La iglesia
Adenilton Tavares de Aguiar
Pastor, graduado en Teología y Letras, con Maestrías en Ciencias de la Religión y Teología Pastoral
Una de las figuras más utilizadas en la Biblia para la Iglesia es la metáfora del cuerpo. Cuando Pablo habló acerca de los dones espirituales, esa fue la imagen que él planteó; un cuerpo con muchos miembros (Romanos 12:4-8; 1 Corintios 12:12-27; Efesios 4:12, 15, 16).
Si tenemos en cuenta la metáfora del cuerpo, entonces notaremos que algunos miembros desempeñan un rol crucial, pero eso no significará que los demás no sean necesarios e importantes. En el caso de una amputación, una pierna puede hacer más falta que un dedo de la misma extremidad. Ese miembro tiene una función que sólo él puede desempeñar, por lo que su ausencia se hace sentir con prontitud. De igual modo, los hermanos y hermanas que desempeñan las funciones más simples en la iglesia son absolutamente necesarios y, con seguridad, la iglesia no sería la misma sin ellos.
Para ilustrar esta verdad, Pablo menciona: “Ni el ojo puede decir a la mano; ‘No te necesito’. Ni la cabeza a los pies: ‘No os necesito’. Antes, los miembros del cuerpo que parecen más débiles son los más necesarios. Los miembros que parecen menos dignos, los vestimos con más honor. Y los que son menos decorosos, los tratamos con más honestidad” (1 Corintios 12:21-23; énfasis añadido). Esto podría decirse de otro modo: Imagina que la persona responsable de abrir la iglesia no viniera, ¡ni culto tendríamos! En el mejor de los casos, tendríamos un culto improvisado fuera del templo. En este ejemplo, las personas que trabajan detrás de bambalinas tal vez sean las que más contribuyan para el bienestar de la iglesia.
La metáfora del cuerpo contiene otra lección muy importante: la iglesia no es una organización, sino un organismo vivo, compuesto de muchos miembros, los cuales trabajan con el mismo propósito, dirigidos por la Cabeza, que es Cristo.
El fundamento de la iglesia
No quedan dudas en las Escrituras que Jesús es la Roca y el Fundamento de la iglesia. Pedro dijo que Jesús es la Piedra angular rechazada por los hombres (Hechos 4:8-11), y la piedra de Isaías 28:16 (1 Pedro 2:6). Jesús aplicó a si mismo el término en el evangelio (Mateo 21:41; cf., Lucas 20:17, 18); sus propias palabras son consideradas una roca (Mateo 7:24, 25). Pablo menciona que Cristo es la Piedra que guio al antiguo pueblo de Israel (1 Corintios 10:4).
Aunque pueda afirmarse que los apóstoles contribuyeron para la construcción de la iglesia, Jesús es la principal Piedra (Efesios 2:20). Y todos aquellos que estén aferrados a esa Piedra, que es Cristo, son considerados piedras vivas (1 Pedro 2:5). Si Jesús hubiera establecido a Pedro como cabeza de la iglesia, seguramente habría sido la persona que resolviera el dilema planteado por la cuestión de la circuncisión en la Asamblea de Jerusalén (Hechos 15). Pedro tuvo ocasión de participar (15:7-11); Pablo y Bernabé también intervinieron (15:12); pero fue Santiago quien tuvo la palabra final (15:13, 19, 22). Esto significa que él fue el líder de esa asamblea y que todos los apóstoles estaban en una posición de igualdad.
Elena G. de White hizo un importante comentario acerca de este concilio: “El discurso de Pedro dispuso a la asamblea para escuchar con paciencia a Pablo y Bernabé, quienes relataron lo que habían experimentado al trabajar por los gentiles. […] Santiago también dio testimonio con decisión, declarando que era el propósito de Dios conceder a los gentiles los mismos privilegios y bendiciones que se habían otorgado a los judíos. Plugo al Espíritu Santo no imponer la ley ceremonial a los conversos gentiles, y el sentir de los apóstoles en cuanto a este asunto era como el sentir del Espíritu de Dios. Santiago presidía el concilio, y su decisión final fue: ‘Yo juzgo, que los que de los gentiles se convierten a Dios, no han de ser inquietados’. Esto puso fin a la discusión. El caso refuta la doctrina que sostiene la iglesia católica romana, de que Pedro era la cabeza de la iglesia. Aquellos que, como papas, han pretendido ser sus sucesores, no pueden fundar sus pretensiones en las Escrituras. Nada en la vida de Pedro sanciona la pretensión de que fue elevado por encima de sus hermanos como el vicegerente del Altísimo”.
