Los 2300 días y las 70 semanas

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Daniel 8:14 y Daniel 9:24-27

Interpretación histórica

Elena G. de White

Un agricultor íntegro y de corazón recto, que había llegado a dudar de la autoridad divina de las Santas Escrituras, pero que deseaba sinceramente conocer la verdad, fue el hombre especialmente escogido por Dios para dar principio a la proclamación de la segunda venida de Cristo. Como otros muchos reformadores. Guillermo Miller había batallado con la pobreza en su juventud, y así había aprendido grandes lecciones de energía y abnegación. Los miembros de la familia de que descendía se habían distinguido por un espíritu independiente y amante de la libertad, por su capacidad de resistencia y ardiente patriotismo; y estos rasgos sobresalían también en el carácter de Guillermo. Su padre fue capitán en la guerra de la independencia norteamericana, y a los sacrificios que hizo durante las luchas de aquella época tempestuosa pueden achacarse las circunstancias apremiantes que rodearon la juventud de Miller.

Poseía una robusta constitución, y ya desde su niñez dio pruebas de una inteligencia poco común, que se fue acentuando con la edad. Su espíritu era activo y bien desarrollado, y ardiente su sed de saber. Aunque no gozara de las ventajas de una instrucción académica, su amor al estudio y el hábito de reflexionar cuidadosamente, junto con su agudo criterio, hacían de él un hombre de sano juicio y de vasta comprensión. Su carácter moral era irreprochable, y gozaba de envidiable reputación, siendo generalmente estimado por su integridad, su frugalidad y su benevolencia. A fuerza de energía y aplicación no tardó en adquirir bienestar, si bien conservó siempre sus hábitos de estudio. Desempeñó con éxito varios cargos civiles y militares, y el camino hacia la riqueza y los honores parecía estarle ampliamente abierto.

 Su madre era mujer de verdadera piedad, de modo que durante su infancia estuvo sujeto a influencias religiosas. Sin embargo, siendo aún niño tuvo trato con deístas, cuya influencia fue reforzada por el hecho de que la mayoría de ellos eran buenos ciudadanos y hombres de disposiciones humanitarias y benévolas. Viviendo como vivían en medio de instituciones cristianas, sus caracteres habían sido modelados hasta cierto punto por el medio ambiente. Debían a la Biblia las cualidades que les granjeaban respeto y confianza; y no obstante, tan hermosas dotes se habían malogrado hasta ejercer influencia contra la Palabra de Dios. Al rozarse con esos hombres Miller llegó a adoptar sus opiniones. Las interpretaciones corrientes de las Sagradas Escrituras presentaban dificultades que le parecían insuperables; pero como, al paso que sus nuevas creencias le hacían rechazar la Biblia no le ofrecían nada mejor con que sustituirla, distaba mucho de estar satisfecho. Sin embargo conservó esas ideas cerca de doce años. Pero a la edad de treinta y cuatro, el Espíritu Santo obró en su corazón y le hizo sentir su condición de pecador. No hallaba en su creencia anterior seguridad alguna de dicha para más allá de la tumba. El porvenir se le presentaba sombrío y tétrico. Refiriéndose años después a los sentimientos que le embargaban en aquel entonces, dijo:

“El pensar en el aniquilamiento me helaba y me estremecía, y el tener que dar cuenta me parecía entrañar destrucción segura para todos. El cielo antojábaseme de bronce sobre mi cabeza, y la tierra hierro bajo mis pies. La eternidad, ¿qué era? y la muerte ¿por qué existía? Cuanto más discurría, tanto más lejos estaba de la demostración. Cuanto más pensaba, tanto más divergentes eran las conclusiones a que llegaba. Traté de no pensar más; pero ya no era dueño de mis pensamientos. Me sentía verdaderamente desgraciado, pero sin saber por qué. Murmuraba y me quejaba, pero no sabía de quién.

Sabía que algo andaba mal, pero no sabía ni dónde ni cómo encontrar lo correcto y justo. Gemía, pero lo hacía sin esperanza”.

En ese estado permaneció varios meses. “De pronto—dice—, el carácter de un Salvador se grabó hondamente en mi espíritu. Me pareció que bien podía existir un ser tan bueno y compasivo que expiara nuestras transgresiones, y nos librara así de sufrir la pena del pecado. Sentí inmediatamente cuán amable había de ser este alguien, y me imaginé que podría yo echarme en sus brazos y confiar en su misericordia. Pero surgió la pregunta: ¿cómo se puede probar la existencia de tal ser? Encontré que, fuera de la. Biblia, no podía obtener prueba alguna de la existencia de semejante Salvador, o siquiera de una existencia futura […].

“Discerní que la Biblia presentaba precisamente un Salvador como el que yo necesitaba; pero no veía cómo un libro no inspirado pudiera desarrollar principios tan perfectamente adaptados a las necesidades de un mundo caído. Me vi obligado a admitir que las Sagradas Escrituras debían ser una revelación de Dios. Llegaron a ser mi deleite; y encontré en Jesús un amigo. El Salvador vino a ser para mí el más señalado entre diez mil; y las Escrituras, que antes eran oscuras y contradictorias, se volvieron entonces antorcha a mis pies y luz a mi senda. Mi espíritu obtuvo calma y satisfacción. Encontré que el Señor Dios era una Roca en medio del océano de la vida. La Biblia llegó a ser entonces mi principal objeto de estudio, y puedo decir en verdad que la escudriñaba con gran deleite. Encontré que no se me había dicho nunca ni la mitad de lo que contenía. Me admiraba de que no hubiese visto antes su belleza y magnificencia, y de que hubiese podido rechazarla. En ella encontré revelado todo lo que mi corazón podía desear, y un remedio para toda enfermedad del alma. Perdí enteramente el gusto por otra lectura, y me apliqué de corazón a adquirir sabiduría de Dios”. Bliss, Memoirs of William Miller, 65-67.

Miller hizo entonces pública profesión de fe en la religión que había despreciado antes. Pero sus compañeros incrédulos no tardaron en aducir todos aquellos argumentos de que él mismo había echado mano a menudo contra la autoridad divina de las Santas Escrituras. Él no estaba todavía preparado para contestarles; pero se dijo que si la Biblia es una revelación de Dios, debía ser consecuente consigo misma; y que habiendo sido dada para instrucción del hombre, debía estar adaptada a su inteligencia. Resolvió estudiar las Sagradas Escrituras por su cuenta, y averiguar si toda contradicción aparente no podía armonizarse.

