El papado desde el año 800-1216 d. C.
Un hijo de Pipino, Carlos, conocido en la historia como Carlomagno, fue quien completó la expansión del imperio franco y consolidó la Europa medieval. Carlomagno mantuvo bajo su dominio a los alamanes y a las regiones de Turingia y Baviera. Terminó de vencer a los lombardos de Italia, de cuya corona de hierro se apoderó, y venció a los sajones germanos. También desalojó a los musulmanes de la región de los Pirineos. Carlomagno hizo que la organización política interna de su imperio alcanzara un alto grado de eficiencia; para lograrlo nombró condes en cada zona y organizó delegaciones o misiones anuales, cada una constituida por un conde y un obispo que iban de un lugar a otro en gira de inspección para poner en orden las cosas en nombre de Carlomagno. Este procedimiento dio como resultado una nueva reforma en la iglesia de los francos. Carlomagno también prestó atención a la educación, cuya condición era deplorable.
Carlomagno fue a Italia a fines del año 800, pues el papa León III se encontraba en serias dificultades con algunos de sus enemigos personales. Carlomagno investigó el caso y puso de nuevo a León en su trono papal de la ciudad de Roma. El rey y su séquito, junto con el papa y su comitiva, asistieron el día de Navidad a un servicio religioso en la antigua iglesia que ocupaba el terreno donde está ahora la catedral de San Pedro. Cuando terminó el servicio religioso el papa se acercó a Carlomagno, que estaba arrodillado, le colocó una diadema en la cabeza y lo declaró Carlos Augusto, emperador de los romanos.
Se duda de que Carlomagno hubiera hecho planes para que eso sucediera; pero sí es muy probable que estuviera pensando en el momento de tomar dicho título. Habían transcurrido 324 años desde que el último rey occidental había lucido el título de emperador de los romanos. Desde el año 800 hubo casi sin interrupción un emperador romano, por lo menos nominalmente, hasta que Napoleón depuso el último en 1806. Sin embargo, existían en realidad dos imperios, el oriental y el occidental, y no dos partes de un imperio como había sido anteriormente.
La controversia de los iconoclastas.–
Las controversias religiosas también contribuyeron a este proceso de separación entre el Oriente y el Occidente. La discusión quizá más prolongada e intensa fue la que giró en torno de la naturaleza de Jesucristo. Sin embargo, es significativo que estas grandes controversias teológicas no afectaran a la iglesia occidental. El cristianismo del Occidente no fue dividido por ninguna divergencia importante de origen teológico. Roma pudo avanzar por el sendero de una enseñanza doctrinal definida durante esos siglos, y condujo por la senda de la ortodoxia romana a las iglesias que había ayudado a fundar en la Europa occidental. El hecho de que el Oriente estuviera dividido por disputas y que éstas se resolvieran en los términos establecidos por los griegos, sirvió para aumentar más la separación entre el Oriente y el Occidente.
La división se acentuó con el estallido de la controversia con los iconoclastas o «destructores de imágenes». Como ya se dijo, durante los siglos VIII y IX la mitad oriental del Imperio Romano estuvo envuelta en una terrible lucha contra la propagación del Islam. Los musulmanes eran decididamente monoteístas, e insistían fanáticamente en que no hay sino un Dios, Alá. Esto producía, por supuesto, un rotundo rechazo de cualquier clase de estatua, imagen o cuadro que se empleara en el culto religioso. El Islam concordaba en esto con el judaísmo, que interpretaba el segundo mandamiento del Decálogo mosaico como una prohibición de cualquier representación gráfica o material de la Deidad.
Las controversias acerca de la naturaleza de Cristo como el unigénito Hijo de Dios, que habían dividido al cristianismo oriental, presentaban un inquietante contraste con el sencillo monoteísmo del Islam; y más aún: desde el siglo III en adelante se había intensificado el uso de cuadros e imágenes de Jesús en las iglesias. Esas representaciones gráficas al principio se usaron para fomentar la devoción de los cristianos sencillos que no podían leer por sí mismos las Escrituras; pero gradualmente se fue cultivando la práctica de venerar esas imágenes, y rápidamente aumentó en las iglesias el número de diversas imágenes de Jesús, de la Virgen María y de los santos, y se hizo común el espectáculo de cristianos arrodillados en oración delante de esas estatuas.