En el Nuevo Testamento, Jesús no es solo considerado el fundamento de la iglesia, sino también su Líder, lo que queda claro en la metáfora del cuerpo. Los miembros no actúan independientemente de Él (Efesios 4:15). Así, “desde su ascensión, Cristo ha llevado adelante su obra en la tierra mediante embajadores escogidos, por medio de quienes habla aún a los hijos de los hombres y ministra sus necesidades. El que es la gran Cabeza de la iglesia dirige su obra mediante hombres ordenados por Dios para que actúen como sus representantes”.
La oración de Cristo por la unidad
Es maravilloso pensar cuán abarcante fue la oración de Jesús registrada en Juan 17. Él oró por sí mismo (17:1-5); por sus discípulos (17:6-19), y por aquellos que se convertirían en discípulos, incluyéndonos a nosotros (17:20-26). Cuando Jesús oró por la unidad de la iglesia, mencionó la unidad que existe entre Él y el Padre. Lógicamente, también podríamos incluir la Persona del Espíritu Santo. Los tres son uno en propósito, y trabajan en constante unidad (1 Corintios 12:4-6; Efesios 4:4-6). Basado en la unidad que existe entre el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, Jesús oró por la unidad de la iglesia. Esa unidad, no obstante, es espiritual: “Es responsabilidad de cada cristiano escoger participar de esa unidad, amando a los demás miembros del cuerpo de Cristo”.
En distintas ocasiones, Jesús le encomendó a sus discípulos que se amaran unos a otros (Juan 13:34M 15:12, 17). Pero también mencionó: “En esto conocerán todos que sois mis discípulos: si os amáis unos a otros” (Juan 13:35). Por lo tanto, Jesús dejó bien en claro que, sin amor de los unos por los otros, simplemente no habrá unidad. Además, Jesús también declaró: “Si vosotros permanecéis en mi Palabra, sois realmente mis discípulos” (Juan 8:31). De este modo, podríamos decir que, para que haya unidad en la iglesia, es necesario que sus miembros permanezcan fieles no sólo a Cristo, sino también a su Palabra. De hecho, no es posible ser fiel a Cristo e infiel a su Palabra. Una cosa depende de la otra.
En todas las épocas, la iglesia fue sustentada por Cristo a través de hombres fieles. Por lo tanto, la unidad mencionada por Jesús no se trata de una unidad visible, “teniendo en cuenta que es una unidad de sucesivas generaciones de creyentes, los cuales no pueden estar en el mundo al mismo tiempo […] El resultado final de esa unidad es su efecto sobre el mundo, en el cual los discípulos son considerados como poseyendo 1) la misma fe; 2) el mismo espíritu; y 3) el mismo amor, para que el mundo tenga una mejor comprensión de Dios y del evangelio”.
En este sentido, estamos unidos a los creyentes de otras épocas, posteriores a la ascensión de Cristo, por el hecho de que hemos aceptado el mismo conjunto de creencias defendidas por ellos, teniendo a Jesús como el eje unificador de toda la verdad.
La provisión de Jesús para la unidad
La unidad de la iglesia, por la cual Jesús oró, sólo es posible si estamos ligados a Él, y somos uno con Él. Acerca de esto, Elena G. de White orientó: “Lean y estudien cuidadosamente la oración que Cristo elevó justamente antes de su enjuiciamiento, y que se registra en el capítulo 17 de Juan. Sigan sus enseñanzas y obtendrán la unidad. Nuestra única esperanza de alcanzar el cielo está en ser uno con Cristo. Entonces, y a través de Cristo, lograremos la unidad”.
La clave para la unidad está, precisamente, en la expresión: “Yo en ellos, y tú en Mí” (Juan 17:23). Esta clase de unidad solo es posible a través de la acción redentora de Dios, por medio de Cristo. Según los teólogos Walvoord y Zuck, son dos los objetivos para la unidad de los creyentes entre sí y su unidad con Dios: 1) para que el mundo crea en la misión de Cristo; y 2) para que el mundo sienta que el amor del Padre por los creyentes es tan profundo, estrecho y constante, como lo es su amor por el Hijo. Aunque esta unidad sea, esencialmente, espiritual y, por lo tanto, invisible, sus frutos son ciertamente visibles. Esta “es una unidad que el mundo desea, pero que no logra producirla. Por lo tanto, esas manifestaciones de unidad, ausentes en el mundo incrédulo, serían poderosamente atractivas”.
