Religión y salud mental

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Dr. Mario R. Pereyra

Vida abundante

“El ladrón no viene sino para hurtar, matar y destruir;
yo he venido para que tengan vida,
 y para que la tengan en abundancia.”
Jesucristo (Juan 10:10)

Son numerosas las investigaciones realizadas con el fin de constatar las relaciones entre la religiosidad y la salud. Varios meta-análisis y revisiones sistemáticas demuestran que la participación en prácticas religiosas se correlaciona con la reducción de la morbilidad y la mortalidad (ver McCullough y otros, 2000), pudiéndose afirmar, a su vez, que aquellas prácticas podrían asociarse a un aumento de hasta siete años en la expectativa de vida (ver Helm y otros, 2000). Más concretamente, en un estudio realizado sobre 91.000 sujetos de Maryland, se descubrió una reducida prevalencia de cirrosis, enfisema, suicidio y cardiopatía isquémica en personas que asistían regularmente a su respectivo lugar de culto religioso (Comstock y otros, 1976). Aunque algunos resultados sugieren que los niveles de morbilidad y mortalidad pueden variar en función de cada distinta religión, tras haberse ajustado posibles variables (Rasanen y otros, 1996), se necesitarían posteriores investigaciones realizadas entre subgrupos religiosos. Otro grupo de estudios sugiere la correlación de la religiosidad con mejores resultados clínicos tras el padecimiento de patologías importantes, y altos niveles de recuperación después de intervenciones quirúrgicas de riesgo. Las investigaciones refieren una conexión entre religiosidad y salud física o mental mayores cuando se trata de enfermedades graves o crónicas, siendo éstas las que implican mayor estrés al paciente (Koenig, 2004). De modo específico, los estudios han hallado un menor nivel de complicaciones y estancia hospitalaria, junto a una más rápida recuperación, respecto a cirugía cardíaca (Contrada y otros, 2004), y otros tipos de intervenciones  (Hodges y otros, 2002). A su vez, se han constatado menores índices de supervivencia en pacientes con cáncer de mama que no estaban vinculados a religión alguna (Van Ness y otros, 2003), así como una relación directa entre la pertenencia a la Iglesia Adventista y mayor longevidad posterior respecto a esa misma patología, de cáncer de mama (Zollinger y otros, 1984).

Algunos de los efectos observados pueden explicarse por el estilo de vida que prescribe algunas religiones como la Iglesia Adventista. Así, por ejemplo, se ha constatado en un estudio realizado en Israel que los habitantes sin creencia religiosa alguna consumían dietas con una mayor presencia de ácidos grasos saturados, expresando mayores niveles de triglicéridos y colesterol-LDL en plasma, en contraste con lo encontrado en sus conciudadanos religiosos (Friedlander y otros, 1987). En base también a las prescripciones morales propias, se han comparado resultados de la población general con los que se desprenden de creyentes mormones y adventistas, encontrándose en éstos una menor incidencia e inferior tasa de mortalidad respecto de cánceres asociados al consumo de tabaco y alcohol (Fraser, 1999), aunque hay algunas creencias que no prohíben el uso del alcohol u otras sustancias psicoactivas. De todos modos, la práctica religiosa parece claro que tiene un efecto positivo y postula la eficacia de la práctica religiosa en la recuperación de adicciones, cuando no directamente es la propia confesión religiosa la responsable y protagonista de instituciones rehabilitadoras, como Alcohólicos Anónimos.

Con respecto a los efectos de la religiosidad sobre la salud mental se ha estudiado más profundamente que el ámbito físico. La asistencia a prácticas religiosas parece amortiguar los efectos del estrés sobre la salud mental (Williams y otros, 1991). Diversas investigaciones demuestran que la espiritualidad puede ser positivamente asociada con sentimientos de bienestar en diferentes poblaciones (Markides y otros, 1987). Por otra parte, la asistencia a servicios religiosos presenta una relación directa con un mayor nivel de satisfacción vital tanto en poblaciones chinas como mexicanas (Levin y otros, 1988).

Hay una multitud de estudios sobre algunas prácticas específicas (por ej., orar, adorar, etc.) y actitudes o sentimientos que se presentan más en religiosos respecto a no religiosos (como la esperanza, el perdón, la fe, la gratitud, la compasión, etc.) en correlación con la salud física y mental, pero por razones de tiempo solo nos referiremos a dos de ellos, el perdón y la esperanza.

