Los Milagros parte II
Los milagros y la Palabra
Rasgo notable—en algunos casos el rasgo principal—de los milagros es el hecho de que, incluso cuando el carácter del acontecimiento es tal que puede ser asimilado al esquema ordinario de los acontecimientos naturales (p. ej. algunas de las plagas de Egipto), su realización está predicha por Dios o por medio de su agente (cf. Jos. 3.7–13; 1 R. 13.1–5), o se lleva a cabo ante el mandato o la oración del agente (cf. Ex. 4.17; Nm. 20.8; 1 R. 18.37–38); algunas veces se registra tanto la predicción como el mandato (cf. Ex. 14). Este rasgo destaca nuevamente la relación entre los milagros y la revelación, y entre los milagros y la Palabra creadora divina.
Las crisis de la historia sagrada
Otra conexión entre milagros y revelación es la de que se agrupan alrededor de los momentos críticos de la historia sagrada. Los hechos portentosos de Dios que se destacan en forma preeminente son la salvación ante el mar Rojo y la resurrección de Cristo, el primero de ellos como coronación del conflicto con Faraón y los dioses de Egipto (Ex. 12.12; Nm. 33.4), y el segundo como coronación de la obra redentora de Dios en Cristo, y del conflicto con todo el poder del mal. También hubo milagros frecuentes en la época de Elías y Eliseo, cuando Israel parecía estar más propensa a caer en la apostasía total (cf. 1 R. 19.14) ; en la época del sitio de Jerusalén bajo Ezequías (2 R. 20.11); durante el exilio (Dn. pass.); y en los primeros tiempos de la misión cristiana.
Los milagros en el Nuevo Testamento
Algunos análisis liberales de la cuestión de los milagros trazan una distinción neta entre los milagros del NT, particularmente los de nuestro Señor mismo, y los del AT. Tanto críticos más bien radicales como otros más conservadores han señalado que en principio los relatos se sostienen o caen en conjunto.
La afirmación de que los milagros
neotestamentarios son más aceptables a la luz de la psicología
o la medicina psicosomática modernas no toma en cuenta el carácter
de los milagros, como, por ejemplo, el que se manifestó en las bodas
de Caná o en el sosegamiento de la tormenta, las curas instantáneas
de enfermedades orgánicas y las deformaciones, o la resurrección
de muertos. No existe razón a priori para suponer que Jesús no
se valió de los recursos de la mente y el espíritu humanos que
en la actualidad usan los psicoterapeutas; pero otros relatos nos trasladan
a ámbitos donde la psicoterapia no se hace sentir, y donde las afirmaciones
de los sanadores espirituales encuentran poco apoyo de parte de observadores
médicos autorizados.
Hay, sin embargo, indicaciones que permiten considerar que los milagros de Cristo,
y los que se hacían en su nombre, eran diferentes de los del AT. Donde
antes Dios hizo obras portentosas con su poder trascendente y las reveló
a sus siervos, o se valió de sus siervos como agentes circunstanciales
de dichos actos, en Jesús nos vemos frente a Dios mismo encarnado, obrando
libremente con autoridad soberana en ese mundo que es “suyo”. Cuando
los apóstoles hacían obras parecidas en su nombre actuaban con
el poder del Señor resucitado, con el que estaban en íntimo contacto,
de modo que el libro de Hechos prolonga la historia de las mismas cosas que
Jesús comenzó a hacer y a enseñar durante su ministerio
terrenal (cf. Hch. 1.1).
Al destacar la presencia y la acción directas de Dios en Cristo no negamos
la continuidad de su obra con el curso anterior de las relaciones de Dios con
el mundo. De la lista de obras que enumera nuestro Señor al contestar
la pregunta del Bautista (Mt. 11.5), las que más se destacan, la curación
de leprosos y la resurrección de los muertos, tienen paralelos en el
AT, especialmente en el ministerio de Eliseo. Lo que resulta notable es la relación
integral entre las obras y las palabras de Jesús. Los ciegos reciben
la vista, los cojos andan, los sordos oyen, y esto al tiempo que se predica
el evangelio a los pobres, evangelio por el que se otorga a los espiritualmente
necesitados visión y oído espirituales, y poder para andar en
el camino de Dios.
