El amor y la Ley

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El amor y la Ley

Sábado 25 de octubre

Nunca deberíamos actuar con indiferencia y falta de simpatía, especialmente cuando tratamos con los pobres. A todos debemos tratar con cortesía, simpatía y compasión. La parcialidad manifestada hacia los ricos desagrada a Dios. Jesús es menospreciado cuando se desprecia a sus hijos necesitados. Estos no son ricos en bienes de este mundo, pero ellos son caros a su corazón amante. Dios no reconoce distinción de rango. Él no toma en cuenta las clases sociales. Ante su vista los hombres no son más que hombres, buenos o malos. En el día final del ajuste de cuentas, la posición, las clases sociales o la riqueza no altera­rán ni en el espesor de un cabello el caso de ninguna persona. El Dios que todo lo ve juzgará a los hombres por lo que éstos son en pureza, nobleza y amor a Cristo
Cristo declaró que el evangelio debía predicarse a los pobres. La verdad de Dios nunca se reviste más de un aspecto de mayor belleza que cuando es llevada a los necesitados y desposeídos. Entonces es cuando la luz del evangelio brilla con su claridad más radiante e ilu­mina la choza de los campesinos y la rústica cabaña del labrador. Los ángeles de Dios están allí y su presencia convierte en un banquete el pedazo de pan duro y el vaso de agua. Los que han sido descuidados y abandonados por el mundo son ensalzados para llegar a ser hijos e hijas del Altísimo. Elevados por encima de cualquier posición social que la tierra pueda conceder, se sientan en los lugares celestiales en Cristo Jesús. Puede ser que no posean tesoros terrenales, pero han encontrado la perla de gran precio (Consejos sobre mayordomía cris­tiana, pp. 168, 169).

Domingo 26 de octubre: El hombre vestido de oro

El apóstol Santiago ha dado un consejo definido con respecto a la manera como debemos tratar a los pobres [Se cita Santiago 2:2-5]…
Aunque Cristo era rico en las cortes celestiales, se hizo pobre para que mediante su pobreza nosotros pudiéramos ser hechos ricos. Jesús honró a los pobres compartiendo su condición humilde. De la historia de su vida debemos aprender la forma de tratar a los pobres. Algunos llevan a extremos el deber de la beneficencia, y en realidad perjudican a los pobres al hacer demasiado por ellos. Los pobres no siempre se esfuerzan como debieran hacerlo. Si bien es cierto que no se los debe descuidar y hacerlos sufrir, es necesario enseñarles a ayudarse a sí mismos…
Los pobres debieran tratarse con tanto interés y atención como los ricos. La práctica de honrar a los ricos y despreciar y descuidar a los pobres es un delito a la vista de Dios. Los que están rodeados por todas las comodidades de la vida, o que reciben atenciones especiales del mundo porque son ricos, no experimentan la necesidad de simpatía y de tierna consideración como las personas cuyas vidas han sido una larga lucha con la pobreza. Estos últimos tienen muy poco en esta vida que los haga felices o alegres, debido a lo cual apreciarían las manifes­taciones de simpatía y amor…
No era el propósito de Dios que la pobreza desapareciera del mundo. Las clases de la sociedad nunca debían ser igualadas; porque la diversidad de condiciones que caracteriza a la humanidad es uno de los medios por los que Dios ha determinado probar y desarrollar el carácter. Muchos han urgido con gran entusiasmo que todos los seres humanos debieran tener una parte igual en las bendiciones temporales de Dios; pero éste no era el propósito del Creador. Cristo ha dicho que siempre debemos tener a los pobres con nosotros. Los pobres, tanto como los ricos, han sido adquiridos por su sangre; y entre sus seguidores profe­sos, en la mayor parte de los casos, los pobres le sirven con determina­ción, mientras que los ricos están constantemente depositando sus afec­tos sobre los tesoros terrenales, y olvidan a Cristo. Las preocupaciones de esta vida y la codicia por las riquezas eclipsan la gloria de un mundo eterno. Si todos tuvieran la misma cantidad de posesiones mundana­les, eso sería la peor desgracia que hubiera caído sobre la humanidad (Consejos sobre la salud, pp. 225-227).

