La Trinidad y el Diseño Social de la Creación.
Alberto R. Treiyer. Phd
Si alguien escribiese un libro titulado Terapia de Sujeción, nadie se lo compraría, porque cada cual lucha por liberación, no sujeción. En efecto, nadie parece estar satisfecho con la situación actual que se vive en la sociedad. Por un lado hay abusos de poder, y por el otro hay desconformidad con el papel que Dios le asignó a cada ser humano en esta creación. Por consiguiente, muchos no quieren sujetarse a nadie sobre nada, y rechazan aún la identidad sexual que Dios les asignó. Tampoco quieren sujetarse al orden social que Dios estableció en el Edén, y que procura restablecerse en el vínculo del amor.
Con esas ansias de liberación que se respira en todo ambiente, no hay hogar ni iglesia ni gobierno que aguanten. En casos extremos, encontramos a gente que vive sola, completamente aislada, porque cree que el mundo es malo, y que la única solución es masticar la amargura en la soledad. Por consiguiente, en este documento consideraremos en forma especial, los principios de sujeción que muchos desconsideran al tratar los problemas sociales, pero que la Biblia requiere para lograr la paz y la felicidad en la sociedad humana.
Dios hizo al hombre sociable. Después de crearlo dijo, “no es bueno que el hombre esté solo” (Gén 2:18).
Nadie vive para sí, y aún después de la introducción del pecado y de la muerte, nadie muere tampoco para sí. Fuimos creados para vivir en relación y dependencia, primeramente de Dios quien nos hizo y a quien le pertenecemos, y luego de nuestros prójimos (Rom 14:7,8). El aislamiento y rompimiento de las relaciones humanas fue consecuencia del pecado. Pero “al principio no fue así” (Mat 19:8).
¿Cómo fue al principio?
Hubo perfecta armonía en el universo por toda la eternidad que va hacia atrás. El Padre amaba al Hijo y al Espíritu Santo, el Hijo amaba al Padre y al Espíritu Santo; el Espíritu Santo amaba al Padre y al Hijo. La Trinidad es el ejemplo más extraordinario de que el amor siempre existió, y ese amor es tan eterno como Dios mismo, porque “Dios es amor” (1 Jn. 4:8). Y al crear seres vivientes semejantes a la Deidad, ese vínculo de amor desinteresado mantuvo sujeta toda la creación universal. La Trinidad misma se revela como ejemplo y modelo de tal vínculo y sujeción de amor desinteresado.
¿Cómo se explica entonces, que en un universo tan maravilloso, ese vínculo del amor se rompiese de tal forma que se introdujese el caos? Eso ocurrió cuando un ángel descubrió cuán hermoso Dios lo había hecho (Eze. 28:17). Al comenzar a mirarse a sí mismo, se le ocurrió que podía ir más allá aún, y ocupar un lugar para el cual Dios no lo hizo. Quiso ser como Dios y atraer la atención de todas las criaturas hacia sí mismo, por encima de Dios (Isa 14:12ss). Y con ese fin, terminó rompiendo el orden asignado por la Deidad a cada criatura para mantener unida su creación en el vínculo del amor.
Ese ángel rebelde fue expulsado del cielo para evitar que todo el universo se corrompiese y destruyese.
Dios es amor y sus mandamientos son vida porque preservan el amor. Satanás rehusó creer que sólo por el amor de Dios podía existir vida. Pero vino a este mundo y logró plantar la primera bandera de la rebelión en esta creación terrenal. El resultado de su filosofía egoísta, que rompe el orden de amor establecido por Dios, se ve en la degradación de esta creación, no en una supuesta evolución progresista.
“Los que se niegan a someterse al gobierno de Dios son completamente incapaces de gobernarse a sí mismos. Debido a sus enseñanzas perniciosas, se implanta el espíritu de insubordinación en el corazón de los niños y jóvenes, de suyo insubordinados, y se obtiene como resultado un estado social donde la anarquía reina soberana” (Conflicto de los Siglos, página 571).
“Al principio no fue así” (Mat 19:8)
¿Cómo fue entonces, cuando Dios creó a nuestros primeros padres? “Adán fue designado por Dios como monarca de este mundo, bajo la supervisión del Creador… Dios le dio a Eva como su ayuda idónea” (Bible Echo, Agosto 28, 1899).
“Los ángeles previnieron a Eva de no separarse de su esposo en su posición; porque ella sería llevada a tener contacto con su enemigo caído. Si se separaban el uno del otro, estarían en más grande peligro que si estaban juntos” (Signs of the Times, January 16, 1879).
La fortaleza y felicidad de Adán y Eva se mantendría sólo en mutua dependencia y sujeción. Y como ejemplo de esa mutua dependencia estaba la Trinidad misma. La Deidad reveló que todo lo que hacía, lo hacía en común acuerdo: “Hagamos al hombre a nuestra imagen, conforme a nuestra semejanza” (Gén. 1:26). Y Dios le dio a Adán una mujer para poder amar a un semejante como se aman las tres personas de la Trinidad. Así como ellos son “uno”, la pareja debía llegar también a ser “una sola carne” (Gén. 2:22- 24).
“Adán, [no Eva] era el monarca en este hermoso dominio” (HR May 1, 1873), hasta que Eva decidió quedar libre de la supervisión de Dios y quedó sujeta a la rebelión de un ángel. “Por conquistar a Adán, el monarca del mundo, él [Satanás] había ganado la raza como sus súbditos” (Review & Herald, February 24, 1874).
