Sacerdotes y profetas, tema 4
El Templo y el servicio del Templo constituían una maravillosa lección objetiva para Israel. Estaban destinados a enseñar la santidad de Dios, la pecaminosidad del hombre, y el camino de regreso a Dios. Una de las lecciones importantes del sistema de los sacrificios consistía en enseñar al sacerdote y al pueblo a aborrecer el pecado y a rehuirlo. Cuando un hombre pecaba inadvertidamente o por error, se esperaba de él que trajese una ofrenda por el pecado al templo. El primer requisito del ritual del sacrificio consistía en que el pecador pusiese las manos sobre el animal y confesase su pecado. Luego con su propia mano había de matar al animal. Después, el sacerdote debía tomar la sangre y ponerla sobre los cuernos del altar del holocausto. Las entrañas eran quemadas con la grasa sobre el altar, y parte de la carne era comida por los sacerdotes en un lugar santo.
Esto era para enseñar el aborrecimiento del pecado. Dios quería que este aborrecimiento del pecado fuese tan grande que los hombres fuesen y no pecasen más. Ninguna persona normal se deleita en matar a un animal inocente, especialmente si comprende que por causa de sus propios pecados debe morir el animal. Un sacerdote normal no sé habría de deleitar ciertamente en el servicio sangriento que estaba obligado a cumplir por causa del pecado. El estar todo el día trabajando con animales muertos, poniendo los dedos o la mano en la sangre, y asperjándola sobre el altar, no debía ser muy atrayente ni agradable. Dios mismo dice que no se deleita en la “sangre de bueyes, ni de ovejas, ni de machos cabríos” (Isaías 1:11). Ni tampoco podía deleitarse en ello el verdadero sacerdote.
El sistema de los sacrificios proporcionaba a los sacerdotes una excelente oportunidad para enseñar el plan de la salvación a los transgresores. Cuando un pecador traía su ofrenda, el sacerdote podía decir: “Lamento que hayas pecado, y estoy seguro que tú lo lamentas también. Sin embargo, Dios ha hecho provisión para el perdón del pecado. Has traído una ofrenda. Pon tus manos sobre tu ofrenda, y confiesa tu pecado a Dios. Luego mata al cordero inocente, y yo tomaré la sangre y haré expiación por ti. El cordero que vas a matar, simboliza al Cordero de Dios «que quita el pecado del mundo. El Mesías vendrá y dará su ida por el pecado del pueblo. Por su sangre eres perdonado. Dios acepta tu penitencia. Ve, y no peques más”.
Este solemne ritual habría de dejar al hombre profundamente impresionado por el carácter odioso del pecado, de modo que saldría del templo con la firme resolución de no pecar más. El hecho de que había matado un animal, le enseñaría como ninguna otra cosa podría enseñarle, que el pecado significa muerte, y que cuando uno peca, el cordero debe morir.
Por hermoso e impresionante que fuese ese servicio, podía ser pervertido. Si el pecador llegaba a concebir la idea de que su ofrenda pagaba por el pecado que había cometido, y que si tan sólo traía una ofrenda cada vez que pecase todo iría bien, habría obtenido un concepto enteramente erróneo del propósito de Dios. Y fue así como muchos llegaron a considerar los ritos. Les parecía que sus sacrificios pagaban por sus pecados, y que si llegaban a pecar de nuevo, otro sacrificio lo expiaría. El arrepentimiento y el verdadero pesar perdieron importancia. La gente llegó a creer que cualquiera que fuese su pecado, podía ser expiado por un don. Consideraban que la transacción se clausuraba con la presentación de su ofrenda.
En esta actitud animaban a la gente muchos de los sacerdotes. El pecado no era a su vista tan aborrecible como Dios quería que fuese. Era algo que podía ser pagado con el don de un cordero que no podía costar más que una pequeña suma. El resultado de ello era que “mi[1]llares de carneros” y “diez mil ríos de aceite” eran considerados agradables a Dios (Miqueas 6:7).
