Los holocaustos. Tema 6
Olah es el término hebreo que se emplea común[1]mente para designar el holocausto. Significa “lo que asciende”. Otra palabra usada a veces es kallil, que significa “todo”. En la mayor parte de nuestras versiones se usa la palabra “holocausto”, que significa completamente quemado.
Estas palabras describen el holocausto, quo había de quemarse completamente en el altar, y del cual ninguna parte había de ser comida. De las otras ofrendas, se quemaba solamente una parte en el altar de los holocaustos; el resto era comido o despachado de alguna otra manera. Pero en el caso del holocausto, todo el animal era consumido por las llamas. “Ascendía” a Dios en fragante olor. Agradaba a Dios. Significaba la consagración completa. No se retenía nada. Todo era dado a Dios (Levítico 1:9, 13, 17).
El sacrificio de la mañana y de la tarde era llamado “ofrenda continua”. No era consumido en un momento, sino que había de quemar “toda la noche hasta la mañana, y el fuego del altar arderá en él” (Levítico 6:9; Éxodo 29:42). Durante el día, los holocaustos individuales se añadían al sacrificio regular de la mañana, de manera que había siempre un holocausto sobre el altar. “El fuego ha de arder continuamente en el altar; no se apagará” (Levítico 6:13).
Los holocaustos individuales eran voluntarios. La mayor parte de las otras ofrendas eran ordenadas. Cuando, por ejemplo, un hombre había pecado, debía traer una ofrenda por el pecado. Tenía poco que decidir en cuanto a lo que había de llevar. Casi todo estaba prescrito. No sucedía así con los holocaustos. Eran ofrendas voluntarias, y el ofrendante podía llevar un becerro, una oveja, un cordero o palomas, según lo considerase mejor (Levítico 1:3, 10, 14). En este respecto, diferían de la mayor parte de los otros sacrificios. Los holocaustos eran tal vez las más importantes y características de todas las ofrendas. Contenían en sí mismas las cualidades y los elementos esenciales de los demás sacrificios. Aunque eran ofrendas voluntarias y dedicatorias, y como tales no estaban directamente asociadas con el pecado, se realizaba, sin embargo, la expiación por su medio (Levítico 1:4). Job ofrecía holocaustos en favor de sus hijos porque “quizá habrán pecado mis hijos, y habrán blasfemado a Dios en sus corazones” (Job 1:5). Se presentan en forma destacada como hechos “en el monte de Sinaí en olor de suavidad, ofrenda encendida a Jehová” (Números 28:6). Eran “continuos”, habían de estar siempre sobro el altar (Levítico 6:9). Dieciséis veces en los capítulos 28 y 29 de Números recalca Dios que ninguna otra ofrenda había de reemplazar a los holocaustos continuos. Cada vez que se menciona otro sacrificio, se declara que es “además del holocausto continuo”. Eso parecería indicar su importancia.
Según se ha dicho, el holocausto era un sacrificio voluntario. El ofrendante podía llevar cualquier animal limpio que se usaba generalmente para el sacrificio. Se requería, sin embargo, que el animal fuese macho sin defecto. La persona había de ofrecer “de su voluntad… a la puerta del tabernáculo del testimonio delante de Jehová” (Levítico 1:3). Cuando había elegido el animal, lo llevaba al atrio para que fuese aceptado. El sacerdote lo examinaba para ver si cumplía con los reglamentos de los sacrificios. Después que lo había examinado y aceptado, el ofrendante ponía su mano sobre la cabeza del animal. Luego mataba el animal, lo desollaba y cortaba en pedazos (versículos 4-6). Una vez muerto el animal, el sacerdote tomaba la sangre, y la rociaba en derredor del altar. (Vers. 5, 11.) Después que el animal había sido cortado en pedazos, las entrañas y las piernas eran lavadas en agua, a fin de sacar toda la inmundicia. Después de esto, el sacerdote tomaba los trozos y los ponía en su debido orden sobre el altar de los holocaustos, para que fuesen consumidos allí por el fuego (versículo 9). El sacrificio así colocado sobre el altar incluía todas las partes del animal, tanto la cabeza, las patas como el cuerpo mismo, pero no incluía la piel. Esta se daba al sacerdote oficiante (Levítico 1:8; 7:8).
