La Muerte de Jesús y el plan de Salvación
La
Muerte de Jesús y el plan de Salvación
George W. Reid
Con el final del primer siglo de
la era cristiana y la muerte de Juan –el último de los testigos
íntimos del ministerio de Cristo– comenzaron a aflorar cuestiones
que hasta entonces se habían dado por sentadas: ¿Quién
fue Jesús? ¿Por qué vino? ¿Por qué murió?
Las respuestas a tales cuestiones vinieron a través de una sucesión
de metáforas existentes en las Escrituras: el Cordero sacrificial de
Dios que quita los pecados del mundo; el Rey de reyes Conquistador; la Luz del
mundo. Se vio entonces a Jesús como al Hijo de Dios –un Libertador
cósmico, un emisario del cielo. Pero se lo vio también como al
Hijo del hombre, identificándose con nosotros.
Una de las imágenes más explicativas yace en la idea de rescate.
Dice Jesús: “Como el Hijo del hombre, que no vino para ser servido,
sino para servir y para dar su vida en rescate por todos” (Mat. 20:28).
Y haciéndose eco de él, Pedro afirma: “Pues ya sabéis
que fuisteis rescatados de vuestra vana manera de vivir la cual recibisteis
de vuestros padres no con cosas corruptibles, como oro o plata, sino con la
sangre preciosa de Cristo, como de un cordero sin mancha y sin contaminación”
(1 Ped. 1:18 y 19).
La idea de rescate era conocida en el mundo antiguo. El término hacía
referencia a algún objeto de valor, empleado para recuperar algo de la
casa de empeños. Se refería también a la compra de la libertad
por parte de un esclavo. Desde luego, los antiguos conocían demasiado
bien la práctica de pagar un rescate para la liberación de un
secuestrado o prisionero de guerra. De ahí el comentario de Pablo: “Por
precio fuisteis comprados; no os hagáis esclavos de los hombres”
(1 Cor. 7:23).
El precio del rescate
No obstante, mentes inquietas se
pusieron pronto a la obra, y suscitaron la cuestión: Si rescatados, ¿quién
recibe el precio del rescate?
Es interesante que la Biblia nunca dice quién. A lo largo de los siglos
se fue configurando el escenario de un drama –mitad real y mitad ficción.
Según la fábula, el Padre y Satanás fueron quienes cerraron
el trato. Adán había vendido sus derechos –de hecho, su
alma– al diablo. Conocedor del ferviente deseo que el Padre tenía
de ver a Adán devuelto, Satanás, con una sonrisa sádica,
puso el último precio: la vida del Hijo de Dios, el objeto por excelencia
del odio de Lucifer.
Así, Jesús vino –según ese drama– y vivió
bajo el férreo tormento de Satanás, y finalmente perdió
su vida. Pero de acuerdo con la fábula, el mismo Lucifer resultó
burlado, puesto que el Padre resucitó a su Hijo de la tumba, dejando
a Lucifer privado de su premio, y en posesión de nada más que
un sepulcro vacío. Perdió el precio que había extorsionado
al Padre.
La verdad importante
Más allá de la fantasía
de la ilustración, descubrimos aquí una gema de verdad. Cristo
dio ciertamente su vida como rescate por nosotros, pecadores. Pero el asunto
importante poco tiene que ver con quién recibió el pago. Hay una
verdad muchísimo más importante: que en la expiación de
Cristo se pagó un precio monumental, no en términos puramente
mercantiles, sino para lograr la reconciliación entre nosotros como caídos
pecadores, y nuestro Dios de justicia; para elevarnos a un estado de reconciliación
con Dios. “Porque si siendo enemigos, fuimos reconciliados con Dios por
la muerte de su Hijo, mucho más, estando reconciliados, seremos salvos
por su vida” (Rom. 5:10).
Ante un universo expectante, Dios demostró de una vez por todas hasta
dónde iba a llegar para hacer posible la redención de los pecadores
extraviados. Las dimensiones de su amor revelan la forma en la que su sacrificio
comporta la cualidad del rescate.
No debemos nunca olvidar que fue nuestro Dios quien inició nuestro rescate,
quien fue en nuestra búsqueda. “Y todo esto proviene de Dios, quien
nos reconcilió consigo mismo por Cristo” (2 Cor. 5:18). Y continúa
hoy buscándonos. Cuando aceptamos su invitación misericordiosa,
caminamos en la certeza de la salvación que nos garantiza por su muerte
y resurrección.
En una breve frase, Pablo sondea las profundidades de lo que significa para
Dios amar. “Mas Dios muestra su amor para con nosotros, en que siendo
aún pecadores, Cristo murió por nosotros” (Rom. 5:8).
