Ni hablar ni actuar como ellos
Ni hablar ni actuar como ellos
A estas alturas, no creo que tus dudas respecto a lo mal que traté a Jesús sean muchas. Aceptarlo me lleva de nuevo a reprobar mi conducta y sentir pesar por ella. ¿Cómo pudo ocurrírseme siquiera juzgar las acciones del Dador de la ley? ¿Por qué tardé tanto en reconocer que él es el único que puede juzgar a los seres humanos? ¡Qué error haber tratado así a quien vino y vivió en este mundo con el propósito de salvarme!
Hoy, sin embargo, no solo estoy seguro de su perdón, sino que también he logrado entender por qué actué así en el pasado. Y dado que considero que puede serte útil, quisiera comentarte algunas de las cosas que Cristo me hizo comprender al respecto.
Comenzaré por decirte que, aunque hacía tempo que conocía sus palabras: «No juzguéis, para que no seáis juzgados», no fue hasta que acepté a Jesús como mi Señor y Salvador que el Espíritu Santo me capacitó para captar su verdadero significado. Con ellas, Jesús intentó decirnos que ninguno de nosotros puede considerarse como norma de los demás y que, por lo tanto, no hemos de esperar que nuestras opiniones y conceptos del deber se conviertan en un criterio para otros. Suponer erróneamente que esto debe ser así es precisamente lo que nos lleva a condenar a los demás al considerar que no alcanzan nuestros estándares; nos lleva a censurarlos y, lo que es peor, a hacer suposiciones sobre sus motivos.
No sé cómo será en tu caso, pero, por desgracia, en mi tiempo muchos (también en la iglesia) nos llegamos a caracterizar por eso. Usurpando el derecho que solo Dios tiene de juzgar lo que hay en la conciencia de alguien, llegamos a olvidar que, por ser nosotros mismos imperfectos, no estamos en la posición de juzgar a otros; olvidamos que, a causa de nuestras propias limitaciones, el ser humano solo puede juzgar por las apariencias. Por eso, siendo que solo Cristo es el único modelo de carácter perfecto, quienquiera que se atreva a juzgar los motivos ajenos usurpa el derecho que solo él, el Hijo de Dios, tiene de hacerlo.
Pero no me malinterpretes. Con esto no intento decir que el cristiano puede hacer cuanto le venga en gana y luego esperar que sus acciones no sean reprobadas por nadie. ¡No! Jesús no enseñó eso en ningún momento. No fue esa su intención al hablar sobre este asunto en el Sermón del monte, ni tampoco cuando dijo que el que estuviera libre de pecado arrojara la primera piedra. Al contrario, entendido correctamente, evitar convertirnos en norma para los demás no significa simular que no vemos cuando alguien en la iglesia transgrede los principios bíblicos hallando justificación en el hecho de que todos fallamos. No, nuestra actitud para quienes se equivocan no consiste en rebajar o en poner a un lado las normas divinas, sino precisamente intentar cumplirlas; especialmente aquella que tiene que ver con amar al prójimo como a nosotros mismos. He ahí el punto de equilibrio en cuanto a no juzgar y, sin embargo, poder ayudar a crecer a nuestro hermano.
El problema es, o al menos lo fue en mi caso, que cuando desviamos nuestra mente de Cristo y la dirigimos hacia nosotros, no solo se debilita nuestro amor por él, sino también el que debiéramos sentir por nuestro prójimo. Y dado que centrarnos en el ego ahoga nuestra nobleza y generosidad, frecuentemente terminamos olvidando que el método de Cristo para encauzar a alguien hacia el bien no funciona obligándolo a ser semejante a él, sino atrayéndolo mediante el poder de su amor.
Una vez que hube entendido esto, mi trabajo por la iglesia también tomó otra perspectiva. Me di cuenta de que, si lo que se quiere es erradicar el espíritu de crítica de la iglesia, es preciso que se produzca un cambio en los miembros, pero a nivel individual. Ahí es donde es necesario que nuestro corazón sea sustituido por uno nuevo, uno semejante al de Cristo. El nuevo corazón ha de entender que, al aconsejar o amonestar a otros, nuestras palabras únicamente tendrán el peso de la influencia que nos hayan ganado nuestro propio y evidente intento de seguir el ejemplo de Cristo. Tiene que ser un corazón como el que lo llevó a ver a aquel hombre nacido ciego, no como una oportunidad para debatir, sino para demostrar el poder de Dios en su vida (Juan 9: 3).