Lunes 27 de octubre: Lucha de clases

Son muy pocos los que comprenden el poder de su amor por el dinero hasta que se los pone a prueba. Entonces es cuando muchos que profesan ser seguidores de Cristo muestran que no están preparados para el cielo. Sus obras testifican que aman más el dinero que a su pró­jimo o a Dios. Tal como el joven rico, preguntan por el camino de la vida, pero cuando éste les es señalado y cuando calculan el costo, y ven que se exige de ellos el sacrificio de las riquezas mundanales, deciden que el cielo cuesta demasiado. Cuanto mayores son los tesoros hechos en la tierra, tanto más difícil resulta para sus poseedores comprender que éstos no les pertenecen sino que les han sido prestados para que los utilizasen para gloria de Dios.
Jesús aprovechó la oportunidad de dar a sus discípulos una lección impresionante: “Entonces Jesús dijo a sus discípulos: De cierto os digo, que difícilmente entrará un rico en el reino de los cielos. Otra vez os digo, que es más fácil pasar un camello por el ojo de una aguja, que entrar un rico en el reino de Dios” (Mateo 19:23, 24).
Aquí puede apreciarse el poder de la riqueza. La influencia del amor al dinero sobre la mente humana es casi paralizadora. Las riquezas infatúan y hacen que muchos que las poseen obren como si estuviesen privados de razón. Cuanto más tienen de este mundo, tanto más desean. Sus temores de llegar a padecer necesidad aumentan con sus riquezas. Se sienten inclinados a amontonar recursos para el futuro. Son mezqui­nos y egoístas, y temen que Dios no provea para ellos. Esta clase de gente es en realidad pobre delante de Dios. A medida que han acumu­lado riquezas han ido poniendo su conciencia en ellas y han perdido la fe en Dios y sus promesas.
Los pobres, fieles y confiados, se hacen ricos delante de Dios utili­zando juiciosamente lo poco que poseen para bendecir a otros. Sienten que tienen obligaciones hacia su prójimo que no pueden descartar si quieren obedecer el mandamiento de Dios: “Amarás a tu prójimo como a ti mismo”. Consideran la salvación de sus semejantes de más impor­tancia que todo el oro y la plata contenidos en el mundo.
Cristo señala la forma como los que poseen riquezas y sin embargo no son ricos delante de Dios pueden obtener las riquezas verdaderas. Él ha dicho: “Vended lo que poseéis y dad limosna” (Lucas 12:33), y haceos tesoros en el cielo. El remedio que él propone es una transfe­rencia de sus afectos a la herencia eterna. Al invertir sus recursos en la causa de Dios para ayudar en la salvación de las almas y aliviar a los necesitados, se enriquecen en buenas obras y atesoran “para sí buen fundamento para lo por venir” para “que echen mano de la vida eterna” (1 Timoteo 6:19). Esto resultará una inversión segura.
Pero muchos muestran mediante sus obras que no se atreven a confiar en el banco del cielo. Prefieren confiar sus recursos financieros al mundo antes que enviarlos delante de ellos al cielo. Estos tienen que realizar una gran obra para vencer la codicia y el amor al mundo. Los ricos pobres, que profesan servir a Dios, son dignos de compasión. Mientras profesan conocer a Dios sus obras lo niegan. ¡Cuán grandes son las tinieblas que rodean a los tales! Profesan fe en la verdad, pero sus obras no corresponden con su profesión. El amor a las riquezas hace a los hombres egoístas, exigentes y despóticos (Consejos sobre mayordomía cristiana, pp. 156, 157).

