El reino de Dios

Publicado por - en

El reino de Dios


E

n los tiempos cuando se escribió el Evangelio de Lucas todo devoto judío elevaba en la sinagoga una oración llamada Qaddish (santifica­do). En dicha plegaria, que se realizaba en público cada sábado y durante los días festivos del calendario hebreo, el orante imploraba:
«Que su Nombre grande sea exaltado y santificado en el mundo que él ha crea­do según su voluntad. Que su reino irrumpa en nuestra vida y en nuestros días, en los días de toda la casa de Israel, pronto y sin demora».
Otra invocación muy famosa era la oración de las Dieciocho bendiciones, que todos los varones recitaban dos veces al día, al salir y ponerse el sol. En uno de los rezos leemos: «Aleja de nosotros el sufrimiento y la aflicción y sé tú nuestro único rey».
Estas dos plegarias revelan que los judíos oraban para que Dios estableciera un reino, y para que él mismo ocupara el trono como rey. Sin embargo, sobre Israel recayó la culpa de haber rechazado la monarquía divina a cambio del establecimiento de un sistema de gobierno humano, argumentando que el pueblo quería gozar de una monarquía similar a la de las naciones vecinas. Esta fue la petición que los israelitas hicieron al profeta Samuel: «Danos ahora un rey que nos gobierne, como lo tienen todas las naciones» (1 Samuel 8:5, NVI). Ante la indignación de Samuel por semejante pedido, el Señor expuso con claridad su posición: «Escucha la voz del pueblo en cuanto a todo lo que te digan, pues no te han desechado a ti, sino que me han desechado a mí para que yo no sea rey sobre ellos» (versículo 7, NBLH).
¿Cuál fue el resultado de aquella decisión? Los libros históricos de la Biblia —1 y 2 Samuel, 1 y 2 de Reyes, 1 y 2 Crónicas— describen períodos repletos de luces y sombras. Hubo reyes, como David, Salomón, Josías, Ezequías, Uzías, Amasias, entre otros, que trataron de llevar a cabo su gestión sometiendo su reinado a la soberanía divina. En cambio, hubo otros reyes que al desempeñar su cargo suscitaron sobre Israel la más terrible decadencia espiritual. Entre estos podemos citar a: Jeroboam, Acab, Manasés, Amón. Tan inefectivo fue este sis­tema monárquico que en el 722 a. C., con la caída de Samaría, desapareció el reino del Norte, compuesto por diez de las doce tribus de Israel. En el año 586 a. C. cayó para siempre el reino del Sur. Desde entonces, la nación judía nunca más pudo contar con la presencia de un rey de ascendencia davídica. No es de extrañar que en los tiempos de Jesús, cuando la servidumbre a Roma les había denigrado en gran manera, el sentimiento de volver a ser regidos por un here­dero de David haya cobrado vigencia en el pueblo escogido de Dios.
El «Hijo de David»
Después de todo, los judíos se hallaban en lo correcto al pedirle a Dios que interviniera y estableciera su reino. ¿Acaso no había hecho el Señor un pacto con David, en el que le aseguraba: «Tu dinastía y tu reino estarán para siempre seguros bajo mi protección, y también tu trono quedará establecido para siempre» (2 Samuel 7:16, DHH)? Aunque la palabra «pacto» no aparece en 2 Samuel 7, es innegable la naturaleza pactual de esa porción bíblica. Dios le está garantizando a David un reino que no tendría fin. Rememorando aquella ocasión, el mismo David expresó: «Dios ha hecho conmigo un pacto eterno» (2 Samuel 23:5). Debido a que la monarquía davídica desapareció en el siglo VI a. C., cabe preguntamos: ¿Falló Dios a su «pacto eterno»? Es obvio que no. ¿Entonces qué sucedió con el pacto davídico?
La promesa hecha a David abarcaba a todo su «linaje». Dios le aseguró: «Yo levantaré después de ti a uno de tu linaje, el cual saldrá de tus entrañas, y afirmaré su reino. […] Y yo afirmaré para siempre el trono de su reino. Yo seré padre para él, y él será hijo para mí» (2 Samuel 7:12-14). En primera instancia este pasaje se cumplió en la vida de Salomón; pero resulta innegable que tal «linaje» incluye más que a Salomón. De hecho, el reino de Salomón no fue «para siempre». Además, el mismo David comprendió que dicho pacto no solamente prescribía un compromiso con su descendencia, sino también con toda la humanidad. La Nueva Versión Internacional ha logrado captar el sentido del original hebreo al traducir 2 Samuel 7: 19 de esta manera: «Como si esto fuera poco, Señor y Dios, también has hecho promesas a este siervo tuyo en cuanto al futuro de su dinastía. ¡Tal es tu plan para con los hombres, Señor y Dios!».