¡Qué perspectiva tan diferente a la de sus discípulos! El hombre no era víctima del destino, era un milagro a punto de ocurrir. Siendo que lo preocupaba más el futuro de este hombre que su pasado, Jesús no le puso una «etiqueta», ni mucho menos criticó su condición. Sencillamente, lo ayudó.
Si tuvieras que hacerlo, ¿con qué personaje de esta historia te identificarías? ¿Te identificas con lo que hicieron los discípulos? ¿Tiendes a etiquetar y a declarar culpables con el mazo de juez en mano antes de conocer los hechos? Si ese es tu caso, lee Juan 9:4 y trata de entender que «la obra de Dios» de la que se habla ahí tiene que ver con cuidar a las personas antes que condenarlas y con aceptarlas y amarlas antes que juzgarlas.
¿Te identificas en este momento con la situación del ciego? ¿Pasas hoy por alguna situación en la que te has convertido en el blanco de las críticas? ¿Te han puesto una etiqueta y echado a un lado? Si es así, piensa de inmediato en lo que este hombre aprendió: «Aunque mi padre y mi madre me dejen, con todo, Jehová me recogerá» (Salmo 27:10). «¿Se olvidará la mujer de lo que dio a luz, para dejar de compadecerse del hijo de su vientre? ¡Aunque ella lo olvide, yo nunca me olvidaré de ti!» (Isaías 49:15).
Por todo ello, finalmente quisiera comentarte algo que, en la práctica, me ha servido mucho. Cuando noto que el espíritu inquisidor intenta apoderarse de mí, lo que hago es recordar que mis propios pecados llevaron a Jesús a sufrir y a morir en aquella horrible cruz del Calvario. Hacerlo me ha resultado sumamente efectivo ya que, tal como Elena G. de White escribiría muchos años después, «no puede haber espíritu de crítica ni de exaltación en los que andan a la sombra de la cruz del Calvario».
Decide pasar más tiempo contemplando a Cristo en la cruz y deja así que su amor llegue a manifestarse a través de tu vida. Hacerlo permitirá que seas una influencia positiva a la vez que el propósito de tus palabras y acciones será ayudar, beneficiar y procurar la salvación de aquellos con quienes te relaciones. Jesús se comportó así conmigo y, lo digo sin presunción, los resultados fueron grandiosos.
Llegando a un punto “crítico”
Los versículos anteriores a los que ahora nos dedicamos han dejado claro dos cosas: (1) No ejercer la sabiduría procedente de lo alto, con el fin de controlar nuestra lengua, estropeará tarde o temprano la paz en la iglesia, causando divisiones y conflictos en ella. (2) Pese a que algunas de las situaciones generadas por dichos conflictos pudieran ser un buen pretexto para intentarlo, hacer justicia por propia mano no es una opción que el cielo, a través de Santiago, apruebe.
Como cierre a estas conclusiones, ahora nuestro autor procede a añadir lo siguiente: «Hermanos, no murmuréis los unos de los otros. El que murmura del hermano y juzga a su hermano, murmura de la Ley y juzga a la Ley; pero si tú juzgas a la Ley, no eres hacedor de la Ley, sino juez. Uno solo es el dador de la Ley, que puede salvar y condenar; pero tú, ¿quién eres para que juzgues a otro?» (Santiago 4:11, 12).
Por murmurar, otra de las cualidades negativas de la lengua, este pasaje se refiere literalmente a hablar en contra de alguien. El uso de esta palabra en otros pasajes amplía nuestra comprensión de lo que esta implica:
- «Ya me habéis insultado diez veces, ¿no os avergonzáis de injuriarme?» (Job 19:3).
- «Al que solapadamente difama a su prójimo, yo lo destruiré; no sufriré al de ojos altaneros y de corazón vanidoso» (Salmo 101:5).