Un gran obstáculo para la unidad
Donald Hagner, especialista en el evangelio de Mateo, comenta que “la orden ‘No juzguéis’ no debería ser considerada como una prohibición de toda clase de juicio o discernimiento entre lo correcto y lo incorrecto”. Por ejemplo Jesús, al hablarle a sus discípulos, los orientó a prevenirse de los “falsos profetas”, y concluyó: “Por sus frutos los conoceréis” (Mateo 7:15, 16). Nadie logra hacer eso sin practicar alguna especie de juicio. El verbo krinō, comúnmente traducido como juzgar, también significa evaluar, examinar, etc. Por lo tanto, Jesús estaba advirtiéndoles a aquellos que se dejan llevar por las apariencias, a los que crean un concepto en relación a una persona antes de una cuidadosa evaluación de los hechos.
Una persona no prejuiciosa actúa basado en los dos principios que, según Barton, son las “medidas de Dios”, el amor y la justicia. Por otra parte, la persona que no actúa llevada por prejuicios tampoco hace acepción de personas, no es parcial, no es selectiva en el sentido de ejercer una predilección por alguien en detrimento de otros.
En este sentido, otra acepción del vocablo griego krinō, traducido como juzgar, es preferir, y eso nos conduce a Santiago 2:1-4: “Hermanos míos, que vuestra fe en nuestro glorioso Señor Jesucristo sea sin distinción de personas. Porque si en vuestra congregación entra un hombre con anillo de oro, y ropa espléndida, y también entre un pobre con vestido andrajoso, y miráis con agrado al que trae ropa elegante, y le decís: ‘Siéntate tú aquí en este buen lugar’. Y al pobre decís: ‘Estate tú allí de pie´. O: ‘Siéntate en el suelo a mis pies’. ¿No sería esto hacer distinción entre vosotros, y ser jueces con mal pensamiento?”.
Analizando este pasaje, James Mills llama la atención a la necesidad de evitar la elección de relaciones basada únicamente en las preferencias personales. Para él, la discriminación se presenta también como una manera de juzgar de la cual el cristianos debe apartarse. Nada puede afectar más a la iglesia que las así llamadas “camarillas”. Cada día Jesús tuvo tiempo para todas las clases sociales. Se mezcló con enfermos de toda especie, prostitutas, fariseos, escribas, rabinos, doctores de la ley, recaudadores de impuestos, etc. No hizo acepción de personas. Él mismo mencionó: “Todo lo que el Padre me da, vendrá a mí. Y al que viene a mí, nunca lo echo afuera” (Juan 6:37). En otra ocasión, afirmó: “Venid a mí todos los que estáis fatigados y cargados, y yo os haré descansar” (Mateo 11:28). La iglesia debe seguir su ejemplo. De hecho, lo sigue si cumple la comisión: “Por lo tanto, id, y haced discípulos a todas las naciones…” (Mateo 28:18-20; énfasis añadidos). El evangelio deja en claro que, en la iglesia de Cristo, no hay lugar para la acepción de personas. ¡Pero hay espacio para todas las personas!
La restauración de la unidad
La reconciliación entre las personas que se han desencontrado tal vez sea una de las tareas más difíciles en la carrera cristiana. Pero es una disciplina espiritual tan necesaria como las demás. En cierto modo, podría llegar a ser más relevante que otras actividades espirituales, siendo que sin ella, otras tareas podrían no tener sentido, o valor.
Al explicar la declaración de Jesús: “Por tanto, si al llevar tu ofrenda al altar, te acuerdas que tu hermano tiene algo contra ti, deja allí tu ofrenda ante el altar, y ve a reconciliarte primero con tu hermano. Entonces vuelve, y ofrece tu ofrenda” (Mateo 5:23, 24), el Comentario bíblico adventista menciona: “El presentar una ‘ofrenda’ o sacrificio personal se consideraba entre los actos religiosos más sagrados e importantes, pero aún esto debía ocupar tan lugar secundario por las circunstancias aquí expuestas. Es posible que la ‘ofrenda’ que aquí se menciona fuera un sacrificio hecho con el fin de obtener el perdón y el favor de Dios. Cristo insiste en que los hombres deben arreglar las cuentas con sus prójimos antes de que puedan reconciliarse con Dios (cf. Mateo 6:15; 1 Juan 4:20). La obligación más importante tiene prioridad sobre otra de menor importancia. La reconciliación es más importante que el sacrificio. El vivir los principios cristianos (Gálatas 2:20) es de mucho mayor valor a la vista de Dios que practicar las formas externas de la religión (2 Timoteo 3:5)”.