Perdón y salud

“Perdónanos el mal que hemos hecho,  
así como nosotros hemos perdonado a los que nos han hecho mal.”
Jesucristo (Mateo 6:12; DHH)

En una revisión de la literatura realizada por Harris y Thoresen (2005), encontraron que la falta de perdón causa problemas sobre la salud de manera similar a otras formas de estrés crónico, como son los casos de la “gente que vive bajo extrema pobreza o en campos de refugiados, veteranos traumatizados en combate o sobrevivientes de violación” (Ídem, 323). Las emociones principales que moviliza la falta de perdón son la ira, la hostilidad, la culpa y el miedo. Las investigaciones encontraron relaciones entre los no perdonadores con problemas de salud de ira y hostilidad. Por ejemplo, Julkunen y otros (1994), descubrieron en una muestra de hombres finlandeses desconfiados, cínicos y con altos niveles de ira que la aterosclerosis de la carótida era el doble que otros hombres sin esos problemas, aún después de controlar otros factores de riesgos biológicos y demográficos. Además de los perjuicios sobre la salud, se ha observado que él no perdonador es una persona enfadada, hostil, que pasa rumiando su enojo, lo cual lo lleva a que los amigos y conocidos se alejen de él. Asimismo, la persona desconfiada y temerosa de nuevos ataques evita el contacto social, reforzando la soledad y el aislamiento, lo cual también afecta la salud social igual que la salud física y mental.

Asimismo, numerosos estudios han documentado fuertes asociaciones positivas entre el perdón y la salud como con el bienestar. Por ejemplo, Toussaint y otros (2001), examinando una muestra de 1,423 sujetos, hallaron relaciones significativas entre el perdón y una serie de reportes de salud mental y física, más allá de las edades de los testados. Otros trabajos posteriores de Kathleen Lawler-Row (2010), de la East Carolina University, basado en 938 personas de la tercera edad, encontró importantes relaciones positivas entre el perdón, el bienestar psicológico y las condiciones de salud, confirmando investigaciones anteriores (Lawler-Row y otros, 2008; 2009). Así como la ira, la culpa y el miedo son las emociones de la falta del perdón, se descubrió que las emociones que constituye el corazón del perdón son la esperanza, la compasión y la empatía.

También se ha observado los cambios experimentados en la salud física y mental en grupos de personas sometidos a diferentes programas de terapia del perdón. Así, por ejemplo, Waltman (2003) examinó los efectos fisiológicos y psicológicos en pacientes coronarios en un programa de 10 semanas de terapia del perdón, siguiendo el modelo de Enright. Se evaluaron los niveles de perdón, ira, ansiedad y esperanza, además de tomarse medidas del funcionamiento del corazón y de la presión arterial. Los resultados del pretest y el postest al terminar el programa, mostraron cambios significativos en la mejora del perdón y la disminución de la hostilidad, pero no observaron cambios en las medidas fisiológicas. Sin embargo, al realizarse un seguimiento de los mismos pacientes, cierto tiempo después, se verificaron cambios significativos en la salud física, concluyendo que el perdón afecta la salud física a largo plazo. En otro estudio, realizado por un grupo de investigadores de Palo Alto y de la Universidad de Stanford (Harris y otros, 2006), evaluaron los resultados de un programa de perdón de 6 semanas, a 259 personas que habían sufrido ofensas graves, encontrando que las intervenciones redujeron los pensamientos y sentimientos negativos, en una proporción de 2 a 3 veces más que el grupo de control, además de aumentar el nivel de auto-eficacia de los participantes, mejorar notablemente la actitud hacia el agresor y disminuir la ira y el estrés. Otro estudio de Reed y Enright (2006), en mujeres abusadas emocionalmente, también encontró que la terapia del perdón reduce significativamente la depresión, la ansiedad y el estrés postraumático.

Un área escasa de investigaciones ha sido la relacionada con el auto perdón. Así, Michael Wohl y colaboradores (2008), decidieron estudiar este asunto, definiendo el auto perdón, como “la aceptación de la propia responsabilidad y de la pena causada a otra persona, procesando adecuadamente los sentimientos de remordimiento” (Ídem, 2). Consideraron que “el auto perdón es un acto de generosidad y bondad hacia mí mismo después de una acción auto percibida como inadecuada” (Íbid). A partir de esas conceptualizaciones, los autores construyeron una prueba de evaluación, que llamaron State Self-Forgiveness Scales, que demostró ser confiable y entonces investigaron a 60 personas, que habían estado en relaciones románticas y habían roto el vínculo en forma enojosa. El estudio demostró que la actitud de culpabilizarse predice la tendencia a la depresión y afecta la salud mental, en tanto, el auto perdón neutraliza esa disposición favoreciendo el bienestar psicológico. Estos resultados corroboran otra investigación que mostró que la “rumiación” o reexperimentación de la injuria disminuye el perdón y aumenta la actitud vengadora (McCullough y otros, 2007).