La remuneración de los sacerdotes que servían en el santuario, y más tarde en el templo, se derivaba en gran parte de los sacrificios ofrecidos por el pueblo. Los sacer[1]dotes llegaron a considerar los sacrificios como medios de ingresos para sí. Los levitas, que recibían el diezmo pagado por Israel, a su vez pagaban un diezmo de sus ingresos para sostener a los sacerdotes (Números 18:21, 26-29; Nehemías 10:38). Además de esto, los sacerdotes habían de retener una parte de la mayoría de los sacrificios ofrecidos. Debían recibir la piel de los holocaustos; y tanto la piel como parte de la carne de la mayoría de las ofrendas por el pecado. También recibían parte de las ofrendas de alimento y de apaciguamiento: harina, aceite, cereal, vino, miel y sal, como también de las ofrendas hechas en ocasiones especiales. Esto era parte de los diezmos que recibían de los levitas.
El sacerdote había de comer parte de las ofrendas comunes por el pecado: “Esta es la ley de la expiación: en el lugar donde será degollado el holocausto, será degollada la expiación por el pecado delante de Jehová: es cosa santísima. El sacerdote que la ofreciere por expiación, la comerá.” (Levítico 6:25, 26.) Esta era realmente una comida de sacrificio. Al comer esta carne el sacerdote tomaba sobre sí el pecado y así lo llevaba.
Pero este rito se pervirtió. Algunos de los sacerdotes corrompidos vieron claramente que cuanto más pecaba el pueblo y tantas más ofrendas por el pecado traía, tanto mayor era la porción que le tocaba. Llegaron hasta a estimular al pueblo a pecar. Acerca de los sacerdotes corrompidos está escrito: “Comen del pecado de mi pueblo, y en su maldad levantan su alma” (Oseas 4:8) Este texto afirma que los sacerdotes, en vez de amonestar al pueblo e instarlo a que se abstuviese de pecado, animaban al pueblo en la iniquidad, y esperaban que volviese a pecar y trajese nuevas ofrendas por el pecado. Era una ventaja financiera para los sacerdotes que se trajesen muchas ofrendas por el pecado, porque cada ofrenda aumentaba sus ingresos. A medida que el sacerdocio se iba corrompiendo más, aumentaba la tendencia a estimular al pueblo a traer ofrendas.
Un comentario interesante acerca de los extremos a los cuales pervirtieron algunos sacerdotes los ritos, se nos da en el segundo capítulo de 1 Samuel: “Y la costumbre de los sacerdotes con el pueblo era que, cuando alguno ofrecía sacrificio, venía el criado del sacerdote mientras la carne estaba a cocer, trayendo en su mano un garfio de tres ganchos; y hería con él en la caldera, o en la olla, o en el caldero, o en el pote; y todo lo que sacaba el garfio, el sacerdote lo tomaba para sí. De esta manera hacían a todo israelita que venía a Silo. Asimismo, antes de quemar el sebo, venía el criado del sacerdote, y decía al que sacrificaba: Da carne que ase para el sacer[1]dote; porque no tomará de ti carne cocida, sino cruda. Y si le respondía el varón: Quemen luego el sebo hoy, y después toma tanta como quisieres; él respondía: No, sino ahora la has de dar: de otra manera yo la tomaré por fuerza” (1 Samuel 2:13-16).
Esto demuestra la degradación del sacerdocio ya en esa época temprana. Dios había ordenado que la grasa se quemase sobre el altar, y que si se comía la carne fuese hervida. Pero los sacerdotes querían recibir la carne cruda con la grasa, a fin de poder asarla. Había dejado de ser para ellos una comida de sacrificio, y había llegado a ser un festín, una ocasión de glotonería. Y éste es el siguiente comentario que encontramos al respecto: “Era pues el pecado de los mozos muy grande delante de Jehová; porque los hombres menospreciaban los sacrificios de Jehová” (1 Samuel 2:17).
Esta tendencia de los sacerdotes a estimular al pueblo a traer ofrendas para el pecado más bien que abstenerse de pecar se fue haciendo más pronunciada con el transcurso de los años. En el tabernáculo erigido por Moisés, el altar de los holocaustos era más bien pequeño, pues tenía solamente unos cinco codos de lado. En el templo de Salomón, el altar fue ensanchado a veinte codos, o sea unos nueve metros de lado. En el templo de Herodes, era aún mayor, aunque no se tiene certidumbre en cuanto a su tamaño exacto. Un relato dice que tenía 30 codos o sea unos 13 metros de lado, y Josefo dice que tenía 50 codos o sea 22 o 23 metros de lado. Como quiera que sea, pare[1]ce que el altar de los holocaustos se hacía cada vez mayor para acomodar las ofrendas que sobre él se colocaban.
