El papado desde el año 1216-1517 d. C.
Inocencio III se ocupó, además de las cruzadas, en otras actividades políticas. El monarca Federico Barbarroja tuvo como sucesor en el trono a Enrique VI, casado con Constancia, heredera del reino de Sicilia que los normandos del sur de Italia habían rescatado del poder de los musulmanes. Esto significó que toda Alemania y toda Italia quedaran unidas bajo el Santo Imperio Romano Germánico, un poderoso imperio que se esperaba que sería gobernado por el niño Federico II, hijo de Enrique. Enrique VI murió pronto, y se produjo una lucha por el trono entre Felipe, hermano de Enrique, y un noble alemán de nombre Otón. El papa Inocencio III mantuvo el equilibrio del poder en todo este conflicto, y en realidad fue virtualmente el emperador. Finalmente Otón fue reconocido como el gobernante. Más tarde Federico II llegó a ser emperador, y sostuvo una continua lucha con una sucesión de papas hasta que murió en 1250. Esta contienda por el poder debilitó tanto al imperio como al papado.
Inocencio III hizo más que dominar el Santo Imperio Romano Germánico. Obligó al rey Alfonso IX, de León, a que pusiera en orden sus asuntos matrimoniales, pues de lo contrario sería excomulgado. Mantuvo a raya al atrevido rey Felipe Augusto, de Francia. Dirigió la ira papal contra el rey Juan de Inglaterra, y en realidad recibió de éste el reino de Inglaterra como una donación, y después se lo devolvió como una propiedad feudal del papado. Este fue el rey Juan de quien los barones ingleses consiguieron en Runnymede, en 1215, la famosa Carta Magna, cuya primera disposición es que la Iglesia de Inglaterra sería libre. Inocencio III también contribuyó a la evolución teológica de la Iglesia Romana, y consiguió que el Cuarto Concilio de Letrán (1215) aprobase la doctrina de la transubstanciación como un dogma de la iglesia.
Inocencio III autorizó y bendijo en 1208 una sangrienta cruzada contra los albigenses del sur de Francia, donde la cultura, la literatura y las artes, así como un progreso religioso independiente, habían alcanzado niveles excepcionales. Como resultado de esa cruzada los albigenses fueron raídos sin misericordia.
La Inquisición.-
A consecuencia de todo lo dicho y también de la falta de unidad doctrinal, más el surgimiento de sectas disidentes, surgió la intolerante y perseguidora institución conocida como el Tribunal del Santo Oficio de la Inquisición. En los siglos anteriores los obispos tenían la función de descubrir las herejías, y cada uno debía actuar a la cabeza de un tribunal inquisitorial episcopal; pero ese trabajo había sido hecho con indiferencia, y las herejías, los cismas y las divisiones sectarias desmentían la unidad que la iglesia siempre había anhelado y proclamaba a toda voz.
La Inquisición papal se ideó, pues, para ocupar el lugar de la función episcopal. Gregorio IX, estimulado por el celo de las cruzadas, desafiado por el atrevido sectarismo demostrado por los albigenses, y con el ejemplo de disciplina autoritaria dado por Inocencio III, estableció formalmente en 1229 el Tribunal del Santo Oficio de la Inquisición. Este instrumento de tortura y odio perseguía a todos los que eran sospechosos de herejía ante la iglesia, y cuando les probaba su culpabilidad los entregaba al Estado para ser castigados con prisión o para que murieran en la hoguera.
El reavivamiento del conocimiento.-
Este tenebroso período de persecución también fue paradójicamente un período de esclarecimiento intelectual. Mucho de esto se debió al Islam, que contribuyó grandemente al renacimiento intelectual de la Europa de Occidente. Con el colapso del gobierno imperial romano occidental a mediados del siglo V, que coincidió con la invasión de los inteligentes aunque ignorantes bárbaros, la cultura occidental sufrió un eclipse paralelo con el colapso económico de ese entonces. La cristiandad occidental había vivido durante siglos en una profunda y supersticiosa ignorancia alumbrada muy temporal y superficialmente por una reaparición del conocimiento en la era de Carlomagno. Por lo tanto, los siglos que se extienden desde mediados del siglo V hasta mediados del siglo X a veces son llamados la Edad Oscura intelectual. Hubo oscuridad espiritual y moral, y también cultural. Algunos prolongan la duración de la Edad Oscura hasta el tiempo de la Reforma, debido a que el papado aplastó a los disidentes y la libertad religiosa durante ese tiempo. Espiritualmente fue, sin duda, un período tenebroso. Pero si se prolonga la aplicación de ese término se pasan por alto los grandes reavivamientos la cultura que aparecieron después del siglo X.
