La Trinidad y la Creación
La Trinidad
y el Diseño Social de la Creación
Dr. Alberto R. Treiyer
Si alguien escribiese un libro titulado Terapia de Sujeción, nadie se lo
compraría, porque cada cual lucha por liberación, no sujeción. En efecto, nadie
parece estar satisfecho con la situación actual que se vive en la sociedad. Por
un lado hay abusos de poder, y por el otro hay desconformidad con el papel que
Dios le asignó a cada ser humano en esta creación. Por consiguiente, muchos no
quieren sujetarse a nadie sobre
nada, y rechazan aún la identidad sexual que Dios les asignó. Tampoco quieren
sujetarse al orden social que Dios estableció en el Edén, y que procura
restablecerse en el vínculo del amor.
Con esas ansias de liberación que se respira en todo ambiente, no hay hogar ni
iglesia ni gobierno que aguanten. En casos extremos, encontramos a gente que
vive sola, completamente aislada, porque cree que el mundo es malo, y que la
única solución es masticar la amargura en la soledad. Por consiguiente, en este
documento consideraremos en forma especial, los principios de sujeción que
muchos desconsideran al tratar los problemas sociales, pero que la Biblia
requiere para lograr la paz y la felicidad en la sociedad humana.
Dios hizo al hombre sociable. Después de crearlo dijo, “no es bueno que el
hombre esté solo” (Gén 2:18).
Nadie vive para sí, y aún después de la introducción del pecado y de la muerte,
nadie muere tampoco para sí. Fuimos creados para vivir en relación y
dependencia, primeramente de Dios quien nos hizo y a quien le pertenecemos, y
luego de nuestros prójimos (Rom 14:7,8). El aislamiento y rompimiento de las relaciones
humanas fue consecuencia del pecado. Pero “al principio no fue así” (Mat 19:8).
¿Cómo fue al principio?
Hubo perfecta armonía en el universo por toda la eternidad que va hacia atrás.
El Padre amaba al Hijo y al Espíritu
Santo, el Hijo amaba al Padre y al Espíritu Santo; el Espíritu Santo amaba al
Padre y al Hijo. La Trinidad es el ejemplo más extraordinario de que el amor
siempre existió, y ese amor es tan eterno como Dios mismo, porque “Dios es
amor” (1 Jn. 4:8). Y al crear seres vivientes semejantes a la Deidad, ese
vínculo de amor desinteresado mantuvo sujeta toda la creación universal. La
Trinidad misma se revela como ejemplo y modelo de tal vínculo y sujeción de
amor desinteresado.
¿Cómo se explica entonces, que en un universo tan maravilloso, ese vínculo del
amor se rompiese de tal forma que se introdujese el caos? Eso ocurrió cuando un
ángel descubrió cuán hermoso Dios lo había hecho (Eze. 28:17). Al comenzar a
mirarse a sí mismo, se le ocurrió que podía ir más allá aún, y ocupar un lugar
para el cual Dios no lo hizo. Quiso ser como Dios y atraer la atención de todas
las criaturas hacia sí mismo, por encima de Dios (Isa 14:12ss). Y con ese fin,
terminó rompiendo el orden asignado por la Deidad a cada criatura para mantener
unida su creación en el vínculo del amor.
Ese ángel rebelde fue expulsado del cielo para evitar que todo el universo se
corrompiese y destruyese.
Dios es amor y sus mandamientos son vida porque preservan el amor. Satanás
rehusó creer que sólo por el amor de Dios podía existir vida. Pero vino a este
mundo y logró plantar la primera bandera de la rebelión en esta creación
terrenal. El resultado de su filosofía egoísta, que rompe el orden de amor establecido
por Dios, se ve en la degradación de esta creación, no en una supuesta
evolución progresista.
“Los que se niegan a someterse al gobierno de Dios son completamente incapaces
de gobernarse a sí mismos. Debido a sus enseñanzas perniciosas, se implanta el
espíritu de insubordinación en el corazón de los niños y jóvenes, de suyo
insubordinados, y se obtiene como resultado un estado social donde la anarquía
reina soberana” (Conflicto de los Siglos, página 571).
“Al principio no fue así” (Mat 19:8)
¿Cómo fue entonces, cuando Dios creó a nuestros primeros padres? “Adán fue
designado por Dios como monarca de este mundo, bajo la supervisión del Creador…
Dios le dio a Eva como su ayuda idónea” (Bible Echo, Agosto 28, 1899).
“Los ángeles previnieron a Eva de no separarse de su esposo en su posición; porque ella sería llevada a tener contacto con su enemigo caído. Si se separaban el uno del otro, estarían en más grande peligro que si estaban juntos” (Signs of the Times, January 16, 1879).
La fortaleza
y felicidad de Adán y Eva se mantendría sólo en mutua dependencia y sujeción. Y
como ejemplo de esa mutua dependencia estaba la Trinidad misma. La Deidad
reveló que todo lo que hacía, lo hacía en común acuerdo: “Hagamos al hombre a
nuestra imagen, conforme a nuestra semejanza” (Gén. 1:26). Y Dios le dio a Adán
una mujer para poder amar a un semejante como se aman las tres personas de la
Trinidad. Así como ellos son “uno”, la pareja debía llegar también a ser “una
sola carne” (Gén. 2:22- 24).
“Adán, [no Eva] era el monarca en este hermoso dominio” (HR May 1, 1873), hasta
que Eva decidió quedar libre de la supervisión de Dios y quedó sujeta a la
rebelión de un ángel. “Por conquistar a Adán, el monarca del mundo, él
[Satanás] había ganado la raza como sus súbditos” (Review & Herald,
February 24, 1874).