Todo esto horrorizaba a los mahometanos, y cuando conquistaban las provincias cada vez que encontraban oportunidad destruían las imágenes, porque consideraban que era su deber hacerlo. En la iglesia oriental también había muchos que lamentaban profundamente la impotencia del cristianismo para hacer frente a este desafío del Islam; y por eso se desarrolló un fuerte movimiento dentro de la iglesia para eliminar toda clase de imágenes de Jesús. Los que promovían este movimiento llegaron a ser llamados iconoclastas, y como tales no sólo se sentían satisfechos con disputar a la Iglesia el derecho de tener imágenes, sino que a veces las destruían.
Esta disputa se tornó tan grave durante el siglo VIII, que fue convocado un segundo Concilio de Nicea, en 787 d. C., para decidir quién tenía la razón. ¿Debía continuarse o no usando imágenes en la iglesia? ¿Debía haber o no cuadros de ellas? La iglesia occidental ya se había definido por medio de una declaración del papa Esteban III, en el sentido de que la iglesia deseaba que continuara el uso de las imágenes. Cuando se reunió el concilio fue condenada la iconoclastia, los obispos iconoclastas o se sometieron o fueron depuestos, y se restauró el culto a las imágenes. Sin embargo, este concilio no terminó con la controversia, y finalmente la Iglesia Griega Ortodoxa decidió usar exclusivamente representaciones bidimensionales, eliminando así las estatuas (tridimensionales). En los templos ortodoxos rusos y griegos se ven cuadros de Cristo, pero no estatuas; no sucede así en la Iglesia Católica Romana.
Cisma entre el Oriente y el Occidente.-
Se ha destacado que en los primeros siglos debido a diferencias de idioma, de cultura, de conceptos teológicos y de puntos de vista doctrinales, los sectores oriental y occidental de la iglesia se habían separado gradualmente. Esta tendencia se aceleró con el virtual fin de la influencia del emperador de Oriente en Occidente, especialmente después que dicho emperador tuvo que dedicar toda su atención y energías a contener la difusión del islamismo. La controversia de los iconoclastas ayudó a ampliar la brecha, y en el siglo XI se acentuaron otras diferencias, tanto en la interpretación ritual como teológico. Entre éstas estuvieron la cuestión de si se debía usar levadura en el pan sacramental (la iglesia de Occidente sostenía que sí debía usarse), de si se debía ayunar en el día sábado (la iglesia oriental sostenía que no debía hacerse), y si el clero debía casarse (la iglesia occidental tomó la posición de que no debía hacerlo). Estas diferencias, y otras de menor importancia, pronto se agudizaron. El patriarca de Constantinopla y el papa de Roma se lanzaban recíprocamente anatemas. La crisis llegó al máximo en el año 1054: el patriarca y el papa se excomulgaron mutuamente. Ese cisma separó a la iglesia oriental de la occidental.
División del imperio de Carlomagno.-
También deben tomarse en cuenta los grandes cambios ocurridos por el año 800, en el que una vez fuera el Imperio Romano. La mitad oriental del imperio era de habla griega y de pensamiento griego, aunque todavía se consideraba esencialmente romana. Su territorio era mucho menor, pues por el norte lo presionaban los eslavos y por el este y sur las hordas islámicas. Todo el norte del África, que una vez fuera un centro de cultura latina, estaba en manos de los musulmanes, como también lo estaba España. El latín, que una vez se habló en todo el Occidente, degeneraba gradualmente y comenzaron a formarse las lenguas romances: italiano, francés, español, etc. Los lombardos germanos y los francos todavía usaban sus dialectos teutónicos. Carlomagno, el nuevo emperador romano occidental, gobernaba el norte de Italia y el territorio comprendido entre el norte de España, Francia, Bélgica y Holanda hasta los límites de Dinamarca; y hacia el este, aproximadamente hasta el río Elba. La cultura romana y el latín fueron preservados por la iglesia, la sucesora de la antigua Roma tanto cultural como políticamente.
