LAS OBLACIONES
La palabra usada en hebreo para oblación es minjah. Significa un don hecho a otro, generalmente a un superior. Cuando Caín y Abel presentaron sus ofrendas a Dios según se registra en Génesis 4: 3, 4, ofrecieron un minjah. Así también fue el de Jacob a Esaú (Génesis 32:13). Era un minjah lo que los hermanos de José le presentaron en Egipto (Génesis 43:11). El nombre dado a estas ofrendas es “ofrendas de harina”, según se usa en la Versión Revisada Americana.
Estas ofrendas de harina u oblaciones consistían en los productos vegetales que constituían las provisiones principales de la nación: harina, aceite, cereal, vino, sal o incienso. Cuando se presentaban a Jehová una parte como recuerdo sobre el altar a fin de que elevase su suave olor a Jehová. En el caso de un holocausto, todo era consumido sobre el altar. Cuando se trataba de una oblación, solamente una pequeña parte era colocada sobre el altar; el resto pertenecía al sacerdote. “Es cosa santísima de las ofrendas que se queman a Jehová” (Levítico 2:3). Como el holocausto significaba consagración y dedicación, la oblación significaba sumisión y dependencia. Los holocaustos representaban la entrega completa de una vida; las oblaciones eran un reconocimiento de la soberanía y la mayordomía; de cuánto se dependía de un poder superior. Eran un acto de homenaje a Dios y un compromiso de lealtad.
Las oblaciones se ofrecían generalmente en relación con los holocaustos y las ofrendas pacíficas, pero no en relación con las ofrendas por el pecado. El relato del capítulo quince de Números dice: “Habla a los hijos de Israel, y diles: Cuando hubiereis entrado en la tierra de vuestras habitaciones, que yo os doy, e hiciereis ofrenda encendida a Jehová, holocausto, o sacrificio, por especial voto, o de vuestra voluntad, o para hacer en vuestras solemnidades olor suave a Jehová, de vacas o de ovejas; entonces el que ofreciere su ofrenda a Jehová, traerá por presente una décima de un efa de flor de harina, amasa[1]da con la cuarta parte de un hin de aceite; y de vino para la libación ofrecerás la cuarta parte de un hin, además del holocausto o del sacrificio, por cada un cordero” (Números 15:2-5). Cuando se ofrecía un carnero, la oblación aumentaba a dos décimas partes de medida de harina; cuando se sacrificaba un becerro, lo ofrenda de harina era de tres décimas de medida. Las ofrendas de bebidas, o libaciones, aumentaban en proporción (versículos 6-10.)
Cuando la oblación consistía en flor de harina, era mezclada con aceite, y se ponía incienso encima (Levítico 2:1). Un puñado de esta harina con aceite c incienso era quemado en recuerdo sobre el altar de los holocaustos. Era “ofrenda encendida para recuerdo, de olor suave a Jehová” (Levítico 2:2). Lo que quedaba después que se pusiera el puñado sobre el altar, pertenecía a Aarón y a sus hijos. Era “cosa santísima de las ofrendas que se queman a Jehová” (versículo 3)
Cuando la ofrenda consistía en panes ázimos u obleas, se hacían de flor de harina mezclada con aceite, se cortaba en pedazos y se derramaba aceite sobre ella (versículos 4-6.) A veces se cocinaba en sartén (versículo 7). Cuando era presentada así, el sacerdote tomaba una parte y la quemaba sobre el altar en recuerdo (versículos 8, 9). Lo que quedaba de las obleas pertenecía a los sacerdotes y era tenido por muy santo (versículo Parece evidente que la ofrenda de harina y de obleas ázimas ungidas de aceite estaban destinadas a enseñar a Israel que Dios es el sostenedor de toda vida, y que ellos dependían de él para obtener su alimento diario; y que antes de compartir las bendiciones de la vida, debían reconocerlo como el dador de todo. Este reconocimiento de Dios como proveedor de las bendiciones temporales había de dirigir naturalmente su atención a la fuente de todas las bendiciones espirituales. El Nuevo Testamento revela esta fuente como el Pan enviado del cielo que da la vida al mundo (Juan 6:33).
Se declara específicamente que ninguna oblación debía ser hecha con levadura. Ni levadura ni miel debían presentarse sobre el altar (Levítico 2:11). Sin embargo, se permitía ofrecer levadura y miel como primicias. Empero cuando se ofrecían así, no llegaban al altar (ver[1]sículo 12). La levadura es un símbolo del pecado. Por esta razón estaba prohibida en cualquier ofrenda hecha por fuego.
Podría uno preguntar apropiadamente por qué la levadura y la miel, prohibidas con los otros sacrificios, podían ser ofrecidas como primicias (Levítico 12). Aunque la levadura simboliza el pecado, la hipocresía, la malicia, la perversidad (Lucas 12:1; 1 Corintios 5:8), no hay en la Biblia una declaración directa en cuanto al significado simbólico de la miel. Los comentadores concuerdan, sin embargo, en que la miel representa aquellos pecados de la carne que agradan a los sentidos, pero son corruptores. Muchos consideran, por lo tanto, la miel como símbolo de la justicia y de la complacencia propias.
Si aceptamos esta interpretación, comprenderemos que cuando Dios dice que Israel podía traer levadura y miel como primicias, nos invita, cuando por primera vez venimos a él, a llevarle todas nuestras tendencias pecaminosas y mundanales. Quiere que vengamos tales como somos. Aunque a Dios no le agrada el pecado ni es de suave olor para él, y aunque su símbolo, la levadura, no debe aparecer sobre el altar, Dios quiere que vayamos a él con todo nuestro pecado y nuestra justicia propia. Habiendo ido, hemos de ponerlo todo a sus pies. Quiere que le llevemos todos nuestros pecados. Luego hemos de ir y no pecar más.
En las oblaciones, como en las otras ofrendas, se usa sal. Es llamada la “sal de la alianza de tu Dios”. “Sazonarás toda ofrenda de tu presente con sal” (Levítico 2:13). Todos los sacrificios eran salados, fuesen de origen animal o vegetal. “Porque todos serán salados con fuego, y todo sacrificio será salado con sal” (Marcos 9:49). La sal tiene un poder de conservación. También da sabor a los alimentos. Es una parte vital de cada sacrificio. Simboliza el poder conservador y custodio de Dios.
Cuando se presentaba una oblación de primicias, podían usarse, tostadas a fuego, “las espigas verdes, y el grano desmenuzado”. “Y pondrás sobre ella aceite, y pondrás sobre ella incienso”. Una parte recordativa era sacada por el sacerdote y quemada sobre el altar de los holocaustos (Levítico 2:14-16). La Versión Moderna, en vez de “grano desmenuzado”, traduce: “Espigas nuevas machacadas”. Aunque no hemos de buscar un significado oculto en cada expresión, no es muy difícil creer quo el trigo machacado representa aquí al que fue herido por nosotros, y por cuya llaga fuimos sanados (Isaías 53:5). Las oblaciones nos presentan a Cristo como el dador y sustentador de la vida, Aquel por medio de quien “vivimos, y nos movemos, y somos” (Hechos 17:28).
A las oblaciones pertenece también la libación de vino mencionada en Números 15:10, 24. Esta ofrenda de vino era presentada ante Jehová y derramada en el lugar santo, aunque no sobre el altar (Números 28:7; Éxodo 30:9).
La gavilla agitada ofrecida como primicia de la mies, que había de ser agitada delante de Jehová el segundo día de la Pascua, era también una oblación (Levítico 23:10-12). Otra oblación era la de los dos panes que habían de ser agitados, cocidos con levadura, y presentados en ocasión del Pentecostés, como primicia a Jehová (Levítico 23:17-20.) Otras ofrendas eran la oblación diaria de Aarón y sus hijos, que era una ofrenda perpetua (Levítico 6:20), y la ofrenda por los celos registrada en Números 5:15. Había también otra ofrenda que es registrada en Levítico 5:11, 12. Pero ésta era más bien una ofrenda por el pecado y no una oblación.
Los panes de la proposición colocados semanalmente sobre la mesa del primer departamento del santuario eran en realidad una oblación presentada a Jehová. Su nombre hebreo significa el “pan de la presencia”, o “pan del rostro”. Es también llamado “pan continuo” (Números 4:7). La mesa es llamada de los panes de la proposición, y la “mesa limpia” (Levítico 24:6; 2 Crónicas 13:10, 11). El pan de la proposición consistía en doce panes, cada uno de los cuales se hacía con dos décimas de efa de flor de harina. Los panes se colocaban en dos montones sobre la mesa cada sábado. Los sacerdotes entrantes que habían de oficiar durante la semana siguiente iniciaban su trabajo con el sacrificio vespertino del sábado. Los sacerdotes salientes terminaban el suyo con el sacrificio del sábado de mañana. Tanto los sacerdotes salientes como los entrantes participaban en la eliminación de los panes de la proposición y en su reemplazo. Mientras los sacerdotes salientes se llevaban el pan viejo, los entrantes ponían el nuevo. Tenían cuidado de no llevarse los viejos hasta que los nuevos estuviesen listos para ser colocados en la mesa. Debía haber siempre pan sobre la mesa. Era el “pan de la presencia”.
En cuanto al tamaño de los panes hay una diferencia de opinión. Algunos creen que tenían cincuenta centímetros por un metro. Aunque eso no se puede pro[1]bar, es claro que dos décimas de efa de harina —que era lo que se usaba para cada pan— habrían de dar un pan de buen tamaño. Sobro este pan, se colocaba incienso en dos copas, un puñado en cada una de ellas. Cuando se cambiaba el pan el sábado, ese incienso se llevaba y quemaba sobre el altar de los holocaustos.
El “pan de la presencia” se ofrecía a Dios bajo “pacto sempiterno” (Levítico 24:8). Era un testimonio siempre presente de que los hijos de Israel dependían de Dios para su sostenimiento, y de parte de Dios una promesa constante de que él los sostendría. El recordaba siempre su necesidad, y su promesa los acompañaba constante[1]mente.
Lo que se registra acerca de la mesa de los panes de la proposición revela que había platos sobre la mesa, cucharas, cubiertas, tazones, o como dice una versión, platos, cucharas, copas y tazas “con que se han de hacer las libaciones” (Éxodo 25:29, V. M.) Aunque aquí no se dice que hubiese vino sobre la mesa, es evidente que los recipientes de los cuales se había de derramar estaban allí con un propósito. Se ordenaba presentar libación de vino con el sacrificio diario (Números 28:7). El vino había de ser derramado “a Jehová en el santuario”. El relato no nos revela en qué lugar del santuario se había de derramar el vino; dice tan sólo que era derramado “a Jehová”. Se nos dice, sin embargo, dónde no se derramaba.
Acerca del altar del incienso, se prohibió a Israel que ofreciese “sahumerio extraño” y se añade: “Ni tampoco derramaréis sobre él libación” (Éxodo 30:9). Si la libación había de ser derramada en el lugar santo; si no había de ser derramada sobre el altar; si había en la mesa recipientes de los cuales se había de derramar la libación, parece claro que los recipientes de la mesa contenían vino.
No es muy largo el paso que va de la mesa de los panes de la proposición en el Antiguo Testamento a la mesa del Señor en el Nuevo Testamento (Lucas 22:30; 1 Corintios 10:21). El paralelo es bastante estrecho. El pan es su cuerpo, quebrantado por nosotros. La copa es el nuevo testamento en su sangre (1 Corintios 11:24, 25). Cada vez que comemos del pan y bebemos la copa, “la muerte del Señor” anunciamos “hasta que venga” (ver[1]sículo 26). “El pan de la presencia” simboliza a Aquel que vive “siempre para interceder por ellos” (Hebreos 7:25). Él es el “pan vivo que descendió del cielo” (Juan 6:51).
Según se declaró al principio de este capítulo, las oblaciones eran un reconocimiento de la soberanía de Dios y la mayordomía del hombre. Los holocaustos de[1]cían: Todo lo que soy es del Señor. Las oblaciones decían: Todo lo que tengo es del Señor. Las últimas estaban realmente incluidas en los primeros; porque cuando un hombre está dedicado a Dios, esa dedicación incluye sus bienes tanto como él mismo. Esta es indudablemente la razón por la cual las oblaciones acompañaban siempre al holocausto (Números 15:4).
La oblación es un sacrificio definido y separado que denota la consagración de los recursos, como el holocausto denota una consagración de la vida. La dedicación de los recursos debe ir precedida por la dedicación de la vida. La una es resultado de la otra. Una dedicación de la vida sin una dedicación de los recursos no está provista en el plan de Dios. Una dedicación de los recursos sin la dedicación de la vida, no es aceptable. Las dos cosas deben ir juntas. Combinadas, forman un sacrificio completo, agradable a Dios, un “suave olor a Jehová”.
La idea de la mayordomía necesita recalcarse en un tiempo como éste. Algunos de los que se llaman cristianos hablan mucho de la santidad y de su devoción a Dios, pero sus obras no corresponden siempre a su profesión. Mantienen cerrada su cartera, no escuchan los pedidos, y la causa de Dios languidece. Los tales necesitan comprender que la consagración de la vida incluye la consagración de los recursos, y que una cosa sin la otra no agrada a Dios.
Por otro lado, sería erróneo creer que una dedicación de los recursos es todo lo que Dios requiere. Somos responsables de cuantos talentos tengamos, en dinero tiempo o dones naturales. De todas estas cosas Dios es el dueño legítimo, y nosotros tan sólo los mayordomos. Los talentos como la música, el canto, el habla, la capacidad de dirigir, pertenecen a Dios. Deben serle dedicados. Deben ser puestos sobre el altar.
La flor de harina usada en la oblación era parcialmente producto del trabajo del hombre. Dios hace crecer el cereal; da el sol y la lluvia; imparte propiedades al grano. El hombre cosecha el grano, muele la harina, separa las partículas groseras de ella para hacer harina fina. Entonces la presenta a Dios, como harina o tortas preparadas por la cocción. El hombre y Dios han cooperado, y el producto resultante es dedicado a Dios. Representa el don original de Dios, más la labor del hombre. Es una devolución a Dios de lo suyo con interés. Dios da la simiente. El hombro la siembra, Dios la riega.
Multiplicada, es devuelta a Dios, quien la acepta misericordiosamente. Simboliza el trabajo de la vida humana, sus talentos aprovechados bajo la mano guiadora de Dios.
Dios da a cada hombre por lo menos un talento. Espera que el hombre aproveche ese talento y lo multiplique. No es aceptable a Dios la presentación del talento original, el devolverle solamente lo que él dio. Él quiere que nosotros tomemos la semilla que él da, la sembremos, la cuidemos y cosechemos la mies. Quiere que el grano pase por el proceso que parece destruir la misma vida de él, pero en realidad lo prepara para servir al hombre; quiere que todo lo grosero sea eliminado, y quiere que se le presente la flor de harina. Quiere que los talentos sean perfeccionados y presentados a é1 con interés. Nada que no llegue a esto bastará.
La flor do harina representa el trabajo de la vida humana. Representa los talentos aprovechados y cultivados. Lo que el pan de la proposición significaba respecto a la nación, la oblación lo significaba con respecto id individuo. Simboliza el trabajo de la vida consagrada.
Cuán significativa es la expresión “flor de harina”. La harina es cereal aplastado entre dos piedras. Era grano, capaz de ser sembrado, capaz de perpetuar la vida. Pero ahora estaba aplastado y sin vida. No podía ya ser sembrado; estaba muerto. La vida había sido arrebatada de él. Pero, ¿era inútil? No, mil veces no. Había dado su vida, para que otros pudiesen vivir. El aplastamiento de su propia vida había venido a ser el medio por el cual la vida era perpetuada y ennoblecida. Era la vida de la simiente; ahora ayudaba a sostener la vida de un alma, de un ser hecho a la imagen de Dios. La muerte lo enriquecía, lo glorificaba, lo hacía útil para la humanidad.
Pocas vidas son de verdadero y duradero valor para la humanidad hasta que hayan sido aplastadas y desmenuzadas. En las experiencias profundas de la vida es donde los hombres hallan a Dios. Cuando las aguas rebalsan sobre el alma es cuando se edifica el carácter. La tristeza, el chasco y el sufrimiento son siervos capaces de Dios. Los días obscuros son los que producen las lluvias de bendición, que permiten a la semilla germinar y producir fruto.
El problema del sufrimiento puede ser insondable en sus aspectos más profundos. Pero algunas cosas son claras. El sufrimiento sirve a un propósito definido en el plan de Dios. Suaviza el espíritu. Prepara el alma para una comprensión más íntima de la vida. Inspira simpatía hacia los demás. Le hace a uno andar con cuidado delante de Dios y los hombres.
Únicamente el que ha sufrido ha vivido. Únicamente el que ha amado ha vivido. Las dos cosas son inseparables. El amor pide sacrificio. El sacrificio requiere con frecuencia sufrimiento. No que sea necesariamente sufrimiento físico. Porque el sufrimiento más elevado es gozoso, santo, exaltado. Una madre puede sacrificarse por su hijo, puede sufrir, pero lo hace voluntaria y gozosamente. El amor considera un privilegio el sacrificio. “Me gozo en lo que padezco por vosotros —dice Pablo—, y cumplo en mi carne lo que falta de las aflicciones de Cristo por su cuerpo, que es la iglesia” (Colosenses 1:24). La lección del sufrimiento no ha sido aprendida hasta que sepamos cómo regocijarnos en é1. Y podemos regocijarnos cuando comprendemos que “de la manera que abundan en nosotros las aflicciones de Cristo, así abunda también por el mismo Cristo nuestra consolación”; cuando “somos atribulados, es por vuestra consolación y salud”; que Cristo mismo “por lo que padeció aprendió la obediencia”; y porque “padeció siendo tentado, es poderoso para socorrer a los que son tentados”; cuando comprendemos que nuestros sufrimientos debidamente soportados o interpretados son permitidos para que nosotros, como el antiguo sumo sacerdote, podamos tener compasión “de los ignorantes y extraviados, pues que él también está raleado de flaquezas” (2 Corintios 1:5, 6; Hebreos 5:8; 2:18; 5:2). Un sufrimiento tal no es triste, sino feliz. Cristo, “habiéndolo sido propuesto gozo, sufrió la cruz” (Hebreos 12:2).
El sufrimiento ha sido la suerte del pueblo de Dios en todos los tiempos. Es parte del plan de Dios. Únicamente mediante el sufrimiento pueden aprenderse ciertas lecciones. Únicamente así podemos ministrar en lugar de Cristo a aquellos que están pasando por el valle de la aflicción y “consolar a los que están en cualquiera angustia, con la consolación con que nosotros somos consolados de Dios” (2 Corintios 1:4). Considerado en esta forma, el sufrimiento viene a ser una bendición. Lo habilita a uno para ministrar en una forma que no sería posible sin haberlo experimentado. Viene a ser un privilegio “no sólo que creáis en él, sino también que padezcáis por él” (Filipenses 1:29).