Prometiéndoles libertad mediante engaño, los hizo esclavos del egoísmo y de su
despótico dominio (Rom. 6:16-19; 2 Ped 2:19). Por un análisis crítico de los
primeros cuatro capítulos del Génesis, véase: [http://www.adventistdistinctivemessages.com/Spanish/Documents/GenesisCriticaDoukhan.pdf]
La necesidad
de un segundo Adán ¿Dónde encontramos en la Biblia que Adán sería el monarca
benevolente de esta creación? En la Biblia, en ambos testamentos (véase Gén.
1:28). Él apóstol Pablo claramente enseña que Adán fue creado primero, antes
que la mujer y que su descendencia. Él era “el primer Adán”, quien poseía el
“principado”,
la primogenitura de esta creación (véase Ef .3:10; Col. 1:16). Satanás no
conquistó este mundo cuando engañó a Eva. Tuvo que conquistar a Adán.
Únicamente arrebatándole su responsabilidad honorable podía Satanás llegar a
ser el “príncipe de este mundo” (Jn. 14:30; 16:11). De allí que tuvo que venir
un “segundo Adán”, no una segunda Eva, para recuperar ese principado que el
diablo le había usurpado al primer Adán. Ese segundo Adán debía ser humano y
regenerador de este mundo. Y quedó calificado para
esa obra al nacer en Belén. Jesús pasó a ser entonces el primogénito de esta
creación, quien recobró el reino de este mundo por su muerte y resurrección.
Es muy significativo en este contexto, el primer abrazo entre los dos adanes al
volver al hogar que el primer Adán había perdido. Ese abrazo se da entre el
primer Adán redimido y el segundo Adán Redentor (Conflicto de los Siglos,
página 629). Nada dice el Espíritu de Profecía acerca de un futuro encuentro
entre la primera Eva y una segunda Eva. Porque “bajo Dios, Adán iba a estar a
la cabeza de la familia terrenal, para mantener los principios de la familia
celestial. Esto habría traído paz y felicidad… Cuando Adán pecó, el hombre se separó
del centro del orden celestial. Un demonio se constituyó en el poder central en
el mundo” (6 Testimonies, página 236). Y la segunda persona de la Deidad, en
acuerdo con la Trinidad, decidió venir para recobrar esa posición dignificada
de Adán.
¿Liberación o sujeción?
Vivimos en una sociedad que presume haber alcanzado en occidente el mayor grado
de independencia y libertad de toda la historia. Por lo cual, las terapias que
ofrecen siquiatras y sicólogos que no son cristianos, son mayormente terapias
de liberación. Incluso muchos religiosos que terminan incursionando en el
terreno de la política, promueven una “teología de la liberación”. Y todos
estamos de acuerdo en que
cuando hay abuso de poder, cuando somos oprimidos, se requiere una liberación.
Pero en el enredo que produjo el pecado en todos los estratos de la sociedad,
muchas veces una presunta liberación es más dañina que la sujeción.
Sujeción con dolor
Una vez que entró el pecado y rompió el orden de nuestra creación, Dios se
acercó a Adán primero, porque era él a quien Dios le había confiado el jardín.
A causa de su pecado, la muerte iba a pasar a toda la humanidad (Rom. 5:12).
Pero el Señor consoló a la primera pareja, y le dijo que podían permanecer juntos
si respetaban el orden de la creación. Adán continuaría siendo la “cabeza” de
la familia, aunque había perdido su principado sobre toda la humanidad, que
sería restablecido por el “segundo Adán”, “el
Rey de reyes y Señor de señores” (Apoc. 17:14; 19:16; véase Miq. 4:8). La
diferencia fue que la sujeción que había sido placentera tanto para el hombre
como para la mujer, ahora iba a darse a menudo con dolor.
¿Cambia la redención el orden de la creación divina que hizo al hombre cabeza
de su mujer? No. Dios le dijo a la mujer: “tu deseo será para tu marido, y él
se enseñoreará de ti” (Gén 3:16). La maldición tuvo que ver con una sumisión
bajo contención y rivalidad, no con una sumisión voluntaria y feliz en un contexto
cristiano, que lleva a toda pareja a acercarse al ideal edénico de mutua
dependencia. El propósito de la redención es restaurar la felicidad que se
obtiene cuando se vuelve a la sujeción original. E. G.
White escribió: “El marido es la cabeza de la familia…, y todo curso que pueda
emprender la esposa para disminuir su influencia y rebajarlo de su posición
responsable y dignificada que Dios determinó que ocupase, desagrada a Dios” (Review
& Herald, April 22, 1862 párr. 9).
“Nosotras las mujeres debemos recordar que
Dios nos ha puesto en sujeción al esposo. Él es la cabeza, y nuestro juicio y
puntos de vista y razonamientos deben concordar con el suyo, si es posible. Si
no, la preferencia en la Palabra de Dios le es dada al marido en lo que no es
asunto de conciencia. Debemos ceder a la cabeza» (Carta 5, 1861 {TSB 28.2})
“El marido y la esposa pueden combinar su labor a tal punto que la esposa sea
el complemento del marido… Mediante su deseo desinteresado de avanzar la causa
de Dios, la esposa ha hecho la obra de su marido mucho más completa» (6 Manuscript
Realeases 43).