Procurando poner a un lado toda opinión preconcebida y prescindiendo de todo comentario, comparó pasaje con pasaje con la ayuda de las referencias marginales y de la concordancia. Prosiguió su estudio de un modo regular y metódico: empezando con el Génesis y leyendo versículo por versículo, no pasaba adelante sino cuando el que estaba estudiando quedaba aclarado, dejándole libre de toda perplejidad. Cuando encontraba algún pasaje oscuro, solía compararlo con todos los demás textos que parecían tener alguna referencia con el asunto en cuestión. Reconocía a cada palabra el sentido que le correspondía en el tema de que trataba el texto, y si la idea que de él se formaba armonizaba con cada pasaje colateral, la dificultad desaparecía. Así, cada vez que daba con un pasaje difícil de comprender, encontraba la explicación en alguna otra parte de las Santas Escrituras. A medida que estudiaba y oraba fervorosamente para que Dios le alumbrara, lo que antes le había parecido oscuro se le aclaraba. Experimentaba la verdad de las palabras del salmista: “El principio de tus palabras alumbra; hace entender a los simples”. Salmos 119:130.

Con profundo interés estudió los libros de Daniel y el Apocalipsis, siguiendo los mismos principios de interpretación que en los demás libros de la Biblia, y con gran gozo comprobó que los símbolos proféticos podían ser comprendidos. Vio que, en la medida en que se habían cumplido, las profecías lo habían hecho literalmente; que todas las diferentes figuras, metáforas, parábolas, similitudes, etc., o estaban explicadas en su contexto inmediato, o los términos en que estaban expresadas eran definidos en otros pasajes; y que cuando eran así explicados debían ser entendidos literalmente. “Así me convencí—dice—de que la Biblia es un sistema de verdades reveladas dadas con tanta claridad y sencillez, que el que anduviere en el camino trazado por ellas, por insensato que fuere, no tiene por qué extraviarse”. Bliss, 70. Eslabón tras eslabón de la cadena de la verdad descubierta vino a recompensar sus esfuerzos, a medida que paso a paso seguía las grandes líneas de la profecía. Ángeles del cielo dirigían sus pensamientos y descubrían las Escrituras a su inteligencia.

Tomando por criterio el modo en que las profecías se habían cumplido en lo pasado, para considerar el modo en que se cumplirían las que quedaban aún por cumplirse, se convenció de que el concepto popular del reino espiritual de Cristo—un milenio temporal antes del fin del mundo—no estaba fundado en la Palabra de Dios. Esta doctrina que indicaba mil años de justicia y de paz antes de la venida personal del Señor, difería para un futuro muy lejano los terrores del día de Dios. Pero, por agradable que ella sea, es contraria a las enseñanzas de Cristo y de sus apóstoles, quienes declaran que el trigo y la cizaña crecerán juntos hasta la siega al fin del mundo; que “los malos hombres y los engañadores, irán de mal en peor”; que “en los postreros días vendrán tiempos peligrosos”; y que el reino de las tinieblas subsistirá hasta el advenimiento del Señor y será consumido por el espíritu de su boca y destruido con el resplandor de su venida. Mateo 13:30, 38-41; 2 Timoteo 3:13, 1; 2 Tesalonicenses 2:8.

La doctrina de la conversión del mundo y del reino espiritual de Cristo no era sustentada por la iglesia apostólica. No fue generalmente aceptada por los cristianos hasta casi a principios del siglo XVIII. Como todos los demás errores, este también produjo malos resultados. Enseñó a los hombres a dejar para un remoto porvenir la venida del Señor y les impidió que dieran importancia a las señales de su cercana llegada. Infundía un sentimiento de confianza y seguridad mal fundado, y llevó a muchos a descuidar la preparación necesaria para ir al encuentro de su Señor.

Miller encontró que la venida verdadera y personal de Cristo está claramente enseñada en las Santas Escrituras. San Pablo dice: “El Señor mismo descenderá del cielo con mandato soberano, con la voz del arcángel y con trompeta de Dios”. Y el Salvador declara que “verán al Hijo del hombre viniendo sobre las nubes del cielo, con poder y grande gloria”. “Porque como el relámpago sale del oriente, y se ve lucir hasta el occidente, así será la venida del Hijo del hombre”. Será acompañado por todas las huestes del cielo, pues “el Hijo del hombre” vendrá “en su gloria, y todos los ángeles con él”. “Y enviará sus ángeles con grande estruendo de trompeta, los cuales juntarán a sus escogidos”. 1 Tesalonicenses 4:16; Mateo 24:30, 27, 31; 25:31 (VM).

A su venida los justos muertos resucitarán, y los justos que estuvieren aún vivos serán mudados. “No todos dormiremos—dice Pablo—, mas todos seremos mudados, en un momento, en un abrir de ojos, al sonar la última trompeta: porque sonará la trompeta, y los muertos resucitarán incorruptibles, y nosotros seremos mudados. Porque es necesario que este cuerpo corruptible se revista de incorrupción, y que este cuerpo mortal se revista de inmortalidad”. 1 Corintios 15:51-53 (VM). Y en 1 Tesalonicenses 4:16, 17, después de describir la venida del Señor, dice: “Los muertos en Cristo se levantarán primero; luego, nosotros los vivientes, los que hayamos quedado, seremos arrebatados juntamente con ellos a las nubes, al encuentro del Señor, en el aire; y así estaremos siempre con el Señor”.

El pueblo de Dios no puede recibir el reino antes que se realice el advenimiento personal de Cristo. El Señor había dicho: “Cuando el Hijo del hombre venga en su gloria, y todos los ángeles con él, entonces se sentará sobre el trono de su gloria; y delante de él serán juntadas todas las naciones; y apartará a los hombres unos de otros, como el pastor aparta las ovejas de las cabras: y pondrá las ovejas a su derecha, y las cabras a la izquierda. Entonces dirá el Rey a los que estarán a su derecha: ¡Venid, benditos de mi Padre, poseed el reino destinado para vosotros desde la fundación del mundo!” Mateo 25:31-34 (VM). Hemos visto por los pasajes que acabamos de citar que cuando venga el Hijo del hombre, los muertos serán resucitados incorruptibles, y que los vivos serán mudados. Este gran cambio los preparará para recibir el reino; pues San Pablo dice: “La carne y la sangre no pueden heredar el reino de Dios, ni la corrupción hereda la incorrupción”. 1 Corintios 15:50 (VM). En su estado presente el hombre es mortal, corruptible; pero el reino de Dios será incorruptible y sempiterno. Por lo tanto, en su estado presente el hombre no puede entrar en el reino de Dios. Pero cuando venga Jesús, concederá la inmortalidad a su pueblo; y luego los llamará a poseer el reino, del que hasta aquí solo han sido presuntos herederos.

Estos y otros pasajes bíblicos probaron claramente a Miller que los acontecimientos que generalmente se esperaba que se verificasen antes de la venida de Cristo, tales como el reino universal de la paz y el establecimiento del reino de Dios en la tierra, debían realizarse después del segundo advenimiento. Además, todas las señales de los tiempos y el estado del mundo correspondían a la descripción profética de los últimos días. Por el solo estudio de las Sagradas Escrituras, Miller tuvo que llegar a la conclusión de que el período fijado para la subsistencia de la tierra en su estado actual estaba por terminar.