Si el reino prometido en 2 Samuel 7, aunque sería encabezado por un descendiente de David, rebasaba las líneas demarcatorias de Israel y se ex­tendía a todos «los hombres», entonces podemos colegir que la expresión «linaje» ha de ser una referencia velada al verdadero Hijo de Dios, que, a la vez, sería hijo de David. Los profetas del Antiguo Testamento exponen que el Mesías sería el único descendiente de David que reinaría en el trono «para siempre» (ver Isaías 11:1-7; Jeremías 33:15-17).
En varias ocasiones el libro de Lucas pone de manifiesto los vínculos fami­liares entre Jesús y David. Al inicio del Evangelio el ángel le asegura a María que a Jesús se le entregará «el trono de David, su padre» (Lucas 1:32). En dos ocasio­nes identifica a Jesús como el «Hijo de David» (18:38, 39; 20:41). Mateo co­mienza su libro diciendo que Jesús era «Hijo de David» (Mateo 1:1). Al ver las acciones milagrosas de Cristo, la gente se preguntaba: «¿Será este aquel Hijo de David?» (Mateo 12:23). Además, como lo ha señalado Raymond Brown, la mención del «trono de David», «la casa de Jacob» y de un «reino» que «no ten­drá fin» en Lucas 1:32, 33, recapitulan el pacto davídico de 2 Samuel 7:16.
Tampoco hemos de olvidar que aunque Dios aceptó concederle a Israel un rey humano, él nunca entregó la soberanía divina en manos de ningún agente de carne y hueso. Por eso David reconoció que aunque era cierto que Dios le prometió el trono a Salomón, este debía tener siempre pendiente que lo que estaba haciendo era sentándose «en el trono del reino de Yahvé sobre Israel» (2 Crónicas 28:5, BJ). Es decir, Dios seguía siendo el legítimo rey, y continuaba ejecutando sus designios a través de los reyes terrenales.
Como «Hijo de David», Jesús tenía todo el derecho de dar inicio al reina­do mesiánico prometido en el Antiguo Testamento y ocupar el trono regio que le correspondía. Lucas expone dicha verdad desde el mismo inicio de su libro: «Reinará sobre la casa de Jacob para siempre y su Reino no tendrá fin» (Lucas 1:33). Sin embargo, no hay en las enseñanzas de Cristo la más minina insinuación de que su reino tenga como meta suprema renovar el sentimen­talismo nacionalista de Israel. Lamentablemente, ni sus seguidores ni sus enemigos pudieron comprender la clase de reinado que él implementaría tras su llegada al mundo (ver Lucas 24:21; Hechos 1:6). Lo que sí fue evidente era que Cristo conocía muy bien el papel regio de su ministerio, y no tuvo reparos en anunciar que con su venida se había dado inicio a un nuevo reinado sobre el mundo, el «reino de Dios».
«El evangelio del reino de Dios»
Jesús se refirió al «reino de Dios» en múltiples ocasiones. La frase la en­contramos cuatro veces en el Evangelio de Mateo, cuatro veces en Marcos y treinta y dos veces en el Evangelio de Lucas. Estos números nos permiten entrever el papel protagónico que desempeñó dicha expresión a lo largo del ministerio de Cristo y, de manera concreta, en el tercer Evangelio. Para algunos estudiosos de la Biblia el «reino de Dios» constituye el tema central de la predicación y enseñanza de Jesús. La primera vez que la frase «reino de Dios» aparece en el Evangelio de Lucas la encontramos en el capítulo 4, que es el mismo capítulo en el que el evangelista presenta a Jesús rechazando los reinos de este mundo (versículos 5-8). Más adelante en 4:43, Jesús declaró: «Es necesario que también a otras ciudades anuncie el evangelio del reino de Dios, porque para esto he sido enviado». A diferencia del pasaje paralelo de Marcos 1:38, Lucas pone en boca de Jesús la razón de la venida del Maestro: anunciar «el evangelio del reino de Dios».