Saltan a la vista tres verdades. Primera, Dios demuestra el tipo de amor que
tiene. Segunda, comprendemos nuestra situación de impotencia e ignorancia
como pecadores. Y tercera, vemos que es él quien inicia todo el plan.
En el plan de Dios Cristo cumple el pacto eterno, asumiendo el compromiso contraído
antes que el mundo fuera. Se sometería voluntariamente a entregar su
vida por nosotros. Tal como los Adventistas comprenden especialmente, estaba
en ello cumpliendo de forma coincidente un propósito de dimensiones cósmicas.
Pero ¿qué hay de su amor?
Desgraciadamente, el amor ha venido a convertirse en una palabra casi vacía. A menudo se lo asocia a la emoción, o hasta se lo confunde con un sentimiento religioso. Pero tal como se lo emplea en la Biblia, el amor es una palabra llena de poder, no de blandura nebulosa. El amor es agresivo: Dios entregado a la tarea de alcanzarnos para auxiliarnos. El amor es un principio, afirma E. White. ¿Cómo es eso posible? La respuesta es que el amor de Dios es un compromiso invariable, inviolable, una predisposición en favor nuestro que no podemos hacer decaer. No hay manera de hacer que se tambalee el amor divino, no lo podemos disuadir o desanimar. Es una búsqueda infatigable de parte del Dios que anhela auxiliar, y que jamás claudica. En ese sentido Dios es amor.
Más que ejemplo
En la alta Edad Media un monje francés,
Pierre Abelard, ideó lo que a él le pareció que describía
el significado real del amor. Se ha venido a conocer como la teoría de
la influencia moral. Reaccionando contra la idea de rescate que era común
en su tiempo, arguyó que Jesús no fue en ningún sentido
un rescate, sino alguien elevado. Si fuésemos capaces de comprender la
nobleza del carácter de Dios, razonaba él, nuestros endurecidos
corazones se enternecerían y serían movidos al arrepentimiento,
abandonando el pecado.
Para Abelard, la muerte de Cristo fue realmente la demostración última
del amor de Dios, y por lo tanto, una descripción de su carácter.
Así, Jesús sufrió con nosotros para dejarnos ejemplo. Sufrió
con el pecador, más bien que por el pecador. Esa teoría reinterpretaba
el significado de esos textos que nos dicen que Cristo murió por nosotros.
A pesar de su núcleo de verdad, la doctrina de Abelard quedaba muy lejos
de la plenitud del significado bíblico. Presenta a Cristo como a un sujeto
de la ley de amor, más bien que como a su Creador. Su tolerante concepto
del pecado sugiere que la dificultad proviene, no tanto de la violación
por parte del pecador contra el perfecto carácter de Dios, sino más
bien de su fracaso en comprender el gran afecto de Dios por él. Queda
en el vacío la enseñanza bíblica de que Cristo vino, no
sólo para demostrar el amor de Dios, sino igualmente para manifestar
su justicia. Con esa descripción de la expiación principalmente
en términos de darnos luz sobre su propósito, resulta acallada
la obra de Cristo como sacrificio muriendo por los pecadores culpables. El foco
recae especialmente en la iluminación moral interior, y mucho menos en
una llana y conclusiva muerte que resolvió el gran conflicto que el pecado
introdujera en el universo de Dios. Así, Abelardo nos trajo una verdad
parcial: Jesús como demostración indiscutible de la incesante
preocupación de Dios por nosotros.
Pero salvación significa más que sentimientos positivos entre
nosotros y Dios. Significa una abrumadora confrontación entre la justicia
y la rebelión humana en la que estamos todos atrapados. Significa un
amor que llevó a Jesús al sacrificio último a fin de obtener
para nosotros reconciliación con nuestro Creador. La horrible escena
física del Gólgota habló a los humanos sólo de una
forma muy limitada acerca de un amor que, de hecho, implica tomar la culpabilidad
de cada pecado y llevar su consecuencia: la separación total de Dios.
Sólo ahí afloran las profundidades de ese amor de Dios caracterizado
por la abnegación y perseverancia.
Así, como afirma Pablo, “tenemos paz para con Dios por medio de
nuestro Señor Jesucristo” (Rom. 5:1). Al aceptarlo tenemos el gozo
de la salvación, sabiéndonos plenamente aceptos en su amor. Dios
es amor, y la magnitud de ese amor continuará revelándose ante
nosotros una vez atravesadas las puertas de la eternidad.
Oculta en un texto bien conocido del Nuevo Testamento, se encuentra una verdad
que las traducciones suelen oscurecer: “Cristo murió por nuestros
pecados, conforme a las Escrituras” (1 Cor. 15:3). El texto dice literalmente
que Cristo vino a ser nuestro lugar de sacrificio (hilasterion en griego), una
referencia inequívoca al antiguo sistema sacrificial hebreo. Tanto en
la forma como en el fondo, el principio subyacente es la substitución.