Prometiéndoles libertad mediante engaño, los hizo esclavos del egoísmo y de su despótico dominio (Rom. 6:16-19; 2 Ped 2:19). Por un análisis crítico de los primeros cuatro capítulos del Génesis, véase: [http://www.adventistdistinctivemessages.com/Spanish/Documents/GenesisCriticaDoukhan.pdf]
La necesidad de un segundo Adán ¿Dónde encontramos en la Biblia que Adán sería el monarca benevolente de esta creación? En la Biblia, en ambos testamentos (véase Gén. 1:28). Él apóstol Pablo claramente enseña que Adán fue creado primero, antes que la mujer y que su descendencia. Él era “el primer Adán”, quien poseía el “principado”, la primogenitura de esta creación (véase Ef .3:10; Col. 1:16). Satanás no conquistó este mundo cuando engañó a Eva. Tuvo que conquistar a Adán. Únicamente arrebatándole su responsabilidad honorable podía Satanás llegar a ser el “príncipe de este mundo” (Jn. 14:30; 16:11). De allí que tuvo que venir un “segundo Adán”, no una segunda Eva, para recuperar ese principado que el diablo le había usurpado al primer Adán. Ese segundo Adán debía ser humano y regenerador de este mundo. Y quedó calificado para esa obra al nacer en Belén. Jesús pasó a ser entonces el primogénito de esta creación, quien recobró el reino de este mundo por su muerte y resurrección.
Es muy significativo en este contexto, el primer abrazo entre los dos adanes al volver al hogar que el primer Adán había perdido. Ese abrazo se da entre el primer Adán redimido y el segundo Adán Redentor (Conflicto de los Siglos, página 629). Nada dice el Espíritu de Profecía acerca de un futuro encuentro entre la primera Eva y una segunda Eva. Porque “bajo Dios, Adán iba a estar a la cabeza de la familia terrenal, para mantener los principios de la familia celestial. Esto habría traído paz y felicidad… Cuando Adán pecó, el hombre se separó del centro del orden celestial. Un demonio se constituyó en el poder central en el mundo” (6 Testimonies, página 236). Y la segunda persona de la Deidad, en acuerdo con la Trinidad, decidió venir para recobrar esa posición dignificada de Adán.
¿Liberación o sujeción?
Vivimos en una sociedad que presume haber alcanzado en occidente el mayor grado de independencia y libertad de toda la historia. Por lo cual, las terapias que ofrecen psiquiatras y psicólogos que no son cristianos, son mayormente terapias de liberación. Incluso muchos religiosos que terminan incursionando en el terreno de la política, promueven una “teología de la liberación”. Y todos estamos de acuerdo en que cuando hay abuso de poder, cuando somos oprimidos, se requiere una liberación. Pero en el enredo que produjo el pecado en todos los estratos de la sociedad, muchas veces una presunta liberación es más dañina que la sujeción.
Sujeción con dolor
Una vez que entró el pecado y rompió el orden de nuestra creación, Dios se acercó a Adán primero, porque era él a quien Dios le había confiado el jardín. A causa de su pecado, la muerte iba a pasar a toda la humanidad (Rom. 5:12). Pero el Señor consoló a la primera pareja, y le dijo que podían permanecer juntos si respetaban el orden de la creación. Adán continuaría siendo la “cabeza” de la familia, aunque había perdido su principado sobre toda la humanidad, que sería restablecido por el “segundo Adán”, “el Rey de reyes y Señor de señores” (Apoc. 17:14; 19:16; véase Miq. 4:8). La diferencia fue que la sujeción que había sido placentera tanto para el hombre como para la mujer, ahora iba a darse a menudo con dolor.
¿Cambia la redención el orden de la creación divina que hizo al hombre cabeza de su mujer? No. Dios le dijo a la mujer: “tu deseo será para tu marido, y él se enseñoreará de ti” (Gén 3:16). La maldición tuvo que ver con una sumisión bajo contención y rivalidad, no con una sumisión voluntaria y feliz en un contexto cristiano, que lleva a toda pareja a acercarse al ideal edénico de mutua dependencia. El propósito de la redención es restaurar la felicidad que se obtiene cuando se vuelve a la sujeción original. E. G. White escribió: “El marido es la cabeza de la familia…, y todo curso que pueda emprender la esposa para disminuir su influencia y rebajarlo de su posición responsable y dignificada que Dios determinó que ocupase, desagrada a Dios” (Review & Herald, April 22, 1862 párr. 9).
“Nosotras las mujeres debemos recordar que Dios nos ha puesto en sujeción al esposo. Él es la cabeza, y nuestro juicio y puntos de vista y razonamientos deben concordar con el suyo, si es posible. Si no, la preferencia en la Palabra de Dios le es dada al marido en lo que no es asunto de conciencia. Debemos ceder a la cabeza» (Carta 5, 1861 {TSB 28.2})
“El marido y la esposa pueden combinar su labor a tal punto que la esposa sea el complemento del marido… Mediante su deseo desinteresado de avanzar la causa de Dios, la esposa ha hecho la obra de su marido mucho más completa» (6 Manuscript Realeases 43).
