El Imperio Romano – Parte 4

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III. La administración de las provincias

Hasta el ss. I a.C. las provincias correspondían a los magistrados romanos, ya sea por el año en que ocupaban el cargo, o por el año inmediatamente posterior, cuando continuaban ejerciendo el imperium como promagistratura. A pesar del elevado sentido de responsabilidad del aristócrata romano, y de una formación política y legal sostenida a lo largo de toda su vida, resultaba inevitable que gobernase su provincia con la vista puesta en la etapa posterior en la capital. El primer tribunal permanente en Roma se estableció para juzgar a los gobernadores provinciales por casos de extorsión. Mientras la competencia por los cargos se libraba sin restricciones, la creación de comandancias de 3, 5 y 10 años de duración no hizo sino empeorar la situación. Llegaron a constituir la base de intentos de usurpación militar llevados a cabo abiertamente. Los estados satélites quedaron en una situación desesperada. Se habían acostumbrado a proteger sus intereses ante los gobernadores antojadizos buscando el patronazgo de casas poderosas en el senado, y a la larga se hacía justicia. Ahora, durante los 20 años de guerra civil que siguieron al cruce del Rubicón (49 a.C.), se vieron obligados a tomar partido y arriesgar su riqueza y su libertad en un conflicto de resultado incierto. Tres veces los enormes recursos de oriente fueron reunidos para una invasión de Italia misma, pero en cada caso el intento resultó inútil. Luego le tocó al vencedor, Augusto, reparar el daño ocasionado, en el curso de sus 45 años de poder sin rivales. Primero aceptó para sí mismo una provincia que comprendía la mayoría de las regiones donde todavía hacía falta una guarnición de importancia, especialmente la Galia, España, Siria y Egipto. Esta concesión le fue renovada periódicamente hasta su muerte, y la costumbre se mantuvo a favor de sus sucesores. Designó comandantes regionales, y de este modo surgió una clase de administradores profesionales, y por primera vez se logró una planificación uniforme a largo plazo.

Las provincias restantes siguieron siendo asignadas a los que estaban dedicados a la magistratura regular, pero la posibilidad de usar irregularmente la posición quedó anulada debido al poder supremo de los césares, y de todos modos la inexperiencia hacía que las decisiones fueran supeditadas a ellos, de modo que se impuso ampliamente un tipo cesariano de administración.
En el peor de los casos, una provincia mal administrada podía ser transferida a la jurisdicción cesariana, como ocurrió en el caso de Bitinia en los días de Plinio.

Tres de las responsabilidades principales de los gobernadores estan claramente ilustradas en el NT. La primera estaba vinculada con la seguridad militar y el orden público. El temor a la intervención romana condujo, precisamente, a la traición cometida contra Jesús (Jn. 11.48–50), y Pablo fue arrestado por los romanos sobre la base de la suposición de que era agitador (Hch. 21.31–38). Los gobiernos de Tesalónica (Hch. 17.6–9) y Éfeso (Hch. 19.40) demuestran la paralización que se había producido debido al temor a la intervención. Por otra parte, entre los estados fenicios (Hch. 12.20), como también en Listra (Hch. 14.19), se llevan a cabo procedimientos violentos aparentemente sin control romano. La segunda cuestión principal tenía que ver con las rentas públicas. Los césares enderezaron el sistema impositivo, y lo colocaron sobre un pie equitativo basado en censos (Lc. 2.1). Jesús (Lc. 20.22–25) y Pablo (Ro. 13.6–7) defendieron los derechos romanos en esta cuestión. La tercera obligación, y la más onerosa, era la jurisdicción. Tanto por remisión por parte de las autoridades locales (Hch. 19.38), como por apelación en contra de ellas (Hch. 25.9–10), los litigios giraban en torno a los tribunales romanos. Largas demoras comenzaron a surgir a medida que fue aumentando el costo y la complejidad del sistema. Los gobernadores, acosados por la falta de recursos, se esforzaban por revertir la responsabilidad sobre los causantes locales (Lc. 23.7; Hch. 18.15). Los cristianos, empero, se unían libremente al coro que cantaba loas a la justicia romana (Hch. 24.10; Ro. 13.4).

IV. El imperio romano en el pensamiento neotestamentario

Mientras las complejas relaciones entre gobernadores, dinastías, y repúblicas se hacen evidentes en todas partes en el NT, y les son familiares a sus escritores, la atmósfera realmente imperial del ascendiente cesariano lo satura todo. El decreto de César hace que José viaje a Belén (Lc. 2.4). Él es la antítesis de Dios en la sentencia de Jesús (Lc. 20.25). Su distante envidia sella la sentencia de muerte de Jesús (Jn. 19.12). César cuenta con la falsa lealtad de los judíos (Jn. 19.15), la lealtad espuria de los griegos (Hch. 17.7), la esperanzada confianza del apóstol (Hch. 25.11). Es el “emperador” a quien deben obediencia los creyentes (1 P. 2.13, °nbe). Mas su misma exaltación resultó fatal para la lealtad cristiana. Había algo más que una pizca de verdad en la repetida insinuación (Jn. 19.12; Hch. 17.7; 25.8). En última instancia los cristianos habrán de desafiarlo. Fueron las manos de hombres “inicuos” las que crucificaron a Jesús (Hch. 2.23). La cacareada justicia habrá de ser rechazada por los santos (1 Co. 6.1). Cuando César se vengó (Ap. 17.6), la blasfemia de sus pretensiones puso de manifiesto su destino a manos del Señor de los señores y Rey de reyes (Ap. 17.14).

Así, mientras que la paz imperial romana abrió el camino para el evangelio, la arrogancia imperial romana le significó un desafío mortal.

Bibliografía. P. Grimal, La formación del imperio romano, 1974; M. Rostovtzeff, Historia social y económica del imperio romano, 1972, 2 t(t).; J. Leipoldt, W. Grundmann, El mundo del Nuevo Testamento, 1973, t(t). I, pp. 21–74; E. Schürer, Historia del pueblo judío en tiempos de Jesús, 1985, t(t). I, pp. 323–349.

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Categorías: Historia

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