Hubo varios reavivamientos de la cultura, algunos generales, otros locales. De todos éstos el surgimiento del interés intelectual en el siglo XII fue un notable anticipo del gran Renacimiento humanístico de los siglos XIV y XV, que preparó el camino para la Reforma.
Las principales causas del reavivamiento del conocimiento fueron cuatro: (1) la fertilidad natural de la mente europea occidental; (2) la pequeña corriente de cultura greco-latina que el clero católico romano había mantenido fluyendo silenciosamente, principalmente en los monasterios; (3) una pequeña dosis de conocimiento griego, proporcionado por eruditos que huyeron de la invasión de los turcos otomanos; (4) y, principalmente, la influencia del Islam. Cuando los árabes conquistaron la Roma oriental y el norte del África, estaban hambrientos de conocimiento, y quedaron admirados ante la riqueza de cultura greco-romana y persa que cayó en sus manos. Se apoderaron de ella, le dieron nueva vida, la adaptaron a su modo árabe e islámico de pensar, y la hicieron suya. El resultado fue una brillante civilización islámica que irradió especialmente desde Bagdad, junto al río Tigris, y desde Córdoba, en España. También contribuyeron los judíos, que tenían mucho en común con los árabes.
Los pueblos cristianos de la Europa occidental al principio consideraron con desconfianza esta cultura de los musulmanes, como si hubiera sido una especie de magia; pero gradualmente a través de España y debido a la influencia de las primeras cruzadas, esa cultura halló eco en la mente occidental. La educación greco-romana revivificada fue presentada al Occidente con un ropaje islámico. El conocimiento matemático, médico y científico que de esa forma ganó Occidente, fue mucho y práctico; pero la transferencia al Occidente de la filosofía antigua, principalmente aristotélica, fue lo que suscitó el interés de la cristiandad occidental y aun afectó la teología católica romana. Ese reavívamiento intelectual culminó en el gran Renacimiento de los siglos XIV y XV. El Renacimiento hizo una gran contribución a la Reforma, estimulando a los hombres para que pensaran por sí mismos, demostrando que la Iglesia Católica Romana estaba lejos de ser el único custodio del conocimiento, y guiando a los hombres piadosos para que estudiaran las Escrituras en sus idiomas originales.
Decadencia papal y cisma.-
Un siglo después de los días de Inocencio III, era evidente que el papado había entrado en un período de declinación que parecía presagiar su muerte. El papa Bonifacio VIII (1294-1303) llegó al trono en un tiempo cuando las naciones, movidas por la fuerza de un nuevo nacionalismo, se enfrentaban mutuamente en las fronteras de Europa. Inglaterra y Francia reñían guerras intermitentes debido a ciertas posesiones feudales inglesas en Francia, y un poderoso rey francés nuevamente desafiaba a un papa, esta vez procurando exigir impuestos al clero. El papa Bonifacio VIII se esforzó por tratar con los reyes como lo había hecho Inocencio III; pero los tiempos ya no eran los mismos ni tampoco las personalidades, y fracasó. El resultado fue que sucesivos papas fueron dominados por una Francia fuerte, y que desde 1305 hasta 1378 los pontífices fueran franceses, los cuales gobernaban una Iglesia Romana mutilada desde Aviñón, una pequeña posesión papal feudal del sur de Francia. Durante ese período -conocido en la historia eclesiástica como el cautiverio babilónico- la ciudad de Roma se redujo a las proporciones de un pueblo pequeño, cuya población se estimó en determinado momento en menos de 20.000 habitantes.