Llegó finalmente el tiempo en que Dios tuvo que hacer algo, o todo el servicio del templo se iba a corromper. Dios permitió, por lo tanto, que el templo fuese destruido, y muchos del pueblo fueron llevados en cautiverio a Babilonia. Privados del templo, los servicios habrían de cesar naturalmente. La atención de la gente sería dirigida al significado espiritual de los ritos que con tanta frecuencia habían presenciado, pero que ya no se celebraban. En Babilonia no había holocausto ni ofrenda por el pecado, ni el solemne día de expiación. Israel colgó sus arpas de los sanees. Después de pasar setenta años en cautiverio, Dios le permitió volver a su patria y reedificar el templo. Imperaba que hubiese aprendido la lección.
Pero no la había aprendido. Los sacerdotes hicieron aún mayor que antes el altar de los holocaustos, El pueblo se quedó aún más firmemente arraigado a su consideración por las meras formas y por el ritual del templo y el servicio de sacrificios, y no escuchó el mensaje profético de que “obedecer es mejor que los sacrificios” (1 Samuel 15:22). Los ingresos que los sacerdotes recibían de las ofrendas llegaban a ser tan cuantiosos que el dinero acumulado en el templo constituyó una de las mayores acumulaciones de riquezas de la antigüedad, y los sacerdotes llegaron a ser prestamistas.
En fiestas como las de la Pascua, Jerusalén se llenaba de judíos que venían de visita de Palestina como también de otros países. Se nos dice que llegaba hasta un millón de visitantes a la ciudad en una sola vez. Dios había ordenado a Israel que no se presentase con las manos vacías delante de Jehová, así que por supuesto todos estos peregrinos traían ofrendas (Deuteronomio 16:16). Era una imposibilidad física para los sacerdotes ofrecer tantos sacrificios como para satisfacer a todo el pueblo. Por lo tanto, estimulaban a éste a convertir sus ofrendas en dinero y a dejar ese dinero como dinero del templo con el cual los sacerdotes ofrecerían, cuando les fuese cómodo, el sacrificio que el dinero representaba. Y pronto se descubrió que era más fácil y más seguro no llevar desde la casa los animales para los sacrificios. El oferente corría el riesgo no sólo de que el animal fuese rechazado por el sacerdote por algún defecto real o supuesto, sino el de incurrir en una pérdida adicional, porque no era fácil vender un animal que había sido rechazado por los sacerdotes. El dinero del templo podía emplearse para ciertos propósitos, y se cobraba para ello una tasa de cambio. Este cambio de dinero común en dinero del templo era otra fuente de grandes ingresos para el sacerdocio.
Los sacerdotes se dividían en 24 turnos, en los cuales cada sacerdote debía servir una semana a la vez, dos veces al año. Cuando el cargo de sumo sacerdote llegó a ser un cargo político, designado por el gobierno, la corrupción se intensificó. Puesto que era un cargo muy lucrativo, los hombres empezaron a ofrecer dinero para obtenerlo, y en realidad se vendía al mejor postor. Para recuperar ese dinero, el sumo sacerdote se encargaba de elegir los turnos; y los sacerdotes que eran llamados a servir en Jerusalén en tiempo de las fiestas solían compartir con los funcionarios las ingentes rentas recibidas en aquel entonces. La corrupción volvió a prevalecer, y muchos eran los sacerdotes que eran llamados a servir en el templo en ocasión de las grandes fiestas únicamente porque estaban dispuestos a compartir los despojos con los funcionarios superiores. El orden en el cual los sacerdotes habían de servir se cambiaba, y todo el plan de Dios se corrompió. Las palabras que Cristo pronunció más tarde llamando al templo “cueva de ladrones”, no eran una simple expresión poética, sino la verdad literal.
Sin embargo, estas condiciones no reinaban originalmente. Fue tan sólo después de siglos de transgresión cuando la corrupción alcanzó a las alturas descritas. Pero era comparativamente fácil que los abusos empezasen a penetrar, según lo pone en evidencia la cita del libro de Samuel que hemos dado en la primera parte de este capítulo.