“Tuve por un
tiempo que reflexionar fuerte y orar mucho para vencer mi debilidad de
carácter, y llegar a ser, en algún grado, lo que una mujer debe ser, una
verdadera
ayuda idónea. No deseo ser llevada al pecado, como Eva” (14 Manuscript Realeases
305.3). Véase 1 Tim 2:14.
No debemos dejar pasar por alto la última cita referida en la que describe la
lucha que tiene una mujer para cumplir con el plan de Dios. Da a entender que
Eva fue llevada al pecado porque buscó la independencia al dejar de cumplir con
su función de servir a su marido como “ayuda idónea”. También infiere que ése
es el pecado de muchas Evas modernas, algo que deben y pueden superar gracias a
la redención.
Sujeción y dependencia en la Trinidad
Las tres personas de la Deidad actúan de común acuerdo, se sujetan a sí mismas
a las decisiones que toman en sus concilios eternos (Zac 6:13; Rom 16:25; 1 Cor
2:7; Ef 3:9; Col 1:26; 2 Tim 1:9úp). A diferencia de los rebeldes, los
componentes de la divinidad se sujetan a la ley que ellos mismos trazaron en la
creación del universo. De manera que cuando se introdujo el pecado en esta
creación, “la Divinidad se conmovió de piedad por la humanidad, y el Padre, el
Hijo y el Espíritu Santo se dieron a sí mismos a la
obra de formar un plan de redención…” (Consejos sobre Salud, 220, 1901).
¿Debía cambiar esta mutua sujeción de las tres personas de la Trinidad después
del pecado? ¿Debían pelearse los tres seres que gobiernan el universo, en la
decisión que tomasen para redimir la creación del descalabro que introdujo la
rebelión Lucifer? ¡No! Por eso nos dicen David y el apóstol Pablo que Dios interpuso
juramento al establecer su plan de redención, para demostrar que su plan de
redimir la humanidad es inmutable, y del que no se retractará, porque es
imposible que Dios mienta (Sal 110:4; Heb.
6:17,18; 7:21).
El Hijo no obra por su cuenta, sino que dice y hace todo lo que oye y ve hacer
al Padre (Jn. 5:19,30; 8:20; 12:49; 14:10). El Padre también se sujeta al plan
establecido por la Deidad hasta el punto de entregar a su Hijo para que muera
por todos nosotros (Jn. 3:16-17; Rom. 8:32). El Espíritu Santo tampoco hace
nada por su cuenta. Es el Espíritu de Verdad, que instruye, ama y une las
iglesias. Mientras que Satanás es “el espíritu de mentira” que introduce una
voz discordante para engañar, haciéndose aparecer como ángel de luz (1 Rey.
22:22; 2 Tes. 2:11-12; 2 Cor. 11:14). El Espíritu de Verdad dice todo lo que
oye, y cumple la decisión del Padre de enviarlo a este mundo a pedido del Hijo
(Jn 14:26; 15:26; 16:7,13).
Esa mutua sumisión en la unidad del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, pasó
también por una crisis.
Fue cuando el Hijo iba a ser entregado, y la copa de dolor que debía beber
tembló en las manos del Redentor divino-humano en el Getsemaní. Y cuando llegó
el momento de la ejecución, ese Hijo clamó angustiado desde su humanidad al
Padre, “¿por qué me has desamparado?” (Mat 27:46). Jesús podría haber llamado a
diez mil ángeles para librarse. Pero su amor fue un amor responsable, sumiso,
obediente e inalterable a la voluntad del Padre, según el trazado que la
Trinidad acordó en su concilio celestial desde el principio (Heb, 5:8; Filip,
2:8). ¡Qué ejemplo de sumisión y sujeción nos es dado por la Deidad!
Sujeción y dependencia en el hogar y en la iglesia
Hoy, muchos sicólogos hablan de no mantener lo que llaman “amor tóxico”. Pero
el amor desinteresado del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo no fue un amor
tóxico. Crea vida. Es comprometiéndonos con el amor de ellos que podemos ser
restaurados a la armonía del universo. Si su “amor” hubiese sido egoísta, habrían
llegado mucho tiempo antes a la conclusión de que no éramos dignos del
sacrificio que hicieron para salvarnos. El amor “tóxico” egoísta e insumiso no
nos habría dejado esperanza ni fe de poder ser
librados de la muerte.
Hay mujeres que han sobrellevado la carga del hogar con maridos infieles, y su
amor no fue tóxico, porque terminaron triunfando. Ganaron el corazón de sus
maridos. Lo mismo ha sucedido con maridos que sobrellevaron paciente y
humildemente esposas e hijos pendencieros, en donde el amor terminó prevaleciendo.
“El amor es sufrido, es benigno; el amor no tiene envidia, el amor no es
jactancioso, no se envanece; no hace nada indebido, no busca lo suyo, no se
irrita, no guarda rencor; no se goza de la
injusticia, mas se goza de la verdad. Todo lo sufre, todo lo cree, todo lo
espera, todo lo soporta” (1 Cor. 13:4-7).
Se requiere también la sumisión de hombres y mujeres a los pastores de la
iglesia quienes, como en el Antiguo Testamento, fueron siempre hombres (Heb
13:17; véase 1 Tim 2:12). Deben someterse también a las autoridades civiles
(Rom 13:5; 1 Cor 16:16; 1 Ped 2:13)]. La “autoridad” viril, en cualquier
contexto, fue determinada por Dios. Esa autoridad debe ser como la suya. Tuvo
límites, aún en el caso de la servidumbre, bien definidos en la ley de Dios
[Véase mi libro, Jubilee and Globalization (2000), donde
muestro que la esclavitud en el AT tenía que ver con una especia de seguridad
social para gente indefensa].