Esperanza y salud

“La esperanza es la medicina milagrosa de la mente.
Ella inspira la voluntad de vivir. Ella es un poderoso aliado.
W. Peterson (1961)

El filósofo francés Gabriel Marcel (1954), ha definido la desesperanza como la voluntad de deserción. Se trata de una actitud de abandonarse y retirarse de la lucha, de renunciar a todo, de no querer saber más nada. Por su parte, Lain Entralgo (1978), acuñó el término diselpidia para hablar de la falta de esperanza («dis«, prefijo negativo y «elpis«, del griego, esperan­za), explicándolo como la patología del esperar humano. Pero, quizás la definición más lúcida y precisa haya sido la formulada por Schmale y Engel (1967), quienes llamaron a la desespe­ranza «the given up-given up complex», que podría traducirse como el síndrome de la renuncia. Se trata de sentimientos de desamparo y renuncia, de impotencia y derrotismo, de imposibili­dad de recibir ayuda, pérdida de confianza en las relaciones interpersona­les, vivencia de ruptura en la continui­dad biográfica, refugio y aferra­miento al pasado con pérdida de los proyec­tos para el futuro. Es, pues, “la desesperanza —siguiendo a Lain Entralgo—, esa especie de retracción de la existencia sobre sí misma ante la vacía nihilidad de lo porvenir”.

Los reportes de las investigaciones son abrumadores y las evidencias innu­me­ra­bles con respecto a la relación de la desesperanza con la depresión. Las evidencias indican que la desesperanza es el factor de mayor peso en el incremento de la tristeza o disforia (Reff y otros, 2005), la producción de las depre­sio­nes (v. gr., Drake y otros, 1986) y la melancolía. Beck afirmó categóricamente que «la desesperanza es el corazón de la depre­sión» (Beck, 1967), confirmándolo con una multitud de evidencias, derivadas de estudios propios y de otros investigadores. Por ejemplo, se ha demostrado que la desespe­ranza discrimina significativamente entre grupos de depresivos y no depresivos y es un predictor de severidad de una depresión. Kashani y otros (1992), en una síntesis de numerosos estudios relacionó la desespe­ran­za con la depresión en térmi­nos de atribu­cio­nes, motiva­ción y gratifi­ca­ción aplazada, afirmando la importancia de la prevención de la desespe­ranza en la escuela para evitar las depresiones.

Es importante destacar que algunos estudios han corroborado que la desesperanza es aún más grave que la depresión. Srikumar y colaboradores (2000) han estudiado el rol de ambos cuadros —depresión y desesperanza— en personas de tercera edad gravemente enfermos (infartados, con cáncer de estómago o de cerebro, Alzheimer, neumonía y diabetes), que requerían aplicarles tratamientos para salvarles la vida, como la resucitación cardiovascular, la ventilación mecánica, el suero intravenoso y la sonda nosogástrica. Fueron un total de 2503 pacientes del sexo masculino quienes fueron admitidos en la unidad de cuidados intensivos del Veterans Administration Medical Center de la Universidad de Maryland, en estado crítico, necesitados de tratamientos de emergencia. A esos fines se les pidió el consentimiento para hacer intervenciones vitales. El 29,3% se rehusó a recibir esos tratamientos. Al evaluar tales pacientes se encontró que no era la depresión lo más numeroso sino la desesperanza. Fueron los altos niveles de desesperanza lo que se encontró estadísticamente significativo en el rechazo a los procedimientos médicos para salvarles la vida, más allá de la edad, características raciales, tipo de enfermedad y evolución de la misma. Por su parte, la depresión no tuvo una incidencia significativa.   

Otra serie de investigaciones experimentales y estadísticas han revelado que la desesperanza es un componente básico en los procesos suicidógenos. Hay que recono­cer que el acto de quitarse la vida puede ser motivado por una amplia gama de razones, psiquiá­tri­cas, psicológicas, genéticas, personales, familiares, psicosociales, demo­gráfi­cas y aún neuro­biológicas. Sin embar­go, la bibliografía especializada ha reconocido hasta el hartazgo que la desesperan­za es una de los facto­res de más peso en los suicidios (Cassells y otros, 2005). Entre pacientes con episodios depresivo mayor, en un seguimiento a cuatro años, Fawcett y otros (1987), encontra­ron que la desespe­ranza era la variable de más peso entre los suicidas y el grupo de control. También se encontró que cuando está muy alta la desesperanza aún los tratamientos con antidepresivos corren riesgo de fracasar. Pero no solamente la desesperanza es diagnóstica de ideación, intención y suicidios consumados, también tiene un carácter predictivo. Por ejemplo, Kim y otros. (2003), encontraron en 200 pacientes esquizofrénicos que se suicidaron, la desesperanza fue el único predictor del suicidio.