A medida que los sacerdotes perdían así de vista el propósito original de las ofrendas, y pervertían el plan que tenía Dios en los sacrificios, llegó a ser necesario mandarles amonestaciones. Para ello, Dios empleaba a los profetas. Desde el comienzo, el mensaje de los profetas a su pueblo era: “¿Tiene Jehová tanto contentamiento con los holocaustos y víctimas, como en obedecer a las palabras de Jehová? Ciertamente el obedecer es mejor que los sacrificios; y el prestar atención que el sebo de los carneros” (1 Samuel 15:22).
Para algunos de los sacerdotes apóstatas, resultaba una calamidad que la gente dejase de pecar; porque en este caso las ofrendas por el pecado cesarían. A esto se refiere el autor de la epístola a los Hebreos cuando dice: “Porque la ley, teniendo la sombra de los bienes venideros, no la imagen misma de las cosas, nunca puede, por los mismos sacrificios que ofrecen continuamente cada año, hacer perfectos a los que se allegan. De otra manera cesarían de ofrecerse; porque los que tributan este culto, limpios de una vez, no tendrían más conciencia de peca[1]do” (Hebreos 10:1, 2).
El Antiguo Testamento puede comprenderse mejor cuando uno entiende la lucha entre los sacerdotes y los profetas. Era una lucha trágica, que terminaba, en muchos casos, con la victoria de los sacerdotes. El profeta es el portavoz de Dios. El pueblo puede extraviarse y los sacerdotes también. Pero Dios no queda sin testigo. En tales circunstancias Dios envía un profeta a su pueblo para hacerlo volver al camino recto.
Es fácil imaginarse que los profetas no eran muy populares entre los sacerdotes. Mientras los sacerdotes servían en el templo día tras día, invitando a la gente a traer sus sacrificios, los profetas recibían de Dios la orden de situarse cerca de la puerta del templo y amonestar a la gente a no llevar más ofrendas. Esto está escrito acerca de Jeremías: “Palabra que fue de Jehová a Jeremías, diciendo: Ponte a la puerta de la casa de Jehová, y predica allí esta palabra, y di: Oíd palabra de Jehová, todo Judá, los que entráis por estas puertas para adorar a Jehová. Así ha dicho Jehová de los ejércitos, Dios de Israel: Mejorad vuestros caminos y vuestras obras, y os haré morar en este lugar. No fiéis en palabras de mentira, diciendo: Templo de Jehová, templo de Jehová, templo de Jehová es éste” (Jeremías 7:1-4).
Después de esto, sigue otra amonestación de parte de los profetas para que la gente enmiende sus caminos y no confíe en palabras mentirosas. “¿Hurtando, matando, y adulterando, y jurando falso—dice el Señor mediante el profeta—, vendréis y os pondréis delante de mí en esta casa sobre la cual es invocado mi nombre, y diréis: Librados somos: para hacer todas estas abominaciones?” (versículos 9-11). Luego añade significativamente: “Porque no hablé yo con vuestros padres, ni les mandé el día que los saqué de la tierra de Egipto, acerca de holocaustos y de víctimas: Mas esto les mandé, diciendo: Es[1]cuchad mi voz, y seré a vosotros por Dios, y vosotros me seréis por pueblo; y andad en todo camino que os mandare, para que os vaya bien” (versículos 22, 23).
Oigamos lo que Isaías tiene que decir: “¿Para qué a mí, dice Jehová, la multitud de vuestros sacrificios? Harto estoy de holocaustos de carneros, y de sebo de animales gruesos: no quiero sangre de bueyes, ni de ovejas, ni de machos cabríos. ¿Quién demandó esto de vuestras manos, cuando vinieseis a presentaros delante de mí, para hollar mis atrios? No me traigáis más vano presente: el perfume me es abominación: luna nueva y sábado, el convocar asambleas, no las puedo sufrir: son iniquidad vuestras solemnidades. Vuestras lunas nuevas y vuestras solemnidades tiene aborrecidas’ mi alma: me son gravosas; cansado estoy de llevarlas. Cuando extendiereis vuestras manos, yo esconderé de vosotros mis ojos: asimismo cuando multiplicareis la oración, yo no oiré: llenas están de sangre vuestras manos. Lavad, limpiaos; quitad la iniquidad de vuestras obras de ante mis ojos; dejad de hacer lo malo: Aprended a hacer bien; buscad juicio, restituid al agraviado, oíd en derecho al huérfano, amparad a la viuda” (Isaías 1:11-17).
