Vislumbres de nuestro Dios 4
I Trimestre de 2012
Vislumbres de nuestro Dios
Notas de Elena G. de White
Lección 5
4 de Febrero de 2012
La santidad de Dios
Sábado 28 de enero
Isaías había denunciado el pecado de otros, pero ahora se ve él mismo expuesto a la misma condenación que había pronunciado sobre otros. Se había sentido satisfecho con las ceremonias frías y sin vida, en su adoración de Dios. No se había dado cuenta de ello hasta que tuvo esa visión del Señor. Cuán pequeños parecían ahora su sabiduría y talentos a medida que miraba la santidad y majestad del santuario. ¡Cuán indigno era! ¡Cuán incompetente para el servicio sagrado!…
La visión dada a Isaías representa la condición de los hijos de Dios en los últimos días. Tienen el privilegio de ver por fe la obra que se está desarrollando en el santuario celestial. «Y el templo de Dios fue abierto en el cielo, y el arca de su pacto se veía en el templo». Mientras miran por fe en el lugar santísimo, y ven la obra de Cristo en el santuario celestial, perciben que son un pueblo de labios impuros, un pueblo cuyos labios a menudo han hablado vanidad y cuyos talentos no han sido santificados y empleados para la gloria de Dios. Con razón podrían entregarse al desaliento al comparar su propia debilidad e indignidad con la pureza y hermosura del carácter de Cristo. Pero hay esperanza para ellos si, como Isaías, reciben el sello que el Señor quiere que se imprima sobre el corazón y si humillan su alma delante de Dios. El arco de la promesa está sobre el trono y la obra realizada a favor de Isaías se realizará en ellos. Dios responderá las peticiones provenientes del corazón contrito.
Queremos que el carbón encendido sacado del altar se coloque sobre nuestros labios. Queremos oír las palabras: «Es quitada tu culpa, y limpio tu pecado» (Conflicto y valor, p. 234).
Domingo 29 de enero:
«Escrito está»
Cristo vino a magnificar la ley y a honrarla; vino a exaltar los antiguos mandamientos que tenemos desde el principio. Por eso necesitamos la ley y los profetas. Necesitamos el Antiguo Testamento para que nos lleve al Nuevo, que no toma el lugar del Antiguo, sino que nos revela en forma más clara el plan de salvación, dando significado a todo el sistema de sacrificios y ofrendas, y a la palabra que tenemos desde el principio. A cada uno se le requiere perfecta obediencia, y esa obediencia lo llevará a ser uno con Cristo. Estará capacitado para vivir una vida noble, así como Cristo, el Siervo de Jehová, vivió una vida noble. De él está escrito: «Entonces dije: He aquí, vengo; en el rollo del libro está escrito de mí; el hacer tu voluntad, Dios mío, me ha agradado, y tu ley está en medio de mi corazón» (Salmo 40:7, 8). La confianza propia y una independencia no santificada no les permite a muchos recibir los más ricos dones de Cristo (The Youth ‘s Instructor, 8 de noviembre, 1894).
La Palabra de Dios incluye las escrituras del Antiguo Testamento así como las del Nuevo. El uno no es completo sin el otro. Cristo declaró que las verdades del Antiguo Testamento son tan valiosas como las del Nuevo. Cristo fue el Redentor del hombre en el principio del mundo en igual grado en que lo es hoy. Antes de revestir él su divinidad de humanidad y venir a nuestro mundo, el mensaje evangélico fue dado por Adán, Set, Enoc, Matusalén y Noé. Abraham en Canaán y Lot en Sodoma llevaron el mensaje, y de generación en generación fieles mensajeros proclamaron a Aquel que había de venir. Los ritos del sistema de culto judío fueron establecidos por Cristo mismo. Él fue el fundador de su sistema de sacrificios, la gran realidad simbolizada por todo su servicio religioso. La sangre que se vertía al ofrecerse los sacrificios señalaba el sacrificio del Cordero de Dios. Todos los sacrificios simbólicos se cumplieron en él.