En el caso en que se ofreciesen palomas, el sacerdote las mataba torciéndoles la cabeza, y asperjaba la sangre en el costado del altar. Después de eso, se ponía el cuerpo del ave sobre el altar y era consumido allí como el holocausto común, después de haberle sacado primero las plumas y el buche (Levítico 1:15, 16).
Se ofrecían holocaustos en muchas ocasiones, como la purificación de los leprosos (Levítico 14:19, 20), la purificación de las mujeres después del parto (Levítico l2:6-8), y también por la contaminación ceremonial (Levítico 15:15, 30). En estos casos se ofrecía una ofrenda por el pecado al mismo tiempo que el holocausto. El primero expiaba el pecado, el segundo demostraba la actitud del ofrendante hacia Dios y su consagración completa.
El holocausto se destacaba en la consagración de Aarón y sus hijos (Éxodo 29:15-25; Levítico 8:18), como también en su introducción en el ministerio (Levítico 9:12-14). También se ofrecía en relación con el voto de los nazarenos. En todos estos casos representaba una completa consagración del individuo a Dios. El ofrendante se colocaba simbólicamente sobre el altar, y su vida era completamente dedicada a Dios.
No es difícil ver la relación que hay entre estas ceremonias y la declaración hecha en Romanos 12:1: “Así que, hermanos, os ruego por las misericordias de Dios, que presentéis vuestros cuerpos en sacrificio vivo, santo, agradable a Dios, que es vuestro racional culto”. Hemos de estar completamente dedicados a Dios. Hemos de ser perfectos. Únicamente cuando toda inmundicia era quitada del holocausto era éste aceptable para Dios y se permitía que llegase al altar, una “ofrenda encendida de suave olor a Jehová”. Así es con nosotros. Todo pecado, toda inmundicia de la carne y el espíritu, deben ser eliminados antes que podamos ser aceptables para Dios (2 Corintios 7:1).
Como ofrenda completamente consumida en el altar, el holocausto representa en un sentido especial a Cristo que se dio completamente al servicio de Dios. Al representar así a Cristo, constituye un ejemplo para el hombre, a fin de que pueda seguir en sus pisadas. Nos ENSEÑA la consagración completa. Se halla acertadamente colocado en primer lugar en la lista de ofrendas enumeradas en Levítico. Nos enseña en tono cortero que el hacer sacrificios de “suave olor” para Dios, debe consistir en una entrega completa. Todo debe ser puesto sobre el altar. Nada debe ser retenido.
En el holocausto se nos enseña que Dios no hace acepción de personas. El pobre que trae sus dos palomas es tan aceptable como el rico que trae un becerro, o como Salomón, quien ofreció mil holocaustos (1 Reyes 3:4). Las dos blancas de la viuda son tan agradables para Dios como la abundancia de los ricos. Cada uno es aceptado de acuerdo con su capacidad.
Otra lección que se desprende del holocausto es la del orden. Dios quiere orden en su obra. Da indicaciones específicas acerca de esto. La leña había de ser colocada en orden “sobre el fuego”, no simplemente amontonada. Los trozos del animal habían de ser colocados en orden “sobre la leña”, y no simplemente arrojados sobre el fuego. (Levítico 1:7, 8, 12). El orden es la primera ley del cielo. “Dios no es Dios de confusión”. Quiere que su pueblo haga “todas las cosas decorosamente y con orden” (1 Corintios 14:38, 40, V. M.).
