El evangelio llega a Tesalónica

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III Trimestre de 2012
1 y 2 de Tesalonicenses 

Notas de Elena G. de White 

Lección 1
7 de Julio de 2012

El evangelio llega a Tesalónica

Sábado 30 de junio

Aunque Jesús declaró ser el Mesías, el pueblo no lo recibió a pesar de presenciar sus obras maravillosas y asombrarse de su sabi­duría, porque no cumplía con sus expectativas acerca del Mesías. Habían sido instruidos a esperar pompa y gloria humanas a la llegada de su Libertador, y soñaban con la idea de que bajo el poder del “León de la tribu de Judá”, la nación judía sería exaltada a tener preemi­nencia entre las naciones del mundo. Con estas ideas en mente, no estaban preparados para recibir al humilde Maestro de Galilea a pesar de que los profetas habían predicho cómo vendría. No lo reconocieron como “la verdad” ni como “la luz del mundo”, porque su apariencia no era pretenciosa sino humilde. Y aunque no lo acompañaba una procesión terrenal, la majestuosidad de su presencia hablaba de su divino carácter. Aunque sus modales eran suaves y gentiles, él mos­traba una autoridad que inspiraba respeto y reverencia. A sus órdenes, la enfermedad salía de los sufrientes; los muertos escuchaban su voz y volvían a vivir; los tristes se regocijaban y los cansados encontra­ban descanso en su amor compasivo (Review and Herald, 7 de febrero, 1888).

 

Domingo 1 de julio:
Los predicadores pagan el precio

“Entonces una mujer llamada Lidia, que vendía púrpura en la ciu­dad de Tiatira, temerosa de Dios, estaba oyendo; el corazón de la cual abrió el Señor”. Lidia recibió alegremente la verdad. Ella y su familia se convirtieron y bautizaron, y rogó a los apóstoles que se hospedaran en su casa.

Cuando los mensajeros de la cruz salieron a enseñar, una mujer poseída de un espíritu pitónico los siguió gritando: “Estos hombres son siervos del Dios Alto, los cuales os anuncian el camino de salud. Y esto hacía por muchos días”.

Esta mujer era un agente especial de Satanás, y había dado mucha ganancia a sus amos adivinando. Su influencia había ayudado a fortale­cer la idolatría. Satanás sabía que se estaba invadiendo su reino, y recu­rrió a este medio de oponerse a la obra de Dios, esperando mezclar su sofistería con las verdades enseñadas por aquellos que proclamaban el mensaje evangélico. Las palabras de recomendación pronunciadas por esta mujer eran un perjuicio para la causa de la verdad, pues distraían la mente de la gente de las enseñanzas de los apóstoles. Deshonraban el evangelio; y por ellas muchos eran inducidos a creer que los hombres que hablaban con el Espíritu y poder de Dios estaban movidos por el mismo espíritu que esa emisaria de Satanás.

Durante algún tiempo, los apóstoles soportaron esta oposición; luego, bajo la inspiración del Espíritu Santo, Pablo ordenó al mal espíri­tu que abandonase a la mujer. Su silencio inmediato testificó de que los apóstoles eran siervos de Dios, y que el demonio los había reconocido como tales y había obedecido su orden.

Librada del mal espíritu y restaurada a su sano juicio, la mujer escogió seguir a Cristo. Entonces sus amos se alarmaron por su negocio. Vieron que toda la esperanza de recibir dinero mediante sus adivinaciones había terminado, y que su fuente de ingreso pronto des­aparecería completamente si se permitía a los apóstoles continuar la obra del evangelio.

Muchos otros de la ciudad tenían interés en ganar dinero mediante engaños satánicos; y éstos, temiendo la influencia de un poder capaz de poner fin tan eficazmente a su trabajo, levantaron un poderoso clamor contra los siervos de Dios. Llevaron a los apóstoles ante los magistra­dos con la acusación: “Estos hombres, siendo Judíos, alborotan nuestra ciudad, y predican ritos, los cuales no nos es lícito recibir ni hacer, pues somos Romanos”.

Movida por un frenesí de excitación, la multitud se levantó contra los discípulos. El espíritu del populacho prevaleció, y fue sancionado por las autoridades, quienes desgarraron los vestidos exteriores de los apóstoles y ordenaron que fueran azotados. “Y después que los hubie­ron herido de muchos azotes, los echaron en la cárcel, mandando al carcelero que los guardase con diligencia: el cual, recibido este manda­miento, los metió en la cárcel de más adentro; y les apretó los pies en el cepo” (Los hechos de los apóstoles, pp. 172-174).

