En el principio creó Dios los cielos y la tierra.

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Génesis 1:1-2: En el principio creó Dios los cielos y la tierra. Y la tierra estaba desordenada y vacía, y las tinieblas estaban sobre la faz del abismo, y el Espíritu de Dios se movía sobre la faz de las aguas.

En el principio. Estas palabras nos recuerdan que todo lo humano tiene un principio. Sólo Aquel que está entronizado como el soberano Señor del tiempo no tiene principio ni fin. De modo que las palabras con que comienzan las Escrituras trazan un decidido contraste entre todo lo que es humano, temporal y finito, y lo que es divino, eterno e infinito. Al hacernos recordar nuestras limitaciones humanas, esas palabras nos señalan a Aquel que es siempre el mismo, y cuyos años no tienen fin (Heb. 1: 10-12; Sal. 90: 2, 10). Nuestra mente finita no puede pensar en «el principio» sin pensar en Dios, pues él «es el principio» (Col. 1: 18; cf. Juan 1: 1-3). La sabiduría y todos los otros bienes tienen su principio con él (Sal. 111: 10; Sant. 1: 17). Y si alguna vez hemos de asemejarnos de nuevo a nuestro Hacedor, nuestra vida y todos nuestros planes deben tener un nuevo principio en él (Gén. 1: 26, 27; cf. Juan 3: 5; 1 Juan 3: 1-3). Tenemos el privilegio de disfrutar de la confiada certeza de que «el que comenzó» en nosotros «la buena obra, la perfeccionará hasta el día de Jesucristo» (Fil. 1: 6). El es «el autor y consumador de la fe» (Heb. 12: 2). Nunca olvidemos el hecho sublime implícito en estas palabras: «En el principio… Dios».

Este primer versículo de las Sagradas Escrituras hace resaltar decididamente una de las seculares controversias entre los cristianos que creen en la Biblia, por un lado, y los escépticos ateos y materialistas de diversos matices por el otro. Estos últimos, que procuran en diferentes formas y en diversos grados explicar el universo sin Dios, sostienen que la energía es eterna. Si esto fuera verdad y si la materia tuviera el poder de evolucionar, primero de las formas más simples de la vida, yendo después a las más complejas hasta llegar al hombre, ciertamente Dios sería innecesario.

Génesis 1: 1 afirma que Dios es antes de todo lo que existe y que es, en forma excluyente, la única causa de todo lo demás. Este versículo es el fundamento de todo pensar correcto en cuanto al mundo material. Aquí resalta la impresionante verdad de que, «al formar el mundo, Dios no se valió de materia preexistente» (3JT 258).

El panteísmo, la antigua herejía que despoja a Dios de personalidad al diluirlo por todo el universo, haciéndolo así sinónimo de la totalidad de la creación, también queda expuesto y refutado en Gén. 1: 1. No hay base para la doctrina del panteísmo cuando uno cree que Dios vivió sereno y supremo antes de que hubiera una creación y, por lo tanto, está por encima y aparte de lo que ha creado.

Ninguna declaración podría ser más apropiada como introducción de las Sagradas Escrituras. Al principio el lector conoce a un Ser omnipotente, que posee personalidad, voluntad y propósito, existiendo antes que todo lo demás y que, por lo tanto sin depender de nadie más, ejerció su voluntad divina y «creó los cielos y la tierra».

No debiera permitirse que ningún análisis de cuestiones secundarias concernientes al misterio de una creación divina, ya sea en cuanto al tiempo o al método, oscureciera el hecho de que la verdadera línea divisoria entre una creencia verdadera y una falsa acerca del tema de Dios y el origen de nuestra tierra consiste en la aceptación o el rechazo de la verdad que hace resaltar este versículo.

Aquí mismo debiera expresarse una palabra de precaución. Durante largos siglos los teólogos han especulado con la palabra «principio», esperando descubrir más de los caminos misteriosos de Dios de lo que la sabiduría infinita ha visto conveniente revelar. Por ejemplo, véase en la nota adicional al final de este capítulo lo expuesto en cuanto a la teoría de la creación basada en un falso cataclismo y restauración. Pero es ociosa toda especulación. No sabemos nada del método de la creación más allá de la sucinta declaración mosaica: «Dijo Dios», «y fue así», que es la misteriosa y majestuosa nota dominante en el himno de la creación. Establecer como la base de nuestro razonamiento que Dios tiene que haber hecho así y asá al crear el mundo, pues de lo contrario las leyes de la naturaleza hubieran sido violadas, es oscurecer el consejo con palabras y dar ayuda y sostén a los escépticos que siempre han insistido en que todo el registro mosaico es increíble porque, según se pretende, viola las leyes de la naturaleza. ¿Por qué deberíamos ser más sabios que lo que está escrito?