Otra lección importante es la de la limpieza. Antes de que los trozos fuesen consumidos sobre el altar, “sus intestinos y sus piernas habían de ser lavados con agua” (Levítico 1:9). Esto parecería innecesario. Estos trozos habían de ser consumidos sobre el altar. Parecería una simple pérdida de tiempo lavarlos antes de quemarlos. Sin embargo, Dios no razona así. La orden es: Lávese cada trozo, y que nada impuro aparezca sobre el altar. Y así eran lavados todos los trozos y colocados cuidadosamente en orden sobre la leña, que también era puesta en orden sobre el altar.
En el servicio de los sacrificios, se empleaban tres elementos de purificación: el fuego, el agua y la sangre. El fuego, emblema del Espíritu Santo, es un agente purificador. Cuando Cristo viene “a su templo… es como fuego purificador… Y sentarse ha para afinar y limpiar la plata: porque limpiará los hijos de Leví, los afinará como a oro y como a plata; y ofrecerán a Jehová ofrenda con justicia” (Malaquías 3:1, 2, 3). Purificará a su pueblo por el “espíritu de ardimiento” (Isaías 4:4).
Se pregunta: “¿Quién de nosotros morará con el fuego consumidor? ¿Quién de nosotros habitará con las llamas eternas?” (Isaías 33:14). “Nuestro Dios es fuego consumidor” (Hebreos 12:29). El fuego es la presencia de Dios, que consume o purifica.
El fuego que había sobre el altar no era fuego común. Había provenido originalmente de Dios. “Salió fuego de delante de Jehová, y consumió el holocausto y los sebos sobre el altar; y viéndolo todo el pueblo, alabaron, y cayeron sobre sus rostros” (Levítico 9:24). Dios había aceptado su sacrificio. Era limpio, lavado y “en orden”, dispuesto para el fuego; y el fuego “salió… de delante de Jehová”. Se supone que a este fuego se lo mantenía ardiendo constantemente sin permitir que se apagase nunca; y que puesto que había venido de Dios, era llamado sagrado en oposición al fuego común, y sólo este fuego sagrado debía ser empleado en el servicio levítico.
El agua es emblema del bautismo y de la palabra, dos agentes purificadores. “Cristo amó a la iglesia, y se entregó a sí mismo por ella, para santificarla limpiándola en el lavacro del agua por la palabra” (Efesios 5:25, 26). “Por su misericordia nos salvó, por el lavacro de la regeneración, y de la renovación del Espíritu Santo; el cual derramó en nosotros abundantemente por Jesucristo nuestro Salvador” (Tito 3:5, 6). Se le ordenó a Pablo: “Bautízate, y lava tus pecados” (Hechos 22:16.) Cuando los trozos del animal ofrecidos como holocausto eran lavados antes de ser puestos sobre el altar, esto no sólo enseñaba orden y aseo al pueblo, sino también la lección espiritual de que antes que una cosa pueda colocarse sobre el altar, antes que pueda ser aceptada por Dios, debe ser limpia, lavada, pura y santa.
En el holocausto, como en todas las ofrendas, la sangre es el elemento vital e importante. Es lo que hace expiación por el alma. El pasaje clásico que trata de esto se halla en Levítico 17:11. “Porque la vida de la carne en la sangre está, la cual os HE dado para hacer expiación en el altar por vuestras almas; porque la sangre, en virtud de ser la vida, es la que hace expiación” (Levítico 17:11, V. M.)
La vida de la carne está en la sangre. Es la sangre la que hace expiación “en virtud de ser la vida”. Cuando la sangre era asperjada sobre el altar y el fuego descendía y consumía el sacrificio, eso indicaba que Dios lo aceptaba como substituto. “Será acepto en favor suyo, para hacer expiación por él” (Levítico 1:4, V. M.). Esta expiación era hecha “en virtud de ser la vida” que estaba en la sangre. Pero esta sangre, que representaba la vida, era eficaz únicamente después de la muerte de la víctima. Si Dios hubiese querido inculcar la idea de que era la sangre como tal la que era eficaz sin la muerte, lo habría declarado. Cierta cantidad de sangre habría sido substraída de un animal sin matarlo, como se administra hoy sangre por transfusiones. La sangre podría haberse obtenido así sin muerte.