“Otra clase de evidencia que afectó vitalmente mi espíritu—dice él—fue la cronología de las Santas Escrituras […]. Encontré que los acontecimientos predichos, que se habían cumplido en lo pasado, se habían desarrollado muchas veces dentro de los límites de un tiempo determinado. Los ciento y veinte años hasta el diluvio (Génesis 6:3); los siete días que debían precederlo, con el anunció de cuarenta días de lluvia (Génesis 7:4); los cuatrocientos años de la permanencia de la posteridad de Abraham en Egipto (Génesis 15:13); los tres días de los sueños del copero y del panadero (Génesis 40:12-20); los siete años de Faraón (Génesis 41:28-54); los cuarenta años en el desierto (Números 14:34); los tres años y medio de hambre (1 Reyes 17:1); (véase Lucas 4:25); […] los setenta años del cautiverio en Babilonia (Jeremías 25:11); los siete tiempos de Nabucodonosor (Daniel 4:13-16); y las siete semanas, sesenta y dos semanas, y la una semana, que sumaban setenta semanas determinadas sobre los judíos (Daniel 9:24-27); todos los acontecimientos limitados por estos períodos de tiempo no fueron una vez más que asunto profético, pero se cumplieron de acuerdo con las predicciones”. Bliss, 74, 75.

Por consiguiente, al encontrar en su estudio de la Biblia varios períodos cronológicos, que, según su modo de entenderlos, se extendían hasta la segunda venida de Cristo, no pudo menos que considerarlos como los “tiempos señalados”, que Dios había revelado a sus siervos. “Las cosas secretas—dice Moisés—pertenecen a Jehová nuestro Dios; mas las reveladas nos pertenecen a nosotros y a nuestros hijos para siempre”, y el Señor declara por el profeta Amós que “no hará nada sin que revele su secreto a sus siervos los profetas”. Deuteronomio 29:29; Amós 3:7 (VM). Así que los que estudian la Palabra de Dios pueden confiar que encontrarán indicado con claridad en las Escrituras el acontecimiento más estupendo que debe realizarse en la historia de la humanidad.

“Estando completamente convencido—dice Miller—de que toda Escritura divinamente inspirada es útil (2 Timoteo 3:16); que en ningún tiempo fue dada por voluntad de hombre, sino que fue escrita por hombres santos inspirados del Espíritu Santo (2 Pedro 1:21), y esto ‘para nuestra enseñanza’ ‘para que por la paciencia, y por la consolación de las Escrituras, tengamos esperanza’ (Romanos 15:4), no pude menos que considerar las partes cronológicas de la Biblia tan pertinentes a la Palabra de Dios y tan acreedoras a que las tomáramos en cuenta como cualquiera otra parte de las Sagradas Escrituras. Pensé por consiguiente que al tratar de comprender lo que Dios, en su misericordia, había juzgado conveniente revelarnos, yo no tenía derecho para pasar por alto los períodos proféticos”. Bliss, 75.

La profecía que parecía revelar con la mayor claridad el tiempo del segundo advenimiento, era la de Daniel 8:14: “Hasta dos mil y trescientas tardes y mañanas; entonces será purificado el Santuario” (VM). Siguiendo la regla que se había impuesto, de dejar que las Sagradas Escrituras se interpretasen a sí mismas, Miller llegó a saber que un día en la profecía simbólica representa un año (Números 14:34; Ezequiel 4:6); vio que el período de los 2.300 días proféticos, o años literales, se extendía mucho más allá del fin de la era judaica, y que por consiguiente no podía referirse al santuario de aquella economía. Miller aceptaba la creencia general de que durante la era cristiana la tierra es el santuario, y dedujo por consiguiente que la purificación del santuario predicha en (Daniel 8:14) representaba la purificación de la tierra con fuego en el segundo advenimiento de Cristo. Llegó pues a la conclusión de que si se podía encontrar el punto de partida de los 2.300 días, sería fácil fijar el tiempo del segundo advenimiento. Así quedaría revelado el tiempo de aquella gran consumación, “el tiempo en que concluiría el presente estado de cosas, con todo su orgullo y poder, su pompa y vanidad, su maldad y opresión, […] el tiempo en que la tierra dejaría de ser maldita, en que la muerte sería destruida y se daría el galardón a los siervos de Dios, a los profetas y santos, y a todos los que temen su nombre, el tiempo en que serían destruidos los que destruyen la tierra”. Bliss, 76.

Miller siguió escudriñando las profecías con más empeño y fervor que nunca, dedicando noches y días enteros al estudio de lo que resultaba entonces de tan inmensa importancia y absorbente interés. En el capítulo octavo de Daniel no pudo encontrar guía para el punto de partida de los 2.300 días. Aunque se le mandó que hiciera comprender la visión a Daniel, el ángel Gabriel solo le dio a este una explicación parcial. Cuando el profeta vio las terribles persecuciones que sobrevendrían a la iglesia, desfallecieron sus fuerzas físicas. No pudo soportar más, y el ángel le dejó por algún tiempo. Daniel quedó “sin fuerzas”, y estuvo “enfermo algunos días”. “Estaba asombrado de la visión—dice—mas no hubo quien la explicase”.

Y sin embargo Dios había mandado a su mensajero: “Haz que este entienda la visión”. Esa orden debía ser ejecutada. En obedecimiento a ella, el ángel, poco tiempo después, volvió hacia Daniel, diciendo: “Ahora he salido para hacerte sabio de entendimiento”; “entiende pues la palabra, y alcanza inteligencia de la visión”. Daniel 8:27, 16; 9:22, 23 (VM). Había un punto importante en la visión del capítulo octavo, que no había sido explicado, a saber, el que se refería al tiempo: el período de los 2.300 días; por consiguiente, el ángel, reanudando su explicación, se espacia en la cuestión del tiempo:

“Setenta semanas están determinadas sobre tu pueblo y sobre tu santa ciudad […]. Sepas pues y entiendas, que desde la salida de la palabra para restaurar y edificar a Jerusalén hasta el Mesías Príncipe, habrá siete semanas, y sesenta y dos semanas; tornaráse a edificar la plaza y el muro en tiempos angustiosos. Y después de las sesenta y dos semanas se quitará la vida al Mesías, y no por sí […]. Y en otra semana confirmará el pacto a muchos, y a la mitad de la semana hará cesar el sacrificio y la ofrenda”. Daniel 9:24-27.

El ángel había sido enviado a Daniel con el objeto expreso de que le explicara el punto que no había logrado comprender en la visión del capítulo octavo, el dato relativo al tiempo: “Hasta dos mil y trescientas tardes y mañanas; entonces será purificado el santuario”. Después de mandar a Daniel que “entienda” “la palabra” y que alcance inteligencia de “la visión”, las primeras palabras del ángel son: “Setenta semanas están determinadas sobre tu pueblo y sobre tu santa ciudad”.

La palabra traducida aquí por “determinadas”, significa literalmente “descontadas”. El ángel declara que setenta semanas, que representaban 490 años, debían ser descontadas por pertenecer especialmente a los judíos. ¿Pero de dónde fueron descontadas? Como los 2.300 días son el único período de tiempo mencionado en el capítulo octavo, deben constituir el período del que fueron descontadas las setenta semanas; las setenta semanas deben por consiguiente formar parte de los 2.300 días, y ambos períodos deben comenzar juntos. El ángel declaró que las setenta semanas datan del momento en que salió el edicto para reedificar a Jerusalén. Si se puede encontrar la fecha de aquel edicto, queda fijado el punto de partida del gran período de los 2.300 días.

