¿Por qué Dios mandaba a destruir a naciones enteras?
La historia de la conquista de Canaán por Israel, tan notablemente ilustrada en
la toma de Jericó, presenta un relato de matanzas en masa a filo de espada.
Aun los creyentes piadosos con frecuencia han quedado turbados por este relato,
especialmente porque los escépticos han procurado probar por este medio que
Dios tiene sed de sangre y es inmisericorde.
Sin embargo, si se tienen en cuenta ciertos hechos, la narración de las
matanzas toma un cariz totalmente distinto, y se comprende que Dios demuestra
tanto misericordia como justicia en su trato con los hombres.
El primer hecho que se debe tener en cuenta es que todo el que peca contra Dios
y se rebela contra su gobierno, pierde su derecho a la vida. En nuestro mundo,
a menudo se declara digno de muerte a quien se rebela y lucha contra el
gobierno. Por analogía, podría decirse que el gobierno del universo de Dios no
podría continuar con éxito si careciera de un plan para eliminar la rebelión.
El universo ideal no puede incluir el pensamiento de una zona restringida donde
se tolere y se fomente la insurrección.
El segundo hecho es éste: Aunque debe suprimirse la rebelión, y aunque por el
principio de justicia sin rebelde ha perdido su derecho a la vida, Dios no ha
actuado meramente por justicia, sino que ha manifestado misericordia. La
explicación bíblica del motivo de la demora de la venida de Cristo, que
significará la destrucción final para todos los impíos, es que el Señor no
quiere «que ninguno perezca, sino que todos procedan al arrepentimiento» (2
Ped. 3: 9). También en Eze. 18: 23 leemos que el Señor no se deleita en la
muerte de los impíos. Estas declaraciones bíblicas que muestran el proceder
del Señor en relación con los pecadores son tan realmente parte de la Biblia
como las que conciernen a las órdenes recibidas por los israelitas para que
destruyeran a los cananeos. Nadie tiene fundamento para sostener que, las
últimas declaraciones describen el plan de Dios, y rechazar las primeras. 204
El tercer hecho es éste: Aunque el Gobernante del universo demuestra
misericordia y da tiempo a los hombres para que se arrepientan de su rebelión,
finalmente debe llegar el día del ajuste de cuentas. Si el tiempo de gracia se
extendiera indefinidamente, tendríamos sencillamente una tregua sin fin con la
rebelión y la iniquidad, lo que equivaldría a capitular ante ellas.
El problema que afrontamos, en relación con la destrucción de los cananeos
efectuada por los israelitas, es meramente éste: primero, probar que los
cananeos eran rebeldes contra el gobierno de Dios, para demostrar así la
justicia divina en la orden de que fuesen destruidos; segundo, probar que
habían tenido un tiempo de gracia, para demostrar así la misericordia y
longanimidad de Dios. No es difícil probar ambas proposiciones.
En cuanto a la primera, es fácil demostrar por la historia que los pueblos que
habitaban la costa oriental del Mediterráneo eran tan corruptos y depravados
como el más depravado que hubiera habitado en la tierra. Habían hecho una
religión de la concupiscencia. Entregaban a sus hijos para ser quemados vivos
ante el dios Moloc. En Lev. 18 se resume la rebelión moral de los cananeos.
La imaginación y un somero conocimiento de la historia suplen el resto. Según
la Biblia, los cananeos eran tan viles que la misma tierra los había «vomitado»
(ver Lev. 18: 28). Con referencia a la religión y las prácticas religiosas de
los cananeos ver el t. I, págs. 133, 136, 170 y el t. II, págs. 40-42.
En cuanto a la segunda proposición, la Biblia también es explícita. En el
capítulo 15 de Génesis se registra la promesa de Dios a Abrahán, de que su
descendencia heredaría la tierra de Canaán. La explicación que Dios dio a
Abrahán de la razón por la cual tardaría tanto en cumplirse la promesa era que
aún no había «llegado a su colmo la maldad del amorreo» (vers. 16). En este
pasaje los amorreos representan a los pueblos de Canaán, porque eran la raza
más poderosa y dominante. En ninguna parte del AT se puede encontrar una
declaración más clara de la realidad de la misericordia de Dios para con los
pecadores y de la manera en que les da un tiempo de gracia.