Las mujeres tenían autoridad sobre las mujeres en ambos testamentos, requerido
también por Dios (Gén. 17:7-10; Tito 2:3-4), y servían a Jesús y al apóstol
Pablo como ayudantes en sus viajes misioneros (Mar.15:40-41; Filip. 4:2-3). Es
digno de notar en este contexto, que E. de White nunca hubiese reclamado “la posición
de dirigente de la denominación” (8 Testimonies 236-7).
El mismo orden de sumisión que proviene de la creación, es el que Dios quiere
que se respete en la iglesia. Y siendo que la corrupción llega a menudo a la
iglesia con la introducción de gente que no conoce el amor de Dios, o se ha
olvidado de él, se producen crisis que requieren la intervención de una
autoridad.
Esa autoridad en el gobierno de la iglesia Dios la dio al hombre tanto en la
pequeña iglesia del hogar como en la iglesia más grande de los creyentes. No olvidemos
que en la Biblia, la dirección del hombre no es una maldición—como lo pretenden
muchos—sino una posición dignificada. Y es una bendición cuando se respetan los
principios del evangelio.
Corresponde enfatizar esta verdad. Es Dios quien dispuso autoridades en los
gobiernos, y requiere nuestra sumisión a tales autoridades en todo lo que no
avasalla nuestra consciencia la que, a su vez, se somete a la Palabra de Dios.
Es Dios quien dispuso autoridades en la iglesia, a las cuales debemos
someternos en todo lo que no atropelle la conciencia siempre regida por la
Biblia (1 Cor. 12:28; Ef. 4:11-12). Y es Dios quien
dispuso que el hombre fuese cabeza de su mujer, a la cual debe someterse la
esposa en todo lo que no altera su conciencia que es regida por un “escrito
está”. Así como los miembros de la Trinidad se sujetan entre ellos en el
vínculo del amor, así también debemos en este mundo sujetarnos los unos a los
otros, confiando en la dirección de Dios (Ef. 5:21).
En el siguiente artículo veremos más de cerca el orden divino de sujeción que
Dios estableció para la felicidad de sus criaturas, no sólo en este mundo, sino
en el universo entero. Hay una cadena de sumisión que debemos respetar ya desde
aquí, si queremos disfrutar del orden social de la creación celestial.
La sujeción o sumisión o dependencia de una parte a otra no tiene nada que ver
con la esencia de la Deidad o de la humanidad. Ninguno de los miembros de la
Deidad o de los géneros humanos son inferiores a otros. El Padre, el Hijo y el
Espíritu Santo, tienen la misma naturaleza divina, y poseen los mismos
atributos de eternidad, amor y justicia. Pero eso no los priva de revelarse al
mundo y al universo en funciones diferentes. Y ninguno de ellos se siente
discriminado por el papel que juntos decidieron cumplir. Lo mismo sucede con el
orden divino de la creación. Ese orden altruista debe mantenerse a pesar de las
crisis que introdujo el pecado cuando las criaturas quisieron ocupar una
posición más elevada o diferente de la que Dios les asignó. Cuando nuestros
primeros padres desearon ser más de lo que Dios se propuso, se rebelaron contra
la sabiduría de Dios al designar su papel en la creación. Y de esa manera, destruyeron
su propia felicidad.
En el Antiguo Testamento, se requirió tanto a hombres como a mujeres someterse
a los líderes de los clanes y de las tribus, en un contexto de liderazgo
masculino expresado por la palabra rosh, “cabeza” (Éx.18:25; Juec. 10:18;
11:8-9,11, etc.). Recordemos que la palabra rosh, “cabeza”, se la usa en el
Antiguo Testamento en relación con tsaqen (anciano), nashi’ (jefe), sar
(príncipe), qasir (gobernante), y aún con qohen (sacerdote). Vale la pena
observar que muchas versiones traducen la palabra “cabeza” en el
Antiguo Testamento por “jefe”, “líder”, etc. Además, nunca se usó la palabra
“cabeza” para referirse a una mujer. Por documentación, véase en p. 19:
[http://www.adventistdistinctivemessages.com/Spanish/Documents/Tipordestructuraeclesiastica.pdf]
Por
supuesto, nadie debe pretender ejercer un dominio imperial o abusivo sobre
hombres y mujeres (1Ped. 5:2-3; véase Mat 20:25-27). Recordemos que el hecho de
que Dios era la “cabeza” suprema de Israel no significaba que otros hombres,
bajo Dios mismo, no podían ser cabezas del pueblo (2 Crón. 13:12). Y si los
ancianos de Israel eran considerados “cabezas” del pueblo, ¿por qué no podrían
los ancianos de la iglesia ser considerados también “cabezas” de la
congregación, con el sentido de líderes en el gobierno de la iglesia? Eso es
precisamente lo que encontramos en el Nuevo Testamento.
Como ya se vio, en el Nuevo Testamento se requirió también la sumisión tanto de
hombres como de mujeres a las autoridades civiles y a los pastores de la
iglesia quienes, como en el Antiguo Testamento, fueron siempre hombres (Heb.
13:17; véase 1 Tim. 2:12: por el significado de didáscalos en este último texto,
véase:
[http://www.adventistdistinctivemessages.com/Spanish/Documents/Titulosdivinosestructuraecle.pdf]).
