Comentario Leccion EGW 06 Julio – Septiembre 2012

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1 y 2 de Tesalonicenses

Notas de Elena G. de White 

Lección 6
11 de Agosto de 2012

Amigos para siempre
1 Tesalonicenses 2:13-3:13

Sábado 4 de agosto

Los ojos de Jesús están sobre nosotros en cada momento. Las nubes que se interponen entre nuestra alma y el Sol de justicia, son permitidas en la providencia de Dios para fortalecer nuestra fe en la gran esperanza y en las seguras promesas que brillan sin disiparse frente a la oscuridad de cada tormenta. La fe crece cuando hay conflictos y sufrimiento. Debemos aprender individualmente a ser fuertes frente a las aflicciones y no hundimos en la debilidad…

Nuestro Padre celestial muestra su bondad al permitir que seamos puestos en circunstancias que disminuyan las atracciones terrenales y pongan nuestros afectos en las cosas de arriba. Frecuentemente la pérdida de las bendiciones terrenales nos enseña más que la posesión de las mismas. Si tenemos que pasar por pruebas y aflicciones, eso no significa que Jesús ha dejado de amamos y bendecimos; por el contrario, el Cordero de Dios se identifica con los que sufren; conoce cada sentimiento, cada sugerencia satánica, cada duda que tortura el alma… Ruega por los tentados, los errantes y los que dudan, y trata de levantarlos y ponerlos en comunión con él. Su obra es santificarlos, limpiarlos, ennoblecerlos, purificarlos y llenar sus corazones de paz. Desea capacitarlos para la gloria, la honra y la vida eterna: una herencia más rica y duradera que la de cualquier príncipe terrenal (Review and Herald, 12 de agosto, 1884).

 

Domingo 5 de agosto:
El ejemplo de Judea (1 Tesalonicenses 2:13- 16)

El oyente que se asemeja al buen terreno, recibe la palabra, “no como palabra de hombres, sino según lo es verdaderamente, la palabra de Dios” (1 Tesalonicenses 2:13). Solo es un verdadero estudiante el que recibe las Escrituras como la voz de Dios que le habla. Tiembla ante la Palabra; porque para él es una viviente realidad. Abre su enten­dimiento y corazón para recibirla…

El conocimiento de la verdad depende no tanto de la fuerza inte­lectual como de la pureza de propósito, la sencillez de una fe ferviente y confiada. Los ángeles de Dios se acercan a los que con humildad de corazón buscan la dirección divina. Se les da el Espíritu Santo para abrirles los ricos tesoros de la verdad.

Los oyentes que son comparables a un buen terreno, habiendo oído la palabra, la guardan. Satanás con todos sus agentes del mal no puede arrebatársela.

No es suficiente solo oír o leer la Palabra; el que desea sacar pro­vecho de las Escrituras, debe meditar acerca de la verdad que le ha sido presentada. Por medio de ferviente atención y del pensar impregnado de oración debe aprender el significado de las palabras de verdad, y debe beber profundamente del espíritu de los oráculos santos (Palabras de vida del Gran Maestro, pp. 38, 39).

