El Imperio Romano – Parte 1

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Fundada, según la tradición, en 753 a.C. sobre sus seis montes (peñascos formados donde la llanura lacia desciende hacia el lecho del Tíber en el primer cruce fácil desde la desembocadura), Roma, como lo han demostrado las excavaciones, fue, en su origen, lugar de confluencia y crisol, más que de asentamiento de un pueblo preexistente. El crecimiento de la población, estimulado en época temprana por los requerimientos estratégicos de los estados etruscos al N y al S, adquirió su propio ímpetu, y mediante una política liberal de concesión de derechos, único en la antigüedad, Roma atrajo a su seno hombres e ideas de todas partes del Mediterráneo, hasta que casi 1.000 años después de su comienzo había incorporado todas las restantes comunidades civilizadas desde Gran Bretaña hasta Arabia. Roma era cosmopolita y el resto del mundo era romano. Mas esta misma facilidad de integración destruyó el carácter único de la ciudad, y la centralización estratégica que había determinado su crecimiento se perdió con la apertura del Danubio y el Rin, de modo que en la Edad Media Roma quedó poco más que como ciudad provinciana de Italia.

En la época del NT Roma se encontraba en pleno apogeo de su crecimiento. Conjuntos de viviendas de muchos pisos alojaban a un proletariado de más de un millón de personas, procedentes de todas partes. La aristocracia, que se volvió igualmente internacional debido a los favores domésticos de los césares, prodigaron los beneficios de tres continentes en villas suburbanas y propiedades campestres. Los mismos césares colmaron el centro de la ciudad con un impresionante conjunto de edificios públicos, quizá jamás igualado en capital alguna. La misma concentración de riqueza proveyó a las concentradas masas de población de generosos subsidios económicos y de entretenimientos. También atrajo el talento literario y artístico de otros países. Como asiento del senado y de la administración cesárea, Roma mantuvo contacto diplomático con todos los demás estados del Mediterráneo, y el tráfico de comestibles y productos suntuarios fortificó los vínculos.

I. Roma en el pensamiento neotestamentario
Con frecuencia se ha supuesto que Hechos de los Apóstoles es una odísea apostólica ubicada entre Jerusalén y Roma, estos últimos como símbolos de judíos y gentiles. El polo puesto a Jerusalén, sin embargo está indicado como “lo último de la tierra” (Hch. 1.8), y, si bien el relato concluye en Roma, no se hace gran hincapié en este hecho. La atención se concentra en la lucha legal entre Pablo y los opositores judíos, y el viaje a Roma sirve como resolución de esto, incidente que culmina allí con la censura de los judíos por Pablo y la predicación del evangelio a los gentiles sin impedimento. El tema del libro parece ser la liberación del evangelio de su matriz judaica, y Roma proporciona un claro punto terminal en dicho empeño.

En Apocalipsis, empero, Roma adquiere una significación francamente siniestra. “La gran ciudad que reina sobre los reyes de la tierra” (Ap. 17.18), asentada sobre siete montes (v. 9), o sobre “las aguas” que son “pueblos, muchedumbres, naciones y lenguas” (v. 15), es sin lugar a dudas la capital imperial. El vidente, escribiendo en Asia Menor, centro del tráfico de artículos suntuarios más grande de la antiguedad, revela lo que sienten los que sufrieron a través del consorcio con Roma. Se burla de la famosa componenda con “los reyes de la tierra que… con ella han vivido en deleites” (Ap. 18.9), y cataloga el suntunso tráfico (vv. 12–13) de los “mercaderes de la tierra” que “se han enriquecido de la potencia de sus deleites” (v. 3). Estigmatiza el brillo artístico de la ciudad (v. 22). El grado de difusión de ese odio nos es desconocido. En este caso la razón es clara. Roma ya ha bebido “la sangre de los mártires de Jesús” (Ap. 17.6).

Categorías: Historia

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