Los apóstoles no consideraban inútiles sus labores en Filipos. Habían afrontado mucha oposición y persecución; pero la intervención de la Providencia en su favor, y la conversión del carcelero y de su familia, compensaron con creces la ignominia y el sufrimiento que habían soportado. Las noticias de su injusto encarcelamiento y de su milagrosa liberación se difundieron por toda esa región, y esto dio a conocer la obra de los apóstoles a muchos que de otra manera no habrían sido alcanzados.

Las labores de Pablo en Filipos tuvieron por resultado el estable­cimiento de una iglesia cuyos miembros aumentaban constantemente. Su celo y devoción, y sobre todo su disposición a sufrir por causa de Cristo, ejercieron una influencia profunda y duradera en los conversos. Apreciaban altamente las preciosas verdades por las cuales los apósto­les se habían sacrificado tanto, y se entregaron con sincera devoción a la causa de su Redentor (Los hechos de los apóstoles, pp. 177, 178).

 
Lunes 2 de julio:
La estrategia de la predicación de Pablo

Después de dejar a Filipos, Pablo y Silas fueron a Tesalónica. Allí se les dio la oportunidad de hablar a grandes congregaciones en la sinagoga judía. Su apariencia evidenciaba el vergonzoso trato recién recibido, y requería una explicación de lo que había sucedido. Ellos la dieron sin ensalzarse a sí mismos, sino magnificando a Aquel que los había librado.

Al predicar a los tesalonicenses, Pablo apeló a las profecías del Antiguo Testamento concernientes al Mesías. Cristo había abierto en su ministerio la mente de sus discípulos a estas profecías; pues “comen­zando desde Moisés, y de todos los profetas, declarábales en todas las Escrituras lo que de él decían” (Lucas 24:27). Pedro, al predicar a Cristo, había sacado del Antiguo Testamento sus evidencias. Esteban había seguido el mismo plan. Y también Pablo en su ministerio ape­laba a las Escrituras que predecían el nacimiento, los sufrimientos, la muerte, resurrección y ascensión de Cristo. Por el inspirado testimonio de Moisés y los profetas, probaba claramente la identidad de Jesús de Nazaret como el Mesías, y mostraba que desde los días de Adán era la voz de Cristo la que había hablado por los patriarcas y profetas…

Pablo mostró cuán estrechamente había ligado Dios el servicio de los sacrificios con las profecías relativas a Aquel que iba a ser llevado como cordero al matadero. El Mesías iba a dar su vida como “expiación por el pecado”. Mirando hacia adelante a través de los siglos las escenas de la expiación del Salvador, el profeta Isaías había testificado que el Cordero de Dios “derramó su vida hasta la muerte, y fue contado con los perversos, habiendo él llevado el pecado de muchos, y orado por los transgresores” (Isaías 53:7, 10, 12)…

El Salvador profetizado había de venir, no como un rey temporal, para librar a la nación judía de opresores terrenales, sino como hombre entre los hombres, para vivir una vida de pobreza y humildad, y para ser al fin despreciado, rechazado y muerto. El Salvador predicho en las Escrituras del Antiguo Testamento había de ofrecerse a sí mismo como sacrificio en favor de la especie caída, cumpliendo así todos los requerimientos de la ley quebrantada. En él los sacrificios típicos iban a encontrar la realidad prefigurada, y su muerte de cruz iba a darle sig­nificado a toda la economía judía…

Mientras Pablo proclamaba con santa audacia el evangelio en la sinagoga de Tesalónica, se derramaron raudales de luz sobre el verda­dero significado de los ritos y ceremonias relacionados con el servicio del tabernáculo. Condujo el pensamiento de sus oyentes más allá del servicio terrenal y del ministerio de Cristo en el santuario celestial, al tiempo cuando, habiendo completado su obra mediadora, Cristo volverá con poder y grande gloria y establecerá su reino en la tierra. Pablo creía en la segunda venida de Cristo. Tan clara y vigorosamente presentó las verdades concernientes a este suceso, que ellas hicieron en la mente de muchos que oían una impresión que nunca se borró.

Por tres sábados sucesivos Pablo predicó a los tesalonicenses, razonando con ellos de las Escrituras en cuanto a la vida, muerte, resu­rrección, mediación, y gloria futura de Cristo, el Cordero “muerto desde el principio del mundo” (Apocalipsis 13:8). Ensalzó a Cristo, el debido entendimiento de cuyo ministerio es la llave que abre las Escrituras del Antiguo Testamento y da acceso a sus ricos tesoros (Los hechos de los apóstoles, pp. 180-186).