Cristo, tal como fue manifestado por los patriarcas, simbolizado en el servicio expiatorio, pintado en la ley y revelado por los profetas, constituye las riquezas del Antiguo Testamento. Cristo en su vida, en su muerte y en su resurrección, Cristo tal como lo manifiesta el Espíritu Santo, constituye los tesoros del Nuevo Testamento. Nuestro Salvador, el resplandor de la gloria del Padre, pertenece tanto al Viejo como al Nuevo Testamento (Palabras de vida del gran Maestro, p. 97).
Muchos de los que pretenden creer y enseñar el evangelio caen en un error similar. Ponen a un lado las escrituras del Antiguo Testamento, de las cuales Cristo declaró: «Ellas son las que dan testimonio de mí». Al rechazar el Antiguo Testamento, prácticamente rechazan el Nuevo; pues ambos son partes de un todo inseparable. Ningún hombre puede presentar correctamente la ley de Dios sin el evangelio, ni el evangelio sin la ley. La ley es el Evangelio sintetizado, y el evangelio es la ley desarrollada. La ley es la raíz, el evangelio su fragante flor y fruto.
El Antiguo Testamento arroja luz sobre el Nuevo, y el Nuevo sobre el Viejo. Cada uno de ellos es una revelación de la gloria de Dios en Cristo. Ambos presentan verdades que revelarán continuamente nuevas profundidades de significado para el estudiante fervoroso (Palabras de vida del gran Maestro, p. 99).
La enseñanza de Cristo en el evangelio está en perfecta armonía con la enseñanza de Cristo mediante los profetas del Antiguo Testamento. Los profetas hablaron mediante los mensajeros de Cristo en el Antiguo Testamento tanto como los apóstoles pregonaron los mensajes de Cristo en el Nuevo Testamento, y no hay contradicción entre sus enseñanzas. Sin embargo, Satanás ha trabajado siempre y todavía trabaja con todo engaño de iniquidad para anular la Palabra de Dios. Procura hacer misterioso lo que es sencillo y claro. Ha tenido larga experiencia en esta obra. Conoce el carácter de Dios, y mediante su astucia ha cautivado al mundo. Al dejar sin efecto el mensaje de Dios, el pecado fue introducido en el mundo. Adán creyó la falsedad de Satanás, y mediante esa distorsión del carácter de Dios, la vida de Adán fue cambiada y echada a perder. Desobedeció la orden de Dios e hizo precisamente lo que el Señor le dijo que no hiciera. Adán cayó por la desobediencia, pero si hubiera soportado la prueba y hubiera sido leal a Dios, las compuertas de la calamidad no se habrían abierto para nuestro mundo (Mensajes selectos, tomo 1, p. 405).
Lunes 30 de enero:
Para ser puestos aparte
Antes de que los seres humanos se rebelaran contra el gobierno de Dios, existía constante comunión entre ellos y Dios. El cielo y la tierra estaban comunicados por un camino que el Señor se gozaba en transitar. Fue el pecado de Adán y Eva lo que separó la tierra del cielo. La maldición del pecado fue tan ofensiva a Dios, que les cerró la posibilidad de comunicación con su Hacedor, aunque ellos hubieran deseado mantenerla. No podían subir la fortaleza y entrar en la ciudad de Dios, porque en ella no hay cabida para la contaminación (Signs of the Times, 31 de julio, 1884).
Cuando Adán salió de las manos del Creador, llevaba en su naturaleza física, mental y espiritual, la semejanza de su Hacedor. «Creó Dios al hombre a su imagen», con el propósito de que, cuanto más viviera, más plenamente revelara esa imagen —más plenamente reflejara la gloria del Creador. Todas sus facultades eran susceptibles de desarrollo; su capacidad y su vigor debían aumentar continuamente. Vasta era la esfera que se ofrecía a su actividad, glorioso el campo abierto a su investigación. Los misterios del universo visible «las maravillas del Perfecto en sabiduría», invitaban al hombre estudiar. Tenía el alto privilegio de relacionarse íntimamente, cara a cara, con su Hacedor. Sí hubiese permanecido leal a Dios, todo esto le hubiera pertenecido para siempre. A través de los siglos eternos, hubiera seguido adquiriendo nuevos tesoros de conocimiento, descubriendo nuevos manantiales de felicidad y obteniendo conceptos cada vez más claros de la sabiduría, el poder y el amor de Dios. Habría cumplido cada vez más cabalmente el objeto de su creación; habría reflejado cada vez más plenamente la gloria del Creador.