Muy en especial, nada se gana con especular acerca de cuándo fue creada la materia que constituye nuestro planeta. Respecto al factor temporal de la creación de nuestra tierra y todo lo que depende de esto, el Génesis hace dos declaraciones: (1) «En el principio creó Dios los cielos y la tierra» (vers. 1). (2) «Acabó Dios en el día séptimo la obra que hizo» (cap. 2: 2). Los pasajes afines no añaden nada a lo que se presenta en estos dos textos en cuanto al tiempo implicado en la creación. A la pregunta: ¿Cuándo creó Dios «los cielos y la tierra»? y a la pregunta: ¿Cuándo completó Dios su obra?, tan sólo podemos contestar: «Acabó Dios en el día séptimo la obra» (cap. 2: 2), «porque en seis días hizo Jehová los cielos y la tierra, el mar, y todas las cosas que en ellos hay, y reposó en el séptimo día» (Exo. 20: 11).

Estas observaciones acerca del relato de la creación no se hacen con el propósito de cerrar el debate, sino como una confesión de que no estamos preparados para hablar con certeza si vamos más allá de lo que está claramente revelado. El mismo hecho de que tanto dependa del relato de la creación, aun el edificio completo de las Escrituras, impulsa al piadoso y prudente estudiante de la Biblia a restringir sus declaraciones a las palabras explícitas de las Sagradas Escrituras. Ciertamente, cuando el amplio campo de la especulación lo tienta a perderse en divagaciones en áreas no diagramadas de tiempo y espacio, no puede hacer nada mejor que enfrentar la tentación con la sencilla réplica: «Escrito está». Siempre hay seguridad dentro de los límites protectores de las comillas bíblicas.

Creó Dios.

El verbo «crear» viene del hebreo bara’, que en la forma en que se usa aquí describe una actividad de Dios, nunca de los hombres, Dios crea «el viento» (Amós 4: 13), «un corazón limpio» (Sal. 51: 10) y «nuevos cielos y nueva tierra» (Isa. 65: 17). Las palabras hebreas que traducimos «hacer», ‘asah, «formar», yatsar y otras, frecuentemente (pero no en forma exclusiva) se usan en relación con la actividad humana, porque presuponen materia preexistente. Estas tres palabras se usan para describir la creación del hombre. Las mismísimas primeras palabras de la Biblia establecen que la creación lleva la marca de la actividad propia de Dios. El pasaje inicial de las Sagradas Escrituras familiariza al lector con un Dios a quien deben su misma existencia todas las cosas animadas e inanimadas (Heb. 11: 3). La «tierra» aquí mencionada evidentemente no es el terreno seco que no fue separado de las aguas hasta el tercer día, sino todo nuestro planeta.

2. Desordenada y vacía. Más exactamente «desolada y vacía», tóhu wabóhu. Esto implica un estado de desolación y vacuidad, pero sin implicar que la tierra una vez fue perfecta y después quedó arruinada o desolada.

 Cuando aparecen juntas las palabras tóhu wabóhu en otros pasajes, tales como Isa. 34: 11; Jer. 4: 23, parecen ser prestadas de este texto, pero la palabra tóhu se emplea con frecuencia sola como sinónimo de inexistencia o la nada (Isa. 40: 17, 23; 49: 4). Job 26: 7 muestra el significado correcto de esta palabra. La segunda parte de este versículo declara que Dios «cuelga la tierra sobre nada» y la primera mitad presenta el paralelo «él extiende el norte sobre tóhu [vacío]». Este texto de Job muestra claramente el significado de tóhu en Gén. 1: 2, en el cual este vocablo y su sinónimo bóhu indican que la tierra estaba informe y sin vida. Sus elementos estaban todos mezclados, sin ninguna organización e inanimados.

Tinieblas estaban sobre la faz del abismo.