Considérese el caso de Abrahán, el amigo de Dios. El Señor deseaba darle la
tierra de Canaán por heredad. Si Dios hubiese sido como un rey terrenal, sin
duda habría dado inmediatamente los pasos necesarios para cumplir la promesa
hecha a su favorecido, expulsando de la tierra o matando a espada a todos los
que estorbaran su propósito. Tal ha sido la historia de los déspotas; pero
Dios no procede así. En efecto, le dijo a Abrahán: «Debes tener paciencia.
También tus hijos y los hijos de tus hijos hasta la cuarta generación deben
tener paciencia. Mi amor para ti es grande. Anhelo cumplir contigo y los
tuyos la promesa que te hice. Nada podría ocasionarme mayor placer». Pero -y
aquí está el hecho importante- ¿dijo el Señor que carecía de poder para cumplir
entonces su promesa? No; tenía todo el poder necesario. Podría haber enviado
fuego del cielo para consumir a todos los habitantes de Canaán. No; ése no era
el impedimento. La demora ocurriría porque aún no había «llegado a su colmo la
maldad del amorreo». En otras palabras: no había acabado totalmente su tiempo
de gracia. Aún se les prolongaría más la misericordia divina. El Espíritu de
Dios había de contender aún con ellos.
De esa manera, durante 400 años más se permitió que generación tras generación
de amorreos viviera y practicara abominaciones siempre mayores. Entonces Dios
ordenó su destrucción. Es razonable llegar a la conclusión de que su
aniquilación fue decretada porque su copa de iniquidad se había colmado, y que
nada se ganaría con extenderles más misericordia.
La destrucción de los hijos junto con sus padres se justificaba, porque la
generación más joven seguiría exactamente el camino de todas las generaciones
que la habían precedido, ya que la tendencia hacia la corrupción, la rebelión y
la depravación estaban demasiado arraigadas en su naturaleza y los dominaban
totalmente, así como había sucedido con sus padres. Destruir a los padres y
dejar a la generación joven sólo hubiera significado preservar la semilla de la
corrupción. Sobre el escéptico pesa la responsabilidad de probar que la nueva
generación no hubiera seguido la misma conducta que, sin excepción, practicaron
las generaciones anteriores. Pero una lógica sana se opone a semejante
razonamiento, y por esta razón la destrucción de la generación joven se torna
tan razonable como la destrucción de sus padres. En el relato del diluvio se
encuentra otra 205 prueba del trato de Dios con los hombres en lo que atañe a
castigos. Dios vio que la maldad del hombre era grande en la tierra y que no
hacía más que pensar el mal. Su condición era desesperada. Si Dios hubiese
permitido que tal situación continuase indefinidamente, ello habría equivalido
a admitir ante el universo que le resultaba indiferente tal rebelión, flagrante
y desenfrenada, o que no podía hacerle frente. Sin embargo, el Señor no
castigó inmediatamente a los antediluvianos. Declaró: «No contenderá mi
espíritu con el hombre para siempre», y sin embargo les dio otros 120 años de
gracia (ver Gén. 6: 3). La conclusión razonable es que al final de ese tiempo
nada se ganaba con que el Espíritu de Dios contendiese con esos corazones
pecaminosos. Y cuando Dios ya no puede hacer más para que le obedezcan,
termina el día de misericordia; pero es el hombre mismo quien ha puesto fin a
su oportunidad por su negativa a escuchar las súplicas del Espíritu, y no resta
otra cosa sino el castigo.
No podemos dar demasiado énfasis al hecho de que declaraciones bíblicas como
éstas, que se refieren al trato de Dios con el hombre antes del diluvio, y su
magnanimidad para con los cananeos antes de su destrucción, son tan ciertamente
parte de la Biblia y una revelación de los planes y del carácter de Dios como
lo es la orden dada a los israelitas de que destruyeran a los cananeos. Es tan
poco razonable tomar en forma aislada la orden de destruir a los cananeos e
insistir en juzgar el carácter de Dios por ese solo hecho, como lo sería tomar
una declaración aislada de algún gobernante moderno cuando niega el perdón a un
criminal y lo manda a la horca, para intentar probar por esa sola declaración
que ese gobernante es cruel y empedernido.