La misión de Cristo no fue entendida por la gente de su tiempo. La forma de su venida no era la que ellos esperaban. El Señor Jesús era el fundamento de todo el sistema judaico. Su imponente ritual era divinamente ordenado. El propósito de él era enseñar a la gente que al tiempo prefijado vendría Aquel a quien señalaban esas ceremonias. Pero los judíos habían exaltado las formas y las ceremonias, y habían perdido de vista su objeto. Las tradiciones, las máximas y los estatutos de los hombres ocultaron de su vista las lecciones que Dios se proponía transmitirles. Esas máximas y tradiciones llegaron a ser un obstáculo para la comprensión y práctica de la religión verdadera. Y cuando vino la realidad, en la persona de Cristo, no reconocieron en él el cum­plimiento de todos sus símbolos, la sustancia de todas sus sombras. Rechazaron a Cristo, el ser a quien representaban sus ceremonias, y se aferraron a sus mismos símbolos e inútiles ceremonias. El hijo de Dios había venido, pero ellos continuaban pidiendo una señal. Al mensaje: “Arrepentíos, que el reino de los cielos se ha acercado”, contestaron exigiendo un milagro. El evangelio de Cristo era un tropezadero para ellos porque demandaban señales en vez de un Salvador. Esperaban que el Mesías probase sus aseveraciones por poderosos actos de conquista, para establecer su imperio sobre las minas de los imperios terrenales. Cristo contestó a esta expectativa con la parábola del sembrador. No por la fuerza de las armas, no por violentas interposiciones había de preva­lecer el reino de Dios, sino por la implantación de un nuevo principio en el corazón de los hombres (Palabras de vida del Gran Maestro, pp. 17, 18).

 

Lunes 6 de agosto:
La esperanza y el gozo de Pablo (1 Tesalonicenses 2:17-20)

Pablo, el más grande maestro humano, aceptaba tanto los deberes más humildes como los más elevados. Reconocía la necesidad del trabajo, tanto para las manos como para la mente, y desempeñaba un oficio para mantenerse. Se dedicaba a la fabricación de tiendas mientras predicaba diariamente el evangelio en los grandes centros civilizados.

“Antes vosotros sabéis que para lo que me ha sido necesario a mí y a los que están conmigo —dijo cuando se despedía de los ancianos de Éfeso— estas manos me han servido”.

Al par que poseía altas dotes intelectuales, Pablo revelaba en su vida el poder de una sabiduría aun más rara. Sus enseñanzas, ejemplifi­cadas por su vida, revelan principios de la más profunda significación, que eran ignorados por los grandes espíritus de su tiempo. Poseía la más elevada de todas las sabidurías que da una pronta perspicacia y simpa­tía, que pone al hombre en contacto con los hombres, y lo capacita para despertar la naturaleza mejor de sus semejantes e inspirarles a vivir una vida más elevada (La educación, p. 66).

Estos tesoros, que Cristo considera inestimables, son “las riquezas de la gloria de su herencia en los santos”. A los discípulos de Cristo se los llama sus joyas, su tesoro precioso y particular. Dice él: “Como pie­dras de diadema serán enaltecidos en su tierra”. “Haré más precioso que el oro fino al varón, y más que el oro de Ofir al hombre”. Cristo, el gran centro de quien se desprende toda gloria, considera a su pueblo purifi­cado y perfeccionado como la recompensa de todas sus aflicciones, su humillación y su amor; lo estima como el complemento de su gloria.

Se nos permite unirnos con él en la gran obra de redención y par­ticipar con él de las riquezas que ganó por las aflicciones y la muerte. El apóstol Pablo escribió de esta manera a los cristianos tesalonicenses: “¿Cuál es nuestra esperanza, o gozo, o corona de que me gloríe? ¿No lo sois vosotros, delante de nuestro Señor Jesucristo, en su venida? Vosotros sois nuestra gloria y gozo”. Tal es el tesoro por el cual Cristo nos manda trabajar. El carácter es la gran cosecha de la vida. Cada palabra y acto que mediante la gracia de Cristo encienda en algún alma el impulso de elevarse hacia el cielo, cada esfuerzo que tienda a la for­mación de un carácter como el de Cristo, equivale a acumular tesoros en los cielos.

Donde esté el tesoro, allí estará el corazón. Nos beneficiamos con cada esfuerzo que ejercemos en pro de los demás. El que da de su dine­ro o de su trabajo para la difusión del evangelio dedica su interés y sus oraciones a la obra y a las almas a las cuales alcanzará; sus afectos se dirigen hacia otros, y se ve estimulado para consagrarse más completa­mente a Dios, a fin de poder hacerles el mayor bien posible.