El «abismo», de una raíz que significa «rugir», «bramar», se aplica con frecuencia a las aguas bramadoras, a las olas rugientes, o a una inundación y de ahí las profundidades del mar (Sal. 42: 7; Exo. 15: 5; Deut. 8: 7; Job 28: 14; 38: 16). «Abismo» es una palabra antigua y se usa aquí como sustantivo propio. Los babilonios, quienes retuvieron algunas vagas reminiscencias del relato de la verdadera creación durante muchos siglos, en realidad personificaron esta palabra tehom y la aplicaron a su deidad mitológico, Tiamat, de cuyo cadáver creían que se creó la tierra. El registro bíblico muestra que originalmente no había luz sobre la tierra y que la materia de la superficie estaba en un estado fluido porque «la faz del abismo» es paralela con «la faz de las aguas» en este versículo.

El Espíritu de Dios se movía.

«Espíritu», rúaj. En armonía con la forma en que se usa en las Escrituras, el Espíritu de Dios es el Espíritu Santo, la tercera persona de la Deidad. Partiendo de aquí y a través de todas las Escrituras, el Espíritu de Dios ejerce el papel del agente divino de Dios en todos los actos creadores; ya sea de la tierra, de la naturaleza, de la iglesia, de la nueva vida o del hombre nuevo. Véase el comentario del vers. 26 para una explicación de la relación de Cristo con la creación.

La palabra aquí traducida «movía» es merajéfeth, que no puede traducirse correctamente «empollaba», aunque tiene este significado en siriaco, un dialecto arameo postbíblico. La palabra aparece sólo dos veces en otras partes del AT. En Jer. 23: 9, donde tiene el significado de «temblar» o «sacudir», al paso que en Deut. 32: 11 se usa para describir el revolotear del águila sobre sus crías. El águila no está empollando sobre sus hijuelos vivientes, sino que se cierne vigilante para protegerlos.

La obra del Espíritu de Dios debía tener alguna relación con la actividad que estaba por iniciarse luego, y una actividad que hiciera salir orden del caos. El Espíritu de Dios ya estaba presente, listo para actuar tan pronto como se diera la orden. El Espíritu Santo siempre ha estado haciendo precisamente esa obra. Este Agente divino siempre ha estado presente para ayudar en la obra de la creación y de la redención, para reprochar y fortalecer a las almas descarriadas, para consolar a los dolientes y para presentar a Dios las oraciones de los creyentes en una forma aceptable. (CBA, tomo1, páginas 219-221)

NOTA ADICIONAL AL CAPÍTULO 1

El versículo inicial de Gén. 1 ha sido objeto de muchos debates en los círculos teológicos a través de la era cristiana. Algunos han sostenido que el versículo se refiere a una creación de este mundo físico y de toda la vida que hay en él en un momento de tiempo muy anterior a los siete días de la semana de la creación. Este concepto es conocido como la teoría de la catástrofe y la restauración. Esta teoría ha sido sostenida durante siglos por teólogos especuladores que han leído en la expresión hebrea tóhu wabóhu, «desordenada y vacía» (vers. 2), la idea de que un intervalo de tiempo -ciertamente, de gran duración- separa el vers. 1 del vers. 2. Se ha hecho significar a tóhu wabóhu como que «la tierra fue obligada a estar desordenada y vacía». En este enfoque del texto se basa el concepto de que el mundo fue creado perfecto en algún momento de un remoto pasado (vers. 1), pero un tremendo cataclismo destruyó todo rastro de vida en él y redujo su superficie a una condición que podría describirse como «desordenada y vacía». Muchos que sostienen esta opinión creen que hubo varias creaciones. Finalmente, después de incontables eones, una vez más Dios procedió a poner orden en el caos y a llenar la tierra con vida, como se registra en los vers. 2-31.

Hace más de un siglo, varios teólogos protestantes se aferraron firmemente a este enfoque pensando que encontraban en él un medio de armonizar el relato mosaico de la creación con la idea que entonces divulgaban ciertos científicos: que la tierra había pasado por largas eras de cambios geológicos. Este concepto es popular entre ciertos fundamentalistas. Según él, las capas estratificadas de rocas que forman gran parte de la superficie de la tierra fueron depositadas durante el curso de los supuestos cataclismos, y se supone que los fósiles sepultados en ellas son las reliquias de la vida que existió en esta tierra antes de ese tiempo.