Negativa como es, la acción de murmurar no solo es reprobable, sino también algo cuya gravedad el Señor considera muy en serio. Saberlo, sin embargo, no evita que nuestra naturaleza nos domine y nos lleve a caer en la tentación de hacerlo. Y es que, en total acuerdo con el reconocido autor cristiano Max Lucado, ciertamente es más fácil hablar de una persona que ayudarla. Él mismo lo ilustra al resaltar que es más fácil discutir sobre la homosexualidad que ser amigo de un homosexual, que es más fácil discutir sobre el divorcio que ayudar a un divorciado, que es más fácil lamentarse sobre el sistema de ayuda social del gobierno que ayudar a los pobres y que, por supuesto, es mucho más fácil hablar de teología que vivirla.
En suma, es más fácil poner una etiqueta que amar, algo que hacemos especialmente cuando juzgamos a alguien antes de conocerlo y que, a menudo, nos lleva a decir cosas como estas: «Así que estás sin trabajo, ¿eh?», cuando en realidad pensamos que debe ser un flojo. «Ah, perdone. No sabía que era divorciado», cuando en nuestra mente ya hemos dictaminado la inmoralidad de dicha decisión. O incluso otras como estas: «Entonces usted asiste a aquella iglesia», cuando lo que en realidad pensamos es que probablemente sea «liberal» o «conservador».
Recuerdo bien que, años atrás, al llegar a una de las primeras iglesias en las que trabajé como pastor, varios me informaron del «peligro» que cierto miembro representaba para la paz de aquella iglesia. Y aunque había evidencias de que sus últimas acciones parecían no hablar muy bien de él, en vez de dejarme llevar por el prejuicio, me propuse conocerlo personalmente en su hogar. Aunque debo confesar que en la primera visita pastoral que le hice estaba algo nervioso, mediante esta y otras visitas posteriores, Dios me hizo comprender que esta persona tendía a reaccionar de forma áspera y a la defensiva debido a ciertas situaciones ocurridas en su niñez, las cuales le habían «enseñado» a reaccionar de esa forma. Aunque esto no justificaba los graves errores que había cometido (hubo que tomar decisiones al respecto), sí me ayudó a entender que lo que necesitábamos hacer en la iglesia era pasar del “punto crítico» (dejar de verlo como un «enemigo») a tratar de brindarle lo que en realidad necesitaba: nuestra ayuda y comprensión. Y, créame, ¡funcionó!
Además de crítico, peligroso
Por todo esto, podemos decir que condenar a las personas por el hecho de que su comportamiento nos recuerde el de otros o nos desagrade, además de no ser justo también es peligroso. ¿Imagina qué pasaría si Dios hiciera esto con nosotros? ¿Qué sería de nosotros si Dios nos juzgara solo por las apariencias o teniendo en cuenta el lugar donde crecimos? ¿Y qué sucedería si solo se guiara por los errores que cometimos cuando éramos jóvenes? Ya que él no actúa así, su propio Hijo vino a decirnos que no hemos de condenar a nadie para que Dios tampoco nos condene a nosotros, «pues Dios los juzgará a ustedes de la misma manera que ustedes juzguen a otros; y con la misma medida con que ustedes den a otros, Dios les dará a ustedes» (Mateo 7:1, 2, DHH).
Teniendo en cuenta que seremos juzgados según nosotros juzguemos, teniendo en cuenta que nuestra actitud hacia la Ley afecta a nuestra forma de relacionarnos con los demás y con Dios (Santiago 4:11, 12), criticar no solo nos lleva a usurpar el papel de Cristo como Juez, sino que también nos pone en riesgo de que un día finalmente tampoco alcancemos su misericordia. ¡Ojalá pudiéramos concentrarnos más en lo positivo!
Hace poco leí el relato de un antiguo y sabio rabino que, en vez de criticar con severidad las equivocaciones que veía en otros, hacía hincapié más bien en lo bueno y positivo de las personas. En una ocasión, mientras pasaba por la calle, vio a un cochero judío envuelto en su talit que, mientras elevaba sus plegarias, también revisaba las llantas de su carruaje a fin de iniciar lo más pronto posible su recorrido. Aunque otro judío habría condenado de inmediato su falta de reverenda, este no fue el caso del rabino que, alzando su vista al cielo, lo que hizo fue exclamar: «Señor, mira cuánta devoción muestra hacia ti este hombre. ¡Incluso mientras se ocupa de su vehículo no para de orar!».