Ese decreto se encuentra en el capítulo séptimo de Esdras. Vers. 12-26. Fue expedido en su forma más completa por Artajerjes, rey de Persia, en el año 457 a. C. Pero en (Esdras 6:14) se dice que la casa del Señor fue edificada en Jerusalén “por mandamiento de Ciro, y de Darío y de Artajerjes rey de Persia”. Estos tres reyes, al expedir el decreto y al confirmarlo y completarlo, lo pusieron en la condición requerida por la profecía para que marcase el principio de los 2.300 años. Tomando el año 457 a. C. en que el decreto fue completado, como fecha de la orden, se comprobó que cada especificación de la profecía referente a las setenta semanas se había cumplido.

“Desde la salida de la palabra para restaurar y edificar a Jerusalén hasta el Mesías Príncipe, habrá siete semanas, y sesenta y dos semanas”, es decir sesenta y nueve semanas, o sea 483 años. El decreto de Artajerjes fue puesto en vigencia en el otoño del año 457 a. C. Partiendo de esta fecha, los 483 años alcanzan al otoño del año 27 d. C. (véase el Apéndice, así como el diagrama de la página siguiente). Entonces fue cuando esta profecía se cumplió. La palabra “Mesías” significa “el Ungido”. En el otoño del año 27 d. C., Cristo fue bautizado por Juan y recibió la unción del Espíritu Santo. El apóstol Pedro testifica que “a Jesús de Nazaret: […] Dios le ungió con el Espíritu Santo y con poder”. Hechos 10:38 (VM). Y el mismo Salvador declara: “El Espíritu del Señor está sobre mí; por cuanto me ha ungido para anunciar buenas nuevas a los pobres”. Después de su bautismo, Jesús volvió a Galilea, “predicando el evangelio de Dios, y diciendo: Se ha cumplido el tiempo”. Lucas 4:18; Marcos 1:14, 15 (VM).

“Y en otra semana confirmará el pacto a muchos”. La semana de la cual se habla aquí es la última de las setenta. Son los siete últimos años del período concedido especialmente a los judíos. Durante ese plazo, que se extendió del año 27 al año 34 d. C., Cristo, primero en persona y luego por intermedio de sus discípulos, presentó la invitación del evangelio especialmente a los judíos. Cuando los apóstoles salieron para proclamar las buenas nuevas del reino, las instrucciones del Salvador fueron: “Por el camino de los Gentiles no iréis, y en ciudad de Samaritanos no entréis”. Mateo 10:5,  

“A la mitad de la semana hará cesar el sacrificio y la ofrenda”. En el año 31 d. C., tres años y medio después de su bautismo, nuestro Señor fue crucificado. Con el gran sacrificio ofrecido en el Calvario, terminó aquel sistema de ofrendas que durante cuatro mil años había prefigurado al Cordero de Dios. El tipo se encontró con el antitipo, y todos los sacrificios y oblaciones del sistema ceremonial debían cesar.

Las setenta semanas, o 490 años concedidos a los judíos, terminaron, como lo vimos, en el año 34 d. C. En dicha fecha, por auto del Sanedrín judaico, la nación selló su rechazamiento del evangelio con el martirio de Esteban y la persecución de los discípulos de Cristo. Entonces el mensaje de salvación, no estando más reservado exclusivamente para el pueblo elegido, fue dado al mundo. Los discípulos, obligados por la persecución a huir de Jerusalén, “andaban por todas partes, predicando la Palabra”. “Felipe, descendiendo a la ciudad de Samaria, les proclamó el Cristo”. Pedro, guiado por Dios, dio a conocer el evangelio al centurión de Cesarea, el piadoso Cornelio; el ardiente Pablo, ganado a la fe de Cristo fue comisionado para llevar las alegres nuevas “lejos […] a los gentiles”. Hechos 8:4, 5; 22:21 (VM).

Hasta aquí cada uno de los detalles de las profecías se ha cumplido de una manera sorprendente, y el principio de las setenta semanas queda establecido irrefutablemente en el año 457 a.C. y su fin en el año 34 d.C. Partiendo de esta fecha no es difícil encontrar el término de los 2.300 días. Las setenta semanas—490 días—descontadas de los 2.300 días, quedaban 1.810 días. Concluidos los 490 días, quedaban aún por cumplirse los 1.810 días. Contando desde 34 d.C., los 1.810 años alcanzan al año 1844. Por consiguiente los 2.300 días de Daniel 8:14 terminaron en 1844. Al fin de este gran período profético, según el testimonio del ángel de Dios, “el santuario” debía ser “purificado”. De este modo la fecha de la purificación del santuario—la cual se creía casi universalmente que se verificaría en el segundo advenimiento de Cristo—quedó definitivamente establecida.

Miller y sus colaboradores creyeron primero que los 2.300 días terminarían en la primavera de 1.844, mientras que la profecía señala el otoño de ese mismo año (véase el diagrama, p. 327, y el Apéndice). La mala inteligencia de este punto fue causa de desengaño y perplejidad para los que habían fijado para la primavera de dicho año el tiempo de la venida del Señor. Pero esto no afectó en lo más mínimo la fuerza de la argumentación que demuestra que los 2.300 días terminaron en el año 1844 y que el gran acontecimiento representado por la purificación del santuario debía verificarse entonces.

Al empezar a estudiar las Sagradas Escrituras como lo hizo, para probar que son una revelación de Dios, Miller no tenía la menor idea de que llegaría a la conclusión a que había llegado. Apenas podía él mismo creer en los resultados de su investigación. Pero las pruebas de la Santa Escritura eran demasiado evidentes y concluyentes para rechazarlas.

Había dedicado dos años al estudio de la Biblia, cuando, en 1818, llegó a tener la solemne convicción de que unos veinticinco años después aparecería Cristo para redimir a su pueblo. “No necesito hablar—dice Miller—del gozo que llenó mi corazón ante tan embelesadora perspectiva, ni de los ardientes anhelos de mi alma para participar del júbilo de los redimidos. La Biblia fue para mí entonces un libro nuevo. Era esto en verdad una fiesta de la razón; todo lo que para mí había sido sombrío, místico u oscuro en sus enseñanzas, había desaparecido de mi mente ante la clara luz que brotaba de sus sagradas páginas; y ¡oh! ¡cuán brillante y gloriosa aparecía la verdad! Todas las contradicciones y disonancias que había encontrado antes en la Palabra desaparecieron; y si bien quedaban muchas partes que no comprendía del todo, era tanta la luz que de las Escrituras manaba para alumbrar mi inteligencia oscurecida, que al estudiarlas sentía un deleite que nunca antes me hubiera figurado que podría sacar de sus enseñanzas”. Bliss, 76, 77.