Con la irrupción de Cristo en el mundo todo el que quisiera escuchar esa «buena noticia del reino» ya no tendría que salir al desierto, o al río Jordán; pues Jesús llegará con ese mensaje hasta sus aldeas; tocará las puer­tas de sus casas, se sentará en sus mesas, besará a los niños y les hablará palabras que impresionarán sus corazones. Para eso vino, para tener un encuentro personal con los seres humanos; para darles la garantía de que ellos pueden formar parte de algo mejor; que aunque su abolengo los des­califique para ser partícipes de las realezas terrenales, sí pueden pertenecer a la familia real del cielo. Promover esto no era una labor opcional para Cristo; era su deber, puesto que para ello había venido al mundo.
Contrario a lo que proliferaba en la literatura apocalíptica de los judíos, el «reino de Dios» anunciado por Cristo no tendría como principal objetivo avasallar y destruir a los enemigos de Israel; su «reino» constituye un men­saje de «buena noticia» para todos. El «reino de Dios» no se establecería por medio de la conquista y la destitución del Imperio romano, sino «sanando toda enfermedad y toda dolencia en el pueblo» (Mateo 4:23). Su meta no era destruir a los hombres, sino restaurarlos.
El profeta Isaías asoció la proclamación de las buenas nuevas del evan­gelio con el establecimiento del reino de Dios al escribir:
«¡Qué hermosos son, sobre los montes,
los pies del que trae buenas nuevas;
del que proclama la paz,
del que anuncia buenas noticias,
del que proclama la salvación,
del que dice a Sion; «¡Tu Dios reina!»» (Isaías 52:7, NVI).
Jesús da cumplimiento a dicha sentencia profètica al vincular las «bue­nas noticias» de salvación y de paz con la llegada del «reino de Dios». Con razón, el Maestro estaba entusiasmado con el tema del reino. Él mismo lo predicaba (Lucas 8:1); se lo comisionó a los doce (Lucas 9:2); cuando se en­contraba con la gente «les hablaba del reino de Dios» (Lucas 9:11); tras en­viar a los setenta a predicar, les ordenó enseñar: «Se ha acercado a vosotros el reino de Dios» (Lucas 10:9); exhortaba a las personas a «buscar el reino de Dios» (Lucas 12:31). La «buena noticia» tenía que ser conocida por todos, porque ese reino no proviene de autoridad humana sino que le ha sido delegado directamente por su Padre (Lucas 22:29). Él se propuso poner a nuestro alcance «los misterios del reino de Dios» (Lucas 8:10), y de esa ma­nera asegurarnos un lugar en la mesa de su reino (Lucas 22:30).
Finalmente, no podemos dejar de destacar el hecho de que para Jesús el «reino de Dios» no solo era parte del evangelio, sino que era el mismo evan­gelio. Un ejemplo de esto lo encontramos en Lucas 9. En el versículo 2 los discípulos reciben el mandato de «predicar el reino de Dios»; sin embargo, al describir lo que ellos hicieron, el evangelista dice en el versículo 6 que iban «por todas las aldeas anunciando el evangelio».
Un reino de vida, justicia y liberación
El reino de Dios constituye una buena noticia porque «es el gobierno redentor de Dios en Cristo derrotando a Satanás y a los poderes del mal y liberando a los hombres de la influencia del mal». La base de la fase terre­nal de dicho reinado es de naturaleza espiritual. Cristo tuvo que dejar bien claro que «el reino de Dios no viene con señales visibles» (Lucas 17:20, NBLH). ¿Por qué Jesús rechaza manifestar su reino por medio de algún hecho sobre­natural? Como historiador, Lucas conocía muy bien a los falsos mesías que habían logrado embaucar al pueblo bajo la promesa de que realizarían seña­les y prodigios que pondrían de manifiesto la aprobación divina al reinado que pretendían establecer. Por ejemplo, Teudas —que el mismo Lucas men­ciona en Hechos 5:36— prometió dividir las aguas del río Jordán, como parte de su conquista de la Tierra Prometida. Jesús se niega a relacionar esta fase de su reinado con hechos portentosos o estrafalarios.