Carlomagno cometió antes de morir el error político de dividir el gobierno del imperio entre sus tres hijos. Su intención era que un hijo gobernara la zona central, que aproximadamente abarcaba la región de los Países Bajos, al oeste del Rin, Lorena e Italia; otro gobernaría Alemania, la cual se convirtió en la base del llamado Santo Imperio Romano Germánico; y al tercero le legó Francia y el norte de España. Esta triple división, que no permaneció debido a la muerte prematura de dos de los hijos del emperador, fue de todos modos el fundamento para las fronteras nacionales de la Europa medieval; pero también se produjeron rivalidades, disputas y conflictos que mantuvieron agitada a la Europa occidental.
La reforma de la iglesia causada por la abadía de Cluny.-
La sede papal fue ocupada en los siglos IX y X por hombres débiles y con frecuencia impíos. La iglesia decaía, y la vida espiritual y moral estaba trágicamente deteriorada. El nivel cultural era muy bajo. Los sucesores de Carlomagno restauraron el título de emperador romano y se unieron mediante vínculos matrimoniales con la casa imperial de Constantinopla, y por un tiempo se tuvo la impresión de que el antiguo Imperio Romano sería restaurado y reunificado, pero no fue así. Se intentó restaurar el prestigio del papado, y varios obispos alemanes que demostraron ser hábiles administradores ocuparon el trono papal en Roma. Esto hizo que el papado estuviera por un tiempo bajo la supervisión del poder imperial germano.
A mediados del siglo XI surgió en Francia un notable movimiento en favor de la reforma de la iglesia. Comenzó en la abadía benedictina de Cluny, a 18 km. al noroeste de Macon, Francia. El abad de Cluny estableció un estricto reglamento para su monasterio; desde entonces salieron de ese lugar hombres consagrados, cuyo propósito era purificar la iglesia. Esos reformadores fueron ganando posiciones de influencia en diversas partes de la Europa occidental, y finalmente llegaron a dominar la iglesia.
La reforma de Cluny tenía un programa definido. Insistía principalmente en una reforma de la vida monástica, que se había deteriorado. El monasterio tenía derecho, por supuesto, a exigir una reforma únicamente a nivel monástico; pero a medida que sus alumnos salían y ocupaban lugares de influencia en la iglesia, la reforma alcanzó un programa más amplio: exigía un cambio total en la vilda del clero, que las propiedades de la iglesia fueran administradas para el bien de la Iglesia y no de los que la administraban. Los reformadores pedían, para lograr esos fines, que la iglesia fuera liberada del control de los reyes y de la nobleza porque, después de todo, no eran más que laicos, y también pedían pleno apoyo a los derechos de la iglesia.
Puesto que la mayoría de los obispos y abades de la iglesia, que ejercían gran influencia política, eran de sangre noble, fue necesario que los reyes y los duques consiguieran que se nombrara para altos cargos eclesiásticos a hombres que cooperaran con ellos en la administración de sus reinos y ducados: Por eso llegó a ser común que los obispos y los abades fueran nombrados por el imperio y sus representantes, y los reformadores de Cluny insistían en que esta costumbre debía cesar. La investidura de obispos y abades debía estar bajo la autoridad del papa y depender de sus representantes sin la intervención de la aristocracia laica.
Los reformadores de Cluny condenaban, por lo tanto, el crimen de la simonía (la compra de cargos eclesiásticos) y el nombramiento de una persona para un cargo religioso por disposición de los laicos y no por intervención de los eclesiásticos. Tales metas significaban nada menos que una reorganización completa de todo el sistema de sucesiones y nombramientos dentro de la iglesia, y hacía peligrar las muchas complicaciones políticas que manejaban los clérigos a su antojo. Esto también implicaba el manejo de las inmensas propiedades de la iglesia, ampliamente dispersas y con frecuencia sometidas a un régimen feudal. Se estima que esas propiedades alcanzaban en el siglo XI aproximadamente a un tercio de la riqueza en bienes raíces de la Europa occidental. En resumen, la reforma de Cluny significaba una verdadera revolución.