La sujeción de la mujer al marido también es definida.
Una cadena de autoridad y sujeción
Un liderazgo
apropiado se mueve dentro de una cadena de responsabilidad. Si la cadena se
rompe en algún eslabón, se menoscaba o deteriora la autoridad. Tal vez el
ejemplo del centurión romano puede ayudar a entender la manera en que una
cabeza de familia y un pastor de iglesia deben ver su posición. El centurión le
dijo a Jesús: yo soy hombre bajo autoridad y tengo soldados bajo mis órdenes
(Mat 8:9).
Podría haber dicho: yo soy hombre con autoridad, pero fue suficientemente sabio
como para reconocer que como oficial romano estaba alineado en una cadena de
comandos que culminaba en el emperador. Así también, en la esfera espiritual,
reconoció en Jesús una autoridad alineada en la cadena de comandos de Dios. Y
es en esa misma esfera de autoridad que debemos considerar a los líderes de la
iglesia, porque es Dios quien los establece (Ef. 4:11; 1 Cor. 12:28).
Los hijos deben ser obedientes a los padres y honrarlos de por vida (Ef. 6:1-3;
cf. Ex. 20:12), estándoles sujetos, al menos, hasta que se casen (Ef. 5:31).
Siendo que la cabeza y el cuerpo no pueden existir separados, la esposa debe
estar sujeta al marido que es su cabeza (Ef. 5:22-23). El marido, por su parte,
debe estar igualmente sujeto a Cristo como su cabeza, ya que Cristo es la
cabeza de todo hombre. Cristo mismo se sujetó también a su Padre, por lo que
Pablo continúa diciendo que Dios es la cabeza de Cristo
(1 Cor. 11:3).
¿Superioridad o igualdad?
Estamos acostumbrados a pensar que ser cabeza está relacionado con
superioridad. Puede ser, pero no necesariamente. En el caso del Hijo de Dios,
por ejemplo, el hecho de que el Padre fuese su cabeza no significaba que fuese
inferior en naturaleza, ya que Jesús dijo: “Yo y el Padre somos uno” (Jn.
10:30). De manera que su sujeción al Padre implica aquí igualdad, no
inferioridad ni superioridad, como lo entendieron los que quisieron apedrearlo
(v. 33).
Nuestro problema es que, desde que Lucifer tentó a nuestros padres con la
insubordinación, proponiéndoles una soberanía absoluta equivalente a la de
Dios, fuimos engañados y nos volvimos indomables. ¿Quién nos amansa ahora?
Porque sólo los mansos heredarán la tierra (Mat 5:5). En esta época en que la
rebelión cunde por doquiera, y el mundo está llegando a su fin, la humanidad quiere
sacarse de arriba todo lo que inhibe su egocentrismo. La gente quiere lo que
piensa que es libertad total.
Cree que para eso deben romper el orden divino establecido para la sociedad
humana. Pero no hay un individualismo absoluto o una libertad total. La
libertad no puede existir sin una responsabilidad altruista entre unos y otros
y hacia nuestro Creador. Sin responsabilidad, la libertad se vuelve
esclavizante. El totalitarismo individual no puede traer Felicidad. Por el
contrario, traerá inevitablemente miseria y muerte. Basta con sólo preguntarles
a quienes fueron gobernados por Hitler, Stalin y Mao.
Una libertad total como esa lleva a cada uno a querer ser “cabeza”, y gobernar
a los demás con propósitos egoístas. El feminismo y el machismo pugnan por la
supremacía. La lucha tan acérrima por los derechos de la mujer y los derechos
del hombre, reflejan ese rompimiento del orden divino de la creación. Y en el afán
de reivindicación y liberación, nadie quiere sujetarse. Al primer intento de
imposición de un esposo o un patrón, se produce la ruptura. Todos quieren ser
plenamente soberanos. Todos quieren ser como dioses (Gén. 3:1-3).
Todos tenemos una cabeza de la cual depender, todos estamos bajo sujeción por
disposición divina.
Somos lo que Dios juzga que seamos. Y si como hombres no asumimos el papel de
cabeza que Dios nos asignó en ese orden divino; y si como mujeres no asumimos
el espíritu de sumisión que Dios nos asignó a nuestros esposos; echaremos a
perder nuestra felicidad. Ya sea que renunciemos a nuestra responsabilidad o
asumamos una responsabilidad que no se nos asignó, terminaremos en la miseria.
El ejercicio de la
autoridad en el orden divino debe ser implementado mediante la sabiduría del
amor. Y la sumisión al orden divino debe ser hecho con entereza, en forma
pacífica, y con una deferencia respetuosa. Esa es la manera como Dios gobierna
su universo. Y es la manera en que, con la excepción de este mundo, el universo
se somete a su liderazgo.
La sujeción no degrada, pero produce sufrimiento
Desde que entró el pecado, la sujeción se volvió penosa, aún en Dios. Por
salvar a otros, Dios mismo sufre también. En nuestro caso, el sufrimiento se da
por tener que aprender a convivir con gente pecadora como nosotros, respetando
la estructura social y espiritual que Dios estableció en un contexto de imperfección.
Eso exige abnegación, sacrificio, entrega, sumisión a Dios y fe en su gracia. Y
si sufrimos por sobrellevar con paciencia el yugo del Señor, también reinaremos
con él (2 Tim. 2:12; Heb. 14:22).