Más bien la evidencia de la realidad del reino es ostensible en lo que sucede en la vida de la gente; pues la gente constituye el principal activo del reino de Dios. Ante la pregunta planteada por Juan el Bautista en Lucas 7:19, 20, con respecto a si Cristo era el Mesías o habría que esperar la lle­gada de otro personaje, Jesús hizo lo siguiente: «Sanó a muchos que tenían enfermedades, dolencias y espíritus malignos, y les dio la vista a muchos ciegos», y luego agregó: «Vayan y cuéntenle a Juan lo que han visto y oído: Los ciegos ven, los cojos andan, los que tienen lepra son sanados, los sor­dos oyen, los muertos resucitan y a los pobres se les anuncian las buenas nuevas» (versículos 21, 22). A renglón seguido comenzó a destacar la función preponderante que había desempeñado Juan en el plan divino. Juan fue «más que un profeta», era el «mensajero del Señor», el hombre más grande que jamás haya existido (versículos 26, 28). Tras esa descripción, Jesús nos deja a todos con la boca abierta al declarar: «Sin embargo, el más pequeño en el reino de Dios es mayor que él» (versículo 28).
¿Por qué Juan, siendo el más grande de los hombres, es «el más pequeño en el reino de Dios»? Pues porque Juan no ha sido testigo de las señales que identifican el establecimiento de ese «reino». ¿Cuáles son esas señales? Los ciegos ven, los sordos, oyen, los enfermos son sanados, los pecadores reci­ben perdón. El reino de Dios se hace real no en un trono de oro, sino en los corazones de aquellos que precisan un cambio radical en su existencia. El reino ha venido porque se ha manifestado en la vida de los que han abierto su corazón a Dios. La grandeza de Juan resulta pequeña ante los que han tenido el privilegio de ver la obra que el establecimiento del reino de los cielos realiza en los corazones de los seres humanos.
Así los ideales fundamentales del «reino de Dios» son darle a los hom­bres y mujeres la vida, la justicia y la salvación que tanto anhelan. Como lo expresa Darrel L. Bock, «el comentario de Jesús en el versículo 28 es una de las afirmaciones más sublimes de la Escritura sobre la posición del creyente. Formar parte del reino representa un enorme privilegio». Usted y yo po­demos ser partes de esos que son «grandes» en el reino de Dios.
El reino ya está aquí
Como era de esperarse, los fariseos cerraban sus ojos ante las pruebas irrefutables de que el reino por el cual habían estado orando durante años, ya se había establecido, puesto que ellos esperaban un reinado muy distin­to al que Jesús había estado enseñando. Así que un día se acercaron a Jesús y le preguntaron «cuándo había de venir el reino de Dios» (Lucas 17:20). De inmediato, el Maestro les respondió: «El reino de Dios no vendrá con ad­vertencia, ni dirán: «Helo aquí», o «Helo allí», porque el reino de Dios está entre vosotros» (versículos 20, 21). A causa de su ceguera espiritual, los fariseos no fueron capaces de aceptar que el ministerio de Jesús en sí mismo cons­tituía la revelación de la presencia del reino.
Las palabras de Jesús seguramente evocaron en la mente de sus recepto­res lo dicho por Sofonías: «El Señor, el Rey de Israel, está en medio de ti: ya no tendrás que temer mal alguno. […] El Señor tu Dios está en medio de ti; ¡él es poderoso, y te salvará! El Señor estará contento de ti. Con su amor te dará nueva vida» (Sofonías 3:15-17).
¿Qué quiso decir Jesús con eso de que el reino ya «está» presente? ¿De qué manera ese reino constituye una realidad tangible en la vida de los seres hu­manos? Con la sencillez que suele caracterizar sus escritos, Elena G. de White explica cómo, en este preciso instante, el reino de Dios está entre nosotros: «La expresión «reino de Dios», tal cual la emplea la Biblia, significa tanto el reino de la gracia como el de la gloria. El reino de la gracia es presentado por San Pablo en la Epístola a los Hebreos. Después de haber hablado de Cristo como del intercesor que puede «compadecerse de nuestras flaquezas”, el apóstol dice: «Lleguémonos pues confiadamente al trono de la gracia, para alcanzar misericordia, y hallar gracia» (Hebreos 4: 16). El trono de la grada representa el reino de la gracia; pues la existencia de un trono envuelve la existencia de un reino. En muchas de sus parábolas, Cristo emplea la expresión, “el reino de los cielos», para designar la obra de la grada divina en los corazones de los hombres» (El conflicto de los siglos, cap. 20, p. 394).