“Tuve por un tiempo que reflexionar fuerte y orar mucho para vencer mi debilidad de carácter, y llegar a ser, en algún grado, lo que una mujer debe ser, una verdadera ayuda idónea. No deseo ser llevada al pecado, como Eva” (14 Manuscript Realeases 305.3). Véase 1 Tim 2:14.
No debemos dejar pasar por alto la última cita referida en la que describe la lucha que tiene una mujer para cumplir con el plan de Dios. Da a entender que Eva fue llevada al pecado porque buscó la independencia al dejar de cumplir con su función de servir a su marido como “ayuda idónea”. También infiere que ése es el pecado de muchas Evas modernas, algo que deben y pueden superar gracias a la redención.
Sujeción y dependencia en la Trinidad
Las tres personas de la Deidad actúan de común acuerdo, se sujetan a sí mismas a las decisiones que toman en sus concilios eternos (Zac 6:13; Rom 16:25; 1 Cor 2:7; Ef 3:9; Col 1:26; 2 Tim 1:9úp). A diferencia de los rebeldes, los componentes de la divinidad se sujetan a la ley que ellos mismos trazaron en la creación del universo. De manera que cuando se introdujo el pecado en esta creación, “la Divinidad se conmovió de piedad por la humanidad, y el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo se dieron a sí mismos a la obra de formar un plan de redención…” (Consejos sobre Salud, 220, 1901).
¿Debía cambiar esta mutua sujeción de las tres personas de la Trinidad después del pecado? ¿Debían pelearse los tres seres que gobiernan el universo, en la decisión que tomasen para redimir la creación del descalabro que introdujo la rebelión Lucifer? ¡No! Por eso nos dicen David y el apóstol Pablo que Dios interpuso juramento al establecer su plan de redención, para demostrar que su plan de redimir la humanidad es inmutable, y del que no se retractará, porque es imposible que Dios mienta (Sal 110:4; Heb. 6:17,18; 7:21).
El Hijo no obra por su cuenta, sino que dice y hace todo lo que oye y ve hacer al Padre (Jn. 5:19,30; 8:20; 12:49; 14:10). El Padre también se sujeta al plan establecido por la Deidad hasta el punto de entregar a su Hijo para que muera por todos nosotros (Jn. 3:16-17; Rom. 8:32). El Espíritu Santo tampoco hace nada por su cuenta. Es el Espíritu de Verdad, que instruye, ama y une las iglesias. Mientras que Satanás es “el espíritu de mentira” que introduce una voz discordante para engañar, haciéndose aparecer como ángel de luz (1 Rey. 22:22; 2 Tes. 2:11-12; 2 Cor. 11:14). El Espíritu de Verdad dice todo lo que oye, y cumple la decisión del Padre de enviarlo a este mundo a pedido del Hijo (Jn 14:26; 15:26; 16:7,13).
Esa mutua sumisión en la unidad del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, pasó también por una crisis.
Fue cuando el Hijo iba a ser entregado, y la copa de dolor que debía beber tembló en las manos del Redentor divino-humano en el Getsemaní. Y cuando llegó el momento de la ejecución, ese Hijo clamó angustiado desde su humanidad al Padre, “¿por qué me has desamparado?” (Mat 27:46). Jesús podría haber llamado a diez mil ángeles para librarse. Pero su amor fue un amor responsable, sumiso, obediente e inalterable a la voluntad del Padre, según el trazado que la Trinidad acordó en su concilio celestial desde el principio (Heb, 5:8; Filip, 2:8). ¡Qué ejemplo de sumisión y sujeción nos es dado por la Deidad!
Sujeción y dependencia en el hogar y en la iglesia
Hoy, muchos psicólogos hablan de no mantener lo que llaman “amor tóxico”. Pero el amor desinteresado del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo no fue un amor tóxico. Crea vida. Es comprometiéndonos con el amor de ellos que podemos ser restaurados a la armonía del universo. Si su “amor” hubiese sido egoísta, habrían llegado mucho tiempo antes a la conclusión de que no éramos dignos del sacrificio que hicieron para salvarnos. El amor “tóxico” egoísta e insumiso no nos habría dejado esperanza ni fe de poder ser librados de la muerte.
Hay mujeres que han sobrellevado la carga del hogar con maridos infieles, y su amor no fue tóxico, porque terminaron triunfando. Ganaron el corazón de sus maridos. Lo mismo ha sucedido con maridos que sobrellevaron paciente y humildemente esposas e hijos pendencieros, en donde el amor terminó prevaleciendo. “El amor es sufrido, es benigno; el amor no tiene envidia, el amor no es jactancioso, no se envanece; no hace nada indebido, no busca lo suyo, no se irrita, no guarda rencor; no se goza de la injusticia, mas se goza de la verdad. Todo lo sufre, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta” (1 Cor. 13:4-7).
Se requiere también la sumisión de hombres y mujeres a los pastores de la iglesia quienes, como en el Antiguo Testamento, fueron siempre hombres (Heb 13:17; véase 1 Tim 2:12). Deben someterse también a las autoridades civiles (Rom 13:5; 1 Cor 16:16; 1 Ped 2:13)]. La “autoridad” viril, en cualquier contexto, fue determinada por Dios. Esa autoridad debe ser como la suya. Tuvo límites, aún en el caso de la servidumbre, bien definidos en la ley de Dios [Véase mi libro, Jubilee and Globalization (2000), donde muestro que la esclavitud en el AT tenía que ver con una especie de seguridad social para gente indefensa].