En el día final, cuando desaparezcan las riquezas del mundo, el que haya guardado tesoros en el cielo verá lo que su vida ganó. Si hemos prestado atención a las palabras de Cristo, al congregamos alrededor del gran trono blanco veremos almas que se habrán salvado como consecuencia de nuestro ministerio; sabremos que uno salvó a otros, y éstos, a otros aun. Esta muchedumbre, traída al puerto de descanso como fruto de nuestros esfuerzos, depositará sus coronas a los pies de Jesús y lo alabará por los siglos interminables de la eternidad. ¡Con qué alegría verá el obrero de Cristo aquellos redimidos, participantes de la gloria del Redentor! ¡Cuán precioso será el cielo para quienes hayan trabajado fielmente por la salvación de las almas! (El discurso maestro de Jesucristo, pp. 77, 78).

 

 

Martes 7 de agosto:
La visita sustitutiva de Timoteo (1 Tesalonicenses 3:1-5)

La purificación del pueblo de Dios no puede lograrse sin que dicho pueblo soporte padecimientos. Dios permite que los fuegos de la aflic­ción consuman la escoria, separen lo inútil de lo valioso, a fin de que el metal puro resplandezca. Nos hace pasar de un fuego a otro, probando nuestro verdadero valor. Si no podemos soportar estas pruebas, ¿qué haremos en el tiempo de angustia? Si la prosperidad o la adversidad descubren falsedad, orgullo o egoísmo en nosotros, ¿qué haremos cuando Dios pruebe la obra de cada uno como por fuego y revele los secretos de todo corazón?

La verdadera gracia está dispuesta a ser probada; y si estamos poco dispuestos a ser escudriñados por el Señor, nuestra condición es verdaderamente grave. Dios es refinador y purificador de almas; en el calor del horno, la escoria queda para siempre separada del verdadero oro y plata del carácter cristiano. Jesús vigila la prueba. Él sabe lo que es necesario para purificar el metal precioso a fin de que refleje el esplendor de su amor divino (Testimonios para la iglesia, tomo 4, p. 89).

[Las pruebas] Les acontecen porque Dios los conduce. Las pruebas y los obstáculos son los métodos de disciplina que el Señor escoge, y las condiciones que señala para el éxito. El que lee en los corazones de los hombres conoce sus caracteres mejor que ellos mismos. Él ve que algunos tienen facultades y aptitudes que, bien dirigidas, pueden ser aprovechadas en el adelanto de la obra de Dios. Su providencia los coloca en diferentes situaciones y variadas circunstancias para que descubran en su carácter los defectos que permanecían ocultos a su conocimiento. Les da oportunidad para enmendar estos defectos y pre­pararse para servirle. Muchas veces permite que el fuego de la aflicción los alcance para purificarlos.

El hecho de que somos llamados a soportar pruebas demuestra que el Señor Jesús ve en nosotros algo precioso que quiere desarrollar. Si no viera en nosotros nada con que glorificar su nombre, no perdería tiempo en refinamos. No echa piedras inútiles en su hornillo. Lo que él refina es mineral precioso. El herrero coloca el hierro y el acero en el fuego para saber de qué clase son. El Señor permite que sus escogidos pasen por el horno de la aflicción para probar su carácter y saber si pueden ser amoldados para su obra (El ministerio de curación, pp. 373, 374).

 

Miércoles 8 de agosto:
El resultado de la visita de Timoteo (1 Tesalonicenses 3:6-10)

No hay nada al parecer tan débil, y no obstante tan invencible, como el alma que siente su insignificancia y confía por completo en los méritos del Salvador. Mediante la oración, el estudio de su Palabra y el creer que su presencia mora en el corazón, el más débil ser humano puede vincularse con el Cristo vivo, quien lo tendrá de la mano y nunca lo soltará (El ministerio de curación, pp. 136, 137).