Obtener riquezas por medio del fraude y del trato injusto hacia las viudas y los huérfanos, o amontonarlas en desmedro de las necesidades de los afligidos, eventualmente provocará la justa retribución descrita por el apóstol inspirado [se cita Santiago 5:1-4].
Los más pobres y humildes de los discípulos de Cristo que son ricos en buenas obras, son más bendecidos y preciosos a la vista de Dios que aquellos que se glorían en sus grandes riquezas. En las cortes del cielo, los pobres y humildes son más exaltados que los reyes y los nobles que no son ricos en Dios (Review and Herald, 15 de enero de 1880).

Martes 28 de octubre: Amar al prójimo

Los sacerdotes y gobernantes se interponían entre la gente y Cristo y buscaban separarlos del gran Maestro. Así también ocurre en nuestros días. ¡Cuán grande será la responsabilidad de aquellos que impiden a las almas entrar en el reino de los cielos! En su Sermón del Monte, Cristo derribó las barreras de separación que se habían levantado por prejuicios nacionalistas y enseñó que el ejercicio del amor debe envolver a toda la raza humana. Dijo a la gente: “Amad a vuestros enemigos”…
Cristo enseña que debemos reconocer a nuestro prójimo en cualquier raza o condición. No se debe hacer distinción entre rico o pobre, sino considerar como prójimo a cualquiera que necesita nues­tra ayuda. Cristo no estableció su reino solamente para los ricos, y la única condición esencial para entrar en su reino es tener un carácter a su semejanza. El que había dado sus divinos preceptos desde la columna de nube había mostrado que no eran arbitrarios sino que aquellos que los siguieran vivirían por ellos… Al obedecer la “ley de libertad”, y aceptar sus divinos preceptos, el carácter humano asi­milará el carácter divino, porque el carácter de Dios está expresado en su santa ley. Cuando alguien la sustituye con sus propias ideas y erige sus propias reglas, se mantendrá con sus propias deficiencias, practicará sus propios hábitos, y estará muy por debajo del carácter de Cristo. Solo por la gracia de Cristo podemos esforzamos por alcanzar el ideal.
Vivimos en un mundo imperfecto y en todas partes se muestran falsos cristos —falsos cristianos que lo son solo de nombre— que muestran atributos que se asemejan a los súbditos del enemigo en lugar de asemejarse a los súbditos del Príncipe Emanuel. En cambio, los que están bajo el control de Cristo llevarán su imagen y semejanza. La razón por la que Cristo expuso los preceptos de la ley en el Sermón del Monte fue porque sabía que algunos que se habían separado de ella, retomarían a su alianza con Dios, y llegarían a ser representantes del Padre y del Hijo (Signs of the Times, 17 de octubre de 1895).

El mismo Jesús que estableció el amor como el principio gobernan­te de la vida en la antigua dispensación, también mandó en el Nuevo Testamento que el amor sea el principio gobernante de sus seguidores. La verdadera santificación es consecuencia del desarrollo del principio del amor. Los que caminan en la luz serán hijos de luz, y difundirán luz a su alrededor en la forma de afecto, bondad e incomparable amor. “Dios es amor; y el que vive en amor, vive en Dios, y Dios en él” (1 Juan 4:16). A menos que el amor llene continuamente el alma, no se podrán compartir los rayos del Sol de Justicia; pero el que ha abierto la puerta de su corazón a Jesús revelará la luz de la vida en una piedad práctica. Una doctrina pura acompañará a las obras de justicia y los preceptos celestiales a las prácticas santas. El corazón que está lleno de la gracia de Cristo difundirá paz y gozo. El carácter será purificado, ennoblecido, elevado y glorificado (The Youth’s Instructor, 8 de noviembre de 1894).