Las mujeres tenían autoridad sobre las mujeres en ambos testamentos, requerido también por Dios (Gén. 17:7-10; Tito 2:3-4), y servían a Jesús y al apóstol Pablo como ayudantes en sus viajes misioneros (Mar.15:40-41; Filip. 4:2-3). Es digno de notar en este contexto, que E. de White nunca hubiese reclamado “la posición de dirigente de la denominación” (8 Testimonies 236-7).
El mismo orden de sumisión que proviene de la creación, es el que Dios quiere que se respete en la iglesia. Y siendo que la corrupción llega a menudo a la iglesia con la introducción de gente que no conoce el amor de Dios, o se ha olvidado de él, se producen crisis que requieren la intervención de una autoridad.
Esa autoridad en el gobierno de la iglesia Dios la dio al hombre tanto en la pequeña iglesia del hogar como en la iglesia más grande de los creyentes. No olvidemos que en la Biblia, la dirección del hombre no es una maldición—como lo pretenden muchos—sino una posición dignificada. Y es una bendición cuando se respetan los principios del evangelio.
Corresponde enfatizar esta verdad. Es Dios quien dispuso autoridades en los gobiernos, y requiere nuestra sumisión a tales autoridades en todo lo que no avasalla nuestra consciencia la que, a su vez, se somete a la Palabra de Dios. Es Dios quien dispuso autoridades en la iglesia, a las cuales debemos someternos en todo lo que no atropelle la conciencia siempre regida por la Biblia (1 Cor. 12:28; Ef. 4:11-12). Y es Dios quien dispuso que el hombre fuese cabeza de su mujer, a la cual debe someterse la esposa en todo lo que no altera su conciencia que es regida por un “escrito está”. Así como los miembros de la Trinidad se sujetan entre ellos en el vínculo del amor, así también debemos en este mundo sujetarnos los unos a los otros, confiando en la dirección de Dios (Ef. 5:21).
En el siguiente artículo veremos más de cerca el orden divino de sujeción que Dios estableció para la felicidad de sus criaturas, no sólo en este mundo, sino en el universo entero. Hay una cadena de sumisión que debemos respetar ya desde aquí, si queremos disfrutar del orden social de la creación celestial.
La sujeción o sumisión o dependencia de una parte a otra no tiene nada que ver con la esencia de la Deidad o de la humanidad. Ninguno de los miembros de la Deidad o de los géneros humanos son inferiores a otros. El Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, tienen la misma naturaleza divina, y poseen los mismos atributos de eternidad, amor y justicia. Pero eso no los priva de revelarse al mundo y al universo en funciones diferentes. Y ninguno de ellos se siente discriminado por el papel que juntos decidieron cumplir. Lo mismo sucede con el orden divino de la creación. Ese orden altruista debe mantenerse a pesar de las crisis que introdujo el pecado cuando las criaturas quisieron ocupar una posición más elevada o diferente de la que Dios les asignó. Cuando nuestros primeros padres desearon ser más de lo que Dios se propuso, se rebelaron contra la sabiduría de Dios al designar su papel en la creación. Y de esa manera, destruyeron su propia felicidad.
En el Antiguo Testamento, se requirió tanto a hombres como a mujeres someterse a los líderes de los clanes y de las tribus, en un contexto de liderazgo masculino expresado por la palabra rosh, “cabeza” (Éx.18:25; Juec. 10:18; 11:8-9,11, etc.). Recordemos que la palabra rosh, “cabeza”, se la usa en el Antiguo Testamento en relación con tsaqen (anciano), nashi’ (jefe), sar (príncipe), qasir (gobernante), y aún con qohen (sacerdote). Vale la pena observar que muchas versiones traducen la palabra “cabeza” en el Antiguo Testamento por “jefe”, “líder”, etc. Además, nunca se usó la palabra “cabeza” para referirse a una mujer.
Por documentación, véase en p. 19:[http://www.adventistdistinctivemessages.com/Spanish/Documents/Tipordestructuraeclesiastica.pdf]
Por supuesto, nadie debe pretender ejercer un dominio imperial o abusivo sobre hombres y mujeres (1Ped. 5:2-3; véase Mat 20:25-27). Recordemos que el hecho de que Dios era la “cabeza” suprema de Israel no significaba que otros hombres, bajo Dios mismo, no podían ser cabezas del pueblo (2 Crón. 13:12). Y si los ancianos de Israel eran considerados “cabezas” del pueblo, ¿por qué no podrían los ancianos de la iglesia ser considerados también “cabezas” de la congregación, con el sentido de líderes en el gobierno de la iglesia? Eso es precisamente lo que encontramos en el Nuevo Testamento.
Como ya se vio, en el Nuevo Testamento se requirió también la sumisión tanto de hombres como de mujeres a las autoridades civiles y a los pastores de la iglesia quienes, como en el Antiguo Testamento, fueron siempre hombres (Heb. 13:17; véase 1 Tim. 2:12: por el significado de didáscalos en este último texto, véase:[http://www.adventistdistinctivemessages.com/Spanish/Documents/Titulosdivinosestructuraecle.pdf]).
La sujeción de la mujer al marido también es definida.