Pero por su desobediencia perdió todo esto. El pecado mancilló y casi borró la semejanza divina. Las facultades físicas del hombre se debilitaron, su capacidad mental disminuyó, su visión espiritual se oscureció. Quedó sujeto a la muerte. No obstante, la especie humana no fue dejada sin esperanza. Con infinito amor y misericordia había sido trazado el plan de salvación y se le otorgó una vida de prueba. La obra de la redención debía restaurar en el hombre la imagen de su Hacedor, devolverlo a la perfección con que había sido creado, promover el desarrollo del cuerpo, la mente y el alma, a fin de que se llevase a cabo el propósito divino de su creación. Este es el objeto de la educación, el gran objeto de la vida (La educación, pp. 15, 16).
Martes 31 de enero:
Arrepentirse en polvo y ceniza
La verdadera santidad y humildad son inseparables. Mientras más cerca esté el alma de Dios, más completamente se humillará y someterá. Cuando Job oyó la voz desde el torbellino, exclamó. «Me aborrezco y me arrepiento en polvo y ceniza» (Job 42:6). Cuando Isaías vio la gloria del Señor, y oyó a los querubines que clamaban: «Santo, santo, santo, Jehová de los ejércitos exclamó: «¡Ay de mí! que soy muerto» (Isaías 6:3, 5). Cuando fue visitado por el mensajero celestial, Daniel dijo: «Mi fuerza se cambió en desfallecimiento» (Daniel 10:8). Pablo después de haber sido arrebatado al tercer cielo y haber oído cosas que no es lícito que diga el hombre, habla de sí como el menor «que el más pequeño de todos los santos» (Efesios 3:8). Fue el amado Juan, que se reclinaba sobre el regazo de Jesús, y contemplaba su gloria, quien cayó como muerto ante el ángel. Mientras más íntima y continuamente contemplemos a nuestro Salvador, menos procuraremos aprobarnos a nosotros mismos.
El que capta un destello del incomparable amor de Cristo, computa todas las otras cosas como pérdida, y considera al Señor como el principal entre diez mil… Cuando los serafines y querubines contemplan a Cristo, cubren su rostro con sus alas. No despliegan su perfección y belleza en la presencia de la gloria de su Señor. ¡Cuán impropio es, pues, que los hombres se exalten a sí mismos! (A fin de conocerle, p. 177).
La humildad y la reverencia deben caracterizar el comportamiento de todos los que se allegan a la presencia de Dios. En el nombre de Jesús podemos acercarnos a él con confianza, pero no debemos hacerlo con la osadía de la presunción, como si el Señor estuviese al mismo nivel que nosotros. Algunos se dirigen al Dios grande, todopoderoso y santo, que habita en luz inaccesible, como si se dirigieran a un igual o un inferior. Hay quienes se comportan en la casa de Dios como no se atreverían a hacerlo en la sala de audiencias de un soberano terrenal. Los tales debieran recordar que están ante la vista de Aquel a quien los serafines adoran, y ante quien los ángeles cubren su rostro. A Dios se le debe reverenciar grandemente; todo el que verdaderamente reconozca su presencia se inclinará humildemente ante él (Exaltad a Jesús, p. 192).
Mientras Jacob se maravillaba de la escena, escuchó la voz de Dios diciéndole: «Yo soy Jehová, el Dios de Abraham tu padre, y el Dios de Isaac: la tierra en que estás acostado te la daré a ti y a tu simiente… Y he aquí, yo soy contigo, y te guardaré por dondequiera que fueres, y te volveré a esta tierra; porque no te dejaré hasta tanto que haya hecho lo que te he dicho». Jacob se despertó de su sueño y exclamó con solemne reverencia: «Ciertamente Jehová está en este lugar y yo no lo sabía» (Génesis 28:13-16). Miró nuevamente a su alrededor para ver si todavía estaban los mensajeros celestiales, pero encima de él solamente vio el firmamento azul lleno de brillantes estrellas. Su cabeza descansaba todavía sobre la roca; no estaba más la escalera ni los ángeles; pero la voz de Dios aun resonaba en sus oídos con esa promesa que resultaba preciosa para él. Sentía que los ángeles, aunque invisibles, todavía lo rodeaban; sentía que Dios lo seguía contemplando con compasión y amor. Asombrado y con santa reverencia exclamó espontáneamente: «¡Cuán terrible es este lugar! No es otra cosa que casa de Dios y puerta del cielo» (Signs of the Times, 17 de abril, 1879).