 

Miércoles 29 de octubre: Toda la ley

Dios no fuerza la voluntad ni el juicio de nadie. No se complace en la obediencia servil. Quiere que las criaturas salidas de sus manos le amen porque es digno de amor. Quiere que le obedezcan porque aprecian debidamente su sabiduría, su justicia y su bondad. Y todos los que tienen justo concepto de estos atributos le amarán porque serán atraídos a él por la admiración de sus atributos (El conflicto de los siglos, p. 597).

Hay dos errores contra los cuales los hijos de Dios, particular­mente los que apenas han comenzado a confiar en su gracia, deben especialmente guardarse. El primero, sobre el que ya se ha insistido, es el de fijarse en sus propias obras, confiando en alguna cosa que puedan hacer, para ponerse en armonía con Dios. El que está procurando lle­gar a ser santo mediante sus propios esfuerzos por guardar la ley, está procurando una imposibilidad. Todo lo que el hombre puede hacer sin Cristo está contaminado de amor propio y pecado. Solamente la gracia de Cristo, por medio de la fe, puede hacemos santos.
El error opuesto y no menos peligroso es que la fe en Cristo exime a los hombres de guardar la ley de Dios; que puesto que solamente por la fe somos hechos participantes de la gracia de Cristo, nuestras obras no tienen nada que ver con nuestra redención.
Pero nótese aquí que la obediencia no es un mero cumplimiento externo, sino un servicio de amor. La ley de Dios es una expresión de su misma naturaleza; es la personificación del gran principio del amor y, en consecuencia, el fundamento de su gobierno en los cielos y en la tierra. Si nuestros corazones son regenerados a la semejanza de Dios, si el amor divino es implantado en el corazón, ¿no se manifestará la ley de Dios en la vida? Cuando es implantado el principio del amor en el corazón, cuando el hombre es renovado conforme a la imagen del que lo creó, se cumple en él la promesa del nuevo pacto: “Pondré mis leyes en su corazón, y también en su mente las escribiré” (Hebreos 10:16). Y si la ley está escrita en el corazón, ¿no modelará la vida? La obedien­cia, es decir, el servicio y la lealtad de amor, es la verdadera prueba del discipulado. Siendo así, la Escritura dice: “Este es el amor de Dios, que guardemos sus mandamientos”. “El que dice: Yo le conozco, y no guar­da sus mandamientos, es mentiroso, y no hay verdad en él” (1 Juan 5:3; 2:4). En vez de que la fe exima al hombre de la obediencia, es la fe, y solo ella, la que lo hace participante de la gracia de Cristo y lo capacita para obedecerlo (El camino a Cristo, pp. 59, 60).

La fe en Jesús no anula la ley, sino que la establece, y producirá frutos de obediencia en nuestras vidas…
La iglesia que Cristo presenta ante el trono de su gloria es sin “man­cha, ni arruga, ni cosa semejante”. ¿Desea usted estar entre aquellos que hayan lavado las ropas del carácter en la sangre del Cordero? Entonces, deje de hacer lo malo; aprenda a hacer el bien (Isaías 1:16,17); camine en los mandamientos y las ordenanzas de Dios sin culpa. No ha de pre­guntar si guardar la verdad del Cielo se ajusta a su conveniencia. Ha de tomar su cruz y seguir a Cristo, cueste lo que costare. Encontrará que su yugo es fácil y su carga es ligera (Reflejemos a Jesús, p. 46).

Jueves 30 de octubre: Juzgados por la ley

La ley de Dios, por su naturaleza misma, es inmutable. Es una revelación de la voluntad y del carácter de su Autor. Dios es amor, y su ley es amor. Sus dos grandes principios son el amor a Dios y al hombre. “El amor pues es el cumplimiento de la ley” (Romanos 13:10, V.M.). El carácter de Dios es justicia y verdad; tal es la naturaleza de su ley. Dice el salmista: “Tu ley es la verdad”; “todos tus mandamientos son justos” (Salmo 119:142, 172, V.M.). Y el apóstol Pablo declara: “La ley es santa, y el mandamiento, santo y justo y bueno” (Romanos 7:12, V.M.). Semejante ley, expresión del pensamiento y de la voluntad de Dios, debe ser tan duradera como su Autor (El conflicto de los siglos, p. 520).

