Vida y Ministerio Público de Jesús – Parte 4
Vida y Ministerio Público de Jesús – Parte 4
6. Ministerio en Samaria y Perea.
En el otoño de ese año, Jesús
y sus discípulos asistieron a la fiesta de los Tabernáculos (Jn.
7:2-13). Esta fue su 1ª visita a Jerusalén desde la curación
del paralítico junto al estanque de Betesda y el rechazo del Sanedrín
unos 18 meses antes. El tema de Cristo como el Mesías estaba en la mente
de todos, y sabían también del complot contra su vida (Jn. 7:25-31).
Había una clara división de opinión acerca de si Jesús
debía ser aceptado como Mesías o debía ser muerto (vs 40-44).
Cuando hubo un intento de arrestar a Jesús, Nicodemo silenció
a los complotadores (vs 45-53). Se hizo otro intento de entramparlo (8:2-11).
Mientras estaba enseñando en el templo, las autoridades lo desafiaron
otra vez, y él, a su vez, abiertamente afirmó que Dios era su
Padre y se declaró el Enviado de Dios. Como resultado intentaron apedrearle
allí mismo (vs 12-59). Sin embareo, escapó (v 59), y aparentemente
regresó brevemente a Galilea antes de salir de allí en su último
viaje a Jerusalén (cf Lc. 9:51-56).
Los siguientes meses Jesús los pasó
trabajando en Samaria y Perea, y envió a los 70 en su misión (Lc.
10:1-24). Poco se sabe de la ruta exacta que tomó Jesús, pero
Lucas registra en forma completa las parábolas y las experiencias de
este período (9:51-18: 34). Ahora se movía públicamente
y enviaba mensajeros delante de sí que anunciaban su llegada (9:52; 10:1);
avanzaba hacia el escenario de su gran sacrificio, y la atención de la
gente debía ser dirigida hacia él. Durante su estadía en
Perea, la multitud otra vez se reunió a su alrededor como lo había
hecho en los primeros días de su ministerio en Galilea (12:1). Unos 3
meses antes de la Pascua subió a Jerusalén para asistir a la fiesta
de la Dedicación (Jn. 10:22). Las autoridades otra vez se acercaron a
él en el templo, exigiéndole: «Si tú eres el Cristo,
dínoslo abiertamente» (v 24). Después de una breve discusión,
los judíos volvieron a tomar piedras para apedrearle por hacerse Dios
(vs 25-33). Un poco más tarde procuraron arrestarlo, pero otra vez escapó
de sus manos y regresó a Perea (vs 39, 40). La muerte de Lázaro,
pocas semanas antes de la crucifixión, le hizo regresar brevemente a
la región de Jerusalén, donde realizó su milagro supremo,
en presencia de una cantidad de dirigentes judíos, que puso de manifiesto
evidencias que los sacerdotes no podían negar ni malinterpretar (11:1-44).
Este milagro estampó el sello de Dios sobre la obra de Jesús como
el Mesías, pero cuando los dirigentes de Jerusalén fueron informados
al respecto (vs 45, 46), decidieron quitar a Jesús de su camino en la
oportunidad que se les presentara (Jn. 11:47-53). Esta evidencia del poder sobre
la muerte fue la prueba culminante de que en la persona de Jesús, Dios
había realmente enviado a su Hijo al mundo para salvar a los hombres
del pecado y de su penalidad, la muerte. Los saduceos, que negaban una vida
después de la muerte, estaban sin duda completamente alarmados, y se
unieron con los fariseos en una decidida determinación de silenciar a
Jesús (cf v 47). No deseando apresurar la crisis antes de tiempo, Jesús
otra vez se retiró de Jerusalén por una temporada (v 54).
7. Ministerio final en Jerusalén.
Unas pocas semanas después de la resurrección
de Lázaro, Jesús dirigió sus pasos una vez más hacia
Jerusalén. Pasó el sábado en Betania (Jn. 12:1) donde Simón
le ofreció un banquete (Mt. 26:6-13; cf Lc. 7:36-50). Por ese tiempo,
Judas fue al palacio del sumo sacerdote y se ofreció para traicionar
a Jesús y entregarlo en sus manos (Mt. 26:14,15). El domingo Jesús
entró triunfalmente en Jerusalén, manifestándose públicamente
como el Mesías-Rey (21:1-11). El entusiasmo del pueblo que había
venido a Jerusalén para la Pascua llegó a un punto muy alto y
lo saludaron como rey. Sus discípulos sin duda tomaron su aceptación
de estos homenajes como prueba de que sus acariciadas esperanzas estaban a punto
de cumplirse, y la multitud creyó que la hora de su emancipación
del yugo romano estaba por llegar. Jesús sabía que estos actos
lo llevarían a la cruz, pero era su propósito llamar públicamente
la atención de todos al sacrificio que estaba a punto de realizar. El
lunes limpió el templo por 2ª vez (Mt. 21:12-17), repitiendo al
fin de su ministerio el mismo acto con el que había iniciado su obra
3 años antes. Esto era un desafío directo a la autoridad de los
sacerdotes y gobernantes. Cuando disputaron su derecho a actuar del modo en
que lo hizo – «¿Con qué autoridad haces estas cosas?»
