Vislumbres de nuestro Dios 3
I Trimestre de 2012
Vislumbres de nuestro Dios
Notas de Elena G. de White
Lección 3
21 de enero de 2012
Dios como Redentor
Cuando se fija la atención sobre la cruz de Cristo, todo el ser se ennoblece. El conocimiento del amor del Salvador subyuga el alma, y eleva la mente por encima de las cosas del tiempo y los sentidos. Aprendamos a valorar todas las cosas temporales a la luz que brilla de la cruz. Esforcémonos por sondear las profundidades de humillación a las cuales descendió nuestro Salvador con el fin de hacer que el hombre poseyera las riquezas eternas. A medida que estudiamos el plan de redención, el corazón sentirá los latidos del amor del Salvador, y quedará cautivado por el encanto de su carácter.
Es el amor de Cristo lo que constituye nuestro cielo. Pero el lenguaje nos falla cuando tratamos de describir este amor. Pensamos acerca de su vida en la tierra y de su sacrificio hecho en nuestro favor; pensamos en la obra que lleva a cabo en los cielos como abogado nuestro, de las mansiones que fue a preparar para los que le aman; y tan solo podemos exclamar: «¡Oh, la altura y la profundidad del amor de Cristo!» Al permanecer un momento al pie de la cruz, obtenemos un débil concepto de lo que es el amor de Dios, y exclamamos: «En esto consiste el amor: No en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó a nosotros, y envió a su Hijo en propiciación por nuestros pecados» (1 Juan 4:10). Pero en nuestra contemplación de Cristo solo exploramos el borde de un amor que es inmensurable. Su amor es como un vasto océano sin playa ni fondo.
En todo discípulo verdadero este amor es como el fuego sagrado, que se enciende sobre el altar del corazón. Fue en esta tierra donde el amor de Dios se reveló por intermedio de Jesús. Y es en esta misma tierra donde sus hijos harán que este mismo amor brille a través de sus vidas intachables. De ese modo los pecadores serán conducidos a la cruz, para contemplar al Cordero de Dios (Exaltad a Jesús, p. 242).
Domingo 15 de enero:
En la cruz
La muerte de Cristo demuestra el gran amor de Dios por el hombre. Es nuestra garantía de salvación. Quitarle al cristiano la cruz sería como borrar del cielo el sol. La cruz nos acerca a Dios, y nos reconcilia con él. Con la perdonadora compasión del amor de un padre, Jehová contempla los sufrimientos que su Hijo soportó con el fin de salvar de la muerte eterna a la familia humana, y nos acepta en el Amado.
Sin la cruz, el hombre no podría unirse con el Padre. De ella depende toda nuestra esperanza. De ella emana la luz del amor del Salvador; y cuando al pie de la cruz el pecador mira al que murió para salvarle, puede regocijarse con pleno gozo; porque sus pecados son perdonados. AI postrarse con fe junto a la cruz, alcanza el más alto lugar que pueda alcanzar el hombre.
Mediante la cruz podemos saber que el Padre celestial nos ama con un amor infinito. ¿Debemos maravillarnos de que Pablo exclamara: «Lejos esté de mí gloriarme, sino en la cruz de nuestro Señor Jesucristo»? (Gálatas 6:14). Es también nuestro privilegio gloriarnos en la cruz, entregarnos completamente a Aquel que se entregó por nosotros. Entonces, con la luz que irradia del Calvario brillando en nuestros rostros, podemos salir para revelar esta luz a los que están en tinieblas (Los hechos de los apóstoles, pp. 170, 171).
Jesús no vino a este mundo a dar órdenes y amenazas sino a mostrar un amor sin paralelo; y el amor engendra amor. El amor de Cristo exhibido en la cruz sorprende y gana al pecador quien, arrepentido y creyente, le adora por el amor sin límites del Salvador. Cristo vino a este mundo para que muchos puedan copiar su carácter perfecto y de esa manera elevar a la raza caída. Sin embargo, entre los millones que hay en el mundo, son pocos los que aceptan la justicia y excelencia de su carácter y que cumplen sus requerimientos para asegurarse la felicidad (Confrontation, p. 72).
Cuando miráis la cruz del Calvario, no podéis dudar del amor de Dios o de su deseo de salvar. Tiene una inmensidad de mundos que le tributan honor divino, y el cielo y todo el universo hubieran estado felices si él hubiera dejado perecer este mundo; pero su amor fue tan grande que dio a su propio Hijo para que muriera a fin de que nosotros fuésemos redimidos de la muerte eterna. Al ver el cuidado y el amor que Dios tiene por nosotros, respondamos a ellos; démosle a Jesús todas las facultades de nuestro ser, peleando varonilmente las batallas del Señor (A fin de conocerle, p. 369).
Lunes 16 de enero:
El evangelio en el Antiguo Testamento
En el desierto de la tentación, en el huerto de Getsemaní y en la cruz, nuestro Salvador cruzó armas con el príncipe de las tinieblas. Sus heridas llegaron a ser los trofeos de su victoria en favor de la familia humana. Mientras Cristo pendía agonizante de la cruz, mientas los malos espíritus se regocijaban, y los hombres impíos le escarnecían, su calcañar fue en verdad herido por Satanás. Pero ese mismo acto aplastaba la cabeza de la serpiente. Por la muerte destruyó «al que tenía el imperio de la muerte, es a saber, al diablo»(Hebreos 2:14). Este acto decidió el destino del jefe de los rebeldes, y aseguró para siempre el plan de la salvación. Al morir, Cristo venció el poder de la muerte; al resucitar, abrió para sus seguidores las puertas del sepulcro. En esa última gran contienda vemos cumplirse la profecía: «Ésta te herirá en la cabeza, y tú le herirás en el calcañar»(Génesis 3:15) (Profetas y reyes, p. 517).
En la creación, antes de la entrada del pecado, cada parte de la naturaleza era perfecta. Dios no necesitó quitar ninguna cosa por considerarla innecesaria, ni disponer algún poder o fuerza para destruirla. Fue la calamidad del pecado lo que comenzó la obra de desintegración y dejó al hermoso templo de Dios en ruinas. El ya no podía morar en el corazón de los seres humanos. Pero se dio la promesa de que la obra del enemigo sería destruida: «Pondré enemistad entre ti y la mujer, y entre tu simiente y la simiente suya; ésta te herirá en la cabeza, y tú le herirás en el calcañar» (Génesis 3:15).
En los concilios celestiales se proveyó esperanza para la raza caída. Jesucristo ofreció su vida como redención para los perdidos, y pagó el precio del rescate para recrear en el pecador la imagen de Dios en el alma. El caído podía ser renovado a la semejanza divina y ser elevado, perdonado y redimido, no por la ley, sino por Jesucristo, Justicia nuestra (Signs of the Times, 12 de diciembre, 1895).
En la ofrenda de Isaac, Dios tuvo el propósito de prefigurar el sacrificio de su Hijo. Isaac era una figura del Hijo de Dios que fue ofrecido como sacrificio por los pecados del mundo. Dios deseaba impresionar en Abraham el evangelio de salvación para los hombres… Había de entender en su propio caso cuán grande era la abnegación del Dios infinito al dar a su Hijo para rescatar al hombre de la ruina (A fin de conocerle, p. 22).
Durante siglos, una gran corriente de conocimiento acerca de Cristo se derramó en el mundo mediante la palabra de los patriarcas y los profetas. Adán, arrepentido y convertido, fue un cristiano. Abel, Enoc, Noé, Abraham, todos fueron cristianos. En tipos y símbolos se reveló el evangelio a esas dispensaciones antiguas. Las escrituras del Antiguo Testamento nos muestran el poder que poseían aquellos que miraban a Cristo. Los gloriosos rayos de una luz que se incrementa constantemente se han concentrado ahora en nuestros días. Todos testifican que Cristo es «el camino, y la verdad, y la vida». En su primera venida nos fue revelado el Cristo que sacrificó riquezas, poder y gloria, para recibir pobreza, tentación, privaciones y sufrimientos (Signs of the Times, 13 de enero, 1898).
Martes 17 de enero:
La salvación en Isaías
Durante los últimos siglos de la historia de Israel antes del primer advenimiento, era de comprensión general que se aludía a la venida del Mesías en esta profecía: «Poco es que tú me seas siervo para levantar las tribus de Jacob, y para que restaures los asolamientos de Israel: también te di por luz de las gentes, para que seas mi salud [salvación] hasta lo postrero de la tierra»(Isaías 49:6). El profeta había predicho: «Manifestaráse la gloria de Jehová, y toda carne juntamente la verá»(Isaías 40:5). Acerca de esta luz de los hombres testificó osadamente Juan el Bautista cuando proclamó: «Yo soy la voz del que clama en el desierto: Enderezad el camino del Señor, como dijo Isaías profeta» (Juan 1:23).
A Cristo fue a quien se dirigió la promesa profética: «Así ha dicho Jehová, Redentor de Israel, el Santo suyo, al menospreciado de alma, al abominado de las gentes… así dijo Jehová… Guardarte he, y te daré por alianza del pueblo, para que levantes la tierra, para que heredes asoladas heredades; para que digas a los presos: Salid; y a los que están en tinieblas: Manifestaos… No tendrán hambre ni sed, ni el calor ni el sol los afligirá; porque el que tiene de ellos misericordia los guiará, y los conducirá a manaderos de aguas» (Isaías 49:7-10).