 

Martes 3 de julio:
Dos conceptos del Mesías

La nación judía había corrompido su religión con ceremonias y costumbres sin sentido, lo que se transformaba en una carga pesada, especialmente para las clases pobres. Por otra parte, estaban bajo el control de los romanos, quienes les exigían pagarles tributos; esto hacía que los judíos anhelaran la llegada de un Mesías que trajera el triunfo de su nación sobre sus enemigos. Veían las profecías con una visión estrecha, y esperaban un Libertador que asumiera honores reales, con­dujera los ejercites para subyugar a los opresores, y se estableciera en el trono de David. Si hubieran estudiado las profecías con humildad y discernimiento espiritual, no hubieran caído en tan gran error como el que cayeron, sino que hubieran descubierto que su primera venida sería en humildad, y recién su segunda venida lo mostraría con poder y gran gloria. El pueblo judío anhelaba el poder y los honores mundanos, y en su orgullo y corrupción no podían discernir las cosas sagradas; no podían distinguir entre el primer y el segundo advenimiento, y aplica­ban al primero lo que los profetas habían dicho acerca del segundo. Incluso se jactaban ante los romanos que muy pronto aparecería el Libertador que les daría el poder y la autoridad para reinar sobre ellos. Pronto terminaría su opresión, y el reino que el Mesías establecería sería aun más glorioso que el de Salomón.

Cuando se cumplió el tiempo, Cristo nació en un establo, fue puesto en un pesebre y rodeado de animales. ¿Podría ser éste el Hijo de Dios, con una apariencia tan frágil y endeble, tan parecida a la de los otros bebés? Su gloria y majestad divinas fueron veladas a la humanidad. Los ángeles dieron la noticia de su advenimiento y su nacimiento fue recibido con gozo en las cortes celestiales, mientras los grandes hombres de la tierra lo ignoraban. Los escribas y fariseos, hipócritas y orgullosos, realizaban sus ceremonias con aparente devoción a la ley, pero no sabían nada del niño de Belén. No obstante su jactanciosa sabiduría para exponer la ley y las profecías en las escuelas de los profetas, eran totalmente ignorantes de la forma en que aparecería. Sus estudios tenían como finalidad obtener ventajas personales, riquezas y honor, pero no estaban preparados para la revelación del Mesías. Esperaban un Príncipe poderoso que reinara sobre el trono de David, cuyo reino permanecería para siempre. Pero sus ideas acerca del Mesías no estaban de acuerdo con lo que profesaban exponer ante la gente. Eran ciegos espirituales que intentaban guiar a otros ciegos (Review and Herald, 17 de diciembre, 1872).

 

Miércoles 4 de julio:
Sufrimiento antes de la gloria

La zarza ardiente, que velaba la manifestación de la gloria de Dios, era un símbolo que anticipaba la aparición de Cristo en nuestro mundo, con su divinidad revestida de humanidad. Ante los ojos del mundo, Cristo no poseía belleza para que lo desearan, sin embargo era el Dios encamado. Este es el misterio de la piedad. La ciencia humana, por más elevada que sea, no lo puede explicar. Los hombres pueden pensar que poseen cualidades superiores, y sentirse tan elevados como el cedro o el roble. Pero Cristo, aunque era el Verbo eterno, nació humildemente, y mostró su gracia condescendiente y su infinita humildad, al descender a las profundidades a las que llegó para alcanzarnos. Se hizo carne y habitó entre nosotros.

Antes de venir en semejanza humana, Cristo era la expresa ima­gen del Padre. Pero no se aferró a su condición de igual al Padre, sino que voluntariamente se despojó a sí mismo, tomando forma de siervo. Era el Verbo encarnado, la Luz del cielo y de la tierra. En él estaban escondidos todos los tesoros de la sabiduría y el conocimiento. Sin embargo nació en un pesebre en Belén de Judea, como el hijo de María y el supuesto hijo de José, y creció como cualquier otro niño. Su vida terrenal fue llena de negación y sacrificio. “Las zorras tienen guaridas —dijo— y las aves del cielo nidos; mas el Hijo del Hombre no tiene dónde recostar la cabeza” (Lucas 9:58).

La profecía anticipaba que Cristo aparecería como una raíz en terreno seco: “Subirá cual renuevo delante de él, y como raíz de tierra seca; no hay parecer en él, ni hermosura; le veremos, mas sin atractivo para que le deseemos. Despreciado y desechado entre los hombres, varón de dolores, experimentado en quebranto; y como que escondimos de él el rostro, fue menospreciado, y no lo estimamos” (Isaías 53:2, 3). Este capítulo debiera ser estudiado y memorizado. Presenta a Cristo como el Cordero de Dios. Los orgullosos y llenos de vanidad debieran mirar el cuadro de su Redentor y humillarse hasta el polvo. Su influen­cia subyugará y humillará el alma que está manchada por el pecado y la exaltación propia.