La terminación del cautiverio babilónico del papado trajo una preocupación aún mayor para la Iglesia Católica y para Europa. Un papa fue elegido, se comprometió a gobernar desde Roma, y así lo hizo; pero simultáneamente, un papa francés insistía en reinar desde Aviñón. Dos papas gobernaban entonces lo que Bonifacio VIII, 75 años antes, había llamado orgullosamente «una sola iglesia santa». Esa división se llama «el gran cisma». Cuando el Concilio de Pisa en 1409 procuró acabar con el cisma eligiendo a un papa y deponiendo a los papas rivales, la situación se tornó aún peor, pues entonces tres papas pretendían tener derecho a la cátedra de San Pedro. El problema finalmente fue resuelto por el Concilio de Constanza (1414-1417), en donde se depuso a los tres papas rivales y se eligió a un solo pontífice. Otro asunto que decidió el Concilio de Constanza fue ordenar que se quemara a los dos reformadores checos, Hus y Jerónimo, lo cual fue hecho por los servidores del emperador a pesar de que se había expedido previamente un salvoconducto imperial que amparaba a Hus y a Jerónimo. Después el papado estuvo en manos de hombres mucho más preocupados por las artes humanísticas y por la literatura que estaba fomentando el Renacimiento, que por la salvación de las almas o el bienestar de la iglesia. El hostil desafío de la Reforma fue lo único que hizo que llegaran al trono pontificio papas con algún sentido de responsabilidad espiritual. El llamado «cautiverio babilónico» de la iglesia y el Gran Cisma de Occidente desenmascararon ante toda la Europa occidental la debilidad y la corrupción de la iglesia, y así prepararon el camino para la trascendental Reforma que siguió en el siglo XVI.
Ordenes religiosas.-
Ya se hizo referencia a la gran influencia del sistema monástico de Cluny y a la reforma que fomentó. El sistema monástico fue siempre un problema para la iglesia, que nunca sabía cuándo algún monasterio podría adoptar posiciones extremas y aun separarse.
En el siglo XII aparecieron muchos movimientos de reforma que enseñaban la pobreza voluntaria y un retorno a la fe pura y sencilla, y denunciaban no sólo las prácticas sino también muchas de las doctrinas de la iglesia. Algunos predicaban sin autorización de la iglesia y distribuían las Escrituras en los idiomas vernáculos, y no en la versión oficial en latín.
La reacción de la iglesia hacia la mayor parte de esos grupos disidentes fue no sólo excomulgarlos como herejes sino también prohibirles la traducción de las Escrituras y su uso en los idiomas vernáculos, castigar a los disidentes y en algunos casos lanzar contra ellos una cruzada de exterminio, como la de los albigenses en Francia. Otra reacción de la iglesia fue la creación de nuevas órdenes clericales para combatir la herejía, utilizando las mismas tácticas de predicadores itinerantes y trabajando entre la gente para convertir o confundir a los herejes, instruir a los fieles y ayudar a los necesitados.
A comienzos del siglo XIII se desarrolló una nueva clase de orden religiosa que no estaba confinada a los monasterios. Un hombre llamado Domingo, procedente de Castilla la Vieja, había visto en el sur de Francia las vidas piadosas y pacíficas de los albigenses, y exhortó a sus amigos para que junto con él vivieran vidas igualmente buenas dentro de la iglesia y para beneficio de ésta. Su propuesta fue aprobada por el papa, y así nació la orden de los dominicos (o dominicanos). Esa orden prestó mucha atención a la educación y se encargó, en gran medida, de la obra de la Inquisición.
En ese mismo tiempo, Francisco de Asís, joven italiano, hijo de un rico comerciante, perturbado por la enorme riqueza de la iglesia y atraído por los votos de pobreza de los monjes, decidió renunciar a su derecho a la fortuna de su familia, abandonó su posición social y se dedicó a una humilde vida de servicio en favor de los pobres y los necesitados. Invitó, entonces, al papa, a los obispos y a los laicos ricos para que se unieran con él en su abnegación.
La idea de que la iglesia debía renunciar a todas sus posesiones materiales, como un remedio para todos sus propios males y como solución para sus dificultades con el Estado y con la sociedad feudal, no era nueva. El emperador Enrique V lo había propuesto al papado, pero éste había rechazado la idea, y ahora también rechazó lo que le proponía Francisco de Asís. Francisco estuvo a punto de separarse de la iglesia mundana que se proponía corregir, con lo que se atrajo la ira de ella. Savonarola, de Florencia, fue torturado, ahorcado y quemado más tarde (1498) por sus esfuerzos de reforma algo similares. Pero Francisco quedó dentro de la iglesia, y con la aprobación del papa estableció la orden franciscana para que sirviera fuera de los límites del monasterio, aunque bajo reglas monásticas y dedicada a obras de bien y de caridad.
Primeros movimientos de reforma.-
La idea de la pobreza voluntaria por amor a Cristo y los intentos por restaurar el cristianismo puro y sencillo del NT, habían tenido consecuencias de largo alcance. Algunos grupos de «hombres pobres» del siglo XII, como los seguidores de Arnoldo de Brescia (1100-1155) y Pedro Valdo, de Lyon, Francia (c. 1173), terminaron desafiando a todo el sistema papal, y en algunos casos llamando a la iglesia Babilonia y al papa anticristo.
