceptan que se mate a mansalva, sin discriminar entre el criminal y el inocente, ¿aceptaría el Señor tamaña barbarie de quienes presumieron obrar en su nombre? La sangre inocente que era derramada, según la Biblia, “contaminaba” la tierra en medio de la cual el Señor habitaba (Núm 34:33-34). Por tal razón, al vindicar al Hijo de Dios recientemente condenado por la nación judía, las autoridades públicas de entonces interpelaron a los apóstoles con la siguiente declaración: “¿Quéreis echar sobre nosotros la sangre de ese hombre?” (Hech 5:28).
En referencia directa al fin del mundo, el profeta Isaías retoma este concepto, dando a entender la razón por la cual la maldición iba a caer sobre toda la tierra. “La tierra se contaminó bajo sus habitantes, porque traspasaron las leyes, falsearon el derecho, quebrantaron el pacto eterno. Por eso la maldición consumió la tierra, y sus habitantes fueron desolados” (Isa 24:5-6). Esto no lo dice Isaías refiriéndose a una degeneración de la justicia pura y simplemente callejera. En el anuncio inmediatamente precedente el profeta incluye, en efecto, a los gobernantes y religiosos de las naciones de la tierra que participarían igualmente en la obstrucción de la justicia internacional “Y sucederá lo mismo al sacerdote y al pueblo, al siervo y a su señor, al que compra y al que vende, al que presta y al que toma prestado, al que da a logro y al que lo recibe… Se enlutó la tierra y se marchitó, enfermó, cayó el mundo; languidecieron los nobles [gente elevada] de los pueblos de la tierra” (Isa 24:2,4).
El clamor apocalíptico que asciende a Dios implorando su juicio dice: “¿Hasta cuándo, Señor, justo y verdadero, no juzgas y vengas nuestra sangre de los que moran en la tierra?” (Apoc 6:10). Esta es una clara referencia al terrorismo de estado que predominó durante 1260 años mayormente en Europa, contra los que asumían el testimonio de “la Palabra de Dios” y morían por causa “del testimonio que llevaban” (Apoc 6:9). “‘Babilonia la grande’ fue ‘embriagada de la sangre de los santos’ [Apoc 17:6]. Los cuerpos mutilados de millones de mártires clamaban a Dios venganza contra aquel poder apóstata” (CS, 64). “Hubo horribles matanzas de tal magnitud que nunca será conocida hasta que sea manifestada en el día del juicio” (CS, 626).
A comienzos del S. XX, E. de White advertía: “Si el lector quiere saber cuáles son los medios que se emplearán en la contienda por venir, no tiene más que leer la descripción de los que Roma empleó con el mismo fin en siglos pasados” (CS, 630). Esto se cumplió parcialmente en los cuadros horrorosos y miserables que se revivieron durante la mayor parte del S. XX, aquí y allí, doquiera el Vaticano lograba apoderarse en forma absoluta y autoritaria del poder. “Roma está aumentando sigilosamente su poder”, advertía E. de White siempre al comenzar el S. XX. En sus “secretos recintos reanudará sus antiguas persecuciones. Está acumulando ocultamente sus fuerzas y sin despertar sospechas para alcanzar sus propios fines y para dar el golpe en su debido tiempo… Pronto veremos y palparemos los propósitos del romanismo. Cualquiera que crea u obedezca a la Palabra de Dios incurrirá en oprobio y persecución” (CS, 638; véase Apoc 12:17; 13:15; 14:12).
Los genocidios del S. XX, inspirados por tantos siglos de despotismo clerical no tuvieron, sin embargo, como foco principal a los que “guardan los mandamientos de Dios y tienen el testimonio de Jesucristo” (Apoc 12:17). Aún así, el clamor de los impíos que se ven entrampados y enredados en la crueldad de este mundo también llega a Dios, como ascendió el cielo el clamor de Sodoma y Gomorra y de tantas otras ciudades prototipos antiguas (Gén 18:20-21). Aunque terrible fue el genocidio del S. XX, los vientos fueron retenidos para que no predominase una facción en forma absoluta (Apoc 7:1-3). Ráfagas huracanadas llegaron a Sudamérica también, pero no pudieron prevalecer.
Toda esa sangre derramada cruelmente a lo largo de los siglos, saldrá finalmente a la luz y será vengada. En la destrucción de Babilonia, la ciudad simbólica apóstata de Roma, se habrá entonces simbólicamente “hallado la sangre de los profetas, de los santos, y de todos los que han sido sacrificados en la tierra” (Apoc 18:24). La sangre inocente no podrá más permanecer encubierta. “Porque el Señor viene de su morada, para castigar por sus pecados a los habitantes de la tierra. Y la tierra descubrirá la sangre derramada sobre ella, y no encubrirá más sus muertos” (Isa 26:21).
¡Sí, “las puertas del infierno” prevalecerán contra Roma, porque no es la Iglesia que fundó el Señor! El Apocalipsis dice que Roma, bajo el símbolo de Babilonia, no es “la ciudad eterna”, sino que será finalmente destruída. “Entonces un ángel poderoso alzó como una gran piedra de molino, y la echó al mar, diciendo: ‘Con tanto ímpetu será derribada Babilonia, esa gran ciudad, y nunca jamás será hallada’” (Apoc 18:21). “¡Alégrate sobre ella, cielo! ¡Alegraos vosotros, santos, apóstoles y profetas! Dios ha pronunciado juicio en vuestro favor contra ella” (Apoc 18:20).
Los hombres podrán escapar al juicio internacional gracias a la típica obstrucción de la justicia y doble moral que una presunta Santa Madre Iglesia que entiende a la perfección a sus hijos criminales, lleva a cabo por diferentes medios aquí en la tierra. Babilonia es, en efecto, “madre de rameras” y “de las abominaciones de la tierra” (Apoc 17:5). Pero ningún criminal, por más alto cargo que haya ostentado aquí en la tierra, podrá escapar al juicio de Dios. La única opción para toda alma atormentada es confesar su falta, y arrepentirse de todo corazón invocando el perdón divino en virtud del pago ofrecido por el Hijo de Dios al dar su vida por el pecador (Hech 2:37-29).
Pronto llegará la crisis final. Esto tendrá lugar cuando el foco del genocidio buscado sea, equivalente al de la Edad Media, un “remanente” de la cristiandad, más definidamente los que “guardan los mandamientos de Dios y tienen la fe de Jesús” (Apoc 14:12). Esta vez, sin embargo—aunque a través de la tribulación final que lo purificará—ese “remanente” triunfará, porque el Señor mismo se interpondrá. Ningún terrorismo de estado podrá extirpar de la tierra a aquellos a quienes el Apocalipsis identifica como “llamados, escogidos y fieles”, porque están con el Señor que murió por ellos (Apoc 17:14), esto es, tienen su ley, su sello de aprobación (Apoc 7:3-4; 14:1).
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