(v 23)- les contestó de modo que revelaron su incompetencia para evaluar
sus credenciales como Mesías (vs 24-27). Con una serie de parábolas
(21:28-22:14) describió el curso que los dirigentes judíos estaban
tomando al rechazarlo como el Mesías, y en sus respuestas a una serie
de preguntas que le hicieron (22:15-46) refutó a sus críticos
al punto de que ninguno de ellos se atrevió a preguntarle más
(v 46).
Después de exponer públicamente el carácter corrupto de los escribas y fariseos, Jesús se apartó del templo para siempre (Mt. 23) declarando: «He aquí vuestra casa os es dejada desierta» (v 38); apenas el día anterior se había referido al templo como «mi casa» (21:13). Con esta declaración desheredó a la nación judía de la relación de pacto. Le quitó «el reino de Dios» para darlo «a gente que produzca los frutos de él» (v 43). Esa noche Jesús se apartó al monte de los Olivos, y a la pregunta de 4 de sus discípulos (Mr. 13:3) bosquejó lo que todavía debía ocurrir antes del establecimiento de su reino visible sobre la tierra (Mt. 24 y 25). El miércoles de la semana de la pasión lo pasó aislado con sus discípulos. El jueves de noche celebró la Pascua con ellos, y a su vez instituyó la Cena del Señor (Lc. 22:14-30; Mt. 26:26-29; Jn. 13:1-20). Después de la cena les dio extensos consejos acerca del futuro y de su regreso (Jn. 14-16). Al entrar al jardín del Getsemaní, el peso de los pecados del mundo cayó sobre él (Mt. 26:37) y le pareció que quedaba aislado de la luz de la presencia de su Padre para experimentar la suerte del pecador: la eterna separación de Dios. Torturado por ese temor -porque en su humanidad no pudiera soportar el sufrimiento que estaba delante de él- y angustiado por el rechazo de quienes habían venido a salvar, fue tentado a abandonar su misión y dejar que la raza humana cargara con las consecuencias de sus pecados (cf Mt. 26: 39, 42). Pero bebió la copa del sufrimiento hasta las heces. Al caer moribundo al suelo, sintiendo los sufrimientos de la muerte por todos los hombres, un ángel del cielo vino a fortalecerle para soportar las horas de tortura que quedaban delante de él (Mt. 26:30-56; Lc. 22:43).
Esa noche Jesús fue arrestado y llevado primero ante las autoridades judías (Jn. 18:13-24; Mt. 26:57-75; Lc. 22:66-71), y más tarde ante Pilato (Jn. 18:28-19:16) y ante Herodes (Lc. 23:6-12). Jesús fue condenado a muerte por algunos judíos, y la sentencia recibió una vacilante ratificación del procurador romano. Ese mismo día Jesús fue conducido para su crucifixión (Jn. 19:17-37). Con su muerte en la cruz, pagó la penalidad del pecado y vindicó la justicia y la misericordia de Dios. Al pie de la cruz, el egoísmo y el odio de un ser creado que aspiró ser igual a Dios, pero que se interesaba muy poco en Dios al punto de estar dispuesto a asesinar al Hijo de Dios, se enfrentaron cara a cara con el abnegado amor del Creador, que se preocupó tanto por los seres que había creado, que estuvo dispuesto a tomar la naturaleza de un esclavo y morir la muerte de un criminal con el fin de salvarlos de sus propios caminos perversos (3:16). La cruz demostró que Dios podía ser tanto misericordioso como justo cuando perdona a los hombres sus pecados (cf Ro. 3:21-26). Jesús murió en la cruz más o menos a la hora del sacrificio el viernes de tarde, y se levantó de entre los muertos el siguiente domingo de mañana (Mt. 27:45-56; 28:1-15). Después de su resurrección, quedó en la Tierra un tiempo más con el fin de que sus discípulos se familiarizaran con él como un ser resucitado y glorificado. Sus repetidas apariciones (Lc. 24:13-45; Jn. 20:19-21,25; etc.) autenticaron la resurrección. Cuarenta días más tarde ascendió al Padre, concluyendo así su ministerio terrenal (Lc. 24:50-53). «Subo a mi Padre y a vuestro Padre», dijo Jesús (Jn. 20:17). Sus instrucciones de despedida a sus seguidores eran que debían Proclamar las buenas noticias del evangelio a todo el mundo (Mt. 28:19, 20). La confianza de que Jesús verdaderamente había surgido de la tumba y había ascendido al Padre (Lc. 24:50-53) dio un poder dinámico al evangelio mientras los apóstoles salieron a proclamarlo a todo el mundo conocido en esa generación (Hch. 4:10; 2 P. 1:16-18; 1 Jn. 1:13).
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