Miércoles 1 de febrero:
«Apártate de mí»
Pedro había visto a Jesús realizar poderosos milagros pero ninguno lo había impresionado tanto como la pesca milagrosa después de una noche desanimadora. El pesimismo y la fatiga con la que habían terminado esa noche cansadora, dio lugar a una asombrosa reverencia. Pedro estaba maravillado con el divino poder de su Maestro a la vez que se sentía avergonzado con su pecaminosidad e incredulidad. Sentía que estaba en la presencia del Hijo de Dios y no se sentía digno de tal compañía. Impulsivamente se arrojó a los pies de Jesús, exclamando: «Apártate de mí, Señor, porque soy hombre pecador», pero a la vez se aferraba a los pies de Jesús, no deseando que el Salvador tomara sus palabras textualmente.
Pero Jesús comprendió las conflictivas emociones del impetuoso discípulo y le dijo: «No temas; desde ahora pescarás hombres». Palabras similares les fueron dichas a los otros pescadores cuando llegaron a la orilla. Y fue poco tiempo después, mientras ellos remendaban sus redes que habían sido rotas por el peso de semejante carga, que Jesús los invitó diciéndoles: «Venid en pos de mí, y os haré pescadores de hombres». Inmediatamente, dejando sus barcas y sus redes, siguieron al Salvador. Estos humildes pescadores reconocieron la divina autoridad de Jesús y dejando a un lado su ocupación regular y sus posesiones terrenales obedecieron la orden de su Señor.
Estos cuatro discípulos estuvieron más cerca de Jesús que los demás mientras él estuvo en la tierra. Cristo, la luz del mundo, estaba plenamente capacitado para calificar a estos pescadores sin educación formal, para la elevada comisión que había elegido para ellos. Las palabras que les hablaría a estos humildes pescadores tendrían un poderoso significado que influiría en el mundo hasta el fin de los tiempos; producirían resultados que sacudirían la tierra. El poder divino iluminaría las mentes de estos pescadores iletrados y los capacitaría para esparcir el evangelio de Cristo lejos y cerca, hasta que otros tomaran la tarea y la llevaran a todas las tierras, en todas las épocas, para traer a muchos a la salvación. De esta manera, esos humildes pescadores de Galilea, se transformaron en «pescadores de hombres» (Folleto, Redemption: or the Teachings of Christ, the Anointed One, pp. 37, 38).
¡Qué obra diligente y constante es la de un verdadero cristiano!… Posee una genuina modestia y no habla de sus cualidades y realizaciones. La autoadmiración no es parte de su experiencia. Hay mucho que aprender en cuanto a lo que abarca el verdadero carácter cristiano. No es ciertamente autoensalzamiento… La gloria y la majestad de Dios deberían llenar siempre nuestras almas de un santo respeto, humillándonos en el polvo delante de él. Su humillación, su amplia y profunda compasión, su ternura y amor nos son dados para fortalecer nuestra confianza y quitar el temor que lleva a la esclavitud.
No soportemos el pensamiento de ser enanos religiosos… Siempre debemos crecer hasta alcanzar la plena estatura de hombres y mujeres en Cristo Jesús, hasta que estemos completos en él. Cristo irá a morar con cada alma que diga de corazón: Ven. Ama a todo el que tiene el deseo de seguirlo (En lugares celestiales, p. 185).