En cualquier circunstancia la muerte y la destrucción resultan horribles, y la
persona más temerosa de Dios y creyente en la Biblia fácilmente puede admitir
que se llena de pensamientos molestos cuando lee acerca de la destrucción de
los malvados en diferentes momentos de la historia del mundo, y cuando piensa
en la destrucción final de todos los impíos. Pero sería mucho más molesto
pensar en el tipo de mundo y en la clase de universo en que nos veríamos
obligados a vivir si finalmente no se destruyese por completo a todos los que
estuviesen tercamente resueltos a continuar en sus caminos pecaminosos y
corruptos.
En realidad, todo este problema del castigo de los impíos revela que es
inconsecuente la actitud del escéptico. Cuántas veces el burlador lanza ante
los cristianos la pregunta: «Si hay Dios en el cielo que gobierna y dirige, por
qué permite que los malvados dominen este mundo y continúen con sus terribles
actos que traen tristeza y dificultades a pobres, inocentes criaturas?»
Después ese misino burlador preguntará en tono de mofa: «Si Dios es un Dios de
amor, como lo afirman los cristianos, ¿por qué hizo destruir a pueblos enteros
en diferentes momentos de la historia del mundo, y por qué finalmente va a
destruir a todos menos a un grupo escogido?» Pero el escéptico no parece darse
cuenta de que la primera pregunta se contesta con la segunda. No se da cuenta
de que no es consecuente al protestar contra los juicios de Dios cuando acaba
de preguntar por qué Dios no castiga a los impíos.
La lógica de todo este problema se ve al considerar la forma en que Dios
procede en estos episodios. Según la Biblia lo declara, Dios gobierna en el
universo. Finalmente, su voluntad y su gobierno serán supremos en todas partes
y se eliminará la rebelión. Los impíos no oprimirán para siempre al inocente.
Los débiles e indefensos no serán siempre víctimas de injusticias. Ese Dios
que mira todas las cosas con una perspectiva más amplia que los hombres, y cuyo
amor por los seres caídos es mayor que el del más piadoso creyente, no sólo
desea salvar a los mansos y rectos para darles finalmente una tierra nueva
donde mora la justicia, sino que también desea salvar el mayor número posible
de las huestes de rebeldes.
Es esta realidad de la longanimidad del Señor -de que no está dispuesto a que
nadie se pierda sino que todos procedan al arrepentimiento- la que hace
plausible la primera de las dos preguntas del escéptico. Cuando comprendamos
la longanimidad de Dios, habremos contestado la primera pregunta. Podremos ver
la injusticia en nuestro mundo y seguir creyendo que Dios gobierna. Y cuando
tenemos en cuenta el simple hecho de que la justicia finalmente demanda la
destrucción de los que continúan en abierta rebelión, tenemos la respuesta a la
segunda pregunta. No hay, pues, necesidad de tratar de disculpar los 206
castigos de Dios impuestos a los pecadores en el pasado y que todavía habrán de
aplicarse en el futuro.
Apenas si es necesario discutir el problema del método que Dios usó para
destruir a los cananeos. Basta fijarse en que Dios fue justo al destruirlos.
Al tratar de explicar la destrucción no tiene mayor importancia el medio usado
-agua, fuego, plaga o espada- que la que tendría en un estudio de la justicia
de la pena capital debatir las ventajas de la electrocución, la horca o el
pelotón de fusilamiento. Nos preocupamos de la justicia de la pena capital y
no del método para aplicarla.
Algunos comentadores han opinado que tal vez el Señor creyó conveniente que los
israelitas, su pueblo escogido, actuasen como verdugos a fin de que ellos
mismos quedasen vívidamente impresionados con el horror del pecado y de la
rebelión; pues se advirtió a los israelitas que debían cuidar de no caer en las
abominaciones de los cananeos para que no sufrieran el mismo castigo (ver Lev.
18: 28-30; cf. Rom. 11: 15-22).