Otros hallan en esta teoría un argumento para sostener la idea de que cuando Dios realizó su obra creadora registrada en los vers. 2-31, dependió de materia preexistente. Así limitarían su poder disminuyendo, o aun negando, el hecho de que trajo la materia a la existencia y que «lo que se ve fue hecho de lo que no se veía» (Heb. 11: 3). Varios aspectos de esta teoría se han reflejado en diversas traducciones modernas de la Biblia.

El concepto de una «restauración» debe rechazarse de plano porque: (1) Las palabras hebreas tóhu wabóhu no dan la idea de algo dejado desolado, sino más bien describe un estado de la materia, desorganizada y sin vida. Por lo tanto, la interpretación dada a estas palabras es completamente injustificable. (2) Las Escrituras enseñan claramente que la obra de la creación de Dios «estaban acabadas desde la fundación del mundo» (Heb. 4: 3). (3) Este punto de vista implica la blasfema doctrina de que diversas tentativas de creación de Dios, muy particularmente la del hombre, fueron imperfectas y sin éxito debido a la operación de fuerzas sobre las cuales él tenía sólo un dominio limitado. (4) Seguido hasta su conclusión lógica, este punto de vista en realidad niega la inspiración y autoridad de las Escrituras en su conjunto, limitando al Creador al empleo de materia preexistente en la obra de la semana de la creación y sometiéndolo a las leyes de la naturaleza. (5) La idea de sucesivas creaciones y catástrofes anteriores a los acontecimientos de la semana de la creación no tiene para apoyarse ni una pizca de evidencia válida, ya sea de parte de la ciencia o de la Palabra inspirada. Es pura especulación. (6) Podría añadirse de paso que el origen y la evolución de este punto de vista están contaminados con las paganas especulaciones filosóficas de varias sectas heréticas y teñido con los conceptos racionalistas del naturalismo y la evolución.

Patriarcas y Profetas: La Creación

Basado en  Génesis 1 y Génesis 2.

“Por la palabra de Jehová fueron hechos los cielos; y todo el ejército de ellos, por el aliento de su boca. […] Porque él dijo, y fue hecho; él mandó, y existió”. “Él fundó la tierra sobre sus cimientos; no será jamás removida”. Salmos 33:6, 9104:5. PP 23.1

Cuando salió de las manos del Creador, la tierra era sumamente hermosa. La superficie presentaba un aspecto multiforme, con montañas, colinas y llanuras, entrelazadas con magníficos ríos y bellos lagos. Pero las colinas y las montañas no eran abruptas y escarpadas, ni abundaban en ellas declives aterradores, ni abismos espeluznantes como ocurre ahora; las agudas y ásperas cúspides de la rocosa armazón de la tierra estaban sepultadas bajo un suelo fértil, que producía por todas partes una frondosa y verde vegetación. No había repugnantes pantanos ni desiertos estériles. Impresionantes arbustos y delicadas flores deleitaban la vista por dondequiera. Las alturas estaban coronadas con árboles aun más imponentes que los que existen ahora. El aire, limpio de impuros miasmas, era saludable. El paisaje sobrepujaba en hermosura los adornados jardines del más suntuoso palacio de la actualidad. La hueste angélica presenció la escena con deleite, y se regocijó en las maravillosas obras de Dios. PP 23.2

Una vez creada la tierra con su abundante vida vegetal y animal, fue introducido en el escenario el hombre, corona de la creación para quien la hermosa tierra había sido preparada. A él se le dio dominio sobre todo lo que sus ojos pudieran mirar; pues, “dijo Dios: “Hagamos al hombre a nuestra imagen, conforme a nuestra semejanza; y tenga potestad […] sobre la tierra”. Y creó Dios al hombre a su imagen […] varón y hembra los creó”. Génesis 1:26, 27. PP 24.1