En los días de Cristo, y en los nuestros, el reino de Dios se hizo patente por medio de la manifestación de la grada divina. ¡No le parece maravilloso, queri­do lector! Dios reina sobre un trono de amor, de misericordia, de perdón, de bondad. El rasgo distintivo de su reino no es la justicia implacable, sino la grada inagotable. El reino se ha hecho presente en la persona y obra Cristo. Por su gracia, Dios «nos ha librado del poder de las tinieblas y nos ha trasladado al reino de su amado Hijo» (Colosenses 1:13). Elena G. de White dice que con la venida de Jesús, «Dios rodeó al mundo entero con una atmósfera de grada tan real como el aire que circula en derredor del globo» (El camino a Cristo, cap. 8, p. 101). La gracia es el ámbito natural del creyente. Por ella vivimos, por ella respiramos, ella ha hecho posible que formemos parte del reino en este preciso instante.
Lo mejor está por venir
¿Significa ello que el reino de Dios no posee una dimensión futura? Claro que no. Hay un aspetto futuro del reino; pero no podemos dejar de recono­cer que «el futuro se ha tomado presente en la persona y obra de Jesús». Es decir, el reino futuro que tanto hemos anhelado es una realidad concreta mediante la gracia de Cristo. De hecho, es este reino de gracia el que hará posible que seamos partícipes del reino de gloria que Dios establecerá muy pronto. El problema de los antiguos fariseos y, quizá siga siendo el de mu­chos profesos cristianos, es que por estar absortos en las señales visibles y ostentosas del reino futuro, relegaron a un segundo plano la obra personal e interna que se lleva a cabo en la vida de los que integran el reino de la gracia.
Lucas declara que cuando llegue el momento de la manifestación visible y poderosa del reino de Dios, muchos vociferarán: «Señor, señor, ábrenos»; pero como nadie les abrirá, se desesperarán y llorarán «al ver que Abraham, Isaac, Jacob y todos los profetas están en el reino de Dios» y «gente del nor­te y del sur, del este y del oeste» acuden para sentarse a comer en el reino de Dios, mientras que ellos quedarán fuera del mismo (Lucas 6:25-29, DHH).
Aunque no podamos establecer con exactitud la fecha en la que se mani­festará el reino futuro de Dios, las señales predichas por la Palabra de Dios revelan que «está cerca», «a las puertas» (Lucas 21:31; Mateo 24: 33). No me cabe la menor duda de que nuestra «redención (escatológica) está cerca» (Lucas 21:28). Por tanto, es nuestro deber vivir como hombres y mujeres redimidos, como gente que, por la fe, tiene entrada permanente al trono de la grada y cuya vida está rendida al señorío de Cristo. La grada divina, lo mejor del tiempo presente, es lo que nos habilitará para recibir lo mejor del mundo venidero.
El 28 de mayo de 1972, el duque de Windsor, Eduardo VIII, murió en París. Ese día un popular programa de televisión preparó un documental sobre los principales acontecimientos de la vida de dicho personaje. A lo largo del programa los televidentes vieron al duque responder todo tipo de preguntas relacionadas con su educación, su breve reinado y su abdicación.
Evocando momentos clave de su infancia como Príncipe de Gales, Eduar­do VIII declaró: «Mi padre [el rey Jorge V|] era inflexible en asuntos de disci­plina. Cuando yo hacía algo malo, él solía decirme: «Mi querido hijo, siem­pre debes recordar quién eres»».
Lo que nos motiva a ser fieles a Dios y a asumir un compromiso de vida con sus mandamientos, no es la venida del reino, sino saber que somos hijos del Rey del celestial y que su gracia nos ha alcanzado. En este momento él susurra a nuestros oídos: «Mi querido hijo, siempre debes recordar quién eres». Usted y yo somos hijos del Rey de reyes, ¿estamos viviendo a la altura de lo que somos?