Una cadena de autoridad y sujeción
Un liderazgo apropiado se mueve dentro de una cadena de responsabilidad. Si la cadena se rompe en algún eslabón, se menoscaba o deteriora la autoridad. Tal vez el ejemplo del centurión romano puede ayudar a entender la manera en que una cabeza de familia y un pastor de iglesia deben ver su posición. El centurión le dijo a Jesús: yo soy hombre bajo autoridad y tengo soldados bajo mis órdenes (Mat 8:9).
Podría haber dicho: yo soy hombre con autoridad, pero fue suficientemente sabio como para reconocer que como oficial romano estaba alineado en una cadena de comandos que culminaba en el emperador. Así también, en la esfera espiritual, reconoció en Jesús una autoridad alineada en la cadena de comandos de Dios. Y es en esa misma esfera de autoridad que debemos considerar a los líderes de la iglesia, porque es Dios quien los establece (Ef. 4:11; 1 Cor. 12:28).
Los hijos deben ser obedientes a los padres y honrarlos de por vida (Ef. 6:1-3; cf. Ex. 20:12), estándoles sujetos, al menos, hasta que se casen (Ef. 5:31). Siendo que la cabeza y el cuerpo no pueden existir separados, la esposa debe estar sujeta al marido que es su cabeza (Ef. 5:22-23). El marido, por su parte, debe estar igualmente sujeto a Cristo como su cabeza, ya que Cristo es la cabeza de todo hombre. Cristo mismo se sujetó también a su Padre, por lo que Pablo continúa diciendo que Dios es la cabeza de Cristo
(1 Cor. 11:3).
¿Superioridad o igualdad?
Estamos acostumbrados a pensar que ser cabeza está relacionado con superioridad. Puede ser, pero no necesariamente. En el caso del Hijo de Dios, por ejemplo, el hecho de que el Padre fuese su cabeza no significaba que fuese inferior en naturaleza, ya que Jesús dijo: “Yo y el Padre somos uno” (Jn. 10:30). De manera que su sujeción al Padre implica aquí igualdad, no inferioridad ni superioridad, como lo entendieron los que quisieron apedrearlo (v. 33).
Nuestro problema es que, desde que Lucifer tentó a nuestros padres con la insubordinación, proponiéndoles una soberanía absoluta equivalente a la de Dios, fuimos engañados y nos volvimos indomables. ¿Quién nos amansa ahora? Porque sólo los mansos heredarán la tierra (Mat 5:5). En esta época en que la rebelión cunde por doquiera, y el mundo está llegando a su fin, la humanidad quiere sacarse de arriba todo lo que inhibe su egocentrismo. La gente quiere lo que piensa que es libertad total.
Cree que para eso deben romper el orden divino establecido para la sociedad humana. Pero no hay un individualismo absoluto o una libertad total. La libertad no puede existir sin una responsabilidad altruista entre unos y otros y hacia nuestro Creador. Sin responsabilidad, la libertad se vuelve esclavizante. El totalitarismo individual no puede traer Felicidad. Por el contrario, traerá inevitablemente miseria y muerte. Basta con sólo preguntarles a quienes fueron gobernados por Hitler, Stalin y Mao.
Una libertad total como esa lleva a cada uno a querer ser “cabeza”, y gobernar a los demás con propósitos egoístas. El feminismo y el machismo pugnan por la supremacía. La lucha tan acérrima por los derechos de la mujer y los derechos del hombre, reflejan ese rompimiento del orden divino de la creación. Y en el afán de reivindicación y liberación, nadie quiere sujetarse. Al primer intento de imposición de un esposo o un patrón, se produce la ruptura. Todos quieren ser plenamente soberanos. Todos quieren ser como dioses (Gén. 3:1-3).
Todos tenemos una cabeza de la cual depender, todos estamos bajo sujeción por disposición divina.
Somos lo que Dios juzga que seamos. Y si como hombres no asumimos el papel de cabeza que Dios nos asignó en ese orden divino; y si como mujeres no asumimos el espíritu de sumisión que Dios nos asignó a nuestros esposos; echaremos a perder nuestra felicidad. Ya sea que renunciemos a nuestra responsabilidad o asumamos una responsabilidad que no se nos asignó, terminaremos en la miseria. El ejercicio de la autoridad en el orden divino debe ser implementado mediante la sabiduría del amor. Y la sumisión al orden divino debe ser hecha con entereza, en forma pacífica, y con una deferencia respetuosa. Esa es la manera como Dios gobierna su universo. Y es la manera en que, con la excepción de este mundo, el universo se somete a su liderazgo.
La sujeción no degrada, pero produce sufrimiento
Desde que entró el pecado, la sujeción se volvió penosa, aún en Dios. Por salvar a otros, Dios mismo sufre también. En nuestro caso, el sufrimiento se da por tener que aprender a convivir con gente pecadora como nosotros, respetando la estructura social y espiritual que Dios estableció en un contexto de imperfección. Eso exige abnegación, sacrificio, entrega, sumisión a Dios y fe en su gracia. Y si sufrimos por sobrellevar con paciencia el yugo del Señor, también reinaremos con él (2 Tim. 2:12; Heb. 14:22).