Aquí se expone con claridad el origen de la raza humana; y el relato divino está tan claramente narrado que no da lugar a conclusiones erróneas. Dios creó al hombre conforme a su propia imagen. No hay en esto misterio. No hay fundamento alguno para la suposición de que el hombre llegó a existir mediante un lento proceso evolutivo de las formas bajas de la vida animal o vegetal. Estas enseñanzas rebajan la obra sublime del Creador al nivel de las mezquinas y terrenales concepciones humanas. Los hombres están tan decididos a excluir a Dios de la soberanía del universo que rebajan al ser humano y lo privan de la dignidad de su origen. El que colocó los mundos estrellados en la altura y coloreó con delicada maestría las flores del campo, el que llenó la tierra y los cielos con las maravillas de su poder, cuando quiso coronar su gloriosa obra, colocando a alguien para regir la hermosa tierra, supo crear un ser digno de las manos que le dieron vida. La genealogía de nuestro linaje, como ha sido revelada, no hace remontar su origen a una serie de gérmenes, moluscos o cuadrúpedos, sino al gran Creador. Aunque Adán fue formado del polvo, era el “hijo de Dios”. Lucas 3:38. PP 24.2

Se colocó a Adán como representante de Dios sobre los órdenes de los seres inferiores. Estos no pueden comprender ni reconocer la soberanía de Dios; sin embargo, fueron creados con capacidad de amar y de servir al hombre. El salmista dice: “Lo hiciste señorear sobre las obras de tus manos; todo lo pusiste debajo de sus pies, […] asimismo las bestias del campo, las aves del cielo […] ¡todo cuanto pasa por los senderos del mar!”. Salmos 8:6-8. PP 24.3

El hombre había de llevar la imagen de Dios, tanto en la semejanza exterior, como en el carácter. Aunque únicamente Cristo es “la misma imagen” del Padre (Hebreos 1:3); el hombre fue creado a semejanza de Dios. Su naturaleza estaba en armonía con la voluntad de Dios. Su mente era capaz de comprender las cosas divinas. Sus afectos eran puros, sus apetitos y pasiones estaban bajo el dominio de la razón. Era santo y se sentía feliz de llevar la imagen de Dios y de mantenerse en perfecta obediencia a la voluntad del Padre. PP 24.4

Cuando el hombre salió de las manos de su Creador, era de elevada estatura y perfecta simetría. Su semblante llevaba el tinte rosado de la salud y brillaba con la luz y el regocijo de la vida. La estatura de Adán era mucho mayor que la de los hombres que habitan la tierra en la actualidad. Eva era algo más baja de estatura que Adán; no obstante, su figura era noble y llena de belleza. La inmaculada pareja no llevaba vestiduras artificiales. Estaban rodeados de una envoltura de luz y gloria, como la que rodea a los ángeles. Mientras vivieron obedeciendo a Dios, esta vestimenta de luz continuó revistiéndolos. PP 25.1

Después de la creación de Adán, toda criatura viviente fue traída ante su presencia para recibir un nombre; vio que a cada uno se le había dado una compañera, pero entre todos ellos no había “ayuda idónea para él”. Entre todas las criaturas que Dios había creado en la tierra, no había ninguna igual al hombre. “Después dijo Jehová Dios: “No es bueno que el hombre esté solo: le haré ayuda idónea para él””. Génesis 2:18. El hombre no fue creado para vivir en la soledad; debía tener una naturaleza sociable. Sin compañía, las bellas escenas y las encantadoras ocupaciones del Edén no habrían podido proporcionarle perfecta felicidad. Aun la comunión con los ángeles no podría satisfacer su deseo de amor y compañía. No existía nadie de la misma naturaleza y forma a quien amar y de quien ser amado. PP 25.2

Dios mismo dio a Adán una compañera. Le proveyó de una “ayuda idónea para él”, alguien que realmente le correspondía, una persona digna y apropiada para ser su compañera y que podría ser una sola cosa con él en amor y compañerismo. Eva fue creada de una costilla tomada del costado de Adán; este hecho significa que ella no debía dominarle como cabeza, ni tampoco debía ser humillada y hollada bajo sus pies como un ser inferior, sino que más bien debía estar a su lado como su igual, para ser amada y protegida por él. Siendo parte del hombre, hueso de sus huesos y carne de su carne, era ella su segundo yo; y quedaba en evidencia la unión íntima y afectuosa que debía existir en esta relación. “Pues nadie odió jamás a su propio cuerpo, sino que lo sustenta y lo cuida”. “Por tanto dejará el hombre a su padre y a su madre, se unirá a su mujer y serán una sola carne”. Efesios 5:29Génesis 2:24. PP 25.3