Jueves 2 de febrero:
Cuando hablan los demonios
Había un hombre en la sinagoga que estaba poseído por un espíritu satánico el cual interrumpió a Jesús con un grito que llenó a todos los que estaban presentes de terror: «Déjanos; ¿qué tenemos contigo, Jesús Nazareno? ¿Has venido a destruirnos? Yo te conozco quién eres, el Santo de Dios» (Lucas 4:34). Los demonios creen y tiemblan; pero los israelitas habían cerrado sus ojos y sus oídos a las evidencias divinas y no conocían el tiempo de su visitación. El objeto de Satanás al llevar a esta miserable víctima a la sinagoga era distraer la atención de la gente hacia este pobre sufriente para que las palabras de verdad no alcanzaran sus corazones. Sin embargo, en la oscuridad de su locura, este hombre comprendió que las enseñanzas de Jesús provenían del cielo, y se produjo un conflicto entre el poco razonamiento que le quedaba y el poder satánico que intentaba controlarlo…
Parecía que el pobre torturado perdería la vida en la terrible lucha con el demonio que había arruinado su existencia. Solo había un poder que podía librarlo de esa cruel tiranía: Jesús habló con autoridad y liberó al cautivo de su esclavitud. El demonio hizo un último esfuerzo por quitarle la vida, pero fue obligado a dejarlo. Ese sábado, en la sinagoga, el príncipe de las tinieblas fue enfrentado y vencido, y el hombre se mostraba feliz de haber recuperado la razón en medio de la gente que no dejaba de maravillarse de lo que había presenciado: una muestra del poder divino del Salvador, y un testimonio del demonio acerca de Jesús de Nazaret como el Hijo de Dios.
El hombre cuya razón había sido en un momento restaurada alabó a Dios por su liberación. Sus ojos, que poco tiempo antes destellaban con el fuego de la locura, ahora brillaban con inteligencia y se llenaban de lágrimas de agradecimiento. La gente estaba muda de asombro. Tan pronto como pudieron hablar, se preguntaban unos a otros: «¿Qué palabra es esta, que con autoridad y poder manda a los espíritus inmundos, y salen? (Folleto: Redemption: or the Miracles of Christ, the Mighty One, pp. 41, 42).
«Cuando le vi, caí como muerto a sus pies. Y él puso su diestra sobre mí, diciéndome: No temas; yo soy el primero y el último; y el que vivo, y estuve muerto; mas he aquí que vivo por los siglos de los siglos, amén. Y tengo las llaves de la muerte y del Hades» (Apocalipsis 1:17,18).
Juan, exilado en la isla de Patmos… oye que una voz dice: «Yo soy el Alfa y la Omega» (versículo 11). Cae como muerto de asombro al escucharla. Es incapaz de soportar la visión de la gloria divina. Pero una mano levanta a Juan y oye una voz que le recuerda la de su Maestro. Se fortalece y puede hablar con el Señor Jesús.
Así será con el pueblo remanente de Dios que está esparcido: algunos en la espesura de la montaña, otros exilados, otros perseguidos. Cuando se oiga la voz de Dios y se manifieste el resplandor de su gloria, cuando termine la prueba y desaparezca la escoria, se percatarán de que están ante la presencia del que los redimió con su propia sangre. Lo que Cristo fue para Juan en el exilio lo será para su pueblo que sentirá la mano de la opresión a causa de su fe y testimonio por Cristo… Fueron llevados por la tormenta y la tempestad de la persecución a las hendiduras de las peñas, pero estaban ocultos en la Roca de los siglos…
Un poco más de tiempo, y el que ha de venir vendrá y no tardará. Sus ojos, como llama de fuego penetran en las prisiones bien custodiadas para buscar a los que están ocultos, porque sus nombres están escritos en el libro de vida del Cordero. Esos ojos del Salvador están por encima de nosotros, a nuestro alrededor, y ven toda dificultad, disciernen todo peligro, y no hay lugar donde no puedan penetrar, no hay aflicciones o sufrimientos de su pueblo que escapen a la simpatía de Cristo…
El hijo de Dios quedará aterrorizado ante la primera visión de la majestad de Jesús. Sentirá que no podrá vivir ante su sagrada presencia. Pero al igual que Juan, oye decir: «No temas». Jesús colocó su mano derecha sobre Juan y lo levantó del suelo. Así también hará con sus hijos leales que confían en él (A fin de conocerle, p. 362).
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