Pero tal no era el plan de Dios. La sangre no se empleaba hasta que se hubiese producido la muerte. Era la sangre de un ser que había muerto. Se había producido una muerte, y la sangre no se usaba sino después de la muerte. Somos reconciliados por la muerte de Cristo y salvos por su vida (Romanos 5:10.) No fue hasta que Cristo hubo muerto cuando “salió sangre y agua” (Juan 19:34). Cristo “vino por agua y sangre: no por agua solamente, sino por agua y sangre” (1 Juan 5:6). No se puede recalcar demasiado el hecho de que es “interviniendo muerte” como recibimos “la promesa de la herencia eterna”, y de que un testamento “con la muerte es confirmado”, es decir “no es válido entre tanto que el testador vive”, y que “necesario es que intervenga muerte del testador” (Hebreos 9:15-17). Por lo tanto, debemos desechar cualquier teoría de la expiación que hace del ejemplo de Cristo el único factor de nuestra salvación. El ejemplo tiene su lugar; es en verdad vital, pero la muerte de Cristo permanece siendo el hecho central de la expiación.
El holocausto, “ofrenda encendida”, tenía “olor suave a Jehová”, (Levítico 1:17). Agradaba a Jehová. Le era aceptable. Ya se han indicado algunas de las razones de eso. Ahora las pondremos de relieve.
Como el holocausto era en primer lugar y ante todo una figura de la ofrenda perfecta de Cristo, es natural que hubiese de agradar a Dios. Como el sacrificio debía ser sin defecto, perfecto, así Cristo iba a ser ni “cordero sin mancha y sin contaminación” que “nos amó, y so entregó a sí mismo por nosotros, ofrenda y sacrificio a Dios, en olor suave” (1 Pedro 1:19; Efesios 5:2). Cristo representa la consagración completa, la perfecta dedicación, la entrega plena, una acción de darlo todo, a fin de que pudiese salvar a algunos.
El holocausto agradaba a Dios porque revelaba el deseo que había en el corazón del ofrendante de dedicarse a Dios. El ofrendante decía en efecto: “Señor, quiero servirte. Me estoy poniendo sin reservas sobre el altar. No retengo nada para mí. Acéptame en el substituto que te ofrezco.” Una actitud tal tiene olor suave delante do Jehová.
El holocausto era de suave olor para Dios porque era una ofrenda voluntaria. No era exigida. No era ordenada, ni había de presentarse en momentos lijados. Si un hombre había pecado, Dios exigía una ofrenda por el pecado. Pero Dios no exigió nunca un holocausto. Si un hombre lo ofrecía, era “de su voluntad” (Levítico 1:3). No había compulsión. Tenía, por lo tanto, mucho más significación que una ofrenda ordenada. Indicaba un corazón agradecido.
Corren peligro los cristianos de hacer demasiadas cosas relacionadas con la religión, no porque desean hacerlas, sino porque es la costumbre o porque se requieren. El deber es una gran palabra; pero el amor es mayor. No debemos reducir el significado del deber; más bien debemos recalcarlo. Pero no debemos olvidar que el amor es una fuerza aún mayor, y que debidamente comprendida y aplicada cumple el deber porque lo incluye. El amor es voluntario, libre; el deber es exigente, compulsor. El deber es la ley; el amor es la gracia. Ambas cosas son necesarias, y la una no debe ser recalcada con exclusión de la otra.
Como no había compulsión alguna concerniente al holocausto, era en realidad una ofrenda de amor, de dedicación, de consagración. Era algo que se hacía por añadidura a lo que se requería. Esto agradaba a Dios.
“Dios ama al dador alegre” (2 Corintios 9:7). Algunos parecen interpretar eso como si se refiriese a un dador generoso o que entregue recursos abundantes. Aunque esto puede ser verdad, la declaración es, sin embargo, que Dios ama al que da alegremente y de su propia voluntad. El don puede ser pequeño o grande, pero si es ofrecido voluntariamente, agrada a Dios.