A pesar de la amplia influencia de esta reforma persistieron grandes abusos y aun se hicieron más manifiestos; esto indujo a los fieles miembros de iglesia a empeñarse en persistentes esfuerzos para lograr una reforma genuina y completa. El continuo rechazo por parte de las autoridades eclesiásticas más encumbradas, que no permitió que se corrigieran esos abusos, fue lo que más tarde convenció a Martín Lutero, como antes a Wyclef, Hus, Jerónimo y otros reformadores, de que el papado no tenía autoridad divina para regir las vidas y las conciencias de los hombres.
La polémica de las investiduras.-
La lucha entre la iglesia y el Estado en cuanto a las líneas de conducta presentadas por los monjes de Cluny, se conoce como «la polémica de las investiduras». Enrique III (1039-1056), emperador del Santo Imperio Romano Germánico, procuró con afán que se elevara el nivel de la vida de la iglesia. Logró llegar a un acuerdo con los poderosos nobles germanos, o a dominarlos, y al mismo tiempo mantuvo la paz en Italia. Dio pasos decisivos para reformar a la iglesia y puso como papas a algunos clérigos alemanes. No se opuso a la reforma de Cluny, quizá porque no se dio cuenta de su desafío al poder real y ducal.
Su hijo, quien más tarde fue Enrique IV, tenía sólo cinco años cuando Enrique III murió en 1056. El gobierno imperial pasó a manos de regentes, la reina y algunos de los nobles alemanes. Enrique IV estuvo durante un tiempo bajo la tutela de su madre; pero más tarde sus tutores fueron dos arzobispos alemanes políticamente poderosos. Probablemente por eso sabía más de intrigas políticas que de las cosas nobles de la vida cuando fue coronado como monarca de Alemania a los 15 años de edad. Esto sucedió en 1066, el mismo año en que Guillermo el Conquistador, animado por el papado, cruzaba el canal de la Mancha y derrotaba al último de los reyes sajones de Inglaterra. Los poderosos nobles alemanes se sentían inquietos por estar bajo un monarca tan joven, y desde el mismo comienzo de su activo gobierno el problema de Enrique fue mantener a esos indóciles nobles del imperio bajo cierta sujeción. Naturalmente procuraba colocar a sus amigos en cargos de poder y también deseaba que los que lo apoyaban ocuparan altos cargos eclesiásticos. Por eso cuando se le presentaba la oportunidad nombraba tanto laicos como eclesiásticos para fortalecerse políticamente. Esto concordaba plenamente con lo que se había hecho por décadas, hasta por siglos; pero era contrario al programa de los reformadores de Cluny, quienes adquirían más poder.
El movimiento de reforma alcanzó mayor significado cuando algunos funcionarios papales participaron en él. Entre ellos se destacó Hildebrando, un diácono de la ciudad de Roma; era un lombardo de amplia visión, de voluntad persistente y notable dedicación a lo que vislumbraba que fortalecía los intereses de la iglesia. Apoyaba de todo corazón la reforma de Cluny, y hasta puede ser que pasara un corto lapso en ese monasterio. Como era diácono, colaboraba con los papas reinantes para fortalecer la iglesia en todas las formas, y sin duda fue un agente activo en las manipulaciones papales durante varios años antes de que fuera nombrado papa. Durante su diaconado se instituyó el sistema de que el papa fuera elegido por el colegio de cardenales, y que se discontinuara el desordenado método de nombrarlo por aclamación del pueblo, como se había hecho hasta entonces.
Hildebrando fue elegido papa en 1073, y tomó el nombre de Gregorio VII. Enrique IV era entonces un joven de 22 años que trabajaba activamente para consolidar su dominio sobre el imperio. El nuevo papa se dirigió bondadosamente al joven monarca con la evidente esperanza de que lo considerara como a un padre y consejero; pero esa amistosa relación se deterioró poco a poco. Enrique no estaba dispuesto a que el papa determinara quién debía ocupar los obispados alemanes, y finalmente desafió al papa. Entonces, Gregorio Vll excomulgó a Enrique IV. La aplicación del entredicho sobre Enrique IV significaba que todos los nobles y obispos alemanes que se oponían al programa del joven monarca aprovecharían la excomunión como una excusa para repudiarlo como emperador y colocar a otro en su lugar.