Además, la frecuencia de los milagros de curación es mucho mayor en la época del NT que en cualquier período del AT. El AT registra sus milagros uno por uno, y no ofrece ninguna indicación de que haya habido otros que no se registran. Los evangelios, y el NT en general, afirman repetidamente que los milagros descritos en detalle no eran sino una fracción de los que ocurrieron.
Las obras de Jesús se distinguen claramente de otras por su modo o manera. Cuando Jesús se ocupa del enfermo y el poseído por demonios hay una nota de autoridad inherente a su persona. Donde los profetas obraban en el nombre de Dios, o después de dirigirse a él en oración, Jesús saca los demonios y sana con el mismo aire de poder legítimamente suyo como cuando le otorga el perdón al pecador; más aun, deliberadamente vinculó ambos tipos de autoridad (Mr. 2.9–11). Al mismo tiempo, Jesús recalcó el hecho de que sus obras las hacía en permanente dependencia del Padre (p. ej. Jn. 5.19). El equilibrio entre autoridad inherente y humilde dependencia es la marca misma de la unidad perfecta entre su deidad y su humanidad.
La enseñanza neotestamentaria sobre el nacimiento virginal, la resurrección y la ascensión, manifiestan la novedad de lo que Dios hizo en Cristo. Nace de una mujer de la genealogía de Abraham y David, pero de una virgen; otros han sido levantados de los muertos, pero sólo para volver a morir; él “vive siempre”, y ha ascendido para estar a la diestra del poder. Más todavía, resulta cierto de la resurrección, y de ningún otro milagro individual, el que en ella hace descansar el NT toda la estructura de la fe (cf. 1 Co. 15.17). Este acontecimiento fue único, en cuanto significó el triunfo definitivo sobre el pecado y la muerte.
Los milagros de los apóstoles y los otros líderes de la iglesia neotestamentaria surgen de la solidaridad de Cristo con su pueblo. Son obras realizadas en su nombre, como continuación de todo lo que Jesús comenzó a hacer y enseñar, en el poder del Espíritu que él envió del Padre. Hay una relación íntima entre estos milagros y la obra de los apóstoles, en cuanto testimonio a la persona y la obra de su Señor; constituyen parte de la proclamación del reino de Dios; no son un fin en sí mismos.
El debate continúa en torno a la cuestión de si esta función del milagro está necesariamente limitada a la era apostólica. Pero por lo menos podemos decir que los milagros neotestamentarios son diferentes de cualquier milagro posterior en virtud de su conexión inmediata con la plena manifestación del Hijo encarnado de Dios, con una revelación que entonces se dio a conocer en plenitud. Por consiguiente, no ofrecen en sí mismos apoyo para suponer que los milagros deben acompañar la subsiguiente diseminación de la revelación de la que eran parte integrante.
Bibliografía
A. Richardson, Las narraciones evangélicas sobre milagros, 1974; X. Léon-Dufour, Los milagros de Jesús según el Nuevo Testamento, 1979; A. Mora, Los milagros del Nuevo Testamento, s/f; J. Jeremías, Las parábolas de Jesús, 1970, pp. 274–276; id., Teología del Nuevo Testamento, 1977, pp. 107–115; K. H. Schelkle, Teología del Nuevo Testamento, 1977, t(t). II, pg. 114–141; W. Mundle, O. Hofius, “Milagro, °DTNT, t(t). III, pp. 85–94.
Es imposible enumerar aquí
aun una selección representativa de la muy extensa literatura sobre los
diversos aspectos del tema de los milagros. Los siguientes trabajos representan
puntos de vista discutidos arriba, y además proveen referencias para
estudio adicional: D. S. Cairns, The Faith that Rebels, 1927; A. Richardson,
The Miracle Stories of the Gospels, 1941; C. S. Lewis, Miracles, A Preliminary
Study, 1947; E. y M.-L. Keller, Miracles in Dispute, 1969; C. F. D. Moule (eds.),
Miracles: Cambridge Studies in their Philosophy and History, 1965.
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