Referencias
Para conocer los detalles que justifican dicha traducción, ver Walter C. Kaiser, Hijo, Hacia una teología del Antiguo Testamento (Miami: Editorial Vida, 2000), pp. 194-197.

Walter C. Kaiser, Jr. The Messiah in the Old Testament (Grand Rapids, Michigan: Zondervan, 1995), pp. 82, 83.

Ver a Lidija Novakovic, Messiah, the Healer of the Sick: a Study of Jesus as the Son of David in the Gospel of Matthew (Tübingen: Mohr Siebeck, 2003), pp. 11-76.

The Birth of the Messiah (Garden City, Nueva York, 1977), pp. 310, 311.

Bruce K. Waltke, «The Irruption of the Kingdom of God», Criswell Theological Review (noviembre 2004), p. 11.

M. J. Selman, «The Kingdom of God in the Old Testament», Tyndale Bulletin 40 (1989), pp. 161-183; Ebenezer Ola Olutosin Adeogun, «The Kingdon of God and Old Testament Theocracy», Oghomoso Journal of Theology, vol. XII (2007), pp. 59-86.

Aquí solo hablaremos de la perspectiva lucana de esta expresión, que también es usada en Mateo 24: 14; ver a Paul R. Raabe, «The Gospel of the Kingdom of God», Concordia Journal (julio 2002), pp. 294-296.

George Eldon Ladd, «Reino de Dios» en Diccionario de Teología, E. F. Harrinson, G. W. Bromiley y C. F. H. Henry, eds. (Gran Rapids: Libros Desafío, 2006), p. 517.

Günter Bomkamm, Jesús de Nazaret (Salamanca: Ediciones Sígueme, 1977), p. 68; A. González, «Rei­no de Dios» en Gran diccionario enciclopédico de la Biblia, Alfonso Ropero Berzosa, ed. (Viladecavalls: Editorial CLIE, 2012), p. 2104. Dennis C. Duling, «The Kingdom of God in the Teaching of Jesus», Word & World, vol. II, n° 2, p. 117.

J. B. Green, «Kingdom of God/Heaven» en Dictionary of Jesus and the Gospel, Joel B. Green, ed. (Dow­ners Grove, Illinois: InterVarsity Press, 2013), p. 477.

Ibíd., p. 518. Robert Recker, «The Redemptive Focus of the Kingdom of God», Calvin Theological Journal (1979), pp. 154-186.

E. P. Sanders, Jesús y el judaísmo (Madrid: Editorial Trotta, 2004), p. 341.

Ver a Craig A. Evans, «Inaugurating the Kingdom of God and Defeating the Kingdom of Satan», Bulle­tin for Biblical Research 15.1 (2005), pp. 49-75.

Mark Saucy presenta siete argumentos que justifican la relación entre los milagros de Cristo y el esta­blecimiento del reino de Dios en la tierra, en The Kingdom of God in the Theaching of Jesus in 20th Century Theology (Dallas, Texas: Word Publishing, 1997), pp. 321-330.

Lucas: del texto bíblico a una aplicación contemporánea (Miami: Editorial Vida, 2011), p. 196.

Leon Morris, New Testament Theology (Grand Rapids, Michigan: Zondervan, 1990), p. 157.

Leon Morris, Luke, Tyndale New Testament Commentaries (Downers Grove, Illinois, 2008), p. 277; Leopold Sabourin, El Evangelio de Lucas (Valencia: EDICEP, 2000), p. 312.

Robert K. Mclver, The Four Faces of Jesus (Boise, Idaho: Pacific Press, 2000), p. 298.


0 comentarios

Deja una respuesta

Marcador de posición del avatar

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *