Comentario Leccion EGW 10 Julio – Septiembre 2012

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III Trimestre de 2012
1 y 2 de Tesalonicenses

Notas de Elena G. de White 

Lección 10
8 de Septiembre de 2012

La vida en la iglesia
1 Tesalonicenses 5:12-28

Sábado 1 de septiembre
Para guardar el corazón debemos ser constantes en la oración e incansables en las peticiones en procura de ayuda ante el trono de la gracia. Los que toman el nombre de cristianos debieran acudir a Dios suplicando ayuda con fervor y humildad. El Salvador nos ha dicho que oremos sin cesar. El cristiano no puede estar siempre en una posición que indique que está orando, pero puede elevar constantemente sus pensamientos y deseos. Nuestra confianza propia se desvanecería si habláramos menos y oráramos más (Comentario bíblico adventista, tomo 7a, p. 135).
Después de hecha la oración, si no obtenemos inmediatamente la respuesta, no nos cansemos de esperar, ni nos volvamos inestables. No vacilemos. Aferrémonos a la promesa: “Fiel es el que os ha llama­do; el cual también lo hará” (1 Tesalonicenses 5:24). Como la viuda importuna, presentemos nuestros casos con firmeza de propósito. ¿Es importante el objeto y de gran consecuencia para nosotros? Por cierto que sí. Entonces, no vacilemos; porque tal vez se pruebe nuestra fe. Si lo que deseamos es valioso, merece un esfuerzo enérgico y fervoroso. Tenemos la promesa; velemos y oremos. Seamos firmes, y la oración será contestada; porque, ¿no es Dios quien ha formulado la promesa? Cuanto más nos cueste obtener algo, tanto más lo apreciaremos cuando lo obtengamos. Se nos dice claramente que si vacilamos, ni podemos pensar que recibiremos algo del Señor. Se nos recomienda aquí que no nos cansemos, sino que confiemos firmemente en la promesa. Si pedimos, él nos dará liberalmente (Joyas de los testimonios tomo 1, p. 203).
Domingo 2 de septiembre:
Respuesta al ministerio (1 Tesalonicenses 5:12, 13)
El cristiano vigilante es el cristiano que trabaja, que procura celo­samente hacer todo lo que puede para el adelantamiento del evangelio. Como crece el amor por su Redentor, así también crece su amor por su prójimo. Tiene severas pruebas, como su Señor; pero no permite que las aflicciones agríen su temperamento y destruyan su paz mental. Sabe que la prueba, si se la soporta bien, le refinará y purificará, y le unirá más con Cristo. Los que son participantes de los sufrimientos de Cristo, serán también participantes de su consolación, y al fin compartirán también su gloria.
“Os rogamos, hermanos —continuó Pablo en su carta a los tesalonicenses— que reconozcáis a los que trabajan entre vosotros, y os presiden en el Señor, y os amonestan: y que los tengáis en mucha estima por amor de su obra. Tened paz los unos con los otros”.
Los creyentes tesalonicenses se veían muy molestados por hom­bres que se levantaban entre ellos con ideas y doctrinas fanáticas. Algunos andaban “fuera de orden, no trabajando en nada, sino ocu­pados en curiosear”. La iglesia había sido debidamente organizada, y se habían nombrado dirigentes para que actuaran como ministros y diáconos. Pero había algunos voluntariosos e impetuosos que rehusaban someterse a aquellos que ocupaban puestos de autoridad en la iglesia. Los tales aseveraban tener no solamente derecho a juzgar por su cuenta, sino también a presentar insistentemente sus conceptos a la iglesia. En vista de esto, Pablo llamó la atención de los tesalonicenses al respeto y la deferencia debidos a aquellos que habían sido escogidos para ocupar puestos de autoridad en la iglesia (Los hechos de 1os apóstoles, pp. 211, 212).
Los obreros que trabajan para Dios deben ser respetados, honrados y amados. “Os rogamos, hermanos, que reconozcáis a los que trabajan entre vosotros y os presiden en el Señor, y os amonestan; y que los tengáis en mucha estima y amor por causa de su obra”. No debiéramos criticarlos y cuestionar cada movimiento que no coincide con nuestras ideas y prácticas. Los ministros de Dios son llamados a realizar una gran obra; ¿Qué clase de persona está capacitada para esa tarea? ¿Podemos elegir a alguien que es perfecto, que nunca se equivoca? “Así que, hermanos, cuando fui a vosotros para anunciaros el testimonio de Dios, no fui con excelencia de palabras o de sabiduría”. Aquellos a quienes Pablo escribió estas palabras se tenían a sí mismos en alta estima, y no dudaban en cuestionar, criticar y encontrar faltas en el mensaje y el mensajero que Dios había enviado para confirmar, fortalecer y animar a los santos (Review and Herald, 25 de julio, 1893).
Lunes 3 de septiembre:
Proveer un ministerio (1 Tesalonicenses 5:14,15)
Los ministros de Cristo son los guardianes espirituales de la gente confiada a su cuidado. Su obra ha sido comparada a la de los centine­las. En los tiempos antiguos, se colocaban a menudo centinelas en las murallas de las ciudades, donde, desde puntos ventajosamente situados, podía su mirada dominar importantes puntos que habían de ser guar­dados, a fin de advertir la proximidad del enemigo. De la fidelidad de estos centinelas dependía la seguridad de todos los habitantes. A intervalos fijos debían llamarse unos a otros, para asegurarse de que no dormían y de que ningún mal les había acontecido. El clamor de ánimo o advertencia se transmitía de uno a otro, repetido por cada uno hasta que repercutía en todo el contorno de la ciudad (Obreros evangélicos, pp. 14, 15).
Es privilegio de estos centinelas de las murallas de Sión vivir tan cerca de Dios, y ser tan susceptibles a las impresiones de su Espíritu, que él pueda obrar por su medio para apercibir a los pecadores del peligro y señalarles el lugar de refugio. Elegidos por Dios, sellados por la sangre de la consagración, han de salvar a hombres y mujeres de la destrucción inminente. Con fidelidad han de advertir a sus semejantes del seguro resultado de la transgresión, y salvaguardar fielmente los intereses de la iglesia. En ningún momento deben descuidar su vigilan­cia. La suya es una obra que requiere el ejercicio de todas las facultades del ser. Sus voces han de elevarse en tonos de trompeta, sin dejar oír nunca una nota vacilante e incierta. Han de trabajar, no por salario, sino porque no pueden actuar de otra manera, porque se dan cuenta de que pesa un ay sobre ellos si no predican el evangelio (Obreros evangélicos, pp. 15, 16).
El espíritu del verdadero pastor es el de la abnegación. Se olvida de sí mismo para realizar las obras de Dios. Por la predicación de la Palabra y por la obra personal en los hogares, se entera de sus necesida­des, sus tristezas y sus pruebas; y cooperando con el gran Sustentador, compartirá sus aflicciones, consolará sus penas, aliviará sus almas ham­brientas y ganará sus corazones para Dios. En esta obra el ministro es asistido por los ángeles del cielo, y él mismo es instruido e iluminado en la verdad que lo hará sabio para la salvación (Obreros evangélicos, p. 420).
Ministrar significa más que sermonear; representa un trabajo fer­viente y personal. La iglesia sobre la tierra está compuesta de hombres y mujeres propensos a errar, los cuales necesitan paciencia y cuidadoso esfuerzo para ser preparados y disciplinados para trabajar con acepta­ción en esta vida y para que en la vida futura sean coronados de gloria e inmortalidad. Se necesitan pastores —pastores fieles— que no lison­jeen al pueblo de Dios ni lo traten duramente, sino que lo alimenten con el pan de vida; hombres que sientan diariamente en sus vidas el poder transformador del Espíritu Santo, y que abriguen un fuerte y desintere­sado amor hacia aquellos por los cuales trabajan (Obreros evangélicos, pp. 419, 420).
En todo campo nuevo deben ejercerse paciencia y perseveran­cia. No os desalentéis por los comienzos pequeños. Es a menudo la obra más humilde la que produce los mayores resultados. Cuanto más directa sea nuestra labor por nuestros semejantes, mayor bien se logrará. La influencia personal es poderosa. Las mentes de aquellos con quienes estemos íntimamente asociados quedarán impresionadas por influencias invisibles. Uno no puede, al hablar a una multitud, conmoverla como podría hacerlo sí estuviese en relación más cercana con sus miembros. Jesús dejó el cielo y vino a nuestro mundo para salvar almas. Debéis acercaros a aquellos por quienes trabajéis, a fin de que no solo oigan vuestra voz, sino que os estrechen la mano, aprendan vuestros principios, sientan vuestra simpatía (Obreros evan­gélicos, pp. 200, 201).
Martes 4 de septiembre:
Actitudes cristianas positivas (1 Tesalonicenses 5:16-18)
Los hijos de Dios pueden gozarse en todas las cosas y en todo tiempo. Cuando vienen problemas y dificultades, creyendo en la sabia providencia de Dios, podéis estar gozosos. No necesitáis un feliz vuelo del sentimiento, sino que por fe podéis descansar en las promesas y elevar un himno de acción de gracias a Dios…
De las paredes de la cámara de la memoria deben colgar cuadros sagrados, con visiones de Jesús, con lecciones de su verdad, con revela­ciones de sus encantos incomparables. Si así adornásemos la cámara de la memoria no consideraríamos intolerable nuestra suerte. No hablaría­mos de las faltas de otros. Nuestras almas estarían llenas de Jesús y de su amor. No desearíamos dictarle al Señor el camino por el cual nos ha de guiar. Amaríamos a Dios sobre todas las cosas y a nuestro prójimo como a nosotros mismos.
Cuando el gozo del Señor esté en el alma, no podréis reprimirlo; desearéis contar a otros acerca del tesoro que habéis hallado; hablaréis de Jesús y de sus encantos incomparables. Deberíamos dedicarlo todo a él. Deberíamos educar nuestras mentes para que se deleiten en las cosas que glorifiquen a Dios; y si dedicamos a Dios nuestras facultades men­tales nuestros talentos aumentarán, y tendremos más y más habilidades para ofrecer al Maestro. Llegaremos a ser canales de luz para otros (En lugares celestiales, p. 123).
En nuestros esfuerzos por presentar al mundo la verdad para este tiempo, nos enfrentaremos con muchas dificultades. Pero si mantene­mos nuestra mente y corazón en nuestro precioso Salvador, si hablamos de su amor y poder, las perplejidades pasarán y nos mantendremos felices y seguros de su amor. No dependemos del mundo ni de la gente con todos sus cambios. Dependemos de Aquel en quien mora toda la Deidad corporalmente, en quien están escondidos todos los tesoros de la sabiduría y el conocimiento. Él es nuestro gozo y nuestra corona; nues­tra paz, nuestro poder y nuestra satisfacción. Entonces, regocijémonos, sin importar lo que ocurra en nuestro interior o a nuestro alrededor (Manuscript Releases, tomo 12, p. 272).
La oración es el aliento del alma, el canal de todas las bendiciones. Mientras… el alma arrepentida ofrece su oración, Dios ve sus luchas, considera sus conflictos y toma nota de su sinceridad. Aplica su dedo a su pulso, y anota cada latido. No hay sentimiento que lo conmueva, ni emoción que lo agite, ni pesar que lo ensombrezca, ni pecado que lo manche, ni pensamiento o propósito que lo impulse, que Dios no conoz­ca. Esa alma ha sido adquirida a un precio infinito, y se la ama con una devoción inalterable (¡Maranata: El Señor viene!, p. 83).
“Dad gracias en todo, porque esta es la voluntad de Dios para con vosotros en Cristo Jesús” (1 Tesalonicenses 5:18).
Hay muchas angustias innecesarias, problemas que agitan la mente y otras realidades sobre los cuales nada podemos hacer. El Señor desea que sus hijos confíen en él plenamente. Nuestro Señor es un Dios justo y recto. Sus hijos deberían conocer su bondad y su justicia, tanto en los asuntos importantes como en los comunes de la vida. Los que abrigan un espíritu angustiado y quejoso rehúsan reconocer la realidad de su mano guiadora. La ansiedad innecesaria es una insensatez que impide relacionarse con Dios en la forma debida (Recibiréis poder, p. 86).
Miércoles 5 de septiembre:
Relación con nueva luz (1 Tesalonicenses 5:19-22)
El apóstol amonestó a los tesalonicenses a no despreciar el don de profecía, y con las palabras: “No apaguéis el Espíritu. No menospre­ciéis las profecías. Examinadlo todo; retened lo bueno”, les ordenó que distinguieran cuidadosamente entre lo falso y lo verdadero (Los hechos de los apóstoles, p. 214).
El Señor requiere que obedezcamos la voz del deber, cuando haya otras voces alrededor de nosotros instándonos a seguir una conducta opuesta. Se demanda nuestra ferviente atención para distinguir la voz que habla de parte de Dios. Debemos resistir y vencer la inclinación, y obedecer la voz de la conciencia sin discusiones ni transigencias, no sea que cesen sus advertencias y la voluntad y el impulso tomen las riendas. La Palabra de Dios llega a todos nosotros, los que no hemos resistido a su Espíritu mediante la decisión de no oír ni obedecer. Esta voz se escucha en advertencias, consejos y reprensiones. Es el mensaje de Dios para iluminar a su pueblo. Si esperamos llamamientos más esten­tóreos o mejores oportunidades, la luz puede ser retirada y quedaremos en tinieblas (La maravillosa gracia de Dios, p. 202).
Nos hallamos en medio de los peligros de los últimos días, y el Señor nos ha advertido acerca de los falsos maestros. Por sus frutos los conoceréis. ¿Enseñan ellos a obedecer a Dios o a quebrantar sus mandatos? El Señor nos ha dado la facultad de razonar y quiere que la usemos. “Examinadlo todo; retened lo bueno”. Nos ha revelado su voluntad y estaremos sin excusa si no estudiamos su sagrada Palabra. El verdadero Pastor nos invita a caminar por el sendero de la obediencia: “Haz esto —dice— y vivirás”. No podemos permitirnos perder la vida eterna. Que Dios nos conceda encontramos alrededor del trono cantan­do la canción de los redimidos en el reino de gloria (Signs of the Times, 24 de noviembre, 1887).
El verdadero cristiano será manso, gentil, deseoso de aprender, dispuesto a suplicar, lleno de misericordia y de buenos frutos. No será obstinado, aferrándose a su forma de actuar y a sus opiniones. Estará listo a examinarlo todo y retener lo bueno. Será un alumno en la escuela de Cristo. No estará entre aquellos que siempre están listos a dar cátedra a los demás y a criticar, condenar y poner en duda los motivos de sus amigos y vecinos, como los fariseos. Representará a Jesús, la luz del mundo, por medio de su mansedumbre, su sabiduría y su irreprochable conducta, lo que recomendará su fe a quienes se asocian con él (Signs of the Times, 13 de julio, 1888).
Jueves 6 de septiembre:
Santidad en el tiempo del fin (1 Tesalonicenses 5:23-28)
La santificación expuesta en las Santas Escrituras abarca todo el ser: espíritu, alma y cuerpo. Aquí se habla de una consagración plena. Pablo rogaba por los tesalonicenses, a fin de que pudieran gozar de esa gran bendición: “Y el mismo Dios de paz os santifique por completo; y todo vuestro ser, espíritu y alma y cuerpo, sea guardado irreprensible para la venida de nuestro Señor Jesucristo” (1 Tesalonicenses 5:23).
Existe en el mundo religioso una teoría de la santificación que es falsa, y puede influir peligrosamente. En muchos casos los que la profesan no poseen una santificación genuina; más bien se trata de palabrería. Los que realmente buscan la perfección del carácter nunca pensarán que han alcanzado el nivel de impecabilidad. Sus vidas pue­den ser irreprochables y son verdaderos representantes de la verdad que han aceptado. Pero cuanto más disciplinan sus mentes para pensar en el carácter de Cristo, y cuanto más cerca están de su divina imagen, tanto más claramente disciernen la perfección inmaculada que él tiene, y más profundamente sienten sus propios defectos (The Sanctified Life, p. 7).
Las Escrituras nos enseñan que debemos procurar santificar para Dios el cuerpo, el alma y el espíritu. En esta tarea debemos trabajar conjuntamente con Dios. Es posible hacer mucho para restaurar la ima­gen moral de Dios en el hombre, y para mejorar las capacidades físicas, mentales y morales. Pueden realizarse cambios notables en el organis­mo físico obedeciendo las leyes de Dios y no introduciendo en el cuerpo nada que lo contamine. Y si bien es cierto que no podemos reclamar la perfección de la carne, podemos tener la perfección cristiana del alma. Mediante el sacrificio que se hizo por nosotros, los pecados pueden ser perfectamente perdonados. No dependemos de lo que el hombre puede hacer, sino de lo que Dios puede hacer por el hombre mediante Cristo. Cuando nos entregamos enteramente a Dios, y creemos con plenitud, la sangre de Cristo nos limpia de todo pecado. La conciencia puede ser liberada de condenación. Mediante la fe en su sangre, todos pue­den encontrar la perfección en Cristo Jesús. Gracias a Dios porque no estamos tratando con imposibilidades. Podemos pedir la santificación. Podemos disfrutar del favor de Dios. No debemos inquietamos por lo que Cristo y Dios piensan de nosotros, sino que debe interesarnos lo que Dios piensa de Cristo, nuestro Sustituto. Somos aceptos en el Amado. Dios muestra a la persona arrepentida y creyente, que Cristo acepta la entrega del alma para moldearla según su propia semejanza (Mensajes selectos, tomo 2, pp. 36, 37).
La obra de la santificación comienza en el corazón y debemos rela­cionamos de tal forma con Dios que Jesús pueda poner su molde divino sobre nosotros. Debemos vaciarnos del yo a fin de dar lugar para Jesús, pero son muchos los que tienen su corazón tan lleno de ídolos que no tienen lugar para el Redentor del mundo. El mundo mantiene en cauti­verio el corazón de los hombres. Enfocan sus pensamientos y afectos en sus negocios, su posición, su familia, se aferran a sus opiniones y modos de proceder y los acarician como a ídolos en el alma… Debemos vaciarnos del yo. Pero no es esto todo lo que se requiere; pues cuando hayamos renunciado a nuestros ídolos, el vacío debe ser llenado…
Cuando vaciáis el corazón del yo, debéis aceptar la justicia de Cristo. Aferraos a ella por fe… Si abrís la puerta del corazón, Jesús llenará el vacío mediante el don de su Espíritu, y entonces podréis ser predicadores vivientes en vuestro hogar, en la iglesia y en el mundo. Podréis difundir la luz, porque los brillantes rayos del Sol de Justicia brillan sobre vosotros. Vuestra vida humilde, vuestra conducta santa, vuestra rectitud e integridad dirán a todos los que os rodean que sois hijos de Dios, herederos del cielo, que no hacéis de este mundo el lugar de vuestra morada, sino que sois peregrinos y extranjeros aquí, que buscáis una patria mejor, la celestial (A fin de conocerle, p. 167).


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