La ley de Dios es la regla por la cual los caracteres y las vidas de los hombres serán probados en el juicio. Salomón dice: “Teme a Dios, y guarda sus mandamientos; porque esto es la suma del deber humano. Pues que Dios traerá toda obra ajuicio” (Eclesiastés 12:13, 14, V.M.). El apóstol Santiago amonesta a sus hermanos diciéndoles: “Así hablad pues, y así obrad, como hombres que van a ser juzgados por la ley de libertad” (Santiago 2:12, V.M.)…
Jesús aparecerá como el abogado de ellos, para interceder en su favor ante Dios. “Si alguno hubiere pecado, abogado tenemos para con el Padre, a saber Jesucristo el justo” (1 Juan 2:1). “Porque no entró Cristo en un lugar santo hecho de mano, que es una mera representación del verdadero, sino en el cielo mismo, para presentarse ahora delante de Dios por nosotros”. “Por lo cual también, puede salvar hasta lo sumo a los que se acercan a Dios por medio de él, viviendo siempre para inter­ceder por ellos” (Hebreos 9:24; 7:25, V.M.)…
A todos los que se hayan arrepentido verdaderamente de su peca­do, y que hayan aceptado con fe la sangre de Cristo como su sacrificio expiatorio, se les ha inscrito el perdón frente a sus nombres en los libros del cielo; como llegaron a ser partícipes de la justicia de Cristo y su carácter está en armonía con la ley de Dios, sus pecados serán borrados, y ellos mismos serán juzgados dignos de la vida eterna. El Señor decla­ra por el profeta Isaías: “Yo, yo soy aquel que borro tus transgresiones a causa de mí mismo, y no me acordaré más de tus pecados” (Isaías 43:25, V.M.). Jesús dijo: “El que venciere, será así revestido de ropas blancas; y no borraré su nombre del libro de la vida, sino confesaré su nombre delante de mi Padre, y delante de sus santos ángeles”. “A todo aquel, pues, que me confesare delante de los hombres, le confesaré yo también delante de mi Padre que está en los cielos. Pero a cualquiera que me negare delante de los hombres, le negaré yo también delante de mi Padre que está en los cielos.” (Apocalipsis 3:5; Mateo 10:32, 33, V.M.) (El conflicto de los siglos, pp. 536, 537).

Su propósito [de Cristo] era reconciliar las prerrogativas de la jus­ticia y la misericordia, y que cada una quedara separada en su dignidad, y sin embargo unidas. Su misericordia no era debilidad, sino un terrible poder para castigar el pecado porque es pecado y, sin embargo, un poder para atraer hacia él el amor de la humanidad. La justicia puede perdonar mediante Cristo sin sacrificar una jota de su excelsa santidad.
La justicia y la misericordia se mantuvieron separadas, opuestas la una a la otra, separadas por un ancho abismo. El Señor, nuestro Redentor, revistió su divinidad con humanidad, y forjó a favor del hombre un carácter que era sin mancha ni tacha. Plantó su cruz a mitad del camino entre el cielo y la tierra, y la convirtió en el objeto de atracción que se extendía en ambas direcciones, uniendo a la justicia y a la misericordia a través del abismo. La justicia se trasladó desde su elevado trono y con todos los ejércitos del cielo se aproximó a la cruz. Allí vio a Uno igual a Dios llevando el castigo de toda injusticia y todo pecado. La justicia se inclinó con reverencia ante la cruz con perfecta satisfacción, diciendo: Es suficiente (Comentario bíblico adventista, tomo 7, p. 947).

Viernes 31 de octubre: Para estudiar y meditar

El conflicto de los siglos, pp. 533-545.

 

 


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