“Solemnemente convencido de que las Santas Escrituras anunciaban el cumplimiento de tan importantes acontecimientos en tan corto espacio de tiempo, surgió con fuerza en mi alma la cuestión de saber cuál era mi deber para con el mundo, en vista de la evidencia que había conmovido mi propio espíritu”. Ibíd., 81. No pudo menos que sentir que era deber suyo impartir a otros la luz que había recibido. Esperaba encontrar oposición de parte de los impíos, pero estaba seguro de que todos los cristianos se alegrarían en la esperanza de ir al encuentro del Salvador a quien profesaban amar. Lo único que temía era que en su gran júbilo por la perspectiva de la gloriosa liberación que debía cumplirse tan pronto, muchos recibiesen la doctrina sin examinar detenidamente las Santas Escrituras para ver si era la verdad. De aquí que vacilara en presentarla, por temor de estar errado y de hacer descarriar a otros. Esto le indujo a revisar las pruebas que apoyaban las conclusiones a que había llegado, y a considerar cuidadosamente cualquiera dificultad que se presentase a su espíritu. Encontró que las objeciones se desvanecían ante la luz de la Palabra de Dios como la neblina ante los rayos del sol. Los cinco años que dedicó a esos estudios le dejaron enteramente convencido de que su manera de ver era correcta.

El deber de hacer conocer a otros lo que él creía estar tan claramente enseñado en las Sagradas Escrituras, se le impuso entonces con nueva fuerza. “Cuando estaba ocupado en mi trabajo—explicó—, sonaba continuamente en mis oídos el mandato: Anda y haz saber al mundo el peligro que corre. Recordaba constantemente este pasaje: ‘Diciendo yo al impío: Impío, de cierto morirás; si tú no hablares para que se guarde el impío de su camino, el impío morirá por su pecado, mas su sangre yo la demandaré de tu mano. Y si tú avisares al impío de su camino para que de él se aparte, y él no se apartare de su camino, por su pecado morirá él, y tú libraste tu vida’. Ezequiel 33:8, 9. Me parecía que si los impíos podían ser amonestados eficazmente, multitudes de ellos se arrepentirían; y que si no eran amonestados, su sangre podía ser demandada de mi mano”. Bliss, 92.

Empezó a presentar sus ideas en círculo privado siempre que se le ofrecía la oportunidad, rogando a Dios que algún ministro sintiese la fuerza de ellas y se dedicase a proclamarlas. Pero no podía librarse de la convicción de que tenía un deber personal que cumplir dando el aviso. De continuo se presentaban a su espíritu las siguientes palabras: “Anda y anúncialo al mundo; su sangre demandaré de tu mano”. Esperó nueve años; y la carga continuaba pesando sobre su alma, hasta que en 1831 expuso por primera vez en público las razones de la fe que tenía.

Así como Eliseo fue llamado cuando seguía a sus bueyes en el campo, para recibir el manto de la consagración al ministerio profético, así también Guillermo Miller fue llamado a dejar su arado y revelar al pueblo los misterios del reino de Dios. Con temblor dio principio a su obra de conducir a sus oyentes paso a paso a través de los períodos proféticos hasta el segundo advenimiento de Cristo. Con cada esfuerzo cobraba más energía y valor al ver el marcado interés que despertaban sus palabras.

A la solicitación de sus hermanos, en cuyas palabras creyó oír el llamamiento de Dios, se debió que Miller consintiera en presentar sus opiniones en público. Tenía ya cincuenta años, y no estando acostumbrado a hablar en público, se consideraba incapaz de hacer la obra que de él se esperaba. Pero desde el principio sus labores fueron notablemente bendecidas para la salvación de las almas. Su primera conferencia fue seguida de un despertamiento religioso, durante el cual treinta familias enteras, menos dos personas, fueron convertidas. Se le instó inmediatamente a que hablase en otros lugares, y casi en todas partes su trabajo tuvo por resultado un avivamiento de la obra del Señor. Los pecadores se convertían, los cristianos renovaban su consagración a Dios, y los deístas e incrédulos eran inducidos a reconocer la verdad de la Biblia y de la religión cristiana. El testimonio de aquellos entre quienes trabajara fue: “Consigue ejercer una influencia en una clase de espíritus a la que no afecta la influencia de otros hombres”. Ibíd., 138. Su predicación era para despertar interés en los grandes asuntos de la religión y contrarrestar la mundanalidad y sensualidad crecientes de la época.

En casi todas las ciudades se convertían los oyentes por docenas y hasta por centenares. En muchas poblaciones se le abrían de par en par las iglesias protestantes de casi todas las denominaciones, y las invitaciones para trabajar en ellas le llegaban generalmente de los mismos ministros de diversas congregaciones. Tenía por regla invariable no trabajar donde no hubiese sido invitado. Sin embargo pronto vio que no le era posible atender siquiera la mitad de los llamamientos que se le dirigían. Muchos que no aceptaban su modo de ver en cuanto a la fecha exacta del segundo advenimiento, estaban convencidos de la seguridad y proximidad de la venida de Cristo y de que necesitaban prepararse para ella. En algunas de las grandes ciudades, sus labores hicieron extraordinaria impresión. Hubo taberneros que abandonaron su tráfico y convirtieron sus establecimientos en salas de culto; los garitos eran abandonados; incrédulos, deístas, universalistas y hasta libertinos de los más perdidos—algunos de los cuales no habían entrado en ningún lugar de culto desde hacía años—se convertían. Las diversas denominaciones establecían reuniones de oración en diferentes barrios y a casi cualquier hora del día los hombres de negocios se reunían para orar y cantar alabanzas. No se notaba excitación extravagante, sino que un sentimiento de solemnidad dominaba a casi todos. La obra de Miller, como la de los primeros reformadores, tendía más a convencer el entendimiento y a despertar la conciencia que a excitar las emociones.

En 1833 Miller recibió de la iglesia bautista, de la cual era miembro, una licencia que le autorizaba para predicar. Además, buen número de los ministros de su denominación aprobaban su obra, y le dieron su sanción formal mientras proseguía sus trabajos.

Viajaba y predicaba sin descanso, si bien sus labores personales se limitaban principalmente a los estados del este y del centro de los Estados Unidos. Durante varios años sufragó él mismo todos sus gastos de su bolsillo y ni aun más tarde se le costearon nunca por completo los gastos de viaje a los puntos adonde se le llamaba. De modo que, lejos de reportarle provecho pecuniario, sus labores públicas constituían un pesado gravamen para su fortuna particular que fue menguando durante este período de su vida. Era padre de numerosa familia, pero como todos los miembros de ella eran frugales y diligentes, su finca rural bastaba para el sustento de todos ellos.