Sin embargo, si Israel hubiese llevado a su pleno cumplimiento el plan que Dios
tenía para la conquista de Canaán, habrían sido diferentes los acontecimientos
tocantes a los cananeos -por lo menos en buena medida- de lo que fueron en
realidad. Esto resalta cuando se reafirman los principios ya presentados
dentro de un panorama más amplio de otros principios afines:
1.
Dios, el gran árbitro de la historia, determina la duración y la extensión
territorial de las naciones (Dan. 2: 21; Hech. 17: 26; ver com. Deut. 32: 8;
ver también Ed 169, 171, 172). Silenciosa y pacientemente Dios guía los
asuntos de la tierra a fin de realizar los consejos de su divina voluntad (Ed
169, 173). Sin embargo cada nación, empleando el poder que Dios le da,
determina su propio destino por la fidelidad con la cual cumple el propósito
que Dios tiene para ella (Ed 169,170,172, 173; ver com. Exo. 9: 16). La
oposición a los principios de Dios origina la ruina nacional (ver Dan. 5:
22-31; CS 641; PP 576), porque sólo lo que está a tono con los propósitos
divinos y expresa su carácter puede perdurar (Ed 178, 233, 293).
2.
Dios no tomó a Israel como pueblo elegido empleando favoritismo. Habría
aceptado a cualquier nación en las mismas condiciones que impuso a Israel
(Hech. 10: 34, 35;17:26, 27; Rom. 10: 12, 13). Simplemente Abrahán respondió
sin reservas a la invitación de realizar un pacto con Dios, a servirle
fielmente y a enseñar a su posteridad a hacer lo mismo (Gén. 18: 19). Por eso
los descendientes de Abrahán llegaron a ser los representantes de Dios entre
los hombres, y el pacto hecho con él fue confirmado a sus descendientes (Deut.
7: 6-14). Su principal ventaja sobre otras naciones fue que Dios los hizo
custodios de su voluntad revelada (Rom. 3: 1, 2) y les encargó la diseminación
de sus principios en todo el mundo (Gén. 12: 3; Isa. 42: 6, 7; 43: 10, 21; 56:
3-8; 62: 1-12; PP 525; PVGM 232).
A fin de que pudiesen desempeñar en forma eficaz esa tarea, y siempre que
cumplieran los requisitos divinos (Deut. 28: 1, 2, 13, 14; cf. Zac. 6: 15),
Dios derramaría sobre Israel bendiciones sin parangón (Deut. 7: 12-16; 28:
1-14; PVGM 230, 231). Se proponía proporcionarles todas las facilidades para
que llegasen a ser la mayor nación de la tierra (PVGM 230). En las bendiciones
que así recibiese Israel, las naciones vecinas verían una evidencia tangible y
convincente de que vale la pena cooperar con Dios (Deut. 4: 6-8; 28: 10). Fue
su plan original que las labores misioneras personales de Abrahán, Isaac y
Jacob les proporcionasen a los pueblos de Canaán la oportunidad de llegar a
adorarle y servirle (PVGM 232; PP 120, 126, 127, 136, 384, 385). Todos los que
abandonasen la idolatría debían unirse al pueblo escogido de Dios (Isa. 2: 2-4;
56: 6-8; Miq. 4: 1-8; cf. CM 439-44 l; Zac. 2: 10-12; 8: 20-23; PVGM 232).
Pero si no eran fieles, los rechazaría como había rechazado a las naciones de
Canaán (Deut. 28: 13-15, 62-66; cf. Isa. 5: 1-7; Rom. 11: 17-22; PP 743-745),
y los expulsaría de la tierra prometida (Deut. 28: 63, 64).
3.
Los cananeos tuvieron un tiempo de gracia de 400 años (ver com. Gén. 15: 13,
16), pero en vez de aprovechar la oportunidad que se les brindaba, colmaron la
copa de su iniquidad (Gén. 15: 16; ver com. Deut. 20: 13; ver también t. I,
págs. 133, 136, 170; Ed 173) y tuvieron que ser desposeídos (PVGM 232). Era
necesario librar y limpiar la tierra de todo cuanto indudablemente impediría el
cumplimiento de los misericordiosos propósitos de Dios (PP 525). La justicia y
la misericordia divinas ya no podían permitir más que las naciones de Canaán
continuasen existiendo 207 (ver 2JT 63; 3JT 283; cf. Gén. 6: 3), y llegó a su
culminación la cuenta que Dios tenía con ellos (cf. Dan. 5: 22-29).