Notemos las enérgicas expresiones: “Harto estoy de holocaustos de carneros”; “no quiero sangre de bueyes”; “¿quién demandó esto de vuestras manos?” “no me traigáis más vano presente”; “el perfume me es abominación”; “vuestras solemnidades tiene aborrecidas mi alma”; “cansado estoy de llevarlas”; “yo no oiré: llenas están de sangre vuestras manos”.
Amós dice: “Aborrecí, abominé vuestras solemnidades… Y si me ofreciereis holocaustos y vuestros presentes, no los recibiré; ni miraré a los pacíficos de vuestros engordados” (Amós 5:21, 22).
Miqueas, en el mismo tenor, pregunta: “¿Con qué pre[1]vendré a Jehová, y adoraré al alto Dios? ¿Vendré ante él con holocaustos, con becerros de un año? ¿Agradaráse Jehová de millares de carneros, o de diez mil arroyos de aceite? ¿Daré mi primogénito por mi rebelión, el fruto de mi vientre por el pecado de mi alma?” (Miqueas 6:6, 7). Y contesta su pregunta de esta manera: “Oh hombre, él te ha declarado qué sea lo bueno, y qué pida de ti Jehová: solamente hacer juicio, y amar misericordia, y humillar[1]te para andar con tu Dios” (versículo 8).
El último profeta del Antiguo Testamento dice: “Ahora pues, oh sacerdotes, a vosotros es este manda[1]miento”. “Vosotros os habéis apartado del camino; habéis hecho tropezar a muchos en la ley; habéis corrompido el pacto de Leví, dice Jehová de los ejércitos. Por tanto, yo también os torné viles y bajos a todo el pueblo, según que vosotros no habéis guardado mis caminos, y en la ley tenéis acepción de personas” (Malaquías 2:1, 8, 9).
David tenía la visión correcta cuando dijo: “Porque no quieres tú sacrificio, que yo daría; no quieres holocausto. Los sacrificios de Dios son el espíritu quebrantado: Al corazón contrito y humillado no despreciarás tú, oh Dios” (Salmo 51:16, 17).
Difícilmente podría haber empleado Dios palabras más enérgicas que éstas dedicadas a reprender tanto a los sacerdotes como al pueblo, pero su actitud estaba ampliamente justificada. Los sacerdotes habían corrompido el pacto. Habían enseñado a la gente a pecar, y le habían hecho creer que una ofrenda o un sacrificio podían pagar por el pecado. Merecían la reprensión que el Señor había enviado por sus profetas. Los resultados eran lo que podía esperarse en tales circunstancias. Entre muchos de los sacerdotes surgió un amargo odio contra los profetas. Aborrecían a los hombres que habían sido enviados para reprenderlos. Gran parte de la persecución de los profetas en el Antiguo Testamento fue ejecutada o instigada por los sacerdotes. Los perseguían, los torturaban y los mataban. No era solamente el pueblo, sino más bien los sacerdotes quienes se oponían a los profetas y los perseguían.
Fueron los sacerdotes, los escribas y los fariseos quienes se opusieron constantemente a Cristo. Para ellos, tuvo Cristo su más severa reprensión: “¡Ay de vosotros, escribas y fariseos, hipócritas! porque edificáis los sepulcros de los profetas, y adornáis los monumentos de los justos, y decís: Si fuéramos en los días de nuestros padres, no hubiéramos sido sus compañeros en la sangre de los profetas. Así que, testimonio dais a vosotros mismos, que sois hijos de aquellos que mataron a los profetas. ¡Vosotros también henchid la medida de vuestros padres! ¡Serpientes, generación de víboras! ¿Cómo evitaréis el juicio del infierno? Por tanto, he aquí, yo envío a vosotros profetas, y sabios, y escribas: y de ellos, a unos mataréis y crucificaréis, y a otros de ellos azotaréis en vuestras sinagogas, y perseguiréis de ciudad en ciudad: Para que venga sobre vosotros toda la sangre justa que se ha derramado sobre la tierra, desde la sangre de Abel el justo, hasta la sangre de Zacarías, hijo de Barachías, al cual matasteis entre el templo y el altar. De cierto os digo que todo esto vendrá sobre esta generación” (Mateo 23:29-36).