Si hemos de desarrollar un carácter que Dios pueda aceptar, debe­mos formar hábitos correctos en nuestra vida religiosa. La oración cotidiana es esencial para crecer en la gracia, y aun para la misma vida espiritual, así como el alimento físico es indispensable para el bienestar temporal. Debemos acostumbrarnos a elevar a menudo nuestros pensa­mientos en oración a Dios. Si la mente divaga, debemos traerla de vuel­ta; mediante el esfuerzo perseverante se transformará por fin en algo habitual. Ni por un momento podemos separarnos de Cristo sin peligro. Podemos tener su presencia que nos ayude a cada paso únicamente si respetamos las condiciones que él mismo ha establecido.

La religión debe transformarse en el gran propósito de la vida. Todo lo demás debe subordinarse a ella. Todas las facultades del alma, el cuerpo y el espíritu deben empeñarse en la lucha cristiana. Debemos confiar en Cristo para recibir fuerza y gracia, y ganaremos la victoria tan ciertamente como Jesús la ganó por nosotros (Exaltad a Jesús, p. 138).

La vida de Cristo estaba destinada a demostrar que la pureza, esta­bilidad y firmeza de principios no dependen de que la vida esté libre de tribulaciones, pobreza y adversidad. Cristo soportó sin murmurar las pruebas y privaciones de que tantos jóvenes se quejan. Y esta discipli­na es justamente lo que necesitan los jóvenes; es lo que les conferirá firmeza de carácter y que los asemejará a Cristo, fortaleciéndoles el espíritu para resistir a la tentación. Si se apartan de la influencia de los que tratarían de extraviarlos y corromperlos, no serán derrotados por las trampas satánicas. Mediante la oración cotidiana recibirán sabiduría y gracia de Dios para soportar las luchas y hacer frente a la árida realidad de la vida, y triunfar sobre todas ellas. La fidelidad y serenidad mental se pueden conservar solamente merced a la oración y una actitud aler­ta. La vida de Cristo fue un ejemplo de energía perseverante que no se dejaba debilitar por los insultos y el ridículo, por las privaciones o sinsabores… Y precisamente en la medida en que mantengan su inte­gridad de carácter en medio de los desengaños, aumentarán su fortale­za, estabilidad y resistencia y se fortificarán en espíritu (Meditaciones matinales 1952, p. 305).

La oración es el aliento del alma, el canal de todas las bendiciones. Cuando el pecador arrepentido, comprendiendo las necesidades de la humanidad, y sintiendo su propia indignidad, ofrece sus oraciones, Dios ve sus luchas, observa sus conflictos y advierte su sinceridad. Tiene su dedo sobre su pulso, y toma nota de cada sollozo. Ningún sentimiento lo conmueve, ninguna emoción lo agita, ninguna tristeza lo oscurece, ningún pecado lo mancha, ningún pensamiento o propósito lo mueve, de los cuales él no tenga conocimiento. Esa alma fue comprada a un precio infinito, y es amada con una devoción que es inalterable…

Al cristiano se le da la invitación de llevar sus cargas a Dios mediante la oración, y de unirse estrechamente a Cristo mediante los vínculos de una fe viva. El Señor nos autoriza a orar, declarando que él escuchará las oraciones de aquellos que confían en su poder infinito. Él será honrado por aquellos que se acerquen a él, quienes cumplan fiel­mente su servicio. “Tú le guardarás en completa paz, cuyo pensamiento en ti persevera, porque en ti se ha confiado” (Isaías 26:3). El brazo de la Omnipotencia está extendido para guiarnos y conducimos hacia ade­lante y siempre adelante. El Señor nos dice que avancemos, y añade: Yo comprendo el caso, y yo enviaré ayuda. Continuad orando. Tened fe en mí. Pedid para la gloria de mi nombre y recibiréis. Yo seré honrado delante de aquellos que observan para criticaros por vuestro fracaso. Ellos verán a la verdad triunfar gloriosamente. “Y todo lo que pidiereis en oración, creyendo, lo recibiréis”…

¡Cuán fuertes son la verdadera fe y la verdadera oración! (Nuestra elevada vocación, p. 129).