En 1833, dos años después de haber principiado Miller a presentar en público las pruebas de la próxima venida de Cristo, apareció la última de las señales que habían sido anunciadas por el Salvador como precursoras de su segundo advenimiento. Jesús había dicho: “Las estrellas caerán del cielo”. Mateo 24:29. Y Juan, al recibir la visión de las escenas que anunciarían el día de Dios, declara en el Apocalipsis: “Las estrellas del cielo cayeron sobre la tierra, como la higuera echa sus higos cuando es movida de gran viento”. Apocalipsis 6:13. Esta profecía se cumplió de modo sorprendente y pasmoso con la gran lluvia meteórica del 13 de noviembre de 1833. Fue este el más dilatado y admirable espectáculo de estrellas fugaces que se haya registrado, pues “¡sobre todos los Estados Unidos el firmamento entero estuvo entonces, durante horas seguidas, en conmoción ígnea! No ha ocurrido jamás en este país, desde el tiempo de los primeros colonos, un fenómeno celestial que despertara tan grande admiración entre unos, ni tanto terror ni alarma entre otros”. “Su sublimidad y terrible belleza quedan aún grabadas en el recuerdo de muchos […] Jamás cayó lluvia más tupida que ésa en que cayeron los meteoros hacia la tierra; al este, al oeste, al norte y al sur era lo mismo. En una palabra, todo el cielo parecía en conmoción […]. El espectáculo, tal como está descrito en el diario del profesor Silliman, fue visto por toda la América del Norte […]. Desde las dos de la madrugada hasta la plena claridad del día, en un firmamento perfectamente sereno y sin nubes, todo el cielo estuvo constantemente surcado por una lluvia incesante de cuerpos que brillaban de modo deslumbrador” (R. M. Devens, American Progress; or, The Great Events of the Greatest Century, cap. 28, párrs. 1-5).

“En verdad, ninguna lengua podría describir el esplendor de tan hermoso espectáculo; […] nadie que no lo haya presenciado puede formarse exacta idea de su esplendor. Parecía que todas las estrellas del cielo se hubiesen reunido en un punto cerca del cénit, y que fuesen lanzadas de allí, con la velocidad del rayo, en todas las direcciones del horizonte; y sin embargo no se agotaban: con toda rapidez seguíanse por miles unas tras otras, como si hubiesen sido creadas para el caso” (F. Reed, Christian Advocate and Journal, 13 de diciembre de 1833). “Es imposible contemplar una imagen más exacta de la higuera que deja caer sus higos cuando es sacudida por un gran viento” (“The Old Countryman” Evening Advertiser de Portland, 26 de noviembre de 1833).

En el Journal of Commerce de Nueva York del 14 de noviembre se publicó un largo artículo referente a este maravilloso fenómeno y en él se leía la siguiente declaración: “Supongo que ningún filósofo ni erudito ha referido o registrado jamás un suceso como el de ayer por la mañana. Hace mil ochocientos años un profeta lo predijo con toda exactitud, si entendemos que las estrellas que cayeron eran estrellas errantes o fugaces, […] que es el único sentido verdadero y literal”.

Así se realizó la última de las señales de su venida acerca de las cuales Jesús había dicho a sus discípulos: “Cuando viereis todas estas cosas, sabed que está cercano, a las puertas”. Mateo 24:33. Después de estas señales, Juan vio que el gran acontecimiento que debía seguir consistía en que el cielo desaparecía como un libro cuando es enrrollado, mientras que la tierra era sacudida, las montañas y las islas eran movidas de sus lugares, y los impíos, aterrorizados, trataban de esconderse de la presencia del Hijo del hombre. Apocalipsis 6:12-17.

Muchos de los que presenciaron la caída de las estrellas la consideraron como un anunció del juicio venidero, “como un signo precursor espantoso, un presagio misericordioso, de aquel grande y terrible día” (“The Old Countryman”, Evening Advertiser de Portland, 26 de noviembre de 1833). Así fue dirigida la atención del pueblo hacia el cumplimiento de la profecía, y muchos fueron inducidos a hacer caso del aviso del segundo advenimiento.

En 1840 otro notable cumplimiento de la profecía despertó interés general. Dos años antes, Josías Litch, uno de los principales ministros que predicaban el segundo advenimiento, publicó una explicación del capítulo noveno del Apocalipsis, que predecía la caída del imperio otomano. Según sus cálculos esa potencia sería derribada “en el año 1840 d. C., durante el mes de agosto”; y pocos días antes de su cumplimiento escribió: “Admitiendo que el primer período de 150 años se haya cumplido exactamente antes de que Deacozes subiera al trono con permiso de los turcos, y que los 391 años y quince días comenzaran al terminar el primer período, terminarán el 11 de agosto de I 840, día en que puede anticiparse que el poder otomano en Constantinopla será quebrantado. Y esto es lo que creo que va a confirmarse” (J. Litch, en Signs of the Times, and Expositor of Prophecy, 1 de agosto de 1840).

En la fecha misma que había sido especificada, Turquía aceptó, por medio de sus embajadores, la protección de las potencias aliadas de Europa, y se puso así bajo la tutela de las naciones cristianas. El acontecimiento cumplió exactamente la predicción (véase el Apéndice). Cuando esto se llegó a saber, multitudes se convencieron de que los principios de interpretación profética adoptados por Miller y sus compañeros eran correctos, con lo que recibió un impulso maravilloso el movimiento adventista. Hombres de saber y de posición social se adhirieron a Miller para divulgar sus ideas, y de 1840 a 1844 la obra se extendió rápidamente.

Guillermo Miller poseía grandes dotes intelectuales, disciplinadas por la reflexión y el estudio; y a ellas añadió la sabiduría del cielo al ponerse en relación con la Fuente de la sabiduría. Era hombre de verdadero valer, que no podía menos que imponer respeto y granjearse el aprecio dondequiera que supiera estimarse la integridad, el carácter y el valor moral. Uniendo verdadera bondad de corazón a la humildad cristiana y al dominio de sí mismo, era atento y afable para con todos, y siempre listo para escuchar las opiniones de los demás y pesar sus argumentos. Sin apasionamiento ni agitación, examinaba todas las teorías y doctrinas a la luz de la Palabra de Dios; y su sano juicio y profundo conocimiento de las Santas Escrituras, le permitían descubrir y refutar el error.

Sin embargo no prosiguió su obra sin encontrar violenta oposición. Como les sucediera a los primeros reformadores, las verdades que proclamaba no fueron recibidas favorablemente por los maestros religiosos del pueblo. Como estos no podían sostener sus posiciones apoyándose en las Santas Escrituras, se vieron obligados a recurrir a los dichos y doctrinas de los hombres, a las tradiciones de los padres. Pero la Palabra de Dios era el único testimonio que aceptaban los predicadores de la verdad del segundo advenimiento. “La Biblia, y la Biblia sola”, era su consigna. La falta de argumentos bíblicos de parte de sus adversarios era suplida por el ridículo y la burla. Tiempo, medios y talentos fueron empleados en difamar a aquellos cuyo único crimen consistía en esperar con gozo el regreso de su Señor, y en esforzarse por vivir santamente, y en exhortar a los demás a que se preparasen para su aparición.