Esta combinación de circunstancias propició el famoso episodio de Canossa, que hasta el día de hoy es difícil de analizar y evaluar. La excomunión fue decretada en 1076. Enrique comprendió la amenaza que ese entredicho representaba para su futura carrera y acompañado por dos obispos alemanes cruzó los Alpes en lo más crudo del invierno con la esperanza de llegar a algún arreglo con Gregorio. Pero Gregorio había partido para Alemania, pues los nobles le habían pedido que fuera para que se preparara la elección de un nuevo emperador. Gregorio había viajado hasta el castillo toscano de Canossa, y allí llegó Enrique para pedirle una audiencia. El papa no estaba seguro de lo que debía hacer o decir. Sabía que Enrique era incapaz como gobernante y que ahora tenía la oportunidad de desplazarlo; pero, por otro lado, si Enrique estaba sinceramente arrepentido, su deber como papa era absolverlo. Esta vacilación hizo que Gregorio mantuviera a Enrique esperando tres días fuera de los portones del castillo en el frío de enero, el mes más crudo del invierno europeo. Finalmente le concedió audiencia al arrepentido Enrique, y cuando el monarca se arrodilló delante de él, lo absolvió.
Gregorio regresó a Roma porque comprendió que era inútil continuar su viaje a Alemania en ese momento debido al giro que habían tomado los acontecimientos. Enrique regresó a Alemania, llevó a feliz término su conflicto con los nobles y se restableció como monarca; sin embargo, su gobierno siempre fue perturbado y nunca logró una verdadera paz con Gregorio. Enrique expulsó a Gregorio de Roma antes de que éste muriera, y en su lugar colocó a un antipapa, el cual, a su vez, coronó a Enrique como emperador. Gregorio murió en el exilio. Se afirma que dijo: «He amado la justicia y he odiado la iniquidad; por eso muero en el exilio».
Enrique V, hijo de Enrique IV, continuó con la disputa sobre las investiduras, pero finalmente en el año 1122, se llegó a un arreglo conocido como el concordato de Worms. Según los términos de ese convenio, el papa de Roma, o su representante, debía nombrar obispos para que ocuparan las vacantes, pero con la aprobación del monarca correspondiente. Un legado papal debía investir al obispo con su autoridad eclesiástica y su insignia, y un representante del emperador le concedía la investidura con sus poderes seculares. Esto fue sólo una componenda, ya que tuvo eficacia como un recurso transitorio que sólo logró una paz intranquila, pues, en realidad, se produjeron graves luchas entre la iglesia y el Estado. La cuestión significaba más que determinar si la iglesia debía verse libre de la dominación del Estado. Como aquélla representaba el factor espiritual, pretendía tener una autoridad superior, pues hablaba en nombre de Dios. Debía, pues, decidirse si la iglesia dominaría al Estado, o si ambos debían proseguir juntos mientras la iglesia continuaba poseyendo grandes recursos materiales, lo cual le permitía una inmensa influencia política. Sucedió lógicamente lo que era de prever: cuando los gobernantes eran débiles y el papa fuerte, dominaba la iglesia; y cuando sucedía lo opuesto, el brazo secular podía ejercer el poder mayor. Como resultado sufrieron tanto la iglesia como el Estado, y también se perjudicaron la paz y el progreso de la Europa occidental.
Aunque el Santo Imperio Romano Germánico incluyó diversas zonas de la Europa occidental durante diversos períodos de su historia, su centro de gravedad siempre estuvo al norte de los Alpes, en los Estados germánicos. La rivalidad política entre el papa y el emperador debido a la disputa sobre las investiduras, fue un factor importante en el éxito de la Reforma, pues muchos de los príncipes alemanes, por motivos ya políticos, ya religiosos, demostraron ser ardientes y eficaces paladines de la gran revolución contra Roma.
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