El orden de Dios no rebaja ni degrada ni al hombre ni a la mujer. Dios sabe lo
que creó en cada uno de ellos. En nuestro mundo rebelde algunos hombres quieren
ser mujeres porque no les gusta el papel que Dios les asignó. Y algunas mujeres
quieren ejercer el papel de hombres por la misma razón. Pero cuando Dios
designó el papel de los géneros, tenía en mente su pleno potencial. Cuando dice
a las mujeres: esposas, estén sujetas a sus maridos, es porque tiene grandes
planes de felicidad para ellas (Ef. 5:22). Dios quiere que cada mujer sea una
persona genuina y sumisa en el hogar y en la iglesia (1 Ped. 3:1-2; 1 Tim. 2:11).
Su papel es honorable y esencial para la felicidad, la paz, y el éxito del
hogar y de la iglesia. Una mujer que captó eso dijo: “La posición que Dios nos
dio en la familia es una expresión de su sabiduría y amor”.
Lo pesado o ligero que pueda parecernos el yugo que Dios puso para nuestra
creación, dependerá de cuán fácil nos resulta amar, doblegarnos y sujetarnos,
aceptando la voluntad de nuestra Cabeza que es Cristo (Mat 11:28-30). Sólo
cuando nos convertimos al Señor y aceptamos su sabio yugo (su orden determinado
por creación y redención), descubrimos cuán bueno es Dios, y cuán bueno su
designio para la humanidad.
Después de haber sido sujetado a padecimiento por su Padre, para poder ser un
Salvador completo (Isa. 53:10), Dios sometió “todas las cosas bajo” los pies de
su Hijo (1 Cor. 15:27), y lo facultó con una autoridad suprema tanto en el
cielo como en la tierra (Mat. 28:18). ¿Para qué le sujetó el Padre todas las cosas?
Para que, a su debido tiempo, paso a paso, el Hijo terminase sujetándole de
nuevo toda la creación que se le descarrió (Isa. 53:6). Y el Hijo mismo, aún
sin ser criatura y sin ser inferior en naturaleza a su Padre, mantendrá su sujeción
al Padre según el modelo que la Trinidad trazó en sus concilios eternos (véase
Filip. 2:5-7; 1 Cor. 15:28). Ese será un ejemplo eterno de sumisión que dará a
todas las criaturas que él mismo creó y redimió, porque fue dado a la raza
humana por toda la eternidad (Jn. 3:16). “El que era uno con Dios se vinculó
con los hijos de los hombres mediante lazos que jamás serán quebrantados” (Camino
a Cristo, página 16).
Sujeción o sumisión no es competencia ni rivalidad
Nunca se vio al Hijo o al Espíritu Santo compitiendo con el Padre para ganar
protagonismo, para ser la cabeza. No hay rivalidad entre ellos. Nadie puja por
ganar o superar al otro. Presentan al mundo un frente unido, según ya vimos, y
esa misma unidad es la que busca la Deidad en su pueblo (Jn. 17:11,20-23). Dios
forma parte de esa relación humana porque comparte con nosotros su naturaleza
espiritual, de tal manera que nuestra unidad como seres humanos quede asegurada
(véase 2 Ped. 1:4). Por eso la relación de Cristo como cabeza de la iglesia es
equivalente a la del marido como cabeza de la mujer. De esta forma, tanto el hombre
deben someterse a la cabeza que está por encima de ambos (Ef. 5:22ss).
En algunas grandes ciudades del mundo, los siquiatras modernos requieren romper
el orden divino de la creación para presuntamente liberarse. Los catedráticos
de esas carreras envían a sus estudiantes a un prostíbulo como primer paso para
liberarse. No de balde entre los médicos, el mayor índice de divorcios se da
entre los que son siquiatras. De allí que muchas terapias modernas no se
esfuerzan por arreglar una situación social quebrada por el pecado. Y no se dan
cuenta ni les importa el saber que de esa manera no
arreglan nada tampoco, porque abandonan al hombre o a la mujer, con todo su
bagaje interior desquiciado, a una repetición de su experiencia traumática con
la nueva persona que encuentren.
¡Sí, se requiere un orden nuevo, una vez que el original se deterioró y
quebrantó! Pero un orden que, en esencia, vuelva al original dado por Dios.
Esto es posible porque el Señor nos promete hacer una nueva creación al sanar
las heridas y desgarros del corazón. “Y todo esto proviene de Dios, quien nos
reconcilió consigo por medio de Cristo, y nos dio el ministerio de la
reconciliación” (2 Cor. 5:17-19). Porque “el
Hijo del Hombre vino a buscar y salvar lo que se había perdido” (Luc. 19:10).
La sumisión no implica que todos estén siempre de acuerdo. Hay lugar para
dialogar. Un líder responsable escucha y dialoga con los que dirige. Y un
seguidor sumiso tiene la responsabilidad de dialogar para poder estar de
acuerdo en lo posible, con el líder. La influencia fluye de ambos lados. Pero es
malo hacer una guerra de cada diferencia. Aunque cabeza y sumisión son papeles
o funciones en un hogar y en la iglesia, debe tenerse en cuenta que hay lugar
para una variedad infinita al descender a los detalles, en relación a los
diferentes temperamentos, habilidades, gustos y disgustos de cada hijo de Dios.
En el orden divino tanto el líder como sus seguidores tienen derechos y
privilegios que deben ser respetados. Cuando se respetan tanto el orden
establecido por Dios como las personas, es más fácil vivir en paz en el hogar y
en la iglesia.