Dios celebró la primera boda. De manera que la institución del matrimonio tiene como su autor al Creador del universo. “Honroso es en todos el matrimonio”. Hebreos 13:4. Fue una de las primeras dádivas de Dios al hombre, y es una de las dos instituciones que, después de la caída, llevó Adán consigo al salir del paraíso. Cuando se reconocen y obedecen los principios divinos en esta materia, el matrimonio es una bendición: salvaguarda la felicidad y la pureza de la raza, satisface las necesidades sociales del hombre y eleva su naturaleza física, intelectual y moral. PP 25.4

“Jehová Dios plantó un huerto en Edén, al oriente, y puso allí al hombre que había formado”. Génesis 2:8. Todo lo que Dios hizo tenía la perfección de la belleza, y nada que contribuyera a la felicidad de la santa pareja parecía faltar; sin embargo, el Creador les dio todavía otra prueba de su amor, preparándoles especialmente un huerto como su morada. En este huerto había árboles de toda variedad, muchos de ellos cargados de aromáticas y deliciosas frutas. Había hermosas plantas trepadoras, como vides, que presentaban un aspecto agradable y hermoso, con sus ramas inclinadas bajo el peso de tentadora fruta de los más ricos y variados matices. El trabajo de Adán y Eva debía consistir en formar cenadores o albergues con las ramas de las vides, haciendo así su propia morada con árboles vivos cubiertos de follaje y frutos. Había en profusión y prodigalidad olorosas flores de todo matiz. En medio del huerto estaba el árbol de la vida que era superior en gloria y esplendor a todos los demás árboles. Sus frutos parecían manzanas de oro y plata, y tenían el poder de perpetuar la vida. PP 26.1

La creación estaba ahora completa. “Fueron, pues, acabados los cielos y la tierra, y todo lo que hay en ellos”. “Y vio Dios todo cuanto había hecho, y era bueno en gran manera”. Génesis 2:11:31. El Edén florecía en la tierra. Adán y Eva tenían libre acceso al árbol de la vida. Ninguna mácula de pecado o sombra de muerte desfiguraba la hermosa creación. “Cuando alababan juntas todas las estrellas del alba y se regocijaban todos los hijos de Dios”. Job 38:7. PP 26.2

El gran Jehová había puesto los fundamentos de la tierra; había vestido a todo el mundo con un manto de belleza, y había llenado el mundo de cosas útiles para el hombre; había creado todas las maravillas de la tierra y del mar. La gran obra de la creación fue realizada en seis días. “El séptimo día concluyó Dios la obra que hizo, y reposó el séptimo día de todo cuanto había hecho. Entonces bendijo Dios el séptimo día y lo santificó, porque en él reposó de toda la obra que había hecho en la creación”. Génesis 2:2, 3. Dios miró con satisfacción la obra de sus manos. Todo era perfecto, digno de su divino Autor; y él descansó, no como quien estuviera fatigado, sino satisfecho con los frutos de su sabiduría y bondad y con las manifestaciones de su gloria. PP 26.3

Después de descansar el séptimo día, Dios lo santificó; es decir, lo escogió y apartó como día de descanso para el hombre. Siguiendo el ejemplo del Creador, el hombre había de reposar durante este sagrado día, para que, mientras contemplara los cielos y la tierra, y reflexionara sobre la grandiosa obra de la creación de Dios; y para que, mientras mirara las evidencias de la sabiduría y bondad de Dios, su corazón se llenase de amor y reverencia hacia su Creador. PP 27.1

Al bendecir el séptimo día en el Edén, Dios estableció un recordativo de su obra creadora. El sábado fue confiado y entregado a Adán, padre y representante de toda la familia humana. Su observancia había de ser un acto de agradecido reconocimiento de parte de todos los que habitasen la tierra, de que Dios era su Creador y su legítimo soberano, de que ellos eran la obra de sus manos y los súbditos de su autoridad. De esa manera la institución del sábado era enteramente conmemorativa, y fue dada para toda la humanidad. No había nada en ella que fuera oscuro o que limitara su observancia a un solo pueblo. PP 27.2

Dios vio que el sábado era esencial para el hombre, aun en el paraíso. Necesitaba dejar a un lado sus propios intereses y actividades durante un día de cada siete para poder contemplar más plenamente las obras de Dios y meditar en su poder y bondad. Necesitaba el sábado para recordar con mayor eficacia la existencia de Dios, y para despertar su gratitud hacia él, pues todo lo que disfrutaba y poseía tenía su origen en la mano bondadosa del Creador. PP 27.3