El discurso de Jesús no es como muchos de los discursos que escuchamos hoy, repletos de palabras huecas. Un buen ejemplo de esto puede ser encontrado en Efesios 4:32. Basado en lo que Cristo hizo, Pablo expuso un vehemente llamado a la iglesia: “Sed benignos, compasivos unos con otros, perdonándoos unos a otros, como también Dios os perdonó en Cristo”.
Una de las escenas más conmovedoras en la Biblia respecto de la reconciliación es, con seguridad, el reencuentro de José con sus hermanos: “’Te ruego que perdones la maldad de tus hermanos y su pecado, porque mal te trataron. Por tanto, te rogamos que perdonas la maldad de los siervos del Dios de tu padre’. Y mientras ellos hablaban, José lloró. Fueron también sus hermanos y se postraron ante él, y le dijeron: ‘Aquí nos tienes por siervos tuyos’” (Génesis 50:17, 18). ¿Qué habrías hecho en el lugar de José?
Cualquiera que piense que fue fácil para él, tal vez no esté considerando la tremenda traición de sus hermanos. El perdón no es fácil, pero es necesario. De hecho, el verdadero perdón es difícil no solo para el que lo da, sino también para el que lo recibe. La situación no era cómoda para aquellos hombres en Egipto. Pedir perdón es una forma de quebrar el orgullo. ¿Cómo reaccionó José? “Y mientras hablaban, José lloró” (Génesis 50:17). José les ofreció perdón. Él era gobernador de Egipto, pero estaba gobernado por el Espíritu Santo. ¡La presencia del Espíritu sensibiliza el corazón!
Conclusión
En un sueño, Dios le mostró a Nabuconosor el surgimiento y la caída de los grandes imperios mundiales (Daniel 2), así como el derrocamiento final de los reinos de este mundo a través de una piedra que sería lanzada sin el auxilio de manos humanas y que reduciría al polvo a los imperios humanos (Daniel 2:44, 45). Algunos reinos se desmoronarían, otros serían destruidos, porque fueron construidos sobre arena movediza. Pero el reino de Dios fue erigido sobre la Roca de los siglos, el Señor Jesucristo.
Los que viven para los reinos de este mundo solo ven aquello que puede verse con los ojos carnales, las cosas perecederas, pero los que han experimentado el reino de Dios ven aquello que sólo puede verse con los ojos de la fe, las cosas imperecederas. Logran ver la Perla de gran precio, y entregan todo lo que tienen a fin de obtenerla, mientras que otros la desprecian. Esto ven en los milagros la actuación directa de un Dios que vino al mundo a instaurar su reino, mientras que los incrédulos consideran que tales milagros no son otra cosa que mitos. Ven en un sencillo carpintero al Hijo de Dios, mientras que otros lo ven apenas como un importante personaje de la Historia. Escogen perder, cuando podrían ganar. Se entregan a su propia vida, porque saben que la Roca de los siglos ya entregó su vida por ellos, y lo hacen precisamente porque saben dónde comienza el reino: “Sobre esta Roca edificaré mi iglesia. Y las puertas del infierno no prevalecerán contra ella” (Mateo 16:18). El propio trono de Satanás se desmoronará, ¡pero la Roca de los siglos reinará para siempre!
Tú y yo estamos invitados a formar parte de ese reino.
Jack W. Hayford. Spirit Filled Life Bible for Students: Learning and Living God’s Word by Power of His Spirit Nashville: Thomas Nelson Publisher, 1997.
H. D. M. Spence-Jones. The Pulpit Commentary: St. John. Bellingham, WA: Logos Research Systems, Inc, 2004, v. 2, p. 359.
Walvoord, J. F., Zuck, R. B. The Bible Knowledge Commentary: An Exposition of the Scriptures. Wheaton, IL: Victor Books, 1983, v. 2, p. 334.