El Profesor Fred O. Henker (1985), de la Universidad de Arkansas, relata el caso de una pa­cien­te de 49 años, casada y madre de dos adolescentes. Había recibido una implantación de válvula mitral a los 47 años, evolucionando normalmente durante un año. Luego empezó a mostrar signos crecientes de descompensación cardiaca. Se decidió hacer un nuevo reemplazo. Cuando estaba internada para la cirugía dio muestras evidentes de pesimismo. Sus hijos eran indiferentes con ella y le hacían sentir que estaba de más. Su esposo se ponía cada vez más impaciente. La mujer hizo algunos comentarios reveladores: “esto no va a servir para nada”, “tengo la sensación de que no voy a pasar este trance”, “estoy pronta para irme”. La operación fue un éxito. Se tomaron todas las precauciones para una buena alta. Sin embar­go, al segundo día del postoperatorio tuvo una falla cardiaca y murió. Todos los recursos estaban a disposición y fueron utilizados, excepto uno —termina diciendo Henker— “la espe­ranza de parte del pacien­te”.

Si la desesperanza se asocia con la enfermedad, la depresión y el suicidio, por el contrario, la esperanza es una fuente de salud o Laboratorium possibilis salutis, “laboratorio posible de salud”, como dijo el filósofo alemán Ernst Bloch. Las investigaciones han demostrado de manera incuestionable, con una infinidad de evidencias experimentales, que “la dinámica de la esperanza está profundamente conectada con la esencia de la vida humana, el bienestar y la salud” en quienes sufren una enfermedad, como por ejemplo, el SIDA (Kylma, 2005). También se ha encontrado correlaciones altamente significativas entre la desesperanza, el sufrimiento y la enfermedad, especialmente en los estados depresivos (Morris y otros, 2005) y en los actos suicidas (Cassells y otros, 2005).

Entre los estudios más demostrativos se encuentran las investigaciones de seguimiento de miles de personas examinadas en su estado de salud y en sus niveles de esperanza durante períodos prolongados. Uno de ellos (Anda et al., 1993), fue desarrollado por el departamento de Salud Nacional de Estados Unidos (US Nacional Health), que evaluaron 2832 personas durante más de 12 años, encontrando que los desesperanzados tenían un riesgo muy alto de contraer una enfermedad fatal del corazón en comparación con quienes reportaban altos puntajes de esperanza. En otro estudio, realizado en Finlandia, sobre 2428 hombres, seguidos durante 6 años, también se encontró que la mortalidad debido al cáncer era muchísimo mayor en los desesperanzados (Everson y otros, 1996), que en el grupo de control. Finalmente, en San Antonio, Texas, Stern y colaboradores (2001), exploraron a casi 800 personas de origen mexicano y europeo, entre 64 y 79 años, para descubrir que 5 años después, el 29% de los desesperanzados habían fallecido en comparación con el 11% de los esperanzados, lo que significa que los desesperanzados tienen casi tres veces más posibilidad de morir anticipadamente en comparación con los esperanzados.

Todas estas consideraciones permite sostener que la visión esperanzada o desespe­ranzada que pueda asumir una persona, grupo o comunidad es facilitadora de los procesos de salud o de enfermedad, ya que influye en forma decisiva en la restauración, el mantenimiento como en la promoción de la salud física (Kylma, 2005) y mental. Por eso ha sido considerada como un ingrediente esencial para el ser humano, tanto como “la comida y el agua” o “tan necesaria como el aire” para vivir. Así, pues, resulta forzoso reconocer que es la “esperanza lo que marca la diferencia”, tanto en la salud como en la enfermedad. Por lo tanto, en la práctica clínica como en todo trato con los otros, la estrategia fundamental de todo aquel que busque ayudar a su prójimo, debiera ser inspirar y fomentar la esperanza para incrementar el bienestar personal, social y espiritual (Pereyra, 2006).

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Dr., Mario R. Pereyra Lavandina
Dr. en Psicología
Universidad de Montemorelos

Mario Pereyra es doctor en psicología, psicólogo clínico, terapeuta de familia, docente universitario, investigador y escritor. Actualmente se desempeña como Catedrático del Posgrado de la Maestría en Relaciones Familiares y Coordinador en Investigación de Psicología Clínica de la Universidad de Montemorelos, México. Lleva publicado 350 artículos y 21 libros.

Categorías: Salud

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