Dios quiere que el sábado dirija la mente de los hombres hacia la contemplación de las obras que él creó. La naturaleza habla a sus sentidos, declarándoles que hay un Dios viviente, Creador y supremo Soberano del universo. “Los cielos cuentan la gloria de Dios y el firmamento anuncia la obra de sus manos. Un día emite palabra a otro día y una noche a otra noche declara sabiduría”. Salmos 19:1, 2. La belleza que cubre la tierra es una demostración del amor de Dios. La podemos contemplar en las colinas eternas, en los corpulentos árboles, en los capullos que se abren y en las delicadas flores. Todas estas cosas nos hablan de Dios. El sábado, señalando siempre hacia el que lo creó todo, manda a los hombres que abran el gran libro de la naturaleza y escudriñen allí la sabiduría, el poder y el amor del Creador. PP 27.4

Nuestros primeros padres, a pesar de que fueron creados inocentes y santos, no fueron colocados fuera del alcance del pecado. Dios los hizo entes morales libres, capaces de apreciar y comprender la sabiduría y benevolencia de su carácter y la justicia de sus exigencias, y les dejó plena libertad para prestarle o negarle obediencia. Debían gozar de la comunión de Dios y de los santos ángeles; pero antes de darles seguridad eterna, fue necesario que su lealtad se pusiera a prueba. En el mismo principio de la existencia del hombre se le puso freno al egoísmo, la pasión fatal que motivó la caída de Satanás. El árbol del conocimiento, que estaba cerca del árbol de la vida, en el centro del huerto, había de probar la obediencia, la fe y el amor de nuestros primeros padres. Aunque se les permitía comer libremente del fruto de todo otro árbol del huerto, se les prohibía comer de este, so pena de muerte. También iban a estar expuestos a las tentaciones de Satanás; pero si soportaban con éxito la prueba, serían colocados finalmente fuera del alcance de su poder, para gozar del perpetuo favor de Dios. PP 28.1

Dios puso al hombre bajo una ley, como condición indispensable para su propia existencia. Era súbdito del gobierno divino, y no puede existir gobierno sin ley. Dios pudo haber creado al hombre incapaz de violar su ley; pudo haber detenido la mano de Adán para que no tocara el fruto prohibido, pero en ese caso el hombre hubiera sido, no un ente moral libre, sino un mero autómata. Sin libre albedrío, su obediencia no habría sido voluntaria, sino forzada. No habría sido posible el desarrollo de su carácter. Semejante procedimiento habría sido contrario al plan que Dios seguía en su relación con los habitantes de los otros mundos. Hubiera sido indigno del hombre como ser inteligente, y hubiera dado base a las acusaciones de Satanás, de que el gobierno de Dios era arbitrario. PP 28.2

Dios hizo al hombre recto; le dio nobles rasgos de carácter, sin inclinación hacia el mal. Lo dotó de elevadas cualidades intelectuales, y le presentó las más nobles motivaciones para inducirlo a ser constante en su lealtad. La obediencia, perfecta y perpetua, era la condición para la felicidad eterna. Cumpliendo esta condición, tendría acceso al árbol de la vida. PP 28.3

El hogar de nuestros primeros padres había de ser un modelo para cuando sus hijos salieran a ocupar la tierra. Ese hogar, embellecido por la misma mano de Dios, no era un suntuoso palacio. Los hombres, en su orgullo, se deleitan en tener magníficos y costosos edificios y se enorgullecen de las obras de sus propias manos; pero Dios puso a Adán en un huerto. Esta fue su morada. Los azulados cielos le servían de techo; la tierra, con sus delicadas flores y su alfombra de animado verdor, era su piso; y las ramas frondosas de los hermosos árboles le servían de dosel. Sus paredes estaban decoradas con los adornos más esplendorosos, que eran obra de la mano del sumo Artista. PP 28.4

En el medio en que vivía la santa pareja, había una lección para todos los tiempos; a saber, que la verdadera felicidad se encuentra, no en dar rienda suelta al orgullo y al lujo, sino en la comunión con Dios por medio de sus obras creadas. Si los hombres pusieran menos atención en lo superficial y cultivaran más la sencillez, cumplirían con mayor plenitud los designios que tuvo Dios al crearlos. El orgullo y la ambición jamás se satisfacen, pero aquellos que realmente son inteligentes encontrarán placer verdadero y elevado en las fuentes de gozo que Dios ha puesto al alcance de todos. PP 29.1