El orden de Dios no rebaja ni degrada ni al hombre ni a la mujer. Dios sabe lo que creó en cada uno de ellos. En nuestro mundo rebelde algunos hombres quieren ser mujeres porque no les gusta el papel que Dios les asignó. Y algunas mujeres quieren ejercer el papel de hombres por la misma razón. Pero cuando Dios designó el papel de los géneros, tenía en mente su pleno potencial. Cuando dice a las mujeres: esposas, estén sujetas a sus maridos, es porque tiene grandes planes de felicidad para ellas (Ef. 5:22). Dios quiere que cada mujer sea una persona genuina y sumisa en el hogar y en la iglesia (1 Ped. 3:1-2; 1 Tim. 2:11). Su papel es honorable y esencial para la felicidad, la paz, y el éxito del hogar y de la iglesia. Una mujer que captó eso dijo: “La posición que Dios nos dio en la familia es una expresión de su sabiduría y amor”.
Lo pesado o ligero que pueda parecernos el yugo que Dios puso para nuestra creación, dependerá de cuán fácil nos resulta amar, doblegarnos y sujetarnos, aceptando la voluntad de nuestra Cabeza que es Cristo (Mat 11:28-30). Sólo cuando nos convertimos al Señor y aceptamos su sabio yugo (su orden determinado por creación y redención), descubrimos cuán bueno es Dios, y cuán bueno su designio para la humanidad.
Después de haber sido sujetado a padecimiento por su Padre, para poder ser un Salvador completo (Isa. 53:10), Dios sometió “todas las cosas bajo” los pies de su Hijo (1 Cor. 15:27), y lo facultó con una autoridad suprema tanto en el cielo como en la tierra (Mat. 28:18). ¿Para qué le sujetó el Padre todas las cosas? Para que, a su debido tiempo, paso a paso, el Hijo terminase sujetándole de nuevo toda la creación que se le descarrió (Isa. 53:6). Y el Hijo mismo, aún sin ser criatura y sin ser inferior en naturaleza a su Padre, mantendrá su sujeción al Padre según el modelo que la Trinidad trazó en sus concilios eternos (véase Filip. 2:5-7; 1 Cor. 15:28). Ese será un ejemplo eterno de sumisión que dará a todas las criaturas que él mismo creó y redimió, porque fue dado a la raza humana por toda la eternidad (Jn. 3:16). “El que era uno con Dios se vinculó con los hijos de los hombres mediante lazos que jamás serán quebrantados” (Camino a Cristo, página 16).
Sujeción o sumisión no es competencia ni rivalidad
Nunca se vio al Hijo o al Espíritu Santo compitiendo con el Padre para ganar protagonismo, para ser la cabeza. No hay rivalidad entre ellos. Nadie puja por ganar o superar al otro. Presentan al mundo un frente unido, según ya vimos, y esa misma unidad es la que busca la Deidad en su pueblo (Jn. 17:11,20-23). Dios forma parte de esa relación humana porque comparte con nosotros su naturaleza espiritual, de tal manera que nuestra unidad como seres humanos quede asegurada (véase 2 Ped. 1:4). Por eso la relación de Cristo como cabeza de la iglesia es equivalente a la del marido como cabeza de la mujer. De esta forma, tanto el hombre deben someterse a la cabeza que está por encima de ambos (Ef. 5:22ss).
En algunas grandes ciudades del mundo, los psiquiatras modernos requieren romper el orden divino de la creación para presuntamente liberarse. Los catedráticos de esas carreras envían a sus estudiantes a un prostíbulo como primer paso para liberarse. No de balde entre los médicos, el mayor índice de divorcios se da entre los que son psiquiatras. De allí que muchas terapias modernas no se esfuerzan por arreglar una situación social quebrada por el pecado. Y no se dan cuenta ni les importa el saber que de esa manera no arreglan nada tampoco, porque abandonan al hombre o a la mujer, con todo su bagaje interior desquiciado, a una repetición de su experiencia traumática con la nueva persona que encuentren.
¡Sí, se requiere un orden nuevo, una vez que el original se deterioró y quebrantó! Pero un orden que, en esencia, vuelva al original dado por Dios. Esto es posible porque el Señor nos promete hacer una nueva creación al sanar las heridas y desgarros del corazón. “Y todo esto proviene de Dios, quien nos reconcilió consigo por medio de Cristo, y nos dio el ministerio de la reconciliación” (2 Cor. 5:17-19). Porque “el Hijo del Hombre vino a buscar y salvar lo que se había perdido” (Luc. 19:10).
La sumisión no implica que todos estén siempre de acuerdo. Hay lugar para dialogar. Un líder responsable escucha y dialoga con los que dirige. Y un seguidor sumiso tiene la responsabilidad de dialogar para poder estar de acuerdo en lo posible, con el líder. La influencia fluye de ambos lados. Pero es malo hacer una guerra de cada diferencia. Aunque cabeza y sumisión son papeles o funciones en un hogar y en la iglesia, debe tenerse en cuenta que hay lugar para una variedad infinita al descender a los detalles, en relación a los diferentes temperamentos, habilidades, gustos y disgustos de cada hijo de Dios.
En el orden divino tanto el líder como sus seguidores tienen derechos y privilegios que deben ser respetados. Cuando se respetan tanto el orden establecido por Dios como las personas, es más fácil vivir en paz en el hogar y en la iglesia.