Cristo era un profeta. Como tal dejó oír el mensaje profético: “El obedecer es mejor que los sacrificios”. “Vete, y no peques más”, fue la forma en que él lo expresó (Juan 8:11). Anuló el sistema de sacrificios ofreciéndose a sí mismo en el Calvario. Cristo no ofreció personalmente sacrificio alguno. El no pecó; y enseñando a los hombres a no pecar, hería el mismo corazón de esta perversión sacerdotal. Aunque Cristo procuraba no ofender innecesariamente, y aunque mandó a los leprosos a los sacerdotes para que atestiguasen su curación (Lucas 17:14), no podía escapar a la atención de los sacerdotes el hecho de que Cristo no se veía en el templo con la ofrenda acostumbrada. Les parecía que su mensaje constituía una reprensión por sus prácticas, y se alegraron cuando hallaron una acusación contra él en las palabras que se le atribuyeron acerca del templo (Mateo 26:61). Los sacerdotes aborrecían a Cristo, y cuando llegó el momento, engrosó la larga fila de nobles héroes de entre los profetas, entregando su vida. Los sacerdotes rechazaron el mensaje profético. Fueron ellos los que en realidad provocaron la crucifixión de Cristo. Con ello, llenaron la medida de su iniquidad. Creían en los sacrificios por los pecados, y que por esa provisión se podía obtener el perdón. Muchos de los sacerdotes no comprendían el mayor mensaje de la victoria sobre el pecado, el mensaje profético, o por lo menos no lo enseñaban.
No debe pensarse, sin embargo, que todos los sacerdotes eran perversos. Entre ellos había muchos hombres fieles. Algunos de los sacerdotes, eran en verdad profetas, como Ezequiel. El propósito de Dios era que todo sacerdote tuviese el espíritu profético y dejase oír el mensaje profético. De acuerdo con el plan de Dios, no basta intentar remediar los asuntos después que un mal ha sido cometido. Es mucho mejor evitar el mal que intentar curarlo. Por admirable que resulte ser levantado del pecado y la degradación, es aún más admirable ser guardado de caer. “Vete, y no peques más”, es el verdadero mensaje profético. Mejor es el obedecer que los sacrificios. Cada verdadero siervo de Dios debe hacer repercutir este mensaje si quiere cumplir el consejo de Dios. Dios ha necesitado siempre los profetas. Son sus mensajeros para corregir el mal. Cuando entre el pueblo de Cristo aparecen tendencias que producirían eventualmente desastres, Dios envía sus profetas para corregir estas tendencias y amonestar al pueblo.
No debe perderse la lección para este tiempo. La obra del profeta no se habrá terminado en la tierra hasta que haya terminado la obra del Señor. Dios quiere que sus ministros hagan oír el mensaje profético. Cuando penetran abusos, debe hacerse oír la voz que invite al pueblo a volver a los caminos correctos del Señor. Y detrás de cada mensaje tal debe repercutir la clarinada que invite a abstenerse de pecar, a la santificación, a la santidad. Los profetas decían: “El obedecer es mejor que los sacrificios”. Cristo dijo: “Vete, y no peques más”. Cada predicador debe ejemplificar esa doctrina en su vida y enseñarla con sus labios. En la medida en que deja de hacerlo, no cumple con su alto privilegio. De todos los tiempos, ahora es el momento de hacer resonar el mensaje profético hasta los últimos confines de la tierra. Esta fue la orden de Cristo cuando dio la gran comisión de doctrinar a todos los gentiles y bautizarlos, “enseñándoles que guarden todas las cosas que os he mandado” (Mateo 28:20). Esta orden, de observar todas las cosas, corre parejas con el mensaje profético, a saber, que el obedecer es mejor que los sacrificios. Cuando esta obra haya terminado, vendrá el fin.
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