El gozo de la sumisión es una de las sorpresas de Dios, porque es algo
totalmente inesperado que se experimenta cuando la voluntad individual se ve
desbaratada o frustrada. En lugar de quedarse con una rabieta, es mejor verla
como una señal que confirma el orden de Dios. El bienestar que produce cuando somos
humildes, nunca podrán conocer los que aprietan el puño y levantan el brazo
ante cada dificultad que aparece. Es, además, un acto de fe en lo que Dios
estableció. Es confiar en que Dios puede cambiar el corazón de un marido y una
mujer, de un pastor y de los miembros de la iglesia, aunque en determinado momento
no puedan ponerse de acuerdo en gustos y deseos.
“Yo sé los pensamientos que tengo acerca de vosotros—dice el
Eterno—pensamientos de paz y no de mal, para daros el fin que esperáis” (Jer.
29:11). El orden de Dios de cabeza y sumisión nos ayuda a entrar en ese plan y
en ese futuro. Al fin y al cabo, después que su creación se descarrió y gime
como consecuencia del abuso del ser humano, Dios la sujetó en esperanza.
“Porque la creación fue sometida a frustración, no por su propia elección, sino
por la voluntad del que la sujetó, con esperanza” en la
redención final (Rom. 8:20).
Sumisión o sujeción implica responsabilidad
Muchas de las terapias modernas proponen escapismos, no sujeción. Todos quieren
escapar a la realidad, a la responsabilidad que los abruma, al temor, a la
frustración. Cuando algunos tienen problemas en Puerto Rico les aconsejan irse
a USA, y en USA les aconsejan volverse a Puerto Rico, lo que representa una
terapia geográfica de liberación. Pero el problema lo siguen llevando por
doquiera van. Todas pretenden ser terapias de liberación. Pero la terapia de
sujeción que ofrece la Biblia conlleva una
liberación mucho más íntima, profunda y abarcante.
La autoridad del esposo en el hogar, y del pastor o dirigente en la iglesia, se
incrementa en proporción a la sumisión que tenga de Cristo. Ellos ordenan su
familia y la iglesia como representantes personales de Cristo. Su mira está
puesta en Cristo por encima de toda otra cosa, aún de su propia familia o de la
iglesia (Luc. 14:26), y enfoca la mirada de la familia y de la iglesia en
Cristo también. Es así como la familia y la iglesia son bendecidas. Así
también, una verdadera terapia familiar no pondrá la liberación en primer
plano, sino a Cristo. Es bueno ser libres, pero no transformar la libertad en
una obsesión. No debe llevar a desprenderse de la familia. La sumisión a la
autoridad se prueba siempre cuando se llega a un punto donde no se quiere obedecer.
Si siempre se estuviese de acuerdo con la cabeza bajo la cual todos estamos,
nunca tendríamos una prueba de sumisión. Pero nos damos cuenta si somos
realmente sumisos o tenemos una relación de conveniencia cuando no queremos
hacer algo que el cuerpo determina, en asuntos que no van contra la cabeza
mayor que es Cristo. Este principio se aplica tanto a la familia como a la
iglesia, donde el líder se sujeta también a su cabeza, “el príncipe de los
pastores” (1 Ped. 5:1-4; véase 1 Cor. 11:1; Filip. 3:17).
Todo escapismo de una de las partes en la cadena de dependencia y sujeción,
produce traumas que afectan a todo el cuerpo. La mujer o el hijo que deciden
pasar por encima de la autoridad del marido y padre, los miembros que quieren
pasar por encima del liderazgo de la iglesia, probablemente nunca supieron u olvidaron
lo que es tener una responsabilidad. Y los hombres que avasallan a sus esposas
e hijos, o a los miembros de la iglesia en sus derechos legítimos ordenados por
Dios, es porque no quieren sujetarse
tampoco a su cabeza que es Cristo. Todos estamos bajo sujeción, y todos tenemos
que aprender a llevar las cargas de la vida, por más sufrimientos que acarreen
(Heb. 11:25-26, 34ss). Ningún eslabón en la cadena de amor y sujeción está de más.
Afortunadamente, no se nos ha dejado solos con nuestros problemas. Contamos con
la gran bendición de la cruz de Cristo que nos ayuda a sujetarnos. La cruz de
Cristo revela dolor, abnegación, responsabilidad, y liberación. Toda alma
frustrada allí encuentra poder para liberarse a sí misma de sus dolores, de sus
amargos desencantos, de todo sufrimiento que el resquebrajamiento del orden
social diseñado por Dios produce.
Sumisión o sujeción es señal de pertenencia e identidad
¿Por qué se requiere sujeción en el matrimonio? Porque sin sujeción no hay
pertenencia. ¿Por qué se requiere sujeción en la iglesia? (Heb. 13:17). Porque
sin sujeción, tampoco hay pertenencia en el terreno espiritual. Soy Adventista
del Séptimo Día. Esa es mi identidad religiosa. Y le agradezco a Dios por darme
esa identidad ante el mundo.
Antiguamente una mujer sin dueño era una desgracia, era como no tener identidad
(Isa. 4:1). O pertenecía al padre, o al marido que debía pagar por ella al
padre o al amo que cuidaba de ella, para que le pertenezca (Gén. 29, 34; Ex 21,
etc.). El marido contraía, así, obligaciones que consistían en darle alimento,
vestido, y el deber conyugal (Ex. 21:10). De no cumplir con ninguna de esas
tres cosas, la mujer podía salir libre [lo que implicaba normalmente volverse a
sus padres o hermanos], sin que su familia original necesitase pagar por su
rescate (v.11).