El gozo de la sumisión es una de las sorpresas de Dios, porque es algo totalmente inesperado que se experimenta cuando la voluntad individual se ve desbaratada o frustrada. En lugar de quedarse con una rabieta, es mejor verla como una señal que confirma el orden de Dios. El bienestar que produce cuando somos humildes, nunca podrán conocer los que aprietan el puño y levantan el brazo ante cada dificultad que aparece. Es, además, un acto de fe en lo que Dios estableció. Es confiar en que Dios puede cambiar el corazón de un marido y una mujer, de un pastor y de los miembros de la iglesia, aunque en determinado momento no puedan ponerse de acuerdo en gustos y deseos.
“Yo sé los pensamientos que tengo acerca de vosotros—dice el Eterno—pensamientos de paz y no de mal, para daros el fin que esperáis” (Jer. 29:11). El orden de Dios de cabeza y sumisión nos ayuda a entrar en ese plan y en ese futuro. Al fin y al cabo, después que su creación se descarrió y gime como consecuencia del abuso del ser humano, Dios la sujetó en esperanza. “Porque la creación fue sometida a frustración, no por su propia elección, sino por la voluntad del que la sujetó, con esperanza” en la redención final (Rom. 8:20).
Sumisión o sujeción implica responsabilidad
Muchas de las terapias modernas proponen escapismos, no sujeción. Todos quieren escapar a la realidad, a la responsabilidad que los abruma, al temor, a la frustración. Cuando algunos tienen problemas en Puerto Rico les aconsejan irse a USA, y en USA les aconsejan volverse a Puerto Rico, lo que representa una terapia geográfica de liberación. Pero el problema lo siguen llevando por doquiera van. Todas pretenden ser terapias de liberación. Pero la terapia de sujeción que ofrece la Biblia conlleva una liberación mucho más íntima, profunda y abarcante.
La autoridad del esposo en el hogar, y del pastor o dirigente en la iglesia, se incrementa en proporción a la sumisión que tenga de Cristo. Ellos ordenan su familia y la iglesia como representantes personales de Cristo. Su mira está puesta en Cristo por encima de toda otra cosa, aún de su propia familia o de la iglesia (Luc. 14:26), y enfoca la mirada de la familia y de la iglesia en Cristo también. Es así como la familia y la iglesia son bendecidas. Así también, una verdadera terapia familiar no pondrá la liberación en primer plano, sino a Cristo. Es bueno ser libres, pero no transformar la libertad en una obsesión. No debe llevar a desprenderse de la familia. La sumisión a la autoridad se prueba siempre cuando se llega a un punto donde no se quiere obedecer. Si siempre se estuviese de acuerdo con la cabeza bajo la cual todos estamos, nunca tendríamos una prueba de sumisión. Pero nos damos cuenta si somos realmente sumisos o tenemos una relación de conveniencia cuando no queremos hacer algo que el cuerpo determina, en asuntos que no van contra la cabeza mayor que es Cristo. Este principio se aplica tanto a la familia como a la iglesia, donde el líder se sujeta también a su cabeza, “el príncipe de los pastores” (1 Ped. 5:1-4; véase 1 Cor. 11:1; Filip. 3:17).
Todo escapismo de una de las partes en la cadena de dependencia y sujeción, produce traumas que afectan a todo el cuerpo. La mujer o el hijo que deciden pasar por encima de la autoridad del marido y padre, los miembros que quieren pasar por encima del liderazgo de la iglesia, probablemente nunca supieron u olvidaron lo que es tener una responsabilidad. Y los hombres que avasallan a sus esposas e hijos, o a los miembros de la iglesia en sus derechos legítimos ordenados por Dios, es porque no quieren sujetarse tampoco a su cabeza que es Cristo. Todos estamos bajo sujeción, y todos tenemos que aprender a llevar las cargas de la vida, por más sufrimientos que acarreen (Heb. 11:25-26, 34ss). Ningún eslabón en la cadena de amor y sujeción está de más.
Afortunadamente, no se nos ha dejado solos con nuestros problemas. Contamos con la gran bendición de la cruz de Cristo que nos ayuda a sujetarnos. La cruz de Cristo revela dolor, abnegación, responsabilidad, y liberación. Toda alma frustrada allí encuentra poder para liberarse a sí misma de sus dolores, de sus amargos desencantos, de todo sufrimiento que el resquebrajamiento del orden social diseñado por Dios produce.
Sumisión o sujeción es señal de pertenencia e identidad
¿Por qué se requiere sujeción en el matrimonio? Porque sin sujeción no hay pertenencia. ¿Por qué se requiere sujeción en la iglesia? (Heb. 13:17). Porque sin sujeción, tampoco hay pertenencia en el terreno espiritual. Soy Adventista del Séptimo Día. Esa es mi identidad religiosa. Y le agradezco a Dios por darme esa identidad ante el mundo.
Antiguamente una mujer sin dueño era una desgracia, era como no tener identidad (Isa. 4:1). O pertenecía al padre, o al marido que debía pagar por ella al padre o al amo que cuidaba de ella, para que le pertenezca (Gén. 29, 34; Ex 21, etc.). El marido contraía, así, obligaciones que consistían en darle alimento, vestido, y el deber conyugal (Ex. 21:10). De no cumplir con ninguna de esas tres cosas, la mujer podía salir libre [lo que implicaba normalmente volverse a sus padres o hermanos], sin que su familia original necesitase pagar por su rescate (v.11).