Cierto, hay quienes ven faltas incluso donde no las hay y otros que nunca ven nada malo en nadie. Pero, lejos de que no debemos discernir entre lo bueno y lo malo, esta historia resalta lo cuidadosos y equilibrados que hemos de ser al emitir nuestra opinión respecto de otros. Puesto que nuestra función no es la de dictar sentencia ni etiquetar a nadie por sus acciones, centrémonos mejor en lo positivo de quienes nos rodean como lo hacía aquel rabino; pero hagámoslo, sobre todo, siguiendo el ejemplo del más grande Rabino que este mundo haya conocido:
Siendo mayores que Jesús, [a sus hermanos] les parecía que él debía estar sometido a sus dictados. Le acusaban de creerse superior a ellos, y le reprendían por situarse más arriba que los maestros, sacerdotes y gobernantes del pueblo. Con frecuencia le amenazaban y trataban de intimidarle; pero él seguía adelante, haciendo de las Escrituras su guía.
Sí, la crítica por sí misma es mala, pero es mucho más dolorosa cuando proviene de gente cercana a nosotros. Si aún lo duda, pregúnteselo a Moisés, quien tuvo que soportar las murmuraciones de sus propios hermanos (Números 12:8), o a Dios mismo quien, más de una vez, sufrió al oírlas murmuraciones de su pueblo (Números 21:5, 7; Salmo 78:19). Al respecto, notar lo registrado en las siguientes citas también resulta sumamente útil:
Los que están llamados a sufrir por causa de Cristo, que tienen que soportar incomprensión y desconfianza aun en su propia casa, pueden hallar consuelo en el pensamiento de que Jesús soportó lo mismo. Se compadece de ellos. Los invita a hallar compañerismo en él, y alivio donde él lo halló: en la comunión con el Padre.
Jesús no era comprendido por sus hermanos, porque no era como ellos. Sus normas no eran las de ellos. Al mirar a los hombres, se habían apartado de Dios, y no tenían su poder en su vida. Las formas religiosas que ellos observaban, no podían transformar el carácter. Pagaban el diezmo de «la menta y el eneldo y el comino,» pero omitían «lo más grave de la ley, es a saber, el juicio y la misericordia y la fe». El ejemplo de Jesús era para ellos una continua irritación. El no odiaba sino una cosa en el mundo, a saber, el pecado. No podía presenciar un acto mato sin sentir un dolor que le era imposible ocultar. […] Por cuanto la vida de Jesús condenaba lo malo, encontraba oposición tanto en su casa como fuera de ella. Su abnegación e integridad eran comentadas con escarnio. Su tolerancia y bondad eran llamadas cobardía.
Que el Señor haga posible que, en caso de ser nosotros los criticados, sea por estas mismas razones, y seamos capaces también de reaccionar tal como Cristo lo hizo.
Cuando Santiago nos habla de «los ricos»
La sección que empieza en Santiago 4:13 y culmina en 5:6 destaca por ser la denuncia más fuerte contra los ricos que se registra en la epístola. Al abordar este tema, Santiago lo hará en dos pasos. Primero se centrará en las actividades mercantiles de este grupo, centrándose principalmente en algunas imágenes del comercio marítimo (Santiago 4:13-17) para luego concentrarse en el escenario contrario, es decir, en sus actividades relacionadas con el trabajo agrícola (Santiago 5:1-6). Dos funciones distintas de la esfera económica, pero hechas por las mismas personas, a saber, los ricos.
En concordancia con lo que ya ha dicho en su libro sobre ellos, Santiago procede a denunciar y ejemplificar la jactancia que caracteriza la forma de actuar de los ricos. Puesto que están interesados en negociar e incrementar sus ganancias que en Dios, y en lo que en realidad le da sentido a la vida, el cuadro y el destino que se presenta de ellos es muy parecido al que se describe también en un singular libro judío de corte apocalíptico. Note la siguiente comparación: «¡Vamos ahora!, los que decís: «Hoy y mañana iremos a tal ciudad, estaremos allá un año, negociaremos y ganaremos», cuando no sabéis lo que será mañana. […] Pero ahora os jactáis en vuestras soberbias. Toda jactancia semejante es mala» (Santiago 4:13-16). «¡Desgracia para vosotros que adquirís el oro y la plata con la injusticia! Decís: «Hemos llegado a ser ricos, a tener fortuna y propiedades y hemos conseguido lo que hemos deseado; realicemos ahora nuestros proyectos, porque hemos acumulado plata, llenan nuestros depósitos hasta el borde, como agua, y numerosos son nuestros trabajadores» (1 Enoc 97: 8, 9).