Todos estos movimientos eran, en realidad, parte de un fermento de disensión que durante siglos había desafiado la jactanciosa unidad de la iglesia. En el norte de Italia estaban los patarinos (c. 1056), quienes atacaban la inmoralidad de los clérigos. Estaban los pasagianos, una extraña secta que andaba por Lombardía amonestando a todos a que abrazaran el Evangelio puro. Los sabatati tenían una costumbre muy singular: usaban zapatos de madera (sabots) con el símbolo de una cruz como señal de su secta. Los cátaros, literalmente «los puros» (relacionados con los bogomiles, procedentes de Bulgaria), vivían en Lombardía en el siglo XI; pero se esparcieron por toda Europa occidental, y de ellos salió un grupo llamado los albigenses, que vivieron en el sur de Francia. Aunque algunos de estos grupos eran parcialmente heréticos en lo que se refiere a doctrinas, la pureza de sus vidas despertaba la admiración del pueblo y la ira de los clérigos de vida fácil. Los albigenses fueron aniquilados por una cruzada lanzada contra ellos en 1208.
Los más destacados de todos los grupos disidentes, y que aún sobreviven en el norte de Italia, fueron los valdenses. Cuando Pedro Valdo y sus seguidores fueron expulsados de Lyon, Francia, se establecieron en Lombardía, en el norte de Italia. Allí se unieron a otros grupos de disidentes más antiguos, y nutrieron la ya sembrada semilla de la disidencia. Estos valdenses francoitalianos se extendieron por Suiza, Alemania, Austria, Bohemia, Moravia y otras regiones de Europa. Sus enseñanzas, conocidas por los escritos de sus oponentes católicos, eran completamente ortodoxas, o sea que estaban en armonía con el Credo de los apóstoles; pero como no obedecían a la autoridad de la Iglesia Católica eran clasificados como herejes. La intensa persecución que se lanzó contra ellos los redujo gradualmente al estado en que se encuentran ahora en las montañas del norte de Italia, al oeste de Turín.
Los valdenses tenían «barbas» o pastores que atendían a las congregaciones y viajaban como misioneros y supervisores. Celebraban la cena de la comunión en forma más sencilla que la misa, y no creían en la doctrina de la transubstanciación. Eran conocidos por su fe en la Biblia como la Palabra de Dios, y distribuían copias manuscritas de ella en la lengua del pueblo. Los valdenses rechazaban la invocación a María y a los santos, desaprobaban los juramentos y la pena de muerte, e ignoraban la prohibición papal de que predicaran. Algunos rechazaban la doctrina del purgatorio. Tampoco creían en los días santos de la iglesia, aunque la mayor parte de ellos guardaban el domingo. Los valdenses saludaron con regocijo los comienzos de la Reforma y unieron sus fuerzas con los protestantes de Francia y Suiza. Esto produjo, por supuesto, la más terrible persecución de los gobernantes franceses e italianos durante un siglo o más, hasta que finalmente les fue concedida la libertad religiosa por el duque de Saboya en 1694. Los valdenses forman parte actualmente de la familia presbiteriana de iglesias.
Hus y Jerónimo comenzaron a enseñar doctrinas de la Reforma en la ciudad morava de Praga, en los últimos años del siglo XIV. Esta predicación les costó la vida, pero dio comienzo al movimiento de reforma utraquista (comunión con ambas especies), al movimiento taborista y a la Unitas Fratrum o Fraternidad bohemia, o Fraternidad checa. Estos grupos estuvieron cerca de ganarse a todos los checos, moravos y eslovacos. Los ejércitos imperiales lanzaron guerras contra ellos; pero no pudieron extinguir el fuego evangélico que habían iniciado. Los Países Bajos fueron despertados en el siglo XV, pues los Hermanos de la Vida Común, un movimiento semimonástico de hombres de espíritu contemplativo y pietista, comenzaron a hablar en una nueva forma de la fe y del Evangelio.
Todos estos movimientos, dentro o fuera de la iglesia popular, intentaban en diferentes maneras restaurar el Evangelio típico del cristianismo. El combustible para la Reforma ya estaba puesto. Ahora sólo faltaba que las chispas saltaran en el momento oportuno de una personalidad escogida para que comenzara el incendio de un gran despertar espiritual. Las mentes y las almas de la gente estaban esperando la liberación y el descanso que traería la Reforma.
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