Hoy también la mujer que se casa adquiere pertenencia e identidad. El marido dice de ella que es su esposa, no de ningún otro. Eso implica también darle alimento, vestido, y cumplir con el deber conyugal.
¿En qué consiste el deber conyugal? En darse el uno al otro, pues se pertenecen (1 Cor. 7:3). La mujer no tiene potestad de su propio cuerpo, sino el esposo. De igual modo, el esposo no tiene potestad de su propio cuerpo, sino la esposa (v. 4-5).
La relación de cabeza y cuerpo es más fuerte aún para resaltar el vínculo de pertenencia e identidad. El esposo debe amar a su esposa como a su mismo cuerpo. El que ama a su esposa, se ama a sí mismo. Porque nadie odió jamás a su propia carne, antes la nutre y la cuida (Ef. 5:28-29). Por eso, insiste el apóstol, cada uno de vosotros ame también a su esposa como a sí mismo (v. 33). Y así debemos amarnos los unos a los otros en la iglesia, porque todos formamos parte del cuerpo de Cristo (1 Cor. 12:12-27).
Volvamos al ejemplo de la Trinidad. El Hijo se sujetó al Padre, y eso garantizó su identidad y protección divinas. La primera vez que Jesús reveló su identidad fue a los 12 años en el templo. Mostró entonces a sus padres terrenales, con mucha delicadeza, que su identidad con su Padre celestial estaba primero. Dijo: ¿No sabíais que en los asuntos de mi Padre tenía que estar? (Luc. 2:49). Cuando 18 años después fue bautizado en el río Jordán, su Padre hizo resaltar la pertenencia que tenía sobre Jesús: “Este es mi hijo amado en quien me complazco” (Mat. 3:17). Jesús, nuestra cabeza, fue Hijo de Dios por nacimiento (Luc. 1:35), por bautismo (Mat. 3:17), y con poder por la resurrección de entre los muertos (Rom. 1:4).
El mismo sentido de pertenencia e identidad divina se extiende a la tercera persona de la trinidad. El Espíritu Santo es el Espíritu de Dios (1 Cor. 3:16) y el Espíritu de Cristo (Rom. 8:9), y a su vez, el Espíritu Santo engendró al Hijo (Luc. 1:35). Y si nosotros nos sujetamos a Dios, pasaremos a pertenecerle también como hijos, porque nos adoptó como tales mediante su Hijo único (Jn. 3:16; Rom. 8:14-17; 1 Jn. 3:1). De allí que se requiere sujeción en el matrimonio y en la iglesia. ¡Cuántas veces los que rompen lanzas con su mujer descubren, a menudo demasiado tarde, lo que han perdido! ¡Cuántas veces los que se pelean en la iglesia y se van de ella, añoran después el beneficio de compartir juntos la fe, los problemas, los sueños, y la comprensión y fortaleza que se obtienen en la comunión fraternal!
Sujeción o sumisión implica confianza y estabilidad
Lo que da más cohesión y firmeza a una pareja, a un hogar, a una familia, y a la misma iglesia, es el vínculo del amor desinteresado. Es a través de ese vínculo que Dios atrae a sus hijos. Con cuerdas de bondad humana los traje, con lazos de amor, dice el Señor (Os. 11:4; Jer. 11:3). Aun así, el dolor de un amor no correspondido que un padre y una madre pueden tener, un marido o mujer, un hijo o hija, es el dolor que el Padre celestial tiene con tantos hijos ingratos. A lo suyo vino, pero los suyos no lo recibieron (Jn. 1:11).
En El Cantar de los Cantares, el rey Salomón ilustró el deseo de ganar el afecto de su amada Zulamita de una manera tan estable como un sello sobre su corazón (Cant. 8:6). Recurrió a esa figura por el hecho de estar consciente de cuán voluble y cambiable es el corazón de los seres humanos (Jer. 17:9). Así también, el corazón humano que entrega su voluntad y sus afectos al Señor busca ser confiable, busca estabilidad.
El único ser que puede afirmar ese corazón que por naturaleza es tan engañoso y contradictorio, es el Espíritu de Dios, quien sella el amor divino en el corazón, y lo guarda para el día de la redención final (Ef. 4:30; 2 Cor. 1:22).
No vivamos en angustia por saber si seremos salvos o no, porque “Dios es fiel” (1 Cor. 10:13). El que comenzó una buena obra en nosotros la terminará (1 Cor. 10:13; Filip. 1:6; 1 Tes. 5:24; 2 Tes. 3:3; Heb. 10:23). Lo que nos corresponde a nosotros es confiar en el Señor y serles sumisos. Él tiene poder para guardarnos sin caída (Jud. 24). Él nos da la garantía de su Espíritu, que confirma nuestra subordinación y pertenencia a Cristo (Rom. 8:16; 1 Jn. 2:20,28; véase Ef. 1:13-14; 1 Cor. 2:14-15; 2 Tim. 2:19).
Al poner el sello del Espíritu en nuestros corazones y al escribir su Ley en nuestros corazones (Jer. 31:33; 2 Cor. 3:2-3), el Espíritu Santo nos confiere su identidad. “El fundamento de Dios permanece firme y tiene este sello: ‘el Señor conoce a los suyos’” (2 Tim. 2:19). “El que no tiene el Espíritu de Cristo, no es de él” (Rom. 8:9úp).
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