Como era típico en las religiones paganas, los Griegos, en lo antiguo,
se esforzaban en apaciguar a sus dioses, procurando aplacar su ira y lograr
su favor mediante dones y un régimen consistente en determinadas obras.
Desgraciadamente el concepto persiste aún hoy entre algunos cristianos,
aflorando a veces en discusiones sobre la fe y las obras.
El favor del Padre
En la muerte de Cristo no existe
el más leve indicio de que el Salvador hiciera esfuerzo alguno por ganar
el favor del Padre. Disponiendo ya previamente de ese favor, su confianza lo
condujo hasta el Calvario, a pesar de que su humanidad se estremecía.
Confrontado con el abandono de la presencia de su Padre en aversión al
pecado, fue sólo en la cruz donde se hizo evidente el severo abismo.
Al caer sobre él el velo de nuestra culpabilidad, sus labios expresaron
un clamor agonizante: “¿Por qué me has desamparado?”
(Mat. 27:46).
Entonces descendió al abismo de la muerte segunda llevando la carga del
rechazo y rebelión contra Dios. En ese momento, él se encuentra
en nuestro lugar. Suya es la desesperación de los pecadores perdidos,
horrorizados ante el vacío tenebroso, privados de toda esperanza. Estando
en lugar nuestro, “el Salvador no podía ver a través de
los portales de la tumba” (El Deseado, p. 701). La muerte le sobrecogió
como al pecador abandonado, solo, en el lugar que realmente nos corresponde
a cada uno de nosotros.
Algunos sugieren que Cristo vino primariamente para mostrarnos su preocupación
por nosotros, en la desgraciada suerte que nos es común; para compartir
nuestros pesares, para asegurarnos de la comprensión y cuidado de Dios.
Si bien hay virtud en reconocer lo anterior, encierra la sutil sugerencia de
que, después de todo, el pecado no es algo tan grave, y que podemos tranquilizarnos
definitivamente sabiendo que Dios nunca deja de cuidarnos. Se nos anima a ver
el lado luminoso. Pero ¿cuánta luz alumbra el abismo de la muerte?
Sin duda alguna Jesús demostró cuánto nos ama el Padre,
pero había mucho más en juego. Vino para llevar el inevitable
castigo por la rebelión contra el carácter infinitamente justo
de Dios.
Jesús vino, no a apaciguar, sino a cancelar la culpabilidad y a limpiar
a los pecadores. Eso no es sobornar a Dios en ningún sentido, ni es artero
subterfugio a fin de satisfacer algo así como una demanda personal. Sí
es, por el contrario, un plan divinamente calculado del que Pablo declaró:
“para manifestar su justicia, a causa de haber pasado por alto, en su
paciencia, los pecados pasados, con la mira de manifestar en este tiempo su
justicia, a fin de que él sea el justo y el que justifica al que es de
la fe de Jesús” (Rom. 3:25 y 26). Dicho de otro modo: Más
bien que responder a la demanda de Dios, fue efectuado por iniciativa de Dios.
De ese modo Jesús pagó nuestro rescate y nos liberó, cautivos
como estábamos del pecado. Mostró así cómo nos ama
Dios. Pero hay mucho más. La auténtica comprensión tiene
lugar cuando nos apercibimos de la naturaleza desesperada del problema de nuestro
pecado y de la forma en la que Dios ha de tratar con la rebelión que
ha irrumpido en su universo.
Está en cuestión la rectitud de Dios, su justicia. Se da aquí
un categórico alejamiento de las ideas paganas relativas a apaciguar.
Dios emprende la obra de hacer un puente que salve el abismo. Se coloca él
mismo como substituto, para demostrar la naturaleza inmutable de su ley, y realiza
todo lo que es necesario. Cristo viene a ser hecho el sacrificio divino, su
cruz viene a ser un altar (ver 1 Cor. 5:7). Lo contemplamos asombrados, viendo
lo que efectúa en favor nuestro. “Se entregó a sí
mismo por nosotros” (Efe. 5:2) y ofreció “una vez para siempre
un solo sacrificio por los pecados” (Heb. 10:12). Dios “envió
a su Hijo en propiciación por nuestros pecados” (1 Juan 4:10).
En Cristo, nuestro pecado fue juzgado y condenado. Permanece intacta la naturaleza
justa de Dios, y queda resuelta la violación de la misma. Mientras lo
contemplamos como niños asombrados, él nos reconcilia, derramando
los beneficios sobre nosotros, quienes lo aceptamos por fe. Después de
todo lo realizado, con el universo por testigo, ¿qué más
pudo haber hecho?
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