El Vaticano y los Grandes Genocidios del Siglo XX (9)
Alberto Treiyer
Doctor en Teología
Conclusión.
El concordato entre el Vaticano y Mussolini en 1929 fue el primer acto efectivo de reestablecimiento del poder político del papado. Podía ahora pisar de nuevo sobre tierra firme, una tierra que era de nuevo suya. Es cierto que había perdido grandes territorios en su período de muerte, y que ahora le devolvían un pequeño Estado. Pero además de la gran suma de dinero que se le dio en compensación por los territorios que perdía, tuvo otra ventaja que iba a saber explotar por el resto del S. XX y probablemente hasta el mismo fin del mundo.
Lo más importante para el papado era volver a ser ahora un monarca espiritual y secular al mismo tiempo. Todas las naciones y todas las religiones del mundo, en sus foros respectivos, iban a tener que escuchar su voz y, de buen o mal grado, respetarla. En efecto, el Vaticano pasaba a ser la única ciudad-estado del mundo, con posibilidad de ser reconocida diplomáticamente por toda la tierra, en todo órgano internacional, inclusive en las Naciones Unidas. El hecho de ser apenas una ciudad dentro de otra ciudad, le permitía también seguir identificándose con Roma y toda su fama histórica. De hecho, el papado no se había mudado, no se había ido de la legendaria ciudad.
Por supuesto, la pequeña ciudad que ahora recuperaba legalmente no iba a limitarlo en su proyección política y religiosa internacional. Por el contrario, al poseer la soberanía sobre un espacio de sólo 108.7 acres, lo hacía insignificante pero sólo en apariencias. Gracias a su extenso poder religioso internacional, podría emprender sus enormes ambiciones políticas pasando más fácilmente desapercibido. Como lo reconoció el sacerdote jesuita Malaquías Martin, los demás poderes que compitiesen por el dominio mundial no lo verían como competidor, lo que le permitiría salir a la postre, ganador de la contienda.
Lo que hizo el papado al aprobar de diferentes maneras la campaña de Mussolini a Etiopía, y su agenda religiosa exclusivista, ¿no lo haría también en todo el mundo, una vez que lograse formar concordatos de la misma naturaleza político-religiosos con otros países y religiones? “Y la mujer que viste es aquella gran ciudad que impera sobre los reyes [o gobernantes] de la tierra” (Apoc 17:18). “Y dice en su corazón: ‘Estoy sentada como reina. No soy viuda, ni veré llanto’” (Apoc 18:7).
VII. El vínculo del Vaticano con Hitler y Alemania.
Es probable que el museo del holocausto en Washington vindique en parte con el silencio el antisemitismo católico por el hecho de que Alemania es normalmente considerada como Protestante, y la Iglesia Protestante alemana terminó doblegándose ante Hitler. Pero los Protestantes no firmaron un concordato con Hitler antes que lo hiciera el Vaticano, viéndose compelidos a seguir su ejemplo. Para entender el contexto, basta con mencionar al abad benedictino Alban Schachleitner, quien argumentó que apoyaba a los nazis por razones tácticas contra los luteranos. El padre Wilhelm Maria Senn creía también que Hitler había sido enviado al mundo por la providencia divina, citando así indirectamente las palabras del papa en referencia a Mussolini (Pope’s Hitler, 110).
Aunque de a momentos, Hitler pareció ni creer en Dios, fue siempre católico y se formó en un hogar católico tradicional. Asistía regularmente a misa, fue monaguillo, y soñaba con ser sacerdote. Cuando iba a la escuela en un monasterio benedictino en Lambach, Austria, descubrió la cruz vástica hindú que adoptó más tarde como símbolo de su movimiento Socialista Nacional. La Iglesia Católica nunca lo excomulgó. Por el contrario, Pío XI fue el primer jefe de estado que reconoció el gobierno de Hitler en 1933, y alabó a Hitler en público, aún antes de reconocer oficialmente su régimen. Siempre en 1933, Pío XI expresó a Fritz von Papen, vice canciller de Hitler, “cuán complacido estaba de que el gobierno de Alemania tuviese ahora en su cabeza a un hombre inflexiblemente opuesto al comunismo” (Megalomania, 164).
El partido Nacional Socialista de Hitler provino de Munich, no de Berlín; de la Baviera católica en el sur de Alemania, no del protestantismo del norte. Luego del concordato con Mussolini, el Vaticano invirtió gran parte de los 26 millones (equivalente a 85 millones de dólares para la época que recibió de Mussolini en compensación por los territorios que cedía al estado italiano), en la industria alemana. Una parte menor la invirtió, sin embargo, en el partido de Hitler, mediante el arzobispo Eugenio Pacelli, nuncio del Vaticano en Berlín y futuro papa Pío XII. Esto lo hizo luego que Hitler le aseguró que su partido tendría por misión frenar el avance del comunismo ateo (Unholy Trinity, 294-295). Gracias a directivas que provinieron claramente del Vaticano, los católicos se unieron en masa y entusiastamente al régimen de Hitler.
Más de la mitad de las tropas de Hitler fueron católicas (a pesar de ser el país mayoritariamente protestante). Austria, un país católico, tenía un porcentaje mayor de miembros del partido nazi. Cuando se dio el complot militar para matar a Hitler, la Iglesia Católica ofreció un Te Deum para agradecer a Dios por el escape del Führer. Nada de todo esto debiera extrañarnos ya que, como católicos, estaban acostumbrados a someterse a gobiernos eclesiásticos autoritarios que los regían en su vida espiritual y material.
La población católica de Alemania superaba en número a la de cualquier otro país de la tierra, a pesar de representar luego de la primera guerra mundial, un tercio de la población (23 millones). Con Hitler más tarde, esa población iba a crecer hasta llegar a la mitad de la población de toda Alemania, mediante la inclusión de las regiones católicas del Saar, del Sudentendland y Austria (Pope’s Hitler, 80-81,106).
Para entender la complicidad del Vaticano en el genocidio de Hitler, es importante tener en cuenta también la situación de Alemania con el Vaticano antes de Hitler, cuando la autoridad política del papado era desafiada por doquiera. Esto siguió así hasta el posterior crecimiento católico y la toma de poder del Führer en 1933. A nadie debía extrañar entonces, que el Vaticano firmase un tratado con el nazismo de Hitler para afirmarse con privilegios especiales en toda Alemania, sin importarle que estuviese pactando con un racista criminal.
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