Pensemos en la humillación de Cristo: tomó sobre sí la naturaleza humana caída y sufriente, degradada y manchada por el pecado. Tomó nuestras penas, nuestra aflicción y nuestra vergüenza. Soportó todas las tentaciones que el ser humano tiene que soportar. Unió a la divinidad con la humanidad, haciendo que el espíritu divino morara en un templo de carne. “Y aquel Verbo fue hecho carne, y habitó entre nosotros”, para que pudiera asociarse con los sufrientes y pecadores hijos e hijas de Adán.

La gloria de Cristo fue velada para que la majestad y la belleza de su forma exterior no llegara a ser un objeto de atracción. En esto hay una lección para toda la humanidad. El no vino para mostrar un despliegue exterior. En su condición de hombre se humilló a sí mismo para mostrar que el ser humano caído debe caminar humildemente ante Dios. Las riquezas, el honor y la grandeza humanas nunca pueden salvar a un alma de la muerte. “Miraré a aquel que es pobre y humilde de espíritu —dice Dios— y que tiembla a mi palabra” (Isaías 66:2) (Youth’s Instructor, 20 de diciembre, 1900)

 

Jueves 5 de julio:
Nace una iglesia

Así como los rayos del sol penetran hasta los más remotos rincones del globo, es el plan de Dios que la luz del evangelio se extienda a toda alma sobre la tierra… En este tiempo en que el enemigo obra como nunca antes para acaparar la mente de hombres y mujeres, debiéramos trabajar con incesante actividad. Hemos de proclamar diligente y desin­teresadamente el último mensaje de misericordia en las ciudades, en los caminos y atajos. Se ha de llegar a todas las clases. Mientras trabajemos nos encontraremos con gente de diferente nacionalidad. Nadie ha de quedar sin ser amonestado. El Señor Jesús fue el don de Dios para todo el mundo, no solo para las clases más elevadas, ni para una nacionalidad con exclusión de otras. Su gracia salvadora rodea el mundo. Todo el que quiera puede beber del agua de vida. Un mundo aguarda para oír el mensaje de la verdad presente (En lugares celestiales, p. 340).

La invitación del evangelio debe darse a los ricos y a los pobres, a los de las clases altas y a los de las clases bajas, y debemos idear medios para llevar la verdad a nuevos lugares y a toda clase de personas. El Señor nos ordena: “Vé por los caminos y por los vallados, y fuérzalos a entrar para que se llene mi casa”. Él dice: “Empezad en los caminos, trabajadlos enteramente; preparad un grupo que en unión con vosotros pueda salir a hacer la misma labor que Cristo hizo al buscar y salvar a los perdidos”.

Cristo predicó el evangelio a los pobres, pero no circunscribió sus labores a esta clase. Él trabajó por todos los que querían escuchar su palabra; no solo por el publicano y el desechado, sino por el rico y letrado fariseo, el noble judío, el centurión y el gobernante romano. Esta es la clase de obra que siempre se me ha mostrado que debe hacerse. No debemos esforzarnos por trabajar solo por las clases pobres, y hacer de ese trabajo un todo. Hay otros a quienes debemos traer al Maestro, almas que necesitan la verdad, que llevan responsabilidades y que tra­bajarán con toda su habilidad santificada tanto en sitios elevados como en lugares humildes (El ministerio médico, p. 414).

No se ha hecho el esfuerzo que debiera haberse efectuado para alcanzar las clases superiores. Aun cuando hemos de predicar el evan­gelio a los pobres, hemos de presentarlo también en su aspecto más atractivo a aquellos que tienen habilidad y talento, haciendo esfuerzos mucho más sabios, resueltos y piadosos de lo que hemos hecho hasta ahora para ganarlos para la verdad.

Pero a fin de hacer esto, todos los obreros tendrán que mantenerse en un alto nivel de inteligencia. No pueden hacer esta obra y reducirse a un plano bajo y común, creyendo que no importará mucho cómo tra­bajen o cómo hablen, puesto que están trabajando por las clases pobres e ignorantes. Han de aguzar el ingenio y estar armados y equipados a fin de presentar la verdad inteligentemente y alcanzar a las clases más elevadas. Sus mentes deber elevarse a mayores alturas, y demostrar mayor vigor y claridad (El evangelismo, pp. 404, 405).


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