A fin de comprender cuán necesaria es “la participación de sus padecimientos”, necesitamos tan sólo echar una mirada a lo que experimentaron algunos de los san[1]tos de Dios en edades pasadas. Recordemos aquellos tres espantosos días que pasó Abrahán después que Dios le hubo dicho que matase a su hijo. Recordemos la noche de la angustia de Jacob, aquella noche que hizo un santo de un pecador. Recordemos el tiempo durante el cual José aguardó la muerte en la cisterna; su agonía al ser vendido como esclavo; lo que experimentó en la cárcel por causa de falsas acusaciones y por la amargura de la ingratitud. Recordemos las persecuciones de Jeremías; el día terrible en que Ezequiel recibió la orden de predicar en vez de serle permitido quedarse al lado de su esposa moribunda; la sombría y terrible experiencia de Juan el Bautista en la cárcel cuando la duda asaltaba su alma; la espina que había en la carne de Pablo de la cual no le era permitido librarse. Sin embargo, de todo esto provinieron vidas más nobles, una visión más amplia, una utilidad mayor. Sin estas cosas, aquellos santos nunca habrían hecho la obra que hicieron, ni habrían causado sus vidas la inspiración que nos causan aún. Como las flores dan su más deleitosa fragancia cuando son estrujadas, un gran pesar puede ennoblecer y hermosear una vida, sublimándola para uso de Dios.
La harina empleada en las oblaciones no había de ser ofrecida seca; había de mezclarse con aceite, o ser ungida de aceite (Levítico 2:4, 5). El aceite es el Espíritu de Dios. Únicamente en la medida en que una vida es santificada por el Espíritu, que va mezclado con ella y la unge, pue[1]de agradar a Dios. El sufrimiento en sí y por sí puede no resultar una bendición. Puede ser que únicamente conduzca a la dureza de corazón, a la amargura de espíritu. Pero cuando el Espíritu de Dios se posesiona del alma, cuando el dulce espíritu del Maestro compenetra la vida, se manifiesta la fragancia de una vida consagrada.
Como el incienso ofrecido cada mañana y cada noche en el lugar santo era emblema de la justicia de Cristo que ascendía con las oraciones de los sacerdotes a favor de la nación como suave olor para Dios, así el incienso ofrecido en relación con cada oblación era eficaz para el individuo. Hacía una aplicación personal de aquello que de otra manera era tan sólo general. En el sacrificio de la mañana y de la noche, el sacerdote oraba por el pueblo. En la oblación el incienso era aplicado al alma individual.
En la mente de los israelitas, el incienso y la oración iban íntimamente asociados. Mañana y tarde, mientras que el incienso, que simbolizaba los méritos y la intercesión de Cristo, ascendía en el lugar santo, se ofrecían oraciones en toda la nación. No solamente compenetraba ni incienso el lugar santo y el santísimo, sino que su fragancia ora notada hasta lejos en derredor del tabernáculo. Por doquiera hablaba de oración e invitaba a los hombres a ponerse en comunión con Dios.
La oración es vital para el cristianismo. Es el aliento del alma. Es el elemento vital de toda actividad. Debe acompañar todo sacrificio, hacer fragante toda ofrenda. No es solamente un importante ingrediente del cristianismo, sino que es su misma vida. Sin su aliento vital, la vida pronto cesa; y con la cesación de la vida, entra la descomposición, y aquello que debiera ser un sabor de vida para vida viene a ser un sabor de muerte para muerte.
“Porque todos serán salados con fuego, y todo sacrificio será salado con sal” (Marcos 9:49). El fuego purifica, la sal preserva. El ser salado con fuego significa no sólo purificación sino conservación. Dios quiere un pueblo limpio, un pueblo cuyos pecados estén perdonados. Pero no basta ser perdonado y limpiado. Debe aceptarse el poder custodio de Dios. Debemos ser mantenidos limpios. El fuego no ha de ser un fuego destructor, sino un fuego purificador. Hemos de ser primero limpiados, luego guardados. “¡Salados con fuego!” “¡Salados con sal!” ¡Purificados y mantenidos puros! ¡Qué provisión maravillosa!
La oblación, aunque no era la ofrenda más importante, encerraba hermosas lecciones para el alma creyente. Todos debemos estar sobre el altar. Todo lo que tenemos pertenece a Dios. Y Dios purificará y guardará lo suyo. Ojalá que estas lecciones perduren en nosotros.
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