A los moradores del Edén se les encomendó el cuidado del huerto, para que lo labraran y lo guardasen. Su ocupación no era agotadora, sino agradable y vigorizadora. Dios dio el trabajo como una bendición para que el hombre ocupara su mente, fortaleciera su cuerpo y desarrollara sus facultades. En la actividad mental y física, Adán encontró uno de los placeres más elevados de su santa existencia. Cuando, como resultado de su desobediencia, fue expulsado de su bello hogar, y cuando, para ganarse el pan de cada día, fue forzado a luchar con una tierra obstinada, ese mismo trabajo, aunque muy distinto de su agradable ocupación en el huerto, le sirvió de salvaguardia contra la tentación y como fuente de felicidad. PP 29.2

Aquellos que consideran el trabajo como una maldición están cometiendo un grave error, aunque en ocasiones produzca dolor y fatiga. A menudo los ricos miran con desdén a las clases trabajadoras; pero esto está enteramente en desacuerdo con los designios de Dios al crear al hombre. ¿Qué son las riquezas del más opulento en comparación con la herencia dada al señorial Adán? Sin embargo, este no había de estar ocioso. Nuestro Creador, que sabe aquello que constituye la felicidad del hombre, señaló a Adán su trabajo. El verdadero regocijo de la vida lo encuentran únicamente los hombres y las mujeres que trabajan. Los ángeles trabajan diligentemente; son ministros de Dios en favor de los hijos de los hombres. En el plan del Creador, no cabía la práctica de la indolencia que estanca al hombre. PP 29.3

Mientras permanecieran leales a Dios, Adán y su compañera iban a ser los señores de la tierra. Recibieron dominio ilimitado sobre toda criatura viviente. El león y la oveja jugaban pacíficamente a su alrededor o se echaban junto a sus pies. Los felices pajarillos revoloteaban alrededor de ellos sin temor alguno; y cuando sus alegres trinos ascendían alabando a su Creador, Adán y Eva se unían a ellos en acción de gracias al Padre y al Hijo. PP 29.4

La santa pareja eran no solo hijos bajo el cuidado paternal de Dios, sino también estudiantes que recibían instrucción del omnisciente Creador. Recibían la visita de los ángeles, y se gozaban en la comunión directa con su Creador, sin ningún velo de por medio. Se sentían pletóricos del vigor que procedía del árbol de la vida y su poder intelectual era apenas un poco menor que el de los ángeles. Los misterios del universo visible, “las maravillas del que es perfecto en sabiduría” (Job 37:16), les suministraban una fuente inagotable de instrucción y placer. Las leyes y los procesos de la naturaleza, que han sido objeto del estudio de los hombres durante seis mil años, fueron puestos al alcance de sus mentes por el infinito Hacedor y Sustentador de todo. Se entretenían con las hojas, las flores y los árboles, descubriendo en cada uno de ellos los secretos de su vida. Toda criatura viviente era familiar para Adán, desde el poderoso leviatán que juega entre las aguas hasta el más diminuto insecto que flota en el rayo del sol. A cada uno le había dado nombre y conocía su naturaleza y sus costumbres. La gloria de Dios en los cielos, los innumerables mundos en sus ordenados movimientos, “las diferencias de las nubes” (Job 37:16), los misterios de la luz y del sonido, de la noche y el día, todo estaba al alcance de la comprensión de nuestros primeros padres. El nombre de Dios estaba escrito en cada hoja del bosque, y en cada piedra de la montaña, en cada brillante estrella, en la tierra, en el aire y en los cielos. El orden y la armonía de la creación les hablaba de una sabiduría y un poder infinitos. Continuamente descubrían algo nuevo que llenaba su corazón del más profundo amor, y les arrancaba nuevas expresiones de gratitud. PP 30.1

Mientras permanecieran fieles a la ley divina, su capacidad de saber, gozar y amar aumentaría continuamente. Constantemente obtendrían nuevos tesoros de sabiduría, descubriendo frescos manantiales de felicidad, y obteniendo un concepto cada vez más claro del inconmensurable e infalible amor de Dios. PP 30.2

Categorías: La Creación

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