Considerar el lenguaje utilizado en estos pasajes nos permite conocer parte de las circunstancias socioeconómicas de aquellos días. Debido a que el comercio progresó especialmente por las mejoras en la navegación que permitían que los acaudalados negociantes desplazaran sus productos con mayor facilidad, la frase: «Hoy y mañana iremos a tal ciudad» es una ilustración gráfica de la actitud errada y carente de sabiduría bíblica que llegaron a creer aquellos cuyo principal interés era seguir acumulando riquezas.
A pesar de los avances en la navegación, en aquellos días no eran raros los naufragios en viajes comerciales (véase por ejemplo el caso relatado en Hechos 27). Que alguien alardeara con tanta seguridad de lo que haría en el futuro evidencia que, en sus planes, tener en cuenta la voluntad de Dios no era algo prioritario, a la par que tampoco comprendía lo fugaz y frágil que puede ser la vida:
«¡Vamos ahora!, los que decís: «Hoy y mañana iremos a tal ciudad, estaremos allá un año, negociaremos y ganaremos», cuando no sabéis lo que será mañana. Pues ¿qué es vuestra vida? Ciertamente es neblina que se aparece por un poco de tiempo y luego se desvanece. En lugar de lo cual deberíais decir: «Si el Señor quiere, viviremos y haremos esto o aquello»» (Santiago 4:13-16).
¿Neblina? Sí, a eso se compara nuestra vida cuando solo se centra en lo que Salomón llama lo que está «debajo del sol» (Eclesiastés 1:3; 2: 17, etc.) Algo que en un instante se evapora y deja de existir. Razón por la que Santiago termina esta sección diciendo lo siguiente: «El que sabe hacer lo bueno y no lo hace, comete pecado. (Santiago 4:17).
Y aunque en primera instancia este versículo parece no tener mucha relación con lo anterior, sobre todo debido al uso que normalmente le damos, su inserción aquí tiene mucho sentido. Considerando que, unos versículos más arriba, Santiago cita palabras de Proverbios 3 (Santiago 4:6), es muy posible que, al referirse al comúnmente llamado «pecado de omisión», nuestro autor esté haciendo referencia de nuevo a dicho capítulo: «Si tienes poder para hacer el bien, no te rehúses a hacérselo a quien lo necesite; no digas a tu prójimo: «Vete, vuelve de nuevo, mañana te daré», cuando tengas contigo qué darle» (Proverbios 3: 27, 28, la cursiva es nuestra).
¿Es más claro ahora por qué Santiago introduce una definición de pecado aquí? Puesto que no podían asegurar con certeza ni siquiera lo que sucedería al día siguiente, aquellos que habían hecho de sus riquezas y negocios su mayor prioridad tenían que entender que planear sin Dios y desperdiciar la vida llenándose de bienes materiales, dejando para «mañana» hacer bien a los demás, aparte de no ser sabio, ¡también es pecado!
Si en 1845 hubiéramos estado en la costa británica, quizá habríamos visto dos barcos tripulados por ciento treinta y ocho de los mejores marineros ingleses listos para zarpar rumbo al Ártico. El capitán, Sir John Franklin, esperaba que aquel largo viaje fuera decisivo en la exploración de dicha zona, pero la historia nos dice que no fue así. Los barcos nunca regresaron y todos sus tripulantes perecieron. ¿La razón? No se prepararon debidamente.
Aunque Franklin proyectó que la duración de la travesía les llevaría dos o tres años, llevó provisión de carbón para los motores auxiliares solo para doce días. Pero este no fue el caso en lo que a comodidad y diversión se refiere. Según los registros, cada nave llevaba una biblioteca con mil doscientos volúmenes, un órgano portátil, vajilla de porcelana para todos, así como copas de vidrio tallado y finos cubiertos de plata.
¿Cómo? ¿Planeaban una expedición al océano Ártico o pensaban tomar un crucero por el Caribe? Sencillamente, viendo sus provisiones, todo indica que no pasaron mucho tiempo pensando en lo primero. De hecho, los marineros ni siquiera llevaban ropa especial para protegerse del frío. En su lugar, llevaban los uniformes de la armada de su Majestad, hermosos y dignos sí, pero livianos e inadecuados para lo que habrían de enfrentar.