Será bueno aplicar este principio al cristianismo diario. Puede pedírsenos tal vez que hagamos cierta cosa, que demos para cierta causa, o ejecutemos una tarea desagradable. Podemos hacerlo a veces con resignación, creyendo que es en sí mismo algo bueno, tal vez que debemos hacerlo, pero no manifestamos alegría al respecto. Sentimos quo debemos hacerlo, pero nos alegraría que se nos excusase de ello.
Debe desagradar a Dios la actitud que asumimos a veces. Manda a uno de sus ministros con un mensaje. Se nos amonesta a dar, a hacer, a sacrificar, a orar. No hay respuesta alegre al pedido. Este debe ser repetido vez tras vez, y por fin hacemos con tibieza lo que se nos pide que hagamos. Ponemos diez centavos o diez pesos en la colecta, no porque realmente deseamos hacerlo, sino porque nos avergonzaría que los otros viesen que no tomamos parte en la ofrenda. Hacemos nuestra parte en la Recolección para las Misiones, no porque nos deleitamos en ese trabajo, sino porque es parte del programa de la iglesia.
Fue indudablemente porque David era alegre y voluntario por lo que era amado de Dios. Había pecado, y pecado gravemente, pero se arrepintió tan profundamente como había pecado, y Dios lo perdonó. El suceso dejó una impresión vivida en la mente de David, y desde entonces, sintió anhelo de agradar a Dios y hacer algo por él.
Fue ese espíritu lo que le indujo a proponerse construir un templo para que Dios morase en él. El tabernáculo erigido en el desierto tenía ya varios siglos. El material con que había sido construido debía hallarse ya en ruinas. Habría agradado a Dios que alguien le construyese un templo; pero decidió no dar a conocer sus deseos, sino aguardar hasta que alguno se acordase de ello por sí mismo. Y David se acordó de ello, alegrándose de que podía hacer algo para Dios. No se le permitió construir el templo, pero en aprecio de lo que David se proponía hacer, Dio» le dijo que en vez de que David construyese una casa para Dios, Dios le edificaría casa a David (1 Crónicas 17:6-10). En relación con esto Dios le hizo la promesa de que su trono sería “firme para siempre” (versículo 14). Esto halló su cumplimiento en Cristo, quien, cuando venga, se sentará sobre “el trono de David su padre” (Lucas 1:32). Esta es una promesa maravillosa e insólita. Abrahán, Moisés y Elías son pasados por alto, y el honor se concede a David. Una razón por ello, creemos, es la disposición de David a hacer algo para Dios en añadidura a lo requerido.
Esto queda sorprendentemente ilustrado en el deseo que tenía David de construir el templo. Según se ha declarado antes, Dios le dijo que no podía edificar el templo. Sin embargo, David anhelaba hacer algo. Así que pensó en el asunto, y descubrió varias maneras de hacer preparativos para el edificio, sin realizar la construcción él mismo. David dijo: “Salomón mi hijo es muchacho y tierno, y la casa que se ha de edificar a Jehová ha de ser magnífica por excelencia, para nombre y honra en todas las tierras; ahora pues yo le aparejaré lo necesario. Y preparó David antes de su muerte en grande abundancia” (1 Crónicas 22:5).