Los que eran firmes en la nación judía, los descendientes del santo linaje por medio del cual se había conservado el conocimiento de Dios, fortalecían su fe meditando en estos pasajes y otros similares. Con sumo gozo leían que el Señor ungiría al que iba «a predicar buenas nuevas a los abatidos, a vendar a los quebrantados de corazón, a publicar libertad a los cautivos… a promulgar año de la buena voluntad de Jehová» (Isaías 61:1, 2). Sin embargo, sus corazones se entristecían al pensar en los sufrimientos que debería soportar para cumplir el propósito divino. Con profunda humillación en su alma leían en el rollo profético estas palabras: [Se cita Isaías 53:1-9] (Profetas y reyes, pp. 508, 509).
¡Cuán inconfundiblemente claras eran las profecías de Isaías respecto a los sufrimientos y la muerte de Cristo! «¿Quién ha creído a nuestro anuncio? —pregunta el profeta— ¿y sobre quién se ha manifestado el brazo de Jehová? Y subirá cual renuevo delante de él, y como raíz de tierra seca: no hay parecer en él, ni hermosura: verlo hemos, mas sin atractivo para que le deseemos. Despreciado y desechado entre los hombres, varón de dolores, experimentado en quebranto: y como que escondimos de él el rostro, fue menospreciado, y no lo estimamos…
El Salvador profetizado había de venir, no como un rey temporal, para librar a la nación judía de opresores terrenales, sino como hombre entre los hombres, para vivir una vida de pobreza y humildad, y para ser al fin despreciado, rechazado y muerto. El Salvador predicho en las Escrituras del Antiguo Testamento había de ofrecerse a sí mismo como sacrificio en favor de la especie caída, cumpliendo así todos los requerimientos de la ley quebrantada. En él los sacrificios típicos iban a encontrar la realidad prefigurada, y su muerte de cruz iba a darle significado a toda la economía judía (Los hechos de los apóstoles, pp. 183-185).
Miércoles 18 de enero:
Los Evangelios y la cruz
La Pascua recordaba la pasada liberación de los hijos de Israel, a la vez que señalaba a Cristo, el futuro Cordero de Dios que sería inmolado para redimir a la raza caída. La sangre esparcida en los postes de la puerta prefiguraba la sangre expiatoria de Cristo y la constante dependencia del pecador en los méritos de esa sangre para ser resguardado del poder satánico y finalmente ser redimido. Cristo comió la pascua con sus discípulos antes de su crucifixión, y esa misma noche instituyó la Cena del Señor para que se observara en conmemoración de su muerte. Hasta entonces, la Pascua había sido celebrada para conmemorar la liberación de los hijos de Israel de Egipto; desde ahora debían recordarse los eventos relacionados con su muerte. Al levantarse de la cena con sus discípulos, Cristo declaró: «¡Cuánto he deseado comer con vosotros esta pascua antes que padezca!… Amaba tanto a sus discípulos que estaba dispuesto a morir por ellos, y les exhortó a amarse unos a otros así como él los había amado (Signs of the Times, 25 de marzo 25, 1880).
Cristo se hallaba en el punto de transición entre dos sistemas y sus dos grandes fiestas respectivas. Él, el Cordero inmaculado de Dios, estaba por presentarse como ofrenda por el pecado, y así acabaría con el sistema de figuras y ceremonias que durante cuatro mil años había anunciado su muerte. Mientras comía la pascua con sus discípulos, instituyó en su lugar el rito que había de conmemorar su gran sacrificio. La fiesta nacional de los judíos iba a desaparecer para siempre. El servicio que Cristo establecía había de ser observado por sus discípulos en todos los países y a través de todos los siglos.
La pascua fue ordenada como conmemoración del libramiento de Israel de la servidumbre egipcia. Dios había indicado que, año tras año, cuando los hijos preguntasen el significado de este rito, se les repitiese la historia. Así había de mantenerse fresca en la memoria de todos aquella maravillosa liberación. El rito de la cena del Señor fue dado para conmemorar la gran liberación obrada como resultado de la muerte de Cristo. Este rito ha de celebrarse hasta que él venga por segunda vez con poder y gloria. Es el medio por el cual ha de mantenerse fresco en nuestra mente el recuerdo de su gran obra en favor nuestro (El Deseado de todas las gentes, p. 608).