Cuán lejos estaban de pensar que aquellos finos cubiertos de plata y tan elegantes uniformes, tan elaborados como los que se usaban en los comedores de los clubes de oficiales de la Armada Real, meses más tarde, serían encontrados junto a sus cuerpos congelados. Ambos barcos navegaron por las congeladas aguas sin estar preparados y pronto el hielo, además de enseñorearse de la cubierta y los aparejos, acabó inutilizando el timón, dejándolos atrapados en medio del hielo marino. Ante esto, los marineros abandonaron el barco en busca de ayuda, sin olvidar, por supuesto, sus hermosos uniformes y sus finas pertenencias.
Gracias a la intervención de algunos esquimales, tiempo después fue posible encontrar rastros (y restos) de la expedición en aquella gélida zona. La búsqueda, pese a no encontrar con vida al capitán Franklin ni a nadie de su tripulación, sí pudo «rescatar» las piezas de un juego de mesa que su esposa le había regalado en el momento de despedirse.
¿Qué hizo que un viaje tan importante terminara con sus protagonistas finamente vestidos, pero congelados? La respuesta es obvia. Se embarcaron con mucho ánimo, pero sin la preparación adecuada.
¿Es posible que en algún momento nosotros lleguemos a actuar como aquellos marineros? Si esto llegara a suceder, recordemos que la vida cristiana es, en efecto, una especie de viaje, pero de implicaciones eternas, no un «crucero de placer». Por lo tanto, puesto que el «combustible celestial», y no los entretenimientos o la elegancia en el vestido, es lo que nos permitirá estar bien preparados para el mismo, no dejemos que los «cubiertos de este mundo», por muy de plata que sean, ocupen el lugar de los planes de Dios para nuestra vida. Zarpar sin la debida preparación no será culpa de Dios, que en su Palabra ya nos ha dejado instrucciones detalladas sobre este viaje. Él es quien ha señalado la ruta y ha descrito en su Palabra, incluso, lo que debemos y no debemos I levar en el equipaje. Ojalá que al continuar transitando por el «mar» de esta vida ninguno de nosotros llegue a actuar y ni siquiera hablar, como los ricos de los días de Santiago.
Para saber más al respecto, repasar lo que dice la Guía de estudio, en la sección correspondiente al domingo de la Lección 9.
Equilibrio que, incluso al aplicar la disciplina eclesiástica, es posible alcanzar si se tiene en cuenta «la regla de oro», la cual curiosamente aparece registrada unos versículos después de la orden de no juzgar (Mateo 7:12 y 7: 1, respectivamente).
El tálil es un accesorio religioso con forma de chal utilizado en los servicios y prácticas religiosas del judaísmo.
Esta división se clarifica al notar que la exclamación «¡Vamos ahora!» se repite tanto en Santiago 4:13 como en Santiago 5:1.
Aunque algunos especialistas creen que los ricos a los que Santiago se refiere aquí eran creyentes, mi evaluación de la evidencia me lleva a concluir que aunque este adinerado grupo de comerciantes creían en Dios, no era por ser cristianos, sino judíos (posiblemente la aristocracia de los Saduceos). Para saber más al respecto, consulte Martin, págs. 161, 162 y Maynard-Reid, «Poor and Rich», págs. 209-236.
La palabra ‘soberbias’ originalmente se aplicaba a la jactancia que mostraban los curanderos itinerantes que pretendían tener la capacidad de sanar cuando, en realidad, ni él ni sus medicamentos la tenían (Maynard-Reid, Guía práctica para una vida cristiana abundante en el libro de Santiago, pág. 194).
La expresión «si el Señor quiere» (San. 4: 15) no tiene un paralelo exacto en el Antiguo Testamento, pero se asemeja a expresiones usadas en los escritos de Platón, Sócrates y Séneca. Fueron los rabinos quienes parecen haberla adoptado y algunos creían que debía enunciarse antes de realizar cualquier actividad. La importancia de esta expresión radica, obviamente, en el hecho de reconocer que Dios es quien tiene el control de nuestra vida.
Aunque es traducida «vanidad de vanidades», esta expresión frecuentemente repetida en el libro de Eclesiastés en realidad es un superlativo que, en su idioma original, diría «la más grande de todas las neblinas o vapores».
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