Hoy también la mujer que se casa adquiere pertenencia e identidad. El marido
dice de ella que es su esposa, no de ningún otro. Eso implica también darle
alimento, vestido, y cumplir con el deber conyugal.
¿En qué consiste el deber conyugal? En darse el uno al otro, pues se pertenecen
(1 Cor. 7:3). La mujer no tiene potestad de su propio cuerpo, sino el esposo.
De igual modo, el esposo no tiene potestad de su propio cuerpo, sino la esposa
(v. 4-5).
La relación de cabeza y cuerpo es más fuerte aún para resaltar el vínculo de
pertenencia e identidad. El esposo debe amar a su esposa como a su mismo
cuerpo. El que ama a su esposa, se ama a sí mismo. Porque nadie odió jamás a su
propia carne, antes la nutre y la cuida (Ef. 5:28-29). Por eso, insiste el apóstol,
cada uno de vosotros ame también a su esposa como a sí mismo (v. 33). Y así
debemos amarnos los unos a los otros en la iglesia, porque todos formamos parte
del cuerpo de Cristo (1 Cor. 12:12-27).
Volvamos al ejemplo de la Trinidad. El Hijo se sujetó al Padre, y eso garantizó
su identidad y protección divinas. La primera vez que Jesús reveló su identidad
fue a los 12 años en el templo. Mostró entonces a sus padres terrenales, con
mucha delicadeza, que su identidad con su Padre celestial estaba primero. Dijo:
¿No sabíais que en los asuntos de mi Padre tenía que estar? (Luc. 2:49). Cuando
18 años después fue
bautizado en el río Jordán, su Padre hizo resaltar la pertenencia que tenía
sobre Jesús: “Este es mi hijo amado en quien me complazco” (Mat. 3:17). Jesús,
nuestra cabeza, fue Hijo de Dios por nacimiento (Luc. 1:35), por bautismo (Mat.
3:17), y con poder por la resurrección de entre los muertos (Rom. 1:4).
El mismo sentido de pertenencia e identidad divina se extiende a la tercera
persona de la trinidad. El Espíritu Santo es el Espíritu de Dios (1 Cor. 3:16)
y el Espíritu de Cristo (Rom. 8:9), y a su vez, el Espíritu Santo engendró al
Hijo (Luc. 1:35). Y si nosotros nos sujetamos a Dios, pasaremos a pertenecerle
también como hijos, porque nos adoptó como tales mediante su Hijo único (Jn.
3:16; Rom. 8:14-17; 1 Jn. 3:1). De allí que se requiere sujeción en el
matrimonio y en la iglesia. ¡Cuántas veces los que rompen lanzas con su mujer
descubren, a menudo demasiado tarde, lo que han perdido! ¡Cuántas veces los que
se pelean en la iglesia y se van de ella, añoran después el beneficio de
compartir juntos la fe, los problemas, los sueños, y la comprensión y fortaleza
que se obtienen en la comunión fraternal!
Sujeción o sumisión implica confianza y estabilidad
Lo que da más cohesión y firmeza a una pareja, a un hogar, a una familia, y a
la misma iglesia, es el vínculo del amor desinteresado. Es a través de ese
vínculo que Dios atrae a sus hijos. Con cuerdas de bondad humana los traje, con
lazos de amor, dice el Señor (Os. 11:4; Jer. 11:3). Aun así, el dolor de un amor
no correspondido que un padre y una madre pueden tener, un marido o mujer, un
hijo o hija, es el dolor que el Padre celestial tiene con tantos hijos
ingratos. A lo suyo vino, pero los suyos no lo recibieron (Jn. 1:11).
En El Cantar de los Cantares, el rey Salomón ilustró el deseo de ganar el
afecto de su amada Zulamita de una manera tan estable como un sello sobre su
corazón (Cant. 8:6). Recurrió a esa figura por el hecho de estar consciente de
cuán voluble y cambiable es el corazón de los seres humanos (Jer. 17:9). Así
también, el corazón humano que entrega su voluntad y sus afectos al Señor busca
ser confiable, busca estabilidad.
El único ser que puede afirmar ese corazón que por naturaleza es tan engañoso y
contradictorio, es el Espíritu de Dios, quien sella el amor divino en el
corazón, y lo guarda para el día de la redención final (Ef. 4:30; 2 Cor. 1:22).
No vivamos en angustia por saber si seremos salvos o no, porque “Dios es fiel”
(1 Cor. 10:13). El que comenzó una buena obra en nosotros la terminará (1 Cor.
10:13; Filip. 1:6; 1 Tes. 5:24; 2 Tes. 3:3; Heb. 10:23). Lo que nos corresponde
a nosotros es confiar en el Señor y serles sumisos. Él tiene poder para guardarnos
sin caída (Jud. 24). Él nos da la garantía de su Espíritu, que confirma nuestra
subordinación y pertenencia a Cristo (Rom. 8:16; 1 Jn. 2:20,28; véase Ef.
1:13-14; 1 Cor. 2:14-15; 2 Tim. 2:19). Al poner
el sello del Espíritu en nuestros corazones y al escribir su Ley en nuestros
corazones (Jer. 31:33; 2 Cor. 3:2-3), el Espíritu Santo nos confiere su
identidad. “El fundamento de Dios permanece firme y tiene este sello: ‘el Señor
conoce a los suyos’” (2 Tim. 2:19). “El que no tiene el Espíritu de Cristo, no
es de él” (Rom. 8:9úp).
0 comentarios