Aunque la institución de la pascua apuntaba hacia el pasado, a la liberación milagrosa de los hebreos, también apuntaba hacia el futuro, mostrando la muerte del Hijo de Dios antes que sucediera. Durante la última pascua que el Señor celebró con sus discípulos, instituyó la cena del Señor en lugar de la pascua, para que se observara como recordativo de su muerte. Ya no tendrían más necesidad de la pascua, porque él, el gran Cordero representado, estaba listo para ser sacrificado por los pecados del mundo. En la muerte de Cristo la figura se encontró con la realidad (Exaltad a Jesús, p. 25).
Jueves 19 de enero:
El clamor en la cruz
¿Quién puede estimar el valor de un alma? Si queréis saber su valor, id al Getsemaní, y allí velad con Cristo durante esas horas de angustia, cuando su sudor era como grandes gotas de sangre. Mirad al Salvador pendiente de la cruz. Oíd su clamor desesperado: «Dios mío, Dio mío, ¿por qué me has desamparado?» Mirad la cabeza herida, el costado atravesado, los pies maltrechos. Recordad que Cristo lo arriesgó todo. Por nuestra redención el cielo mismo se puso en peligro. Podréis estimar el valor de un alma al pie de la cruz, recordado que Cristo habría entregado su vida por un solo pecador (Palabras de vida del gran Maestro, pp. 154, 155).
Para muchos, la historia de la condescendencia, la humillación y el sacrificio de nuestro Señor, no despierta interés más profundo ni conmueve más el alma, ni afecta más la vida que la historia de la muerte de los mártires de Jesús. Muchos sufrieron la muerte por torturas lentas; otros murieron crucificados. ¿En qué difiere de estas muertes la del amado Hijo de Dios? Es verdad que murió en la cruz en forma muy cruel; sin embargo, otros por amor a él, han sufrido iguales torturas corporales. ¿Por qué fue entonces más espantoso el sufrimiento de Cristo que el de otras personas que entregaron su vida por amor a él? Si los sufrimientos de Cristo consistieron solamente en dolor físico, entonces su muerte no fue más dolorosa que la de algunos mártires.
Pero el dolor corporal fue tan solo una pequeña parte de la agonía que sufrió el amado Hijo de Dios. Los pecados del mundo pesaban sobre él, así como la sensación de la ira de su Padre, mientras sufría la penalidad de la ley transgredida. Fue esto lo que abrumó su alma divina. Fue el hecho de que el Padre ocultara su rostro, el sentimiento de que su propio Padre le había abandonado, lo que le infundió desesperación. El inocente Varón que sufría en el Calvario comprendió y sintió plena y hondamente la separación que el pecado produce entre Dios y el hombre. Fue oprimido por las potestades de las tinieblas. Ni un solo rayo de luz iluminó las perspectivas del futuro para él. Y luchó con el poder de Satanás, quien declaraba que tenía a Cristo en su poder, que era superior en fuerza al Hijo de Dios, que el Padre había negado a su Hijo y que ya no gozaba del favor de Dios más que él mismo. Si gozaba aún del favor divino, ¿por qué necesitaba morir? Dios podía salvarlo de la muerte.
Cristo no cedió en el menor grado al enemigo que lo torturaba, ni aun en su más acerba angustia. Rodeaban al Hijo de Dios legiones de ángeles malos, mientras que a los santos ángeles se les ordenaba que no rompiesen sus filas ni se empeñasen en lucha contra el enemigo que le tentaba y vilipendiaba. A los ángeles celestiales no se les permitió ayudar al angustiado espíritu del Hijo de Dios. Fue en aquella terrible hora de tinieblas, en que el rostro de su Padre se ocultó mientras le rodeaban legiones de malos ángeles y los pecados del mundo estaban sobre él, cuando sus labios profirieron estas palabras: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?»
La muerte de los mártires no se puede comparar con la agonía sufrida por el Hijo de Dios. Debemos adquirir una visión más amplia y profunda de la vida, los sufrimientos y la muerte del amado Hijo de Dios. Cuando se considera correctamente la expiación, se reconoce que la salvación de las almas es de valor infinito. En comparación con la empresa de la vida eterna, todo lo demás se hunde en la insignificancia. Pero ¡cómo han sido despreciados los consejos de este amado Salvador! El corazón se ha dedicado al mundo, y los intereses egoístas han cerrado la puerta al Hijo de Dios. La hueca hipocresía, el orgullo, el egoísmo y las ganancias, la envidia, la malicia y las pasiones han llenado de tal manera los corazones de muchos, que Cristo no halla cabida en ellos (Joyas de los testimonios, tomo 1, pp. 230-232).
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