Lo primero que hizo David fue empezar a reunir dinero. Las cifras dadas en 1 Crónicas 22:14 representan muchos millones de pesos de nuestra moneda, que David dio o recogió. Luego empezó a hacer labrar “piedras para edificar la casa de Dios” (1 Crónicas 22:2). David preparó también “mucho hierro para la clavazón de las puertas, y para las junturas; y mucho metal sin peso, y madera de cedro sin cuenta” (versículo 3). Antes que pudiese hacer esto, sin embargo, era necesario que tuviese un modelo o plano. Este modelo, nos dice David, lo recibió de Jehová. “Todas estas cosas, dijo David, se me han presentado por la mano de Jehová que me hizo entender todas las obras del diseño” (1 Crónicas 28:19). Casi podemos imaginarnos a David diciendo al Señor: “Señor, me has dicho que no puedo edificar el templo. Me gustaría mucho hacerlo, pero me conformo con tu decisión. ¿Puedo hacer un modelo? Esto no sería edificar, ¿no es cierto, Señor?” Así que el Señor lo ayudó haciendo un modelo, pues le agradaba la buena disposición de David a hacer algo para él.
En relación con esto, hay una declaración interesante en 1 Crónicas 28:4: “Empero Jehová el Dios de Israel me eligió de toda la casa de mi padre, para que perpetuamente fuese rey sobre Israel: porque a Judá escogió por caudillo, y de la casa de Judá la familia de mi padre; y (le entre los hijos de mi padre agradóse de mí para ponerme por rey sobre todo Israel”. Esta expresión única demuestra la alta consideración que tenía Dios por David. Y David obtuvo permiso para preparar piedra, madera y hierro para el templo de Jehová, como también el plano mismo. Esta puede ser la razón por la cual más tarde, en la erección del templo, no se oyó el sonido del martillo. David había preparado el material de antemano.
Sin embargo, David no estaba satisfecho con hacer preparativos para la edificación del templo. Quería también preparar la música para la dedicación. Esto no era edificar, y se sentía libre para hacerlo. David era el dulce salmista de Israel; amaba la música con todo su corazón. Así que empezó a hacer los preparativos para la ocasión reuniendo una banda de cuatro mil instrumentos “para alabar a Jehová, dijo David, con los instrumentos que he hecho para rendir alabanzas” (1 Crónicas 23:5). También reunió cantores, y los adiestró, según se registra en el capítulo 25 del mismo libro. Es grato pensar en David después de la experiencia triste de su vida, pasan[1]do algunos años en paz y contentamiento, haciendo preparativos para la edificación del templo y preparando a los cantores y músicos para su dedicación.
Sin embargo, David no se conformaba con esto. El Señor le había dicho que no podía edificar el templo, sino que su hijo Salomón lo haría. ¿Qué le habría de impedir a David abdicar y hacer a su hijo Salomón rey de Israel? “Siendo pues David ya viejo y harto de días, hizo a Salomón su hijo rey sobre Israel” (1 Crónicas 23:1). Aunque hacía esto por motivos políticos, el marco en que se presenta la declaración indica que la construcción del templo era un factor vital.
No es extraño que a Dios le agradase David. Continuamente apremiaba a Dios para qué le permitiese hacer más para él. Ideó el plan de hacer preparativos para edificar el templo. Reunió sumas inauditas do dinero, adiestró a los músicos, todo a fin de poder hacer algo pura Dios, que tanto había hecho para él. David era un dador ideare de dinero y de servicio, y agradaba a Dios. No sabemos cuánto tiempo vivió David después que Salomón empozó a reinar, pero cuando murió, “dieron la segunda voz la investidura del reino a Salomón hijo de David” (1 Crónicas 29:22).
¡Ojalá que tuviésemos más hombres o iglesias como David, dispuestos a sacrificarse y a trabajar, y anhelosos de hacer aún más! No habría entonces necesidad do instar a los hermanos o a las iglesias a levantarse para terminar la obra. Si David estuviese aquí y se le pidiese que diera diez pesos, preguntaría indudablemente: “¿No puedo dar veinte o cien?” Y esto agradaría al Señor y diría: “Sí, David, puedes hacerlo”. Debido a ese espíritu, David, a pesar de su pecado, fue elegido para ser uno de los antepasados de Cristo. Fue el mismo espíritu el que indujo a Cristo a dar voluntariamente, a sufrirlo todo, y por fin a hacer el sacrificio supremo. Dios ama al dador alegre.
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