Después de haber concedido la tierra de Canaán a los israelitas, Dios los
designó como instrumentos suyos para la ejecución del castigo divino de los
habitantes de la tierra (PP 523). Debían destruir a los cananeos «del todo»
(Deut. 7: 2), sin dejar con vida a ninguna persona (Deut. 20: 16); todos debían
morir por la espada (PP 524). Sin embargo, esto no significaba que debían
perecer las personas que aún escogieran servir al verdadero Dios. La
conversión de Rahab la cananea atestigua de la misericordia divina que salvaría
a los que abandonasen la idolatría (Jos. 2: 9-13; 6: 25; cf. Heb. 11: 3 1;
Sant. 2: 25). En las ocasiones del diluvio, la destrucción de Sodoma y la
caída de Jerusalén en mano de los romanos, todos los que hicieron caso a la
advertencia recibida fueron salvos (Gén. 6: 9-13,18; 18: 23-32; Luc. 21: 20-22;
CS 33). La terminación del período de gracia de una nación no exigía que
muriesen los inocentes junto con los que merecían la muerte.
4.
En la conquista de Canaán, el poder divino había de combinarse con el esfuerzo
humano. Dios quería que todos reconociesen que sólo por su propia bendición
Israel prevalecía (PP 524, 529). Las derrotas militares de Cades-barnea (Núm.
13: 28-31; 14: 40-45) y unos 38 años más tarde la de Hai (PP 526), les
enseñaron que con su propia fuerza nunca podrían subyugar el país (ver Dan. 4:
30; PP 524; Ed 171). Sin embargo, Dios no deseaba que los israelitas
conquistas en Canaán mediante una guerra común y corriente, sino más bien por
la obediencia estricta a sus instrucciones (PP 414, 464, 465). En algunos
casos, el relato de las grandiosas obras de Dios en favor de su pueblo llenó de
temor a los cananeos, quienes se rindieron sin luchar (Núm. 22: 3; Jos. 2:
9-11; Deut. 28: 10; Exo. 23: 27; Deut. 2: 25; 11: 25; Exo. 15: 13-16; Jos. 5:
1; Exo. 34: 24; cf. Gén. 35: 5; Jos. 10: 1, 2; 1 Sam. 14: 15; 2 Crón. 17: 10).
En otros casos se confundieron y se volvieron unos contra otros Juec. 7: 22; 1
Sam. 14: 20; 2 Crón. 20: 20-24). También, en algunas oportunidades Dios
utilizó las fuerzas de la naturaleza (Jos. 10: 11, 12; etc.), así como lo había
hecho en Egipto, en el mar Rojo, y en el cruce del Jordán. Si tan sólo Israel
hubiese colaborado con él, Dios habría obrado en su favor de muchas maneras
inesperadas. Quizá también algunas naciones, como ocurrió en el caso de los
gabaonitas (PP 541, 542), habrían llegado a conocer al verdadero Dios.
Pero los repetidos fracasos de Israel al no obedecer estrictamente las órdenes
de Dios en Cades (PP 415,416), Sitim (Núm. 25: 1-9), y Hai (Jos. 7: 8, 9; PP
526, 527), en gran medida apaciguaron los temores de los cananeos, les dieron
tiempo para prepararse para la lucha e hicieron mucho más difícil la conquista
de la tierra de lo que hubiese sido de otra manera (PP 465). Sin embargo, ya
que el amor divino no lograba más llevarlos al arrepentimiento, la justicia
divina decretó que el tiempo de gracia de esos que se rebelaban contra Dios
había terminado, exigió su pronta ejecución y dio su tierra a sus
representantes escogidos (ver Núm. 23: 19-24; PP 525; cf. CS 41; Mat. 21: 41,
43).
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