 

Jueves 9 de agosto:
Oraciones renovadas de Pablo (1 Tesalonicenses 3:11-13)

El Señor conoce nuestras faltas secretas; no podemos engañarlo ni esconder nuestros caminos delante de él. Se lleva un registro de la conducta de cada persona; de su relación con Dios y con sus prójimos. Cada acto de nuestra vida es conocido y será juzgado. Estamos cons­truyendo una estructura que estará sujeta al escrutinio del Juez de toda la tierra; es la estructura de nuestro carácter, y cada acto —sí, cada palabra y cada pensamiento— es una piedra en el edificio. Si cada día agregamos pensamientos puros, actos nobles y palabras bondadosas, no nos avergonzaremos cuando la estructura sea revisada por el Señor Jehová, sino que será un templo que perdurará para siempre (The Bible Echo, 1º de junio, 1887).

“No amemos de palabra”, escribe el apóstol, “sino de obra y en ver­dad”. La perfección del carácter cristiano se obtiene cuando el impulso de ayudar y beneficiar a otros brota constantemente de su interior. Cuando una atmósfera de tal amor rodea el alma del creyente, produce un sabor de vida para vida, y permite que Dios bendiga su trabajo.

Un amor supremo hacia Dios y un amor abnegado hacia nuestros semejantes, es el mejor don que nuestro Padre celestial puede confe­rirnos. Tal amor no es un impulso, sino un principio divino, un poder permanente. El corazón que no ha sido santificado no puede originarlo ni producirlo. Únicamente se encuentra en el corazón en el cual reina Cristo. “Nosotros le amamos a él, porque él nos amó primero”. En el corazón que ha sido renovado por la gracia divina, el amor es el princi­pio dominante de acción. Modifica el carácter, gobierna los impulsos, controla las pasiones, y ennoblece los afectos. Ese amor, cuando uno lo alberga en el alma, endulza la vida, y esparce una influencia ennoblece- dora en su derredor (Los hechos de los apóstoles, p. 440).

Cada alma convertida tiene una obra que hacer. Debemos recibir gracia para dispensarla gratuitamente. Debemos permitir que alumbre la luz que proviene de la Estrella resplandeciente de la mañana, para que esa luz resplandezca mediante obras de abnegación y sacrificio, siguiendo el ejemplo que Cristo nos ha dado mediante su propia vida y su carácter. Debemos recibir de la raíz esa savia que nos capacitará para llevar mucho fruto. Toda alma que haya escuchado la divina invitación debe comunicar el mensaje desde la colina hasta el valle, diciendo a todos aquellos que se relacionan con ella: “Ven”…

El amor de Jesús en el corazón siempre se manifestará mediante una tierna compasión por las almas de aquellos por quienes pagó tan alto precio: “No amemos de palabra ni de lengua, sino de hecho y en verdad. Y en esto conocemos que somos de la verdad, y aseguramos nuestros corazones delante de él… Y cualquiera cosa que pidiéremos la recibiremos de él, porque guardamos sus mandamientos, y hacemos las cosas que son agradables delante de él” (1 Juan 3:18, 19, 22). El cristiano carente de amor no existe.

Cada verdadero creyente capta los rayos de la Estrella matutina, y transmite su luz a los que se hallan en tinieblas. No solo resplande­cen en medio de las tinieblas de su propio vecindario, sino que como iglesia envían la luz a las regiones distantes. El Señor espera que cada cual cumpla su deber. Todo el que se une con la iglesia debe unirse a Cristo también para difundir los rayos de la Estrella matutina, y debe convertirse en la luz del mundo. Cristo y su pueblo serán copartícipes en la gran tarea de salvar a la humanidad (Cada día con Dios, p. 327).


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