Serios fueron los esfuerzos que se hicieron para apartar la mente del pueblo del asunto del segundo advenimiento. Se hizo aparecer como pecado, como algo de que los hombres debían avergonzarse, el estudio de las profecías referentes a la venida de Cristo y al fin del mundo. Así los ministros populares socavaron la fe en la Palabra de Dios. Sus enseñanzas volvían incrédulos a los hombres, y muchos se arrogaron la libertad de andar según sus impías pasiones. Luego los autores del mal echaban la culpa de él a los adventistas.

Mientras que un sinnúmero de personas inteligentes e interesadas se apiñaban para oír a Miller, su nombre era rara vez mencionado por la prensa religiosa y solo para ridiculizarlo y acusarlo. Los indiferentes y los impíos, alentados por la actitud de los maestros de religión, recurrieron a epítetos difamantes, a chistes vulgares y blasfemos, en sus esfuerzos para atraer el desprecio sobre él y su obra. El siervo de Dios, encanecido en el servicio y que había dejado su cómodo hogar para viajar a costa propia de ciudad en ciudad, y de pueblo en pueblo, para proclamar al mundo la solemne amonestación del juicio inminente, fue llamado fanático, mentiroso y malvado.

Las mofas, las mentiras y los ultrajes acumulados sobre él despertaron la censura y la indignación hasta de la prensa profana. La gente del mundo declaró que “tratar un tema de tan imponente majestad e importantes consecuencias” con ligereza y lenguaje vulgar, “no equivalía solo a divertirse a costa de los sentimientos de sus propagadores y defensores”, sino “a reírse del día del juicio, a mofarse del mismo Dios y a hacer burla de su tribunal”. Bliss, 183.

El instigador de todo mal no trató únicamente de contrarrestar los efectos del mensaje del advenimiento, sino de destruir al mismo mensajero. Miller hacía una aplicación práctica de la verdad bíblica a los corazones de sus oyentes, reprobando sus pecados y turbando el sentimiento de satisfacción de sí mismos, y sus palabras claras y contundentes despertaron la animosidad de ellos. La oposición manifestada por los miembros de las iglesias contra su mensaje alentaba a las clases bajas a ir aún más allá; y hubo enemigos que conspiraron para quitarle la vida a su salida del local de reunión. Pero hubo ángeles guardianes entre la multitud, y uno de ellos, bajo la forma de un hombre, tomó el brazo del siervo del Señor, y lo puso a salvo del populacho furioso. Su obra no estaba aún terminada, y Satanás y sus emisarios se vieron frustrados en sus planes.

A pesar de toda oposición, el interés en el movimiento adventista siguió en aumento. De decenas y centenas el número de los creyentes alcanzó a miles. Las diferentes iglesias se habían acrecentado notablemente, pero al poco tiempo el espíritu de oposición se manifestó hasta contra los conversos ganados por Miller, y las iglesias empezaron a tomar medidas disciplinarias contra ellos. Esto indujo a Miller a instar a los cristianos de todas las denominaciones a que, si sus doctrinas eran falsas, se lo probasen por las Escrituras.

“¿Qué hemos creído—decía él—que no nos haya sido ordenado creer por la Palabra de Dios, que vosotros mismos reconocéis como regla única de nuestra fe y de nuestra conducta? ¿Qué hemos hecho para que se nos arrojasen tan virulentos cargos y diatribas desde el púlpito y la prensa, y para daros motivo para excluirnos a nosotros [los adventistas] de vuestras iglesias y de vuestra comunión?” “Si estamos en el error, os ruego nos enseñéis en qué consiste nuestro error.

Probádnoslo por la Palabra de Dios; harto se nos ha ridiculizado, pero no será eso lo que pueda jamás convencernos de que estemos en error; la Palabra de Dios sola puede cambiar nuestro modo de ver. Llegamos a nuestras conclusiones después de madura reflexión y de mucha oración, a medida que veíamos las evidencias de las Escrituras”. Ibíd., 250, 252.

Siglo tras siglo las amonestaciones que Dios dirigió al mundo por medio de sus siervos, fueron recibidas con la misma incredulidad y falta de fe. Cuando la maldad de los antediluvianos le indujo a enviar el diluvio sobre la tierra, les dio primero a conocer su propósito para ofrecerles oportunidad de apartarse de sus malos caminos. Durante ciento veinte años oyeron resonar en sus oídos la amonestación que los llamaba al arrepentimiento, no fuese que la ira de Dios los destruyese. Pero el mensaje se les antojó fábula ridícula, y no lo creyeron. Envalentonándose en su maldad, se mofaron del mensajero de Dios, se rieron de sus amenazas, y hasta le acusaron de presunción. ¿Cómo se atrevía él solo a levantarse contra todos los grandes de la tierra? Si el mensaje de Noé era verdadero, ¿por qué no lo reconocía por tal el mundo entero? y ¿por qué no le daba crédito? ¡Era la afirmación de un hombre contra la sabiduría de millares! No quisieron dar fe a la amonestación, ni buscar protección en el arca.

Los burladores llamaban la atención a las cosas de la naturaleza—a la sucesión invariable de las estaciones, al cielo azul que nunca había derramado lluvia, a los verdes campos refrescados por el suave rocío de la noche—, y exclamaban: “¿No habla acaso en parábolas?” Con desprecio declaraban que el predicador de la justicia era fanático rematado; y siguieron corriendo tras los placeres y andando en sus malos caminos con más empeño que nunca antes. Pero su incredulidad no impidió la realización del acontecimiento predicho. Dios soportó mucho tiempo su maldad, dándoles amplia oportunidad para arrepentirse, pero a su debido tiempo sus juicios cayeron sobre los que habían rechazado su misericordia.

Cristo declara que habrá una incredulidad análoga respecto a su segunda venida. Así como en tiempo de Noé los hombres “no entendieron hasta que vino el diluvio, y los llevó a todos; así”, según las palabras de nuestro Salvador, “será la venida del Hijo del hombre”. Mateo 24:39 (VM). Cuando los que profesan ser el pueblo de Dios se unan con el mundo, viviendo como él vive y compartiendo sus placeres prohibidos; cuando el lujo del mundo se vuelva el lujo de la iglesia; cuando las campanas repiquen a bodas, y todos cuenten en perspectiva con muchos años de prosperidad mundana, entonces, tan repentinamente como el relámpago cruza el cielo, se desvanecerán sus visiones brillantes y sus falaces esperanzas.

Así como Dios envió a su siervo para dar al mundo aviso del diluvio que se acercaba, también envió mensajeros escogidos para anunciar la venida del juicio final. Y así como los contemporáneos de Noé se burlaron con desprecio de las predicciones del predicador de la justicia, también en los días de Miller muchos, hasta de los que profesaban ser del pueblo de Dios, se burlaron de las palabras de aviso.

¿Y por qué la doctrina y predicación de la segunda venida de Cristo fueron tan mal recibidas por las iglesias? Si bien el advenimiento del Señor significa desgracia y desolación para los impíos, para los justos es motivo de dicha y esperanza. Esta gran verdad había sido consuelo de los fieles siervos de Dios a través de los siglos; ¿por qué hubo de convertirse, como su Autor, en “piedra de tropiezo, y piedra de caída”, para los que profesaban ser su pueblo? Fue nuestro Señor mismo quien prometió a sus discípulos: “Si yo fuere y os preparare el lugar, vendré otra vez, y os recibiré conmigo”. Juan 14:3 (VM). El compasivo Salvador fue quien, previendo el abandono y dolor de sus discípulos, encargó a los ángeles que los consolaran con la seguridad de que volvería en persona, como había subido al cielo. Mientras los discípulos estaban mirando con ansia al cielo para percibir la última vislumbre de Aquel a quien amaban, fue atraída su atención por las palabras: “¡Varones galileos, ¿por qué os quedáis mirando así al cielo? Este mismo Jesús que ha sido tomado de vosotros al cielo, así vendrá del mismo modo que le habéis visto ir al cielo!” Hechos 1:11 (VM). El mensaje de los ángeles reavivó la esperanza de los discípulos. “Volvieron a Jerusalén con gran gozo: y estaban siempre en el templo, alabando y bendiciendo a Dios”. Lucas 24:52, 53. No se alegraban de que Jesús se hubiese separado de ellos ni de que hubiesen sido dejados para luchar con las pruebas y tentaciones del mundo, sino porque los ángeles les habían asegurado que él volvería.

La proclamación de la venida de Cristo debería ser ahora lo que fue la hecha por los ángeles a los pastores de Belén, es decir, buenas nuevas de gran gozo. Los que aman verdaderamente al Salvador no pueden menos que recibir con aclamaciones de alegría el anunció fundado en la Palabra de Dios de que Aquel en quien se concentran sus esperanzas para la vida eterna volverá, no para ser insultado, despreciado y rechazado como en su primer advenimiento, sino con poder y gloria, para redimir a su pueblo. Son aquellos que no aman al Salvador quienes desean que no regrese; y no puede haber prueba más concluyente de que las iglesias se han apartado de Dios, que la irritación y la animosidad despertadas por este mensaje celestial.

Los que aceptaron la doctrina del advenimiento vieron la necesidad de arrepentirse y humillarse ante Dios. Muchos habían estado vacilando mucho tiempo entre Cristo y el mundo; entonces comprendieron que era tiempo de decidirse. “Las cosas eternas asumieron para ellos extraordinaria realidad. Se les acercó el cielo y se sintieron culpables ante Dios”. Bliss, 146. Nueva vida espiritual se despertó en los creyentes. El mensaje les hizo sentir que el tiempo era corto, que debían hacer pronto cuanto habían de hacer por sus semejantes. La tierra retrocedía, la eternidad parecía abrirse ante ellos, y el alma, con todo lo que pertenece a su dicha o infortunio inmortal, eclipsaba por así decirlo todo objeto temporal. El Espíritu de Dios descansaba sobre ellos, y daba fuerza a los llamamientos ardientes que dirigían tanto a sus hermanos como a los pecadores a fin de que se preparasen para el día de Dios. El testimonio mudo de su conducta diaria equivalía a una censura constante para los miembros formalistas y no santificados de las iglesias. Estos no querían que se les molestara en su búsqueda de placeres, ni en su culto a Mammón ni en su ambición de honores mundanos. De ahí la enemistad y oposición despertadas contra la fe adventista y los que la proclamaban.

Como los argumentos basados en los períodos proféticos resultaban irrefutables, los adversarios trataron de prevenir la investigación de este asunto enseñando que las profecías estaban selladas. De este modo los protestantes seguían las huellas de los romanistas. Mientras que la iglesia papal le niega la Biblia al pueblo (véase el Apéndice), las iglesias protestantes aseguraban que parte importante de la Palabra Sagrada—o sea la que pone a la vista verdades de especial aplicación para nuestro tiempo—no podía ser entendida.

Los ministros y el pueblo declararon que las profecías de Daniel y del Apocalipsis eran misterios incomprensibles. Pero Cristo había llamado la atención de sus discípulos a las palabras del profeta Daniel relativas a los acontecimientos que debían desarrollarse en tiempo de ellos, y les había dicho: “El que lee, entienda”. Y la aseveración de que el Apocalipsis es un misterio que no se puede comprender es rebatida por el título mismo del libro: “Revelación de Jesucristo, que Dios le dio, para manifestar a sus siervos las cosas que deben suceder pronto […]. Bienaventurado el que lee y los que oyen las palabras de esta profecía, y guardan las cosas en ella escritas: porque el tiempo está cerca”. Apocalipsis 1:1-3.

El profeta dice: “Bienaventurado el que lee”: Hay quienes no quieren leer; la bendición no es para ellos. “Y los que oyen”: Hay algunos, también, que se niegan a oír cualquier cosa relativa a las profecías; la bendición no es tampoco para esa clase de personas. “Y guardan las cosas en ella escritas”: Muchos se niegan a tomar en cuenta las amonestaciones e instrucciones contenidas en el Apocalipsis. Ninguno de ellos tiene derecho a la bendición prometida. Todos los que ridiculizan los argumentos de la profecía y se mofan de los símbolos dados solemnemente en ella, todos los que se niegan a reformar sus vidas y a prepararse para la venida del Hijo del hombre, no serán bendecidos.

Ante semejante testimonio de la Inspiración, ¿cómo se atreven los hombres a enseñar que el Apocalipsis es un misterio fuera del alcance de la inteligencia humana? Es un misterio revelado, un libro abierto. El estudio del Apocalipsis nos lleva a las profecías de Daniel, y ambos libros contienen enseñanzas de suma importancia, dadas por Dios a los hombres, acerca de los acontecimientos que han de desarrollarse al fin de la historia de este mundo.

A San Juan le fueron descubiertos cuadros de la experiencia de la iglesia que resultaban de interés profundo y conmovedor. Vio las circunstancias, los peligros, las luchas y la liberación final del pueblo de Dios. Consigna los mensajes finales que han de hacer madurar la mies de la tierra, ya sea en gavillas para el granero celestial, o en manojos para los fuegos de la destrucción. Le fueron revelados asuntos de suma importancia, especialmente para la última iglesia, con el objeto de que los que se volviesen del error a la verdad pudiesen ser instruidos con respecto a los peligros y luchas que les esperaban. Nadie necesita estar a oscuras en lo que concierne a lo que ha de acontecer en la tierra.

¿Por qué existe, pues, esta ignorancia general acerca de tan importante porción de las Escrituras? ¿Por qué es tan universal la falta de voluntad para investigar sus enseñanzas? Es resultado de un esfuerzo del príncipe de las tinieblas para ocultar a los hombres lo que revela sus engaños. Por esto Cristo, el Revelador, previendo la guerra que se haría al estudio del Apocalipsis, pronunció una bendición sobre cuantos leyesen, oyesen y guardasen las palabras de la profecía.

Elena G. de White, Conflicto de los Siglos, capítulo 19